¿Tenemos dos caras? ¿Una oculta y otra visible? De existir la oculta, ¿por qué se esconde? ¿Somos conscientes o inconscientes de su existencia? ¿Se oculta por temor a cambiar la percepción que se tiene de nosotros? ¿O por las dudas que surgen y se acumulan mientras silenciamos pensamientos, miedos, frustraciones y deseos forma parte de la naturaleza humana y, por lo tanto, también forman parte de cada individuo? La gorgona (The Gordon, 1964), uno de los films más bellos, poéticos y complejos de Terence Fisher, plantea preguntas similares desde la dualidad belleza-fealdad que el cineasta personalizó en Carla (Barbara Shelley), una joven en quien habita hermosura y bondad, visible cuando reprime actos y anhelos, y en quien late la monstruosidad que se exterioriza cuando el ser mitológico al que hace alusión el título la posee y desata el horror que provoca la petrificación de quien la mira, pero dicho horror podría interpretarse como el símbolo de la incapacidad de asumir que, en ocasiones, lo admirado forma un todo con aquello que se rechaza, cuestión que genera el desequilibrio y la imposibilidad que define a la joven enfermera y al resto de personajes que se enfrentan a una realidad que escapa a su comprensión y, como consecuencia, no pueden aceptar como válida. Por ello, las muertes antinaturales son asumidas por el doctor Namaroff (Peter Cushing) desde una explicación racional, que ignora los cuerpos petrificados y que satisfaga a las fuerzas vivas de Vandorf (véase la escena del juicio o su charla con el jefe de la policía local). De este modo acalla las sospechas de la existencia del ser monstruoso del que hablan las leyendas que los vecinos del pueblo temen, aunque Namaroff conoce la verdad, una que mantiene oculta porque está enamorado de Carla, su ayudante.
La importancia de esta mujer en el devenir de la trama marca un cambio en los personajes femeninos de Fisher, ya que ella se erige en el epicentro de las emociones y de la imposibilidad que comparte con Paul Heitz (Richard Pasco) y el doctor en una relación en la que estos dos personajes se dejan deslumbrar por la belleza, sin que ninguno alcance su propósito, incapaces de entender y asumir que belleza y fealdad forman un todo inseparable. Además de ser una de las grandes películas de Fisher, La gorgona significó el reencuentro de los tres nombres más populares de la Hammer, que habían coincidido por última vez durante el rodaje de La momia (The Mummy, 1959). Christopher Lee, Peter Cushing y Terence Fisher han pasado a la historia del cine por sus contribuciones al género de terror, y en el caso de los actores gracias a caracterizaciones por todos conocidas, aunque en esta ocasión parece que se intercambiaron los papeles. A primera vista se puede pensar que el personaje interpretado por Cushing en esta producción de bajo presupuesto difiere de aquellos que le dieron fama, sin embargo Namaroff solo es un individuo reservado y cerebral, como también lo son sus Van Helsing o sus Victor Frankenstein, que intenta proteger de sí misma a la joven a quien venera en silencio. Quien sí se desmarcó de los monstruos y villanos que solía interpretar para la mítica productora británica, fue Christopher Lee, cuya presencia en la película adquiere mayor relevancia a medida que se acerca el final del metraje, cuando decide presentarse en Vandorf para ayudar a Paul, en ese instante perdidamente enamorado de la ayudante del médico. Este sentimiento provoca un cambio en el comportamiento del joven, que se confirma durante su encuentro con la gorgona, pues, aunque no lo acepte, ha descubierto la fealdad que transforma a Carla, la misma que todos se niegan porque son incapaces de comprender que la belleza que admiran no puede ser separada del horror que Paul ve reflejado en el agua del estanque.
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