Brigada criminal (1950)
Los once años que separan el fin de la Guerra Civil Española del estreno (casi simultáneo) de Brigada criminal (Ignacio F. Iquino, 1950) y Apartado de correos (Julio Salvador, 1950) fueron años de predominio del cine de propaganda, de comedias escapistas y de (melo)dramas ajenos a la cotidianidad que se deja entrever en determinados momentos de estos dos títulos fundacionales del "cine negro español" de la década de 1950. Pero más que del neorrealismo (ausente de las pantallas españolas de aquel entonces), ambas producciones asumieron características del policíaco semidocumental estadounidense inaugurado por Henry Hathaway en La casa de la calle 92 (The House on 92nd Street, 1945). Estas influencias se dejan notar desde su arranque, cuando la voz en off introduce (y alaba) a los agentes de policía que llevan a cabo sus investigaciones por las calles de Barcelona -en el film de Salvador- y Madrid -en el caso de la práctica totalidad de Brigada criminal-, también en la elección del espacio urbano como marco espacial y en el tono realista con el que se presentan las tramas que acercaban al público aspectos y lugares reconocibles de su día a día, así como la criminalidad que hasta entonces carecía de presencia en los filmes españoles de la posguerra. Al igual que los primeros policíacos de Hathaway para la 20th Century Fox, tanto Brigada Criminal como Apartado de correos carecen de la negrura del género noir y se decantan por una exposición precisa y veloz de las investigaciones llevadas a cabo por agentes novatos, entregados a su labor policial y enfrentados a delincuentes que irían cobrando mayor ambiguedad y entidad dramática en posteriores producciones. Pero al contrario que en aquellos policíacos hollywoodienses, en filmes como el de Iquino la policía no cuenta con grandes medios técnicos y basa su "efectividad" en el "factor" hombre aludido en el rótulo de agradecimiento que abre la historia de Fernando Olmos Sánchez (José Suárez), el joven a quien se presenta en la calle, bajando de un tranvía, camino a la academia de policía donde no tarda en recibir su diploma de agente. En ese instante la voz en off y el encargado de entregar las acreditaciones aseguran que los graduados dejan de ser muchachos para convertirse en los responsables de proteger al ciudadano. Esta cuestión apunta la transformación de la realidad inicial en la sucesión de los hechos en los que se ve envuelto Fernando, entregado en cuerpo y alma a su labor policial, después de su nombramiento, cuando acude al banco donde trabaja su tío y es testigo activo del atraco que posteriormente pide investigar. Como novato, su petición no es atendida y le ordenan infiltrarse en un taller donde debe atrapar a un ladronzuelo. Su primera misión le depara la desilusión de sentirse ninguneado por su amigo y mentor el inspector Basilio Lérida (Manuel Gas), quien, tratando de guiarle en su nueva profesión, le viene a decir que acate las órdenes y demuestre su valía en el taller donde se produce su contacto con Óscar Román (Alfonso Estela), el líder de los asaltantes que el joven policía había intentado detener en la sucursal bancaria. Esta casualidad es aprovechada por el infiltrado para hacerse pasar por un delincuente y, sin conocimiento de sus superiores, acepta la propuesta de Óscar, que le encarga que se traslade a Barcelona y se deshaga de Celia (Soledad Lence), la mujer que podría delatarlos. Hasta ese instante, el comportamiento de Fernando es el de alguien que quiere destacar a toda costa, convencido de que su labor en el cuerpo debe ser heroica desde el primer instante. Por ello asume su individualidad (y su desobediencia) dentro de un colectivo que la reprueba y se adentra en solitario en la aventura que posteriormente comparte con Basilio. De ese modo ambos simulan el asesinato de Celia, a fin de que la banda no sospeche y Fernando pueda descubrir sus identidades y su localización.
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