domingo, 29 de mayo de 2016

Cielo negro (1951)



Melodramas como Cielo negro (1951), Condenados (1953) u Orgullo (1955) convirtieron a Manuel Mur Oti en uno de los cineastas españoles más destacados de la primera mitad de la década de 1950, sin embargo hacia mediados de la siguiente sus películas empezaron a caer en el ostracismo que se confirmó con su retiro, tras filmar Morir... Dormir... Tal vez soñar... (1976). Como había sucedió con otros antes y volvería a suceder con otros después, su obra se perdió en el olvido, pero, en 1992, la Cinemateca Portuguesa y la Filmoteca Española realizaron una retrospectiva que
 sirvió para dar a conocer su filmografía y revindicar su importancia dentro del cine español, al que Mur Oti ofreció excelentes títulos como este drama que se inicia con el plano de un viaducto que volverá a asomar en la pantalla para confirmar la imposibilidad y la desesperación de la protagonista.


Emilia (Susana Canales),
 sufrida y condenada a la soledad que define a los personajes femeninos del realizador vigués, se presenta como una joven quijotesca que interpreta la realidad desde su fantasía. De tal manera, Cielo negro se vertebra sobre la alteración de lo real a través de la mentira, la que Emilia se dice a sí misma, y que se confirma con su transformación cuando acude a su cita con Fortún (Luis Prendes), la perpetrada por Lola (Teresa Casal) mediante las cartas escritas por el poeta López Veiga (Fernando Rey) y el engaño con el que la protagonista alegra los últimos días de su madre moribunda, un engaño que en su intención remite al ideado por Juan Castilla en La aldea maldita (Florián Rey, 1930), otro título clave de la cinematografía española. Con un lento movimiento de cámara el encuadre abandona el puente para mostrar una ventana y una jaula, dos nuevos objetos que, avanzado el metraje, reafirman los barrotes de imposibilidad que atrapan a esa muchacha cuya distorsión mental cobra apariencia física en su precaria capacidad visual. La ilusión inicial que define su comportamiento le impide distinguir entre la realidad y la idealización que de ella hace: huele aromas florales en olores de comida, ve un cielo azul donde domina el gris o confunde los calcetines que secan en el patio interior del edificio con geranios inexistentes. Estas alteraciones del entorno físico refuerzan la interpretación psicológica que se intuye durante su encuentro con Ricardo Fortún en las escaleras de la casa de modas donde ambos trabajan. Allí, su ceguera simbólica se hace visible, por ello y no por su problema físico, Lola, la novia de Ricardo, la apoda "miopita", porque ha captado la incapacidad de la muchacha para comprender que aquel a quien ha idealizado nada quiere de ella, salvo las traducciones en las que se ha dejado parte de su precaria salud visual. En ese instante, el hombre se muestra agradecido y le dice que se ponga guapa, porque esa noche la llevará a la verbena, música para los oídos de quien nunca ha tenido un encuentro romántico.


Similar al del personaje interpretado por Joan Fontaine en Carta de una desconocida (Letter from a Unkown Woman; Max Ophüls, 1948), el sueño de amor de Emilia está condenado a no existir más allá de la imaginación, de modo que, durante su ansiado encuentro nocturno, se inventa dos horas de felicidad que concluyen cuando se desata la tormenta atmosférica que tendrá su réplica vital una vez devuelva el vestido que tomó prestado de la boutique. Este préstamo, que la dueña considera un robo, se convierte en el detonante de su despido, de su estéril deambular en busca de trabajo y de su caída en el abismo del que pretende escapar escribiendo una carta al ser idealizado. En ella expresa sus sentimientos, sus deseos y sus esperanzas, pero estos caen en manos de Lola, que contrata los servicios del poeta, por café con leche y ensaimadas, para que responda a la remitente haciéndose pasar por Fortún. A pesar de ser otro soñador, en su primera aparición, Lopéz Veiga antepone sus necesidades materiales (la de llenar su estómago vacío) a su poesía, lo cual lo incapacita para
 plantearse la existencia de un alma que sufre las consecuencias de las líneas que escribe prometiendo un falso amor y una falsa propuesta matrimonial. Dicha falsedad, una más dentro de un film que gira en torno a ellas, llena de luz la sombría existencia de la protagonista, pero también la de su madre, quien, consciente de su inminente final, le ruega que apremie a Ricardo para que este acuda a pedir su mano antes de que se produzca lo inevitable. En ese momento la mentira de amor y la necesidad materna dominan en la joven, que no duda en escribir al personaje inventado para contarle la situación y el último deseo de su madre. Esta realidad pone fin a la burla de López Veiga, que decide confesar la verdad a la víctima sin ser consciente de que, a partir de ese instante, formará parte de un último engaño, aquel que nace de la desesperación de una mujer que sufre anímica y físicamente hasta el extremo de amenazar al poeta (para que asuma el papel inventado) y acariciar la idea del suicidio, la cual se gesta desde la ventana que le muestra el viaducto con el que Mur Oti abrió su película, como si aquella primera imagen de Cielo negro presagiase el destino de su protagonista.

jueves, 26 de mayo de 2016

El arpa birmana (1956)


El 2 de septiembre de 1945, el general Umezu firmaba sobre la cubierta del "Missouri" la rendición incondicional de Japón, iniciándose de manera oficial la paz y la ocupación estadounidense del archipiélago japonés (1945-1952). Durante este periodo, las instituciones nacionales, entre ellas los medios de comunicación y la censura cinematográfica, pasaron a manos de la potencia extranjera, lo que propició el cambio político, social y cultural de un país destruido que iniciaba su reconstrucción. Aquel presente, marcado por la inmediatez de la guerra, fue expuesto en películas que tuvieron su raíz en la necesidad de mostrar la realidad provocada por la devastación bélica, pero también en la decisión de la nueva censura de prohibir las producciones de época, para evitar cualquier exaltación de la ideología vencida. La prohibición de jidaijeki, entre los que se cuentan los films de
 samuráis, los dramas históricos o las epopeyas mitológicas, limitaba las opciones de guionistas y realizadores que cambiaban las imposiciones oficiales de la etapa militarista previa por la filmación de historias contemporáneas (gendaijeki) que, desde las cámaras de los Akira Kurosawa, Keisuke KinoshitaKon Ichikawa, retrataban la cotidianidad de un país desolado en vías de su occidentalización. Pero, a pesar de las restricciones administrativas, de las comedias o de las películas de intriga sin mayor interés, gracias a las aportaciones de los citados y de veteranos como Kenji Mizoguchi, Mikio Naruse o Yasujiro Ozu, el cine nipón experimentó una notable mejora respecto a su pasado inmediato, aunque su esplendor internacional se inició con Rashomon (Akira Kurosawa1950) y con la devolución de la soberanía nacional al pueblo japonés en abril de 1952. A partir de entonces, aunque la presencia estadounidense continuó, la libertad temática y el talento creativo de sus cineastas fueron fundamentales en el auge de una industria cinematográfica que se dio a conocer a nivel internacional en certámenes donde la obra maestra de Kurosawa (una de tantas), Oharu, mujer galante (Saikaku ichidai onna, Kenji Mizoguchi, 1952), La puerta del infierno (Jigokumon; Teinosuke Kinugasa, 1953) o Samurái (Miyamoto Musashi; Hiroshi Inagaki, 1954) fueron premiadas. A este grupo de galardonadas habría que añadir El arpa birmana (Biruma no tategoto, 1956), en la que Kon Ichikawa, adaptando la novela homónima de Michio Takeyama, volvía su mirada hacia el sinsentido bélico, pero sin olvidar su presente, en el que las secuelas de la guerra mundial, la cercanía de la guerra de Corea (1950-1953) y las pruebas atómicas en el Pacífico, preocupaban a una sociedad que no deseaba volver a experimentar los horrores vividos apenas una década atrás.


Como consecuencia de estas circunstancias, dentro del ámbito cinematográfico, surgió la corriente antimilitarista y pacifista a la que pertenece este poético alegato que Ichikawa
 abrió con un plano aéreo y con la voz en off del capitán Inoyue (Rentarô Mikuni) recordando <<de color rojo sangre son la tierra y las montañas de Birmania. Aunque lo cierto es que ya ha pasado mucho tiempo desde el final de aquella terrible guerra, los tristes recuerdos de aquellos días perduran en nuestros corazones>>. Estos corazones cobran forma en los soldados japoneses que marchan por un bosque en junio de 1945, cuando <<la situación militar para Japón iba de mal en peor>>. En ese espacio se descubre que el grupo se encuentra unido por la música que sale de sus voces y del arpa que Mizushima (Shôji Yasui) toca con maestría, como si el instrumento fuera su arma, una que crea y no destruye. Ese instante de presentación muestra la camaradería y la humanidad de quienes, concluida la guerra, se rinden a los británicos. Para el pelotón de Inouye lo importante es mantenerse unidos a la espera de regresar a sus hogares, donde les aguardan sus seres queridos y la reconstrucción física de su país y la espiritual de sí mismos. Sin embargo no todos sus compatriotas en suelo birmano muestran el talante de esta especie de coral que sustituye la marcialidad castrense por la música. Así, pues, ante la resistencia que sabe inútil, el capitán no duda en ofrecer a los ingleses un emisario que convenza a los soldados de la "colina del triángulo" para que depongan las armas. Mizushima es el elegido y parte hacia la colina con la misma ilusión con la que toca su arpa, símbolo de su sensibilidad y del rechazo al fanatismo que no tarda en observar en quienes deciden continuar aferrados a una falsa idea de honor que solo provoca su destrucción.


Estas muertes inician el proceso de transformación del soldado, así como su concienciación, aunque esta se confirma en su solitario deambular a lo largo de los caminos por donde descubre los cuerpos sin vida de cientos, puede que miles, de jóvenes japoneses que no podrán regresar a sus casas. La imágenes de los cadáveres se anteponen a su deseo de reunirse con los suyos, porque en su interior asume la responsabilidad de enterrar a los caídos, una responsabilidad que le aparta del grupo que continúa retenido en el campo de prisioneros a la espera de su repatriación. Sus compañeros no son conscientes de los horrores que han marcado el pensamiento de Mizushima, de quien ignoran si ha muerto o sobrevivido al ataque de la colina, aunque creen verlo en un monje u oírle en los acordes del arpa que suena en la distancia. Por ello se aferran a la necesidad de que regrese con ellos, pero el soldado no puede hacerlo y les envía la carta
 que Inouye lee mientras navegan hacia su hogar. Las palabras de Mizushima, el compañero que se ha quedado atrás, exponen su decisión y su necesidad de enterrar los cuerpos insepultos de los compatriotas que yacen en suelo birmano, una necesidad que simboliza otra, la de enterrar la guerra y la violencia que ha descubierto durante el desolador recorrido existencial que les explica de la siguiente manera: <<...he superado montañas y ríos, vi como la guerra los había devorado con su rugido. He visto pastos quemados y campos secos. ¿Por qué tanta destrucción sobre la Tierra? Con el paso de los días llegué a entenderlo, y me di cuenta de que ningún pensamiento humano puede dar respuesta a una pregunta inhumana. ¿Cómo puedo llevar compasión donde solo ha existido crueldad? Si todos tuviéramos compasión no importaría el sufrimiento, la guerra, la destrucción y el terror. Ojalá consiga que nazca una lágrima de caridad humana en vosotros...>> y ese vosotros se extiende más allá de sus amigos y más allá del mar que separa dos tierras marcadas por esa guerra que desea enterrar.

lunes, 16 de mayo de 2016

Corazones del mundo (1918)


Durante los años que precedieron a la Gran Guerra (1914-1918), las potencias europeas se rearmaron conscientes de que tarde o temprano el conflicto bélico sería una realidad, pero ninguno de los gobiernos implicados contaba con que la guerra por venir sería distinta a las anteriores y que esta se prolongaría hasta noviembre de 1918. Aquello que en julio y agosto de 1914 los distintos pueblos europeos vitoreaban, convencidos de que iba a ser un enfrentamiento armado de rápida solución, se convirtió en un largo periodo de lucha durante el cual los países se desangraban en una contienda de desgaste que no parecía tener fin. Los ejércitos de ambos bandos sufrían numerosas bajas (alrededor de ocho millones de soldados al concluir la guerra), la población civil padecía el racionamiento, el hambre, la miseria y otras carestías que, en países como Alemania o Rusia, provocaron protestas y movimientos revolucionarios, los militares empleaban viejas estrategias y nuevas armas (tanques, aviones, submarinos u obuses de mayor potencia y alcance) y los políticos se mantenían expectantes respecto a un posible movimiento del gobierno estadounidense. Al otro lado del Atlántico, el presidente Woodrow Wilson mantenía una postura de neutralidad inamovible, lo que permitía a la sociedad estadounidense permanecer al margen de cuanto sucedía en Europa, salvo por los jóvenes voluntarios que abandonaban sus hogares para luchar en el bando aliado, por los medios de comunicación o por las producciones cinematográficas (cortometrajes, largometrajes o noticiarios) que de un modo u otro dirigieron su mirada hacia el conflicto, aunque nadie parecía caer en la cuenta de que tarde o temprano las circunstancias, los intereses y las presiones llevarían a los suyos al frente. En 1917 la marcha de la guerra no favorecía a los aliados, tampoco a los imperios centrales, lo más lógico habría sido firmar una acuerdo de paz, sin embargo la lógica no pudo borrar los hechos que se habían producido hasta entonces ni disminuir las exigencias de ambos bandos para que se produjese un acercamiento definitivo. En esta tesitura, los británicos eran conscientes de la necesidad de que los norteamericanos apoyasen su causa de manera activa, pero, para que esto fuera posible, había que concienciar a los estadounidenses de dicha necesidad. Una de las ideas para lograrlo consistió en convencer a David Wark Griffith, que se encontraba en Inglaterra promocionando
Intolerancia (Intolerance; 1916), para que realizase una gran película de propaganda. Así pues, tras el fiasco comercial de su última producción, Griffith vio con buenos ojos aceptar un proyecto que le permitía abordar una nueva temática, aunque, cuando inició el rodaje, sus paisanos ya habían declarado la guerra a los Imperios de Europa Central, por lo que Corazones del mundo (Hearts of the World,1918) había perdido su principal razón de ser.


Pero Griffith siguió adelante con el rodaje de esta superproducción que se abre con imágenes suyas en el frente occidental y su encuentro con el primer ministro británico David Lloyd George. Como consecuencia de esta introducción, desde una perspectiva ideológica, la película se posiciona desde su primer minuto, al tiempo que ubica la acción en un contesto real que en manos del responsable de El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation; 1914) se convierte en un espacio donde se mezcla épica, realismo, partidismo y el melodrama folletinesco que se vive en medio de la lucha armada, por lo que la rigurosidad histórica y los múltiples motivos que provocaron el conflicto (entre ellos la política de los gobiernos, las actividades militares o la exaltación nacional) brillan por su ausencia. El realizador encaró su primera incursión en el género bélico primando la espectacularidad, el drama y su visión de los hechos, que dividía a los beligerantes en buenos y malos o, dicho de otra manera, entre quienes luchan por la libertad y aquellos que pretenden erradicarla. Esta circunstancia se observa a lo largo de la trama protagonizada por dos familias estadounidenses afincadas en suelo francés, cuyos hijos se enamoran poco antes de que la guerra se desate y los separe. A pesar de que no se trata de su país, Douglas (Robert Harron) se alista, convencido del deber de velar por la idea de libertad que le inculcaron, la misma idea que defendería su nación de origen y la misma que el enemigo pretende destruir arrasando cuanto encuentra a su paso. Enviado al frente cercano a su hogar, participa en la lucha hasta que cae malherido, mientras, en el pueblo varios miembros de las dos familias fallecen durante un ataque alemán. Esta desgracia lleva a Marie (Lillian Gish) a deambular desesperada por el campo de batalla, en una escena que concluye cuando encuentra a su amado, a quien da por muerto y a quien vela durante toda la noche. Al amanecer ella regresa a casa sin saber que varios enfermeros descubren al muchacho con vida. Trasladado a un hospital se recupera de sus heridas y se reincorpora al frente, donde no tarda en hacerse pasar por oficial prusiano para cruzar las lineas enemigas, lo que le permite ir en busca de su novia, que sufre el acoso y los malos tratos del enemigo conquistador que se representa en la figura de Von Strohm (George Siegmann). Como película propagandística, Corazones del mundo cumplió su objetivo, pero más allá de esta cuestión, destaca por la fluidez narrativa de Griffith, que combina la épica de las escenas de batalla con la desesperación que sufre la población civil, individualizada en la enamorada, en la muchacha interpretada por Dorothy Gish y en los hermanos del soldado. El uso del montaje, del plano-detalle, de imágenes espectaculares o del rescate in extremis (por parte del ejército estadounidense) son características de un estilo que sobrevive al paso del tiempo, no así su mensaje, más forzado y menos honesto que la comicidad pacifista que Charles Chaplin empleó en Armas al hombro (Shoulder Arms; 1918) o la poética denuncia con la que Abel Gance dio forma a Yo acuso (J'accuse; 1919), dos producciones que mostraron la contienda desde una perspectiva distinta a la expuesta por Griffith en este éxito de taquilla que sentó las bases sobre las que se desarrollaría el cine bélico posterior.

viernes, 13 de mayo de 2016

La aldea maldita (1930)


El cine español del periodo silente no contaba ni con una infraestructura ni con una distribución adecuada para cimentar una industria que fuese capaz de competir en igualdad de condiciones con las cinematografías alemana, francesa o soviética, ya no digamos con la estadounidense, pero esta escasez de medios no impidió el desarrollo de producciones que, como en otros países, asumía como suyas las novedades técnicas y estéticas de impresionistas, expresionistas o de vanguardias como la soviética. De tal manera, el cine extranjero que llegaba a las pantallas españolas sirvió para ir dando forma a uno nacional, en el que se combinaban influencias externas con características autóctonas, asumidas entre otras de la zarzuela, del sainete o del drama romántico decimonónico. Parte de esta mezcolanza se observa en La aldea maldita,
 realizada por Florián Rey en un periodo de transición entre el cine mudo y el sonoro, por lo que, consciente de este momento de cambio, el cineasta rodó su película con la intención de una posterior sonorización. Así lo hizo poco después en Francia, donde estrenó el film con diálogos y nuevas escenas, aunque la copia se perdió y solo quedó esta excelente versión que nada tiene que envidiar a los mejores melodramas silentes de la época. Cumbre del cine mudo español, La aldea maldita resulta un ejercicio narrativo ejemplar, denso y sangrante, en el que predominan los simbolismos visuales (su primera imagen es tan pétrea como el tiempo que parece no transcurrir o como la figura del abuelo Castilla) y la poética realista que fluye de imágenes como las del éxodo rural que se desarrolla en su primera parte, en la que apenas tiene presencia el tono melodramático que dominará en la segunda, cuando se produce el enfrentamiento entre la inamovible idea de honor y el amor que luchan en el interior de Juan Castilla (Pedro Larrañaga).


Antes de producirse la disyuntiva entre el deber (tradición) y el querer (modernidad), la película muestra una aldea castellana marcada por el temor a una tercera pérdida consecutiva de la cosecha, lo que supondría un nuevo año de carestía y el fin de las esperanzas para sus vecinos y vecinas. Este miedo arraigado forma parte de un entorno rural primitivo, amenazado por las inclemencias climáticas, pero también por las diferencias sociales, solo el cacique del pueblo posee recursos que no dependen de la cosecha, y por la rigidez que se descubre en el hogar de Juan Castilla, donde el abuelo (Víctor Pastor) y Acacia (
Carmen Viance) velan por su hijo mientras él trabaja en el campo. Una fuerte pedrisca confirma los peores temores de las gentes del pueblo, a quienes no les queda más alternativa que abandonar sus hogares y partir en busca de la esperanza que Magdalena (Amelia Muñoz) representa en el medio urbano. Los preparativos del éxodo se intercalan con las dudas que asolan a Acacia, quien, consciente de la imposibilidad de su presente, confiesa al abuelo que también ella abandona la aldea ante la certeza de un futuro inexistente si se queda, más aún después del encarcelamiento de Juan como consecuencia de su agresión al cacique del pueblo. En ese instante, el anciano habla a su nuera del honor y de la sangre como sus tesoros más preciados, para poco después arrebatarle al pequeño. La madre abandona el lugar como una más dentro de la interminable caravana de animales, hombres, mujeres y niños, que desfila por las silenciosas piedras del pueblo mientras Juan es testigo. Desde su celda grita el nombre de su mujer, aunque su voz se pierde entre el ruido de las carretas y de las personas entre quienes se encuentra aquella que no puede escucharlo. La cotidianidad mostrada hasta entonces por Florián Rey desaparece para dar paso al melodrama que se gesta con la separación y la posterior puesta en libertad del preso. De ese modo la historia avanza tres años para mostrar al protagonista ejerciendo de capataz en una finca donde vive con su hijo y con su padre, cuya ceguera física iguala a la idea de honor que Juan ha asumido como suya. Peor fortuna ha corrido Acacia, condenada a alternar en la taberna donde aquel la encuentra por casualidad y de donde la saca con un único propósito, el de calmar los temores de su anciano padre, a quien engaña y a quien dice que su mujer a mantenido la honra familiar intacta. Durante el tiempo que comparten hogar, en el hombre domina el enfrentamiento interno entre el legado del pasado y el amor hacia aquella que repudia (aunque la sombra de su mano la acaricia en un plano asumido del expresionismo), en la mujer la imposibilidad de mantener contacto físico con su hijo, en el anciano la tranquilidad que le confiere creer la mentira y en los trabajadores de la finca el desprecio hacia la presencia de quien consideran indigna. Todo ello va dando forma a un drama intenso en el que se condena a la protagonista femenina a vivir sin poder hacerlo, similar en ciertos aspectos a los personajes que Manuel Mur Oti desarrollaría en toda su plenitud en películas como Cielo negro (1951) o Condenados (1953), sobre todo cuando fallece el abuelo y es arrojada al rechazo y a la soledad que la acompañan en su posterior deambular por un camino donde la locura se apodera de ella.



martes, 10 de mayo de 2016

Punto de ruptura (1950)



La novela de Ernest Hemingway Tener y no tener (1937) dio pie a varias adaptaciones cinematográficas, entre ellas la más famosa sería la filmada por Howard Hawks en 1944 y la más fiel esta producción realizada en 1950 por Michael Curtiz, que ofrecía una lectura distinta a la expuesta por Hawks, en la que prevalecía la relación entre los personajes interpretados por Humphrey Bogart, Lauren Bacall y Walter Brennan y su discurso antinazi. Seis años después del rodaje de 
Tener y no tener (To Have or Have Not, 1944) la guerra era un recuerdo para la mayoría de estadounidenses, no así la situación de aquellos excombatientes que no encontraban su lugar dentro de la bonanza económica y del desarrollo industrial por los que atravesaba el país. Estos ex-soldados, que pocos años atrás soñaban con regresar al hogar para ver cumplidos sus sueños, se encontraron con una realidad distinta a la esperada, que desde el cine se expuso en películas como Los mejores años de nuestras vidas (The Best Years Our LivesWilliam Wyler, 1946), Encrucijada de odios (Crossfire; Edward Dmytryk, 1947) u Hombres (The Men, Fred Zinnemann, 1950), tres maneras también muy diferentes de abordar la situación social de quienes se vieron obligados a dejar su cotidianidad para luchar en el frente. La primera y la tercera lo hacen desde el drama y la segunda desde el género al que también pertenece Punto de ruptura (The Breaking Point, 1950), un género que permitía a los cineastas mostrar el descontento social desde una perspectiva crítica y oscura, que a menudo se desarrollaba dentro de ilegalidades como el contrabando al que se ve obligado el protagonista de esta destacada adaptación de la novela de Hemingway.


Aunque no se encuentra entre sus títulos más conocidos, 
Punto de ruptura es un buen ejemplo de la agilidad y modernidad narrativa de Curtiz, un realizador capaz de sacar adelante proyectos que a primera vista no tenían nada en común, sin embargo algunos de sus títulos conceden protagonismo a perdedores que lo son como consecuencia de su decepción presente, la cual se descubre en decisiones que, en el caso de Henry Morgan (John Garfield), tienen como resultado la violencia o la soledad que se hace visible en el desolador plano final del film. En varios momentos de la película se recuerda que Morgan fue un héroe de guerra que ganó una medalla, lo que le permitió sentirse importante, aunque en su presente se descubre ahogado por el pesimismo y por las facturas que le impiden la plenitud en su matrimonio. Su pequeño negocio náutico no funciona, aunque, su condición de luchador, le impide rendirse, por ello acepta cualquier oferta, como la de trasladar en su barca a una pareja que pretende pasar un fin de semana de diversión en suelo mexicano. Sin embargo, el hombre se esfuma antes de pagarle y, sin un centavo con el que poder hacer frente al coste del amarre, a Henry Morgan no le queda más opción que la de aceptar una nueva propuesta, pero de alguien a quien no esconde la antipatía que le genera, porque es consciente de los tejemanejes ilegales que aquel se trae entre manos. Este momento marca el inicio de su caída en el pozo sin fondo en el que se convierte su vida, salpicada de muertes, de dudas y de la atracción-rechazo que Leona (Patricia Neal), la mujer que trasladó a México, despierta en él. Esta buscavidas no es la culpable de las malas decisiones del protagonista, estas nacen de su necesidad de mantener a su familia, pero también de su negativa a aceptar el cambio de aires que le propone su esposa (Phyllis Thaxter), porque de hacerlo se consumaría la derrota existencial que pretende evitar transportando a emigrantes ilegales o a la banda de atracadores a los que se enfrenta hacia el final de la película.

lunes, 9 de mayo de 2016

El héroe solitario (1957)


En la cabina de The Spirit of St. Louis se cuela una mosca, pero no lo hace por error o por echar por tierra la travesía oceánica de Charles A. Lindbergh (James Stewart). Lo hace para posibilitar a Billy Wilder una escena similar a la que años atrás, antes de debutar en la dirección en El mayor y la menor (The Major and the Minor, 1942), había sido eliminada de Si no amaneciera (Hold Back the Dawn; Mitchell Leisen, 1941). Aquella escena, escrita por Wilder y Charles Brackett, mostraba al personaje de Charles Boyer hablando a una cucaracha en la habitación del hotel donde aquel se consumía a la espera de cruzar la frontera, pero el actor la consideró una idiotez y convenció a Leisen para eliminarla de la película. Por aquel entonces, Wilder no tenía el peso suficiente dentro de la industria cinematográfica para imponer su criterio, pero, dieciséis años después, su importancia dentro de la misma había crecido hasta permitirle, a pesar de las reticencias de James Stewart, que su personaje se dirigiera a ese polizón que se introduce en el aparato que vuela de Nueva York a París. Más allá de esta escena, la historia y los personajes de El héroe solitario (The Spirit of St. Louis, 1957) carecen del atractivo de las mejores películas de Wilder, a quien poco o nada le interesaban los héroes inmaculados, como confirma su filmografía repleta de hombres y de mujeres que no presentan aspectos heroicos y sí zonas grises que les confieren mayor complejidad y cercanía que el Lindbergh de Stewart.


Igual de lineal que el protagonista resulta la acción que se desarrolla a lo largo de dos horas, durante las cuales se suceden flashbacks con el presente, pero, salvo el primero, los retrocesos temporales apenas aportan a una trama que el cineasta no pudo desarrollar a su gusto. Como consecuencia, nada de lo expuesto parece formar parte del universo del realizador de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), debido a la imposibilidad de profundizar en una historia y en un personaje que no encajaban dentro de sus intereses, porque, a fin de cuentas, su cine desmitifica no magnifica, que es lo pretendido por esta producción en la que el Lindbergh real impuso como condición que se ciñeran al libro en el que describió su odisea. Los primeros minutos del film muestran al aviador la noche antes de su vuelo transatlántico sin escalas, un viaje que nadie ha conseguido realizar con éxito. En ese instante, el cineasta insertó la primera analepsis, que ocupa la primera parte de la película, para mostrar un pasado cercano que descubre al piloto con la ilusión de comprar un avión que le permita intentar la travesía. Durante los siguientes minutos consigue el dinero, el apoyo incondicional de quienes realizan la inversión y la entrega absoluta de los operarios de la fábrica Ryan donde se construye el aparato. Todo parece maravilloso, pero no para el estilo de Wilder ni para su lucidez corrosiva, de tal manera que se tiene la sensación de que la gesta aérea no es más que el fruto de la necesidad de dejar constancia de un hecho ya sabido que, debido a la imposibilidad de ahondar en aspectos más allá de lo expuesto, pierde interés, al menos el interés que despiertan la mayoría de las producciones del responsable de El apartamento (The Apartment, 1960), que realizó una película digna, pero que desentona dentro de su obra cinematográfica.

jueves, 5 de mayo de 2016

Blow Up (1966)


En las películas de Michelangelo Antonioni prevalecen silencios e imágenes que enfrentan múltiples realidades, captan vacíos existenciales o transmiten la incomunicación que distancia a sus personajes. Este gusto por ahondar en las complejidades humanas nace de una intención intelectual que podría generar otro tipo de distanciamiento, aquel que se produce entre lo expuesto y quien lo interpreta, en ocasiones, ajeno a la abstracción filosófica y a la rebuscada narrativa del emisor. Este podría ser el caso de Blow Up (1966), admirada por unos y rechazada por otros, que parte de la libre adaptación del cuento de Julio Cotázar Las babas del diablo para mostrar a un fotógrafo incapaz de mantener relaciones más allá de aquellas que experimenta a través de su cámara fotográfica, desde la que capta una realidad que bien podría ser otra muy distinta, y así hasta completar las múltiples opciones que van apareciendo durante el obsesivo revelado, y posterior aumento, de los negativos de la pareja de desconocidos que fotografía en un solitario parque londinense. La joven (Vanessa Redgrave) lo sigue hasta su casa para exigirle esos negativos que Thomas (David Hemmings) estudia después de que el comportamiento de la extraña despierte su curiosidad, algo inusual en su rutina diaria, en la que ni pregunta ni busca respuestas. En una de las fotos sigue la mirada de la chica hasta los árboles que posteriormente amplía. Entre ellos descubre a un hombre apuntando con un arma y, en un estudio posterior, el cadáver de aquel a quien creía haber salvado como consecuencia de su aparición en el parque. Las fotografías sirven de escusa para mostrar a un hombre que observa el mundo a través de su cámara, pero de una manera distinta al mirón de La ventana indiscreta (Rear Window; Alfred Hitchcock, 1954) o al psicópata de El fotógrafo del pánico (Peeping Tom; Michael Powell, 1960), porque el personaje interpretado por Hemmings no se entretiene mirando ni tiene intención de alterar ni de formar parte de aquello que observa. En su primera aparición en la pantalla Thomas se hace pasar por un indigente para tener acceso al entorno marginal que capta para incluirlo en su álbum fotográfico, pero, más allá de esto, no muestra mayor interés. Su única actuación se produce en su estudio, donde ordena a las modelos, autómatas inexpresivas, que posen de esta o aquella manera, fuera de su ámbito se encuentra incapacitado para enfrentarse a la supuesta realidad en la que vive, como tampoco está capacitado para hacer frente al aparente asesinato que descubre en los negativos que no tardan en desaparecer de su piso, del mismo modo que también desaparece el cadáver del parque. ¿Qué ha visto? ¿La realidad o su interpretación de aquello que considera real? Este personaje, que pretende capturar la realidad, no distingue entre lo real y lo aparente, porque en su entorno y en su interior, como sucede en tantos otros, lo uno y lo otro se confunden para crear múltiples posibilidades, de las que no participa (ni tiene constancia de su existencia) porque su conexión con el medio físico se produce a través de la lente de su objetivo, de ahí que prefiera el falso acto sexual en una sesión fotográfica al ofrecimiento carnal de la extraña que irrumpe en su monotonía para conducirlo a un plano más reflexivo, en el que acaba por aceptar que ni su cámara puede captar la verdad absoluta, ya que esta no deja de ser la interpretación subjetiva de quien observa.



lunes, 2 de mayo de 2016

Doble vida (1947)


Se podrían escribir mil y una etiquetas que forman parte de la cultura popular y cinematográfica, tópicos que se repiten y que quizá guarden algo de verdad, pero que no profundizan en las complejidades artísticas de cineastas como George Cukor, a quien, desde su llegada a Hollywood, se le atribuyó el rol de director de actrices. Esta circunstancia condicionó su carrera y las decisiones de los ejecutivos para quienes trabajó, que pensaban en él como un realizador capacitado para sacar lo mejor de las actrices con quienes trabajaba. Como consecuencia, los directivos de la MGM, y de los estudios a los que fue prestado, le encargaban películas cuyos personajes más atractivos y mejor desarrollados eran mujeres, pero, gracias a la primera de sus siete colaboraciones con Garson Kanin y Ruth Gordon, pudo demostrar que era algo más que un director de mujeres. Si bien en sus películas predominan los personajes femeninos sobre los masculinos, en su primera adaptación de un guión escrito por el matrimonio Kanin, el director de Vivir para gozar (Holiday, 1937) realizó un drama subjetivo cuyo protagonismo absoluto recayó en el personaje interpretado por Ronald Colman —en un primer momento, los guionistas y Cukor habían pensado en Laurence Olivier para el protagonista, pero el actor estaba trabajando en otro proyecto y el papel fue para Colman. Su actuación en Doble vida (A Double Life, 1947) le reportó el Oscar al mejor actor del año, una actuación que, en buena medida, fue posible gracias a la capacidad de Cukor para extraerle la personalidad enfermiza del personaje, la cual adquiere forma sobre el escenario donde se produce la transformación de Anthony John. Pero, aparte de lo ha dicho, Doble vida significó un punto de inflexión en la carrera del cineasta.


A partir de esta oscura producción sobre el arte y la vida —el conflicto que ambas generan en el actor—, y la locura, las películas de Cukor adquirieron mayor naturalidad, aunque en determinados momentos del film se fuerce
 la subjetividad de aquel que vive sus interpretaciones con tal intensidad que se mete en sus personajes hasta el extremo de perder la noción de sí mismo, sin saber quién es en la realidad ajena a las tablas. Con cada actuación la personalidad de aquel a quien interpreta va imponiéndose a la suya, como se confirma durante su encuentro con la camarera a la que dio vida Shelley Winters, en una escena que muestra la dualidad de un hombre desorientado. Su vacío de identidad lo llena con la de Otelo, con quien convive día tras día durante las dos temporadas en las que se produce su confusión, el desplazamiento de su yo real y el asentamiento del irreal en su mente. La voz de Otelo, que salvo él nadie escucha, genera sus celos enfermizos, como si el veneciano quisiera vivir a través de él o el actor deseara sentir las pasiones y emociones de aquel. De tal manera, adapta el drama a su cotidianidad y revive las emociones que dominan al personaje hasta el punto de no distinguir entre la tragedia de Shakespeare y la suya propia, porque en su mente Anthony John es Otelo y Otelo es Anthony John, lo que provoca que los límites entre ambos se desvanezcan para dar paso a la transformación inconsciente que pone en peligro a su ex-mujer (Signe Hasso), y también su compañera de reparto, dominado por los celos que se materializan sobre un escenario expresionista y opresivo para extenderse fuera de él y convertir a la estrella en la imagen real de aquel con quien, noche tras noche, convive en un teatro donde su realidad se confunde con la ficción interpretada sobre las tablas y vivida en su mente.