Hay hechos y actos irracionales que escapan a cualquier intento de comprensión humana. Entran de lleno en aquello que calificamos de aberración u horror y, como medio de expresión humano, el cine solo puede recordarlos, recrearlos o evocarlos para que no caigan en el olvido. En Paraíso (Rai, 2016), Andrei Konchalovsky al menos presenta cuatro voces para hacerlo. Escribo “al menos” porque existe una quinta, que corresponde a la voz del espectador que observa las imágenes y se pregunta por el espacio y el tiempo presente de la acción mientras reflexiona sobre las confesiones de los tres personajes principales. La cuarta es la de Konchalovsky, la cual nos habla a través de las imágenes en blanco y negro del pasado al que aluden los tres protagonistas, quienes responden a las preguntas que quizá la Historia, quizá un ser divino o el propio realizador, que se erige en receptor que intenta ser imparcial, aunque consciente de que no puede serlo, graba en formato cinematográfico para así recoger impresiones, explicaciones y emociones. Olga (Yuliya Vysotskaya), Helmut (Christian Clauss) y Jules (Philippe Duquesne) son las voces de los muertos de la sinrazón de un momento histórico concreto, las voces de las víctimas, de los verdugos y de quienes se alían con estos últimos para huir del infortunio de los primeros y de ese modo gozar de los privilegios de los segundos. Son las tres perspectivas tangibles de Paraíso, film que se abre con un plano del pasillo de la prisión donde Olga ha sido encerrada por cobijar a dos niños judíos. Pero ella no es la primera en exponer su caso, ni en responder a preguntas que no escuchamos, pero de cuya existencia sabemos por las respuestas. El “privilegio” de ser el primero corresponde a Jules, quien asume la responsabilidad de iniciar un relato subjetivo que repasa su vida para ofrecernos una ligera idea de sí mismo.
El personaje apunta que uno de los novios de su madre fue quien le consiguió un trabajo en la policía francesa, también que está casado y que tiene un hijo. Pronto comprendemos que no se trata de un policía cualquiera, sino del responsable de encontrar a niños judíos y entregarlos a las autoridades nazis. Estamos ante un colaboracionista que no duda en emplear la tortura, aunque le disgusta que su brazo ejecutor la mencione o le recuerde los métodos que emplea para obtener confesiones. Él solo quiere lograr sus fines, que en ese instante del pasado que Konchalovsky ubica durante la Segunda Guerra Mundial, aparte de atrapar judíos, son saciar la lujuria que Olga, elegante y seductora, le despierta y proteger el bienestar de su familia. Las imágenes nos introducen a la aristócrata rusa en el presente indefinido, con el cráneo rasurado y dirigiéndose a ese ser misterioso que también podría ser cualquiera de nosotros. Así que comprendemos que ella ha sido víctima de la sinrazón que encuentra en Helmut su voz, una voz que no expresa arrepentimiento por los hechos que se exponen en pantalla, ni de aquellos otros que, conocidos y expuestos en otras producciones, permanecen fuera de campo. Asegura orgulloso que es alemán, de linaje aristocrático, pero sobre todo afirma que es un nazi convencido, de ahí que recuerde su petición de traslado del ejército a la SS. También recuerda su entrevista con Himmler (Viktor Sukhorukov), en la que se observa que admira las palabras y las ideas que aquel le transmite, palabras que enraízan en su mente y que le hablan de un <<paraíso terrenal. Un paraíso alemán en la tierra>>. ¿Y para el resto? El comandante del campo de concentración donde Helmut y Olga —unidos sentimentalmente en el pasado anterior que la narración ubica en Italia— se reencuentran como carcelero y prisionera, responde <<no hay cielo sin infierno. Y yo he creado este infierno>>. Es el infierno de la locura, de lo inexplicable y de la aberración que Olga y millones de condenados sufren e intentan sobrevivir, conscientes o inconscientes de la pérdida de su inocencia, de su condición humana y de su vida. Si la idea del paraíso es una locura fruto de la sinrazón institucionalizada, el infierno es real y, tras la ejecución de Jules a manos de la resistencia francesa, es el espacio concreto donde se desarrolla la mirada de Konchalovsky al pasado que Paraíso recuerda desde las tres confesiones, fuera de tiempo y de lugar, que nos acercan a los hechos a los que accedemos mediante las voces de los protagonistas.
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