sábado, 30 de noviembre de 2013

Bienvenido Mr. Chance (1979)


Aparte de una ingeniosa y sutil sátira de la sociedad de la televisión, Bienvenido Mr. Chance (Being There, 1979) fue un punto de inflexión en la carrera de Hal Ashby tras las cámaras. A partir de esta película, en la que adaptaba el no menos ingenioso libro de Jerzy Kosinski —también responsable del guion—, y debido a sus excentricidades y a sus excesos, no volvería a repetir los éxitos vividos durante la década de 1970 con títulos como Harold y Maud (Harold and Maud, 1971), El último deber (The Last Detail, 1974), Shampoo (1975), El regreso (Coming Home, 1978) o esta tragicomedia en la que su peculiar protagonista triunfa dentro de una sociedad que, siendo infantil y devoradora de sí misma, presume de avanzada e inteligente. El mundo de Chance Gardiner (Peter Sellers), llamado así por la casualidad y el jardín que cuida desde lo que para él sería siempre, se ve limitado por una discapacidad intelectual heredada y por los muros de la mansión en la que ha vivido desde niño. Allí se le observa silencioso, ajeno a cuanto no sea pulsar los botones de su querido mando a distancia, de su también querido televisor —su ventana al mundo y el espejo de sí mismo—, cuidar el jardín o sacar brillo al lujoso automóvil que no le pertenece, y al que nunca ha subido. Pero con la muerte de su protector y las cuestiones legales derivadas de la defunción, su tranquila monotonía recibe la visita de una pareja de abogados que, al no poder justificar la presencia del jardinero, le invitan a abandonar la protección conocida. Por primera vez, Chance sale al exterior, a un entorno por donde deambula desprotegido. Lo hace a ritmo de una versión “disco” de Así habló Zarathustra, en un guiño a los primates de 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) en su primer paso hacia la humanización. Paraguas en mano, también Chance da su primer y su segundo paso en un espacio que desconoce y que todavía no domina, un espacio caótico, de crisis económica y social, donde la mediocridad se imponen en la pequeña pantalla y la violencia hace lo propio en las calles, aunque él lo interpreta desde su desconocimiento y su limitada comprensión del medio, la misma limitación que le permite triunfar entre y sobre las mentes privilegiadas de la sociedad.


En Bienvenido Mr. Chance, Peter Sellers interpretó a un personaje alejado de la realidad a la que se le empuja y en la que triunfa. Su interpretación se aparta de la imagen cómica que le había dado fama, ya que su jardinero no tiene nada de cómico, lo cómico son las situaciones y las reacciones que depara su contacto con el exterior del que ha estado desconectado hasta que le desahucian, sin que a nadie le preocupe las consecuencias que esto pueda acarrearle. Similar a los arbustos y los setos plantados en el jardín, Chance no comprende su situación, pero, a diferencia de los vegetales que ha cuidado hasta entonces, puede caminar, y lo hará sin rumbo por el exterior desconocido o solo conocido a través de la televisión. En el libro, Kosinski le compara con las plantas que cuida desde que tiene memoria o desde que fue recogido por el anciano. El pensamiento de Chance es simple, básicamente posee una comprensión televisiva de la realidad, lo que conlleva que sea ajeno a peligros que, literalmente, le amenazan a la vuelta de la esquina: su encuentro con unos pandilleros o el automóvil que le atropella mientras se observa dentro de un televisor. En el interior, viaja Eve Rand (Shirley MacLaine), quien le lleva a su mansión y le deja al cuidado del médico de la familia. Durante el tiempo de observación y de recuperación, Chance interpreta su estancia entre los Rand como la posibilidad de un nuevo hogar, quizá lo vea como el lugar que sustituye al paraíso perdido. Y allí, desde sus limitaciones cognitivas y su mirada inocente, descubre las altas finanzas, la política, los medios de comunicación o esa clase dominante que le acepta como uno de sus miembros más destacados, gracias a su peculiar manera de entender la vida, pues, c
omo hijo de la televisión, que toma como modelo y guía, Chance triunfa porque solo es fachada. Es la imagen lacónica que vestida en un traje de diseño, que ya no usaba el anciano que lo había acogido, apenas habla y, cuando lo hace, emplea pocas palabras, que pronuncia con la seriedad tras la que esconde su confusión, y sus conocimientos de jardinería, que las personalidades más importantes del país interpretan como metáforas de la economía, de los negocios y de la vida. Ese es Chance, el hijo de la tele, el niño-hombre catódico que triunfa porque se limita a no pensar, a mirar el mundo como una pantalla de tamaño grande y a reproducir imágenes en su cerebro con las que, sin pretenderlo, le confiere la planta que el resto juzga la de un líder capaz de manejar cualquier situación.


La perspectiva del jardinero realza la incompetencia y los defectos de quienes le rodean, supuestos líderes con mayores capacidades que él, pero quienes, desde la ironía de
Ashby, se desvelan incapaces de comprender algo tan obvio como la verdadera naturaleza de aquel a quien encumbran y a quien consideran una fuente de sabiduría, que expresa sus conocimientos y opiniones mediante metáforas que hasta el mismo presidente (Jack Warden) emplea en sus discursos políticos. Pero ¿quién es este Mr. Chance, capaz de despertar el interés de toda la nación? Nadie sabe responder a la pregunta, aunque algunos sospechan que podría tratarse de un ex-agente que ha borrado su pasado, mientras que otros prefieren pensar en él como una alternativa política al presidente electo. Sin embargo, sus anfitriones, Eve y Benjamin Rand (Melvyn Douglas), prefieren descubrir amor y comprensión en la figura de Chance, que no muestra rechazo emocional ante la proximidad de la muerte que amenaza al anciano. Debido al comportamiento y a las palabras de su invitado, Ben siente verdadero afecto hacia quien considera un igual, mientras que en Eve, el enigmático desconocido, despierta deseo y pasión, pero, a pesar del cariño que siente hacia ella, Chance no se cansa de repetir que le gusta mirar la televisión y cuidar de las flores. Aunque como suele suceder en ese entorno dominado por la incomunicación, la falsa imagen o los intereses de unos pocos, sus palabras son interpretadas al gusto del oyente, lo que conlleva que el jardinero acabe en boca de todos, algo que resulta tan extraño como significativo, pues cuantos le rodean le admiran porque han querido ver en él algo que ni es ni ha dicho ser, lo que parece apuntar manipulación, ausencia de pensamiento crítico e incomunicación, una de las incongruencias de la era de la comunicación.

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