miércoles, 29 de junio de 2016

Mister Arkadin (1954)


<<Nada de presentaciones, esto es una mascarada>>, pronuncia Gregory Arkadin (Orson Welles) en su primera aparición entre las sombras. No son una negación y una afirmación caprichosas, sino que unidas desvelan más de lo que dicen. El personaje no solo se refiere a la fiesta de disfraces donde se encuentra con su opuesto
 (Robert Arden), sino que hace alusión a cuanto se contempla en la pantalla: apariencias, verdades y mentiras que de una forma u otra se encuentran presentes en la obra cinematográfica de Orson Welles. Desde su debut en Ciudadano Kane (Citizen Kane; 1941) hasta su despedida en Fraude (F for Fake; 1973) estas constantes fueron empleadas por el cineasta para reconstruir las personalidades de sus protagonistas a partir de la destrucción narrativa que experimenta con el uso del montaje (alterado por el productor en la versión internacional de este film), con la ruptura temporal, con los encuadres o la iluminación. Su afán experimental alcanzó máximos en su primer y en su último film, pero también en Mister Arkadin, cuyo guión se inspiró en un episodio del serial radiofónico The Adventures of Harry Lime (1951), protagonizado por el personaje que Welles había interpretado en la magistral El tercer hombre (The Third Man; Carol Reed, 1949).


Partiendo de aquel programa, escrito por el propio realizador, el misterio que rodea a Arkadin se inicia con la voz en off que introduce las imágenes del avión sin piloto que preceden al primer plano de Jacob Zouk (
Akim Tamiroff) y a su inmediato encuentro con Van Stratten. En ese instante se ignora cualquier cuestión relacionada con ambos y el por qué de las nerviosas y apremiantes palabras del segundo, que se contraponen al aparente desinterés mostrado por su oyente. Esta circunstancia ofrece la primera pieza del rompecabezas, que cobra forma mediante el flashback que se desarrolla en la oscuridad portuaria de Nápoles donde el narrador y su novia (Patricia Medina) escuchan de boca de un moribundo, apuñalado por la espalda, dos nombres que podrían significar mucho dinero: Gregory Arkadin y Sophia. La trama regresa a la miserable guardilla para poco después volver al pasado, durante el cual se suceden varios planos del buscavidas investigando sobre Arkadin, un poderoso millonario, pero, más allá de esta cuestión, nadie puede decirle ¿quién es en realidad? El interrogante remite a Chales Foster Kane y a la recomposición realizada por Welles a partir de los saltos temporales que nacen de los recuerdos de quienes trataron al magnate de la prensa y del diario de su tutor, pero la exposición que indaga sobre el pasado de Arkadin procede de una única fuente, Van Stratten, poseedor del secreto que va desvelando al público a lo largo de su relato, que tiene como centro a ese corrupto millonario que le asegura no recordar nada anterior a 1927.


En el montaje internacional, el productor
Louis Dolivet se decantó por la linealidad expositiva de los hechos (un solo flashback), lo cual alteraba la intención del cineasta, sin embargo en la versión española, y en la posterior estadounidense, la película recupera parte del montaje previsto por su autor, de modo que las imágenes regresan una y otra vez a la habitación donde el investigador relata y su acompañante escucha aquello que ya conoce, pero que descubren el carácter (simbolizado en la narración de la rana y el escorpión) y la obsesiva necesidad del personaje interpretado por Welles de ocultar a su hija (Paola Mori) los delitos del pasado. La joven es la meta de los dos antagonistas, que se igualan en ambigüedad y en ausencia de escrúpulos, similitud que se potencia con los planos y contraplanos en los que la figura de Arkadin se opone a la de Van Stratten, como si con esta alternancia se constatase su semejanza, pero también la supremacía y la omnipresencia, temible y poderosa, física o por alusión, del magnate. Allí donde viaja su empleado, se deja notar su presencia, y lo hace en las palabras de los entrevistados o en sus apariciones durante el recorrido internacional del aventurero, pues Arkadin emplea la búsqueda de su oponente para completar la suya, consciente de que esta le permitirá conservar la máscara que nada tiene que ver con el antifaz del que se despoja cuando escucha la amenaza de <<¿qué pasaría si alguien emprendiese una investigación de su vida?... ¿Qué diría un informe confidencial como este referente a su persona. Toda clase de bajezas, desde Braco en adelante...>>.

sábado, 25 de junio de 2016

A tiro limpio (1963)



Desde una perspectiva cinematográfica, los años que siguieron a la Guerra Civil trajeron consigo un cine español en el que inicialmente primaban las producciones de propaganda al servicio de los vencedores. Películas como ¡Presente! (Heinrich Gärtner, 1939), Frente de Madrid (Edgar Neville, 1939), Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1941), Rojo y negro (Carlos Arévalo, 1942), 
aunque esta no tardó en ser retirada por su ideología falangista (la dictadura se alejaba de tal discurso para crear uno propio), y tantas más que pretendían justificar y asentar los pilares del régimen franquista: catolicismo, ejército y su unidad nacional en torno a un solo hombre. Pero este tipo de film panfletario acabó dejando su lugar a otro menos propagandístico y más comercial que, si bien continuaba aleccionando moralmente, perseguía entretener ofreciendo aventuras, romances o risas a una población que buscaba evadirse de la dura posguerra.


Por aquellos años, quienes acudían al cine para olvidar y divertirse se adentraban en una sala donde primero los adormilaban con el No-Do (instaurado en 1943) y sus "noticias de actualidad". Finalizada la emisión de imágenes y comentarios sobre Franco, de nuevas infraestructuras, de fiestas, de alguna supuesta celebridad que acudía a tal o cual lugar para qué sabe quién o de noticias que no informaban de las represalias ni de la ruptura, ni de la miseria 
(carestía, hambre y pobreza en parte de la población) y delincuencia que sí existían en un país desangrado y dividido, los espectadores disfrutaban de títulos que llegaban de Hollywood o de un producto nacional realizado en estudios como Cifesa, Chamartín o Suevia Films, donde se pretendía emular el lujo, el ingenio y la calidad de aquellos largometrajes extranjeros que la censura permitía proyectar, eso sí, suprimiendo las escenas "indecentes" y doblados al castellano (lo que posibilitaba el cambio de los diálogos originales por aquellos que mejor se ajustaban a lo establecido como "correcto"). Con este panorama, que alejaba de las salas comerciales la cruda cotidianidad que se vivía en España, se produjeron comedias de cierto tono realista, El hombre que se quiso matar (Rafael Gil, 1942), otras de “teléfono blanco” y algunas que apuntaban o abrazaban el fantástico, Eloísa está debajo de un almendro (Rafael Gil, 1943) o El destino se disculpa (José Luis Sáenz de Heredia, 1945), la confirmación creativa de Edgar Neville con La torre de los siete jorobados (1944) y La vida en un hilo (1945) o el éxito de Locura de amor (Juan de Orduña, 1948) y de otras ficciones históricas. Pero el cine español se aferraba a su falta de riesgo —es difícil arriesgar cuando no hay libertad para hacerlo— y a su intención moralizante, de tal manera que entrada la década de 1950, los géneros desarrollados hasta entonces apenas aportaban novedades respecto a lo ya mostrado, lo cual iba decantando las preferencias del consumidor hacia las producciones hollywoodienses.


Si la tendencia no cambiaba, era cuestión de tiempo que la industria cinematográfica desapareciese como tal (Cifesa, la productora más poderosa, inició su decadencia en 1951), solo un despistado no se daría cuenta de ello y, como en la España de la época "no" los había (de eso se encargaban los periódicos, los programas de radio o las noticias del No-Do), en los años cuarenta se sacó una ley proteccionista para las producciones nacionales (ayudas económicas y una cuota de pantalla que asegurase su presencia en cartel), aunque, en su mayoría, dichas ayudas iban a parar a proyectos que continuaban ofreciendo más de lo mismo y no prestaban atención a quienes intentaban un cine más complejo y personal, caso de Llobet-Gràcia y Vida en sombras (1948), su único largometraje. Otros como Carlos Serrano de Osma también lo tuvieron crudo para recibir subvenciones, ya no digamos una calificación de "interés nacional", y lo siguieron teniendo en el siguiente decenio. Sin embargo, con la entrada de los años de 1950 se produjo el ligero cambio que se confirmó hacia la mitad de la década con el reconocimiento internacional de Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955). Pero este hubiera sido imposible sin las influencias chaplinescas asumidas por 
Edgar Neville en El último caballo (1950) y las neorrealistas de José Antonio Nieves Conde en Surcos (1951), sin la presencia de un realizador como Manuel Mur Oti y su Cielo negro (1951), sin la irrupción de jóvenes más radicales como Berlanga y Bardem con su debut en Esa pareja feliz (1951) o sin el interesante ciclo de cine negro que inició su andadura en Madrid y Barcelona con Brigada criminal (Ignacio F. Iquino, 1950) y Apartado de correos 1001 (Julio Salvador, 1950), respectivamente. A partir de estos títulos fundacionales, tanto en Madrid como en la Ciudad Condal, quizá más en esta última, se desarrolló un policíaco contundente que mostraba parte de la realidad urbana, una realidad que hasta entonces apenas había tenido presencia en las producciones españolas. A través de sus policías protagonistas, pero también desde la delincuencia, que fue adquiriendo importancia a lo largo del ciclo, el público reconocía aspectos sociales que ofrecían mayor contacto con el entorno real, aunque, en sus primeros pasos, se priorizaba y destacaba la labor de los agentes del orden en su lucha diaria.


En su intento de emular al cine negro semidocumental expuesto en La casa de la calle 92 (The House on 92nd Street; Henry Hathaway, 1945) y en otras posteriores, las producciones de Iquino y Salvador fueron el punto de arranque para un policíaco que evolucionó en su pesimismo hasta conceder el protagonismo absoluto a los delincuentes cinematográficos de El cerco (Miguel Iglesias, 1955), A sangre fría (Juan Bosch, 1959), Los atracadores (Francisco Rovira Beleta, 1961) o A tiro limpio (Francisco Pérez-Dolz, 1963). Esta última producción llevaba a su máxima expresión el buen trabajo realizado por los cineastas durante los años anteriores, siendo el broche de oro para los thrillers que cambiaron parte del panorama cinematográfico español.


Aunque se trataba de su primera experiencia como director, 
Pérez-Dolz no era desconocedor del género cuando asumió su rodaje, ya que desde su inicio había participado en diversas películas adscritas a la corriente negra barcelonesa. Estas experiencias le permitieron encarar su debut en la dirección desde una narrativa ejemplar, que encontró en varios artículos periodísticos la inspiración para su guión, aunque este hubo de ser retocado para recibir la aprobación de los censores. Concluido su rodaje, algunas escenas fueron suprimidas debido a la intervención de los "guardianes de la decencia", aunque los cortes no impidieron que A tiro limpio se convirtiera en uno de los mejores policíacos rodados en España. Narrada con sequedad y con la tensión que nace de las situaciones por las que atraviesan sus personajes, Pérez-Dolz se desentendió de juicios morales para centrarse en las reacciones del cuarteto protagonista, antes y durante la situación límite que los une, enfrenta y vence. Desde su arranque, cuando se descubre a Martín (Luis Peña) y Antoine (Joaquín Novales) asaltando un garaje, hasta su conclusión, las imágenes retratan con minuciosidad a cada uno de los delincuentes protagonistas, sus relaciones, sus intenciones y la desesperación que se va apoderando de ellos hasta el desenlace en las escaleras mecánicas de la estación de metro de Barcelona. Pero de regreso al inicio, el asalto al garaje solo es una manera de llamar la atención de Román (José Suárez), en ese momento alejado de la actividad delictiva a la que regresa por motivos económicos y por su relación con Marisa (María Asquerino), una femme fatale sin apenas mayor presencia que la de precipitar la decisión del protagonista. A partir de la asociación de los fuera de la ley, el contundente planteamiento de Pérez-Dolz muestra dos posturas que enfrentan a la pareja formada por Martín y Antoine con la amistad que une a Román y El picas (Carlos Otero), a quien el primero ofrece participar en el trabajo a sabiendas de que está fichado por la policía, pero lo hace porque necesita a alguien de confianza. El primer atraco resulta un desastre económico, lo que les obliga a realizar dos más, uno como cebo y el otro a la oficina de quinielas donde esperan obtener el ansiado botín, sin ser conscientes de que ellos mismos se condenan al fracaso, característico de un género en el que la violencia, la fatalidad y el pesimismo forman parte de los personajes y del entorno social donde habitan.

viernes, 17 de junio de 2016

El arca de Noé (1928)


Poco se sabe de la primera película de Mihály Kertész más allá de su titulo, Hoy y mañana (Ma és holnap, 1912), y de que fue el primer largometraje de ficción del cine húngaro. Menos desconocimiento existe sobre el prestigio cinematográfico que alcanzó antes de abandonar su Hungría natal en 1919 para asentarse en Austria, donde trabajó hasta 1926. Allí se convirtió en el director estrella de la compañía Sascha Kolowrat, en ella filmó diecinueve títulos con el nombre de Michael Kertész, aunque fue el éxito de La luna de Israel (Die Sklavenkönigin; 1924) el que atrajo la atención de los grandes estudios hollywoodienses y el que convenció a los hermanos Warner para ofrecerle un contrato. La sustancial mejora económica y la posibilidad de rodar con los mejores medios técnicos, que la industria cinematográfica más potente del planeta ponía a disposición de los cineastas, resultaron dos atractivos que pocos de los grandes directores europeos de la época rechazaron. Ernst Lubitsch, Friedrich W.Murnau, Victor Sjöström, Maurice Stiller, Paul Leni y tantos otros cruzaron el charco durante la década de 1920, como también lo hizo 
el futuro director de Casablanca (1942), que emprendió su aventura americana en 1926 con la idea de rodar epopeyas "históricas" como su Sodoma y Gomorra (Sodom um Gomorrah, 1922) o La luna de Israel. Sin embargo, antes de ver cumplido el deseo, filmó varios melodramas escritos y producidos por Darryl F.Zanuck, por aquel entonces jefe de guionistas del estudio. Zanuck también sería el responsable del argumento de El arca de Noé (Noah Ark), la primera gran producción californiana del rebautizado Michael Curtiz, aunque el resultado no fue el éxito esperado por la productora, que había desembolsado más de un millón de dólares para hacer posible el que pretendía ser el estreno más espectacular del año, pero que acabó siendo uno de los más polémicos debido a la accidentada filmación de la secuencia del diluvio. Como venía sucediendo en la Warner del periodo de transición del cine mudo al sonoro, la superproducción asumió características de ambos y las escenas silentes se combinaron con las dialogadas para desarrollar dos historias paralelas que guardan similitudes con las mostradas por Cecil B.DeMille en Los diez mandamientos (The Ten Commandments; 1923), e incluso con las expuestas por el propio Curtiz en Sodoma y Gomorra.


Estas historias ofrecían evidentes paralelismos entre los distintos periodos expuestos a lo largo de su metraje, en el que se combinan historias bíblicas con el presente para ofrecer una lección moralizante, espectáculo épico y romance. Para ello, el director y el guionista adaptaron a sus intereses la historia de Noé, la cual compararon con la contemporánea que encuentra su escenario en la Gran Guerra (1914-1918). A pesar de la distancia temporal y de la mitología que los separa, los dos tiempos se muestran similares desde las primeras imágenes del film: el arca, la torre de babel y el becerro de oro del pasado son sustituidas en el presente por rascacielos y teletipos que informan de la caída de los valores bursátiles. Estos símiles establecen el nexo entre el ayer y el hoy, así pues, la torre se iguala a los edificios y el culto al ídolo dorado al del dinero, lo que vendría a corroborar que, durante el transcurso de los siglos, los "dioses" materiales continúan siendo el motor de la humanidad. Tras la comparación entre las dos épocas, El arca de Noé muestra un tren que recorre Europa en 1914. En su interior viajan los cinco personajes principales, que también lo serán del drama bíblico al que alude el título. En esos primeros instantes se muestra a una sociedad descreída, que emula a la del diluvio. Esta coincidencia no es arbitraria, como tampoco lo es que se ubique la trama durante la Primera Guerra Mundial, que vendría a simbolizar un castigo similar a la inundación bíblica. En uno de los compartimentos del transporte se descubre la amistad entre Travis (George O'Brien) y Al (Guinn "Big Boy" Williams), dos jóvenes norteamericanos que sobreviven al accidente ferroviario del que rescatan a Mary (Dolores Costello), tanto del siniestro como de las garras de quien posteriormente la acusará de espionaje. La historia contemporánea muestra a los dos amigos y a esta joven durante la guerra que no tarda en cobrar protagonismo. Al se alista en el ejército, no así su compañero, cuyo deseo es permanecer al lado de esa mujer con quien se casa, pero a quien acaba abandonando a su suerte cuando el desfile militar lo seduce y se une a la lucha. Sin palabras, sin promesas y sin una mirada atrás, el personaje principal deja a Mary entre la multitud y a merced del destino mientras él se traslada al frente, donde ignora el drama que vive su amada, acosada y acusada de espionaje porque ha rechazado los atenciones de Nickoloff (Noah Beery). Pero las vidas de los protagonistas vuelve a cruzarse en un momento de gran carga dramática, antes de que se produzca el derrumbe donde quedan atrapados en compañía de un predicador (Paul McAllister) que no duda en recitar el Génesis para hacer la comparación entre los dos castigos. A partir de ese instante, la película cambia de periodo y se centra en los avatares de Noé e hijos, aunque dando protagonismo a Jafet con el fin de aumentar la sensación de cercanía entre los dos romances que se desarrollan antes y durante los castigos divinos a los que alude el religioso.

sábado, 11 de junio de 2016

No tocar la pasta (1953)

Aferrado a su última opción para dejar atrás el entorno de criminalidad con el que ya no se identifica, pero donde se mueve a la perfección, gracias a los conocimientos adquiridos durante años, el delincuente de No tocar la pasta (Touchez pas au grisbi) está condenado a perder, como también lo están los personajes principales de Rififí (Du rififi chez les hommesJules Dassin, 1955) y Bob el jugador (Bob le flambeurJean-Pierre Melville, 1956), otras dos películas clave que, junto a esta filmada por Jacques Becker, marcaron el posterior desarrollo del cine negro francés, priorizando comportamientos, emociones y silencios, en definitiva, la humanidad que define a sus protagonistas dentro de ambientes nocturnos donde su código de conducta les obliga a asumir decisiones que, en el caso de Max (Jean Gabin), implican renunciar a su sueño, a cambio de la vida del amigo a quien en un momento de frustración califica de carga, pero a quien no puede abandonar a su suerte porque el lazo que los une es más fuerte y valioso que los lingotes de oro que le exigen por su liberación. La vista aérea que abre No tocar la pasta muestra la nocturnidad urbana antes de adentrarse en el local donde la cámara ofrece un primer plano de Max, sentado a la mesa donde uno de sus acompañantes le insta a leer la noticia sobre los cincuenta millones de francos en lingotes que fueron sustraídos en el aeropuerto de Orly. Sin mostrar mayor interés, toma el diario entre sus manos y afirma <<ya he leído el periódico>>, lo que no dice es que fue él quien cometió el robo, que apenas adquiere mayor relevancia en la exposición de Becker, porque el interés del cineasta se centra en mostrar la humanidad de los personajes y las relaciones que mantienen. Para ello se ofrecen pequeños detalles que perfilan la personalidad de Max, a quien los presentes conocen y aprecian por asumir compromisos como abonar las deudas de Marco (Michel Jourdan) o conseguirle el trabajo de mediador entre Angelo (Lino Ventura) y Pierrot (Paul Frankeur). Durante estos primeros minutos de metraje, el protagonista queda definido. Se trata de un hombre consciente de que su juventud ha pasado, lo acepta como también acepta que el ambiente por donde se mueve ya no es para él. Sabe que necesita cambiar de aires, de vida y de oficio, por lo que se intuye que fue esa la necesidad que lo impulsó a dar el golpe en colaboración de Riton (René Dary), aunque este ha cometido la torpeza de irse de la lengua para calmar la ambición de su amante (Jeanne Moreau), a quien dobla en edad. Como consecuencia del desliz, Max no tarda en ser asaltado por la banda de Angelo, más joven, ambicioso y carente de la idea de honor de los veteranos, por lo que no duda a la hora de aprovecharse de la importancia que aquellos conceden a un sentimiento que él interpreta como la flaqueza que le permitirá apoderarse del botín en el que su opuesto ha depositado la esperanza de su retiro. A partir de este planteamiento, Becker, sin duda uno de los grandes realizadores del cine francés, desarrolló una historia crepuscular que tiene su eje en la amistad (tema recurrente en su breve pero imprescindible filmografía) entre hombres maduros, curtidos en las mil batallas que los une y a quienes no les queda otra que aceptar que ha llegado la hora de asumir la inmediatez de esa vejez que se hace palpable en la escena que muestra la soledad compartida por GabinDary, mientras el primero enumera al segundo los signos de envejecimiento que salpican su rostro, ajado por el paso del tiempo, el mismo rostro que poco después Riton contempla en el espejo. Esta certeza también se descubre en detalles puntuales como las gafas que el protagonista emplea para leer, <<no te preocupes -responde cuando le comentan que nunca se las habían visto-, las necesitarás pronto>>, o en la mujer de Pierrot, que observa preocupada a su marido, a Marco y a Max montando las armas con las que piensan acudir al encuentro de Angelo y reflexiona: <<a mi edad, Max, uno no rehace su vida>>, porque al igual que ellos es consciente de que la vitalidad y las ilusiones se han transformado en la certeza de que a su edad no hay más futuro que el presente.

miércoles, 8 de junio de 2016

El viaje a ninguna parte (1986)



El viaje a ninguna parte (1986) surgió de una idea que Fernando Fernán Gómez y Jaime de Armiñán barajaban para un guion en el que iban a colaborar, aunque este no llegó a concretarse y en su lugar escribieron el libreto de Stico (1985). Pero Fernán Gómez no se olvidó de aquella idea y no tardó en darle forma de serial radiofónico que, a su vez, le sirvió de base para la novela homónima y para la adaptación cinematográfica que filmó en 1986. Con El viaje a ninguna parte, el cineasta, actor y escritor rindió su personal homenaje a los cómicos, aunque, más que actores o actrices, los miembros de las compañías ambulantes como la Galván, protagonista de esta historia, son vagabundos condenados a deambular por las tierras y los pueblos de la España de la posguerra, divirtiendo y emocionando a un público embrutecido y casi tan hambrientos como ellos, bajo la imparable amenaza que, para los de su profesión, significan las proyecciones cinematográficas y los partidos de fútbol que empiezan a acaparar la atención de los habitantes de los lugares que visitan. Sin contratos y con la incertidumbre de si actuarán o podrán comer, los Galván continúan su recorrido por un país marcado por la precariedad y por los lentos cambios que anuncian que ya no hay espacio para artistas como ellos. Pero la desventura de estos entrañables trashumantes se inicia con un primer plano de Carlos Galván (José Sacristán) en el presente, diciendo que <<hay que recordar...>>, aunque sus recuerdos, como cualquier evocación pasada, no mostrarán la realidad en sí misma, sino la idealización de los hechos que el anciano altera en su mente para darles la apariencia real que le permite sentir que su vida ha valido la pena. En ese momento inicial y final, rememora aquellos días de carestía en los que viajaba como miembro de la compañía teatral de su padre (Fernando Fernán Gómez), un cómico que, al igual que él, representa un arte transmitido de padres a hijos, una manera de vivir y de interpretar que desaparece ante la imposibilidad de legarlo al suyo (Gabino Diego).


Desde sus verdades y sus mentiras se acceden a los flashbacks que muestran el costumbrismo, la miseria compartida o la picaresca a la que a menudo recurren para seguir adelante mientras continúan aferrados al arte popular que representan en plazas, verbenas o en tabernas, pero nunca en teatros de verdad. Esta circunstancia la remedia el protagonista durante su triste presente, cuando sus palabras hablan de un periodo de esplendor ilusorio que nace de su necesidad de sentir que fue algo más que <<un hombre vulgar, anodino, carente de brillantez, sin relieve>>, definido de tal manera por
Fernán Gómez en El tiempo amarillo. Ese actor sin talento es el narrador y a la vez la víctima de su historia, que muestra realidades y alteraciones de un pasado que se presenta real y a la vez imaginario, pero siempre desde la sinceridad de sus palabras, a pesar de las mentiras que estas encierran. Desde ellas habla de la relación entre los distintos componentes de la compañía de la que formó parte, así como de los múltiples problemas surgidos a lo largo de su recorrido sin rumbo y sin esperanza de mejora, por un país herido donde la amistad o la ilusión de amor compartida con Juanita (Laura del Sol) aportan los rayos de luz a una vida que el personaje central se niega a aceptar. Por ello asume como suyos los éxitos de otros, generando en su mente su falso encuentro con Miguel Mihura, responsable de su supuesto descubrimiento y de la posterior gloria profesional nunca alcanzada, su presencia en el festival de Venecia al lado de Berlanga y otras cuestiones que Julio Maldonado (Juan Diego), su amigo y compañero en mil batallas, le dice que son fruto de su imaginación y del deseo de recordase como alguien más que aquel cómico sin brillo que desempeñaba un oficio que ya solo perdura en sus memorias.

lunes, 6 de junio de 2016

Cuatro hijos (1928)


La pérdida de dos tercios de las producciones mudas de John Ford genera un vacío en su etapa silente que impide acceder con mayor amplitud a su evolución como cineasta y, en ocasiones, que aquellas que sobrevivieron queden relegadas a un segundo plano dentro de su excelente filmografía. Aún así, no se puede obviar este periodo, fundamental en el desarrollo tanto de las temáticas sobre las cuales gira su obra como de la inigualable narrativa que iría perfeccionando hasta alcanzar la maestría con la que dio forma a sus grandes títulos sonoros. A lo largo de su aprendizaje y su afianzamiento creativo, en las películas que se conservan, las influencias de cineastas cercanos, su hermano FrancisDavid Wark Griffith, se irían combinando con las posteriormente asumidas del expresionismo, sobre todo de Murnau y de sus películas El último (Der Letzte Mann, 1924) y Amanecer (Sunrise, 1927), obras clave que lo animaron a estudiar la iluminación y los movimientos de cámara empleados por el realizador alemán. Estas y otras influencias, algunas recibidas durante sus colaboraciones con el actor Harry Carey, su mirada humanista, su sentido del humor, la reiteración temática (en la que predominan tradición y familia) y su innata comprensión del lenguaje cinematográfico fueron fraguando el estilo único que ya se intuye en sus dos primeros grandes éxitos. Aunque El caballo de hierro (The Iron Horse, 1924) y Tres hombres malos (Three Bad Men, 1926) presentan algunos de los rasgos definitorios de su cine, y lo auparon a una posición privilegiada dentro de la productora de William Fox, no poseen la madurez ni el dinamismo narrativo de Cuatro hijos (Four Sons, 1928). Este drama con trasfondo bélico, que puede considerarse la primera de sus muchas obras maestras, se abre con las imágenes de un idílico pueblo bávaro donde sus gentes viven en la armonía que también se descubre en su cartero, quien, luciendo su uniforme, recorre las calles con la alegría que le confiere saber que su trabajo consiste en repartir buenas noticias. En ese espacio de alegría compartida, esta se personaliza en los miembros de la familia Bernle, un núcleo familiar cuyo equilibrio y nexo de unión residen en la figura materna, similar a las expuestas años después en títulos como Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940) o ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941), sin embargo, la señora Bernle (Margaret Mann) asume mayor protagonismo que Ma'Joad y la señora Morgan. La cámara centra su atención en ella mientras dobla las ropas de sus cuatro retoños y las guarda en los cajones en los que se leen sus nombres: Franz, Joseph, Johann y Andreas. Cada cajón fue empleado por Ford para insertar planos individuales de los hijos en su cotidianidad, todavía alejada de la desintegración familiar y de las adversidades a las que la madre se enfrenta durante y después de la Gran Guerra. Pero antes de que estalle el conflicto, la felicidad y la armonía familiar ya se ven amenazadas como consecuencia de la marcha de Joseph (James Hall) a los Estados Unidos, como si su migración anunciase el principio del fin que se confirma con la llegada del militarismo caricaturizado en el mayor Von Stomm (Earle Foxe). Esta aparición precede a la contienda, al envió al frente de dos de los hermanos Bernle y a la ruptura definitiva de familia, que es anunciada por la sombra de aquel cartero que ha dejado de sonreír, porque ahora es consciente de ser el portador de la carta que informa de las muertes de Franz (Francis X.Bushman, Jr.) y Johann (Charles Morton) en el campo de batalla. A diferencia de otras grandes películas antibelicistas de su época, como El gran desfile (The Big Parade; King Vidor, 1925) o El precio de la gloria (What Price Glory; Raoul Walsh, 1926), en Cuatro hijos el conflicto armado permanece en la distancia, aunque siempre presente en los hechos que se desarrollan tanto en el pueblo bávaro como en la ciudad americana donde el hijo emigrante inicia su nueva existencia. Para Ford la guerra es el detonante de la desintegración familiar, aunque solo la muestra en la espectral escena en la que Andreas (George Meeker) muere en brazos de Joseph, como si con ello se cerrase una época de felicidad que ya no volverá. Ese pasado se representa en la madre, que sufre con entereza la muerte de dos de sus hijos, el reclutamiento forzoso del pequeño (y su posterior fallecimiento) y la lejanía de aquel que se ha integrado plenamente en la sociedad estadounidense. Casado y con un hijo, Joseph regresa al viejo continente como un soldado más entre los miles que deambulan por un campo de batalla apenas visible, donde las sombras y los lamentos de los heridos sustituyen a la luz que dejó atrás. Allí, mientras avanza envuelto por la densa capa de niebla, encuentra el cuerpo moribundo de su hermano pequeño, que fallece en sus brazos, momento que pone fin a la contienda y a aquel pasado que la madre evoca ante la mesa vacía que solo volverá a llenarse en su imaginación. Concluida la Gran Guerra, el único superviviente de los hijos regresa a América mientras que en el pueblo la sombra del emisario entrega una nueva carta de defunción a una anciana que asume su dolor desde la silenciosa resignación que Ford ensalzó a lo largo de este melodrama, que confirmaba que su cine había alcanzado la madurez y la universalidad de los más grandes. El lenguaje visual de Cuatro hijos, influenciado por el de Murnau en el uso de la luz, en la presencia del cartero o en los movimientos de los personajes dentro del espacio, capta y trasmite las emociones que fluyen de un presente que rompe la unidad, pero que permite el renacer de la misma, aunque de forma distinta, cuando la madre recibe otra carta de manos de aquel que ha recuperado la alegría. En este instante la felicidad vuelve a dominar en el pueblo, el rostro de la madre se ilumina y la narración de Ford muestra el optimismo de un futuro que se enturbia cuando la mujer llega a Estados Unidos y se enfrenta a la burocracia que le separa de la ansiada reconstrucción familiar, en la que se abrazan la tradición de la que ella es imagen y la modernidad representada en su nieto.

sábado, 4 de junio de 2016

La ciudadela (1938)


Las adaptaciones de las novelas de A. J. Cronin y Ayn Rand filmadas por King Vidor en La ciudadela (The Citadel, 1938) y en El manantial (The Fountainhead, 1949) presentan a dos protagonistas, un médico y un arquitecto, que destacan por su individualidad y por la ilusión con la que encaran su oficios, sin embargo, el primero claudica ante la opulencia y la aceptación del supuesto éxito, mientras que el segundo nunca reniega de aquello que lo define: su pensamiento y su interpretación de sí mismo dentro de un entorno que no tolera a quienes se desmarcan de lo establecido, aunque su distanciamiento implique un avance social o cultural. Entonces, ¿se puede calificar de triunfador a quien ha renegado de su esencia para lograr el éxito material? ¿ O lo es quien asume la honestidad consigo mismo como punto de partida para convertir su existencia en un triunfo, aunque este no lo sea para los demás, ni implique riqueza o fama? Una de las diferencias entre los supuestos éxitos y fracasos estriba en la interpretación social —que toma de baremos de medición el dinero o la popularidad— y la individual, que en ocasiones coincide con la anterior y en otras con la ofrecida por el arquitecto al que dio vida Gary Cooper en El manantial. Este personaje no precisa la aceptación pública para sentirse realizado, ya que su realización no depende de juicios externos, sino de la fidelidad a sus ideas y a los valores que le hacen ser quien es. Por este motivo, es consciente de que su elección es el triunfo en sí mismo, lo que implica que ni necesite lujos ni demostrar nada a quienes pretenden que reniegue de su yo, sin embargo, el doctor interpretado por Robert Donat en La ciudadela asume que ha triunfado cuando alcanza el confort que lo aleja del joven idealista que se descubre al inicio del film, cuando llega a un pequeño pueblo sin más que lo puesto, pero con la intención de mejorar la situación de los vecinos y, avanzado el metraje, la de los mineros galeses en su siguiente destino, donde sufre el rechazó de la ignorancia y de las costumbres asumidas como inamovibles.


Desde su perspectiva inicial, ambos personajes se rigen por las ideas que dan forma a la individualidad que los convierte en únicos dentro del conjunto homogéneo que los margina, sin embargo, el protagonista de El manantial no pierde de vista lo que para él es primordial, algo que sí sucede con el doctor Mason después de su encuentro con un antiguo compañero de facultad (Rex Harrison) que, al igual que aquellos colegas de profesión que lo rodean, mide el éxito por el corte y confección de su traje, por su destreza en el campo de golf y por los cheques que recibe de pacientes adinerados, a quienes receta y atiende con la única intención de obtener el beneficio material que seduce a Andrew Mason. El bienestar material al que accede el protagonista implica la perdida de sus ilusiones y el olvido de la honestidad que lo definía. Estas pérdidas lo distancian del hombre de quien Christine (Rosalind Russell) se enamoró, un médico que encaraba desde la entereza las múltiples trabas que se le presentaban, sin pensar en la comodidad, el dinero, los trajes caros, los automóviles deportivos o las fiestas de la alta sociedad que en su presente sustituyen al juramento hipocrático y al idealismo que lo empujaron a salvar la vida de un recién nacido, a rescatar a un minero atrapado en un túnel, a investigar la silicosis o a volar aquel viejo alcantarillado, fuente de fiebres tifoideas, que las autoridades se negaban a sustituir por uno que no perjudicase la salud pública. Aquel Mason ha desaparecido entre el confort y la falta de compromiso con sus ideales médicos, lo cual implica la negación del yo que se confirma durante la escena en la que rechaza la propuesta de su amigo el doctor Denny (Ralph Richardson) y desestima ayudar a la hija de la dueña del restaurante donde siempre tuvo un plato de comida. <<Andrew, cariño, ¿no ves que te estás vendiendo a ti mismo?>>, le dice Christine al no reconocer en él al hombre que fue. Pero el renacer del protagonista no se produce como consecuencia de las palabras de su mujer, sino por la desastrosa y trágica operación de la que es testigo, un shock que lo devuelve a la senda vital iniciada por aquel joven sin blanca, pero con su individualidad y su compromiso médico intactos, consciente de que son las ideas y el esfuerzo de cada uno de sus componentes los que permiten la mejora grupal que defiende durante el juicio que cierra el film.