De puertas afuera, la televisión se convirtió en fuente de males para el cine estadounidense de la década de 1950, pero la crisis que aquejaba a la industria cinematográfica hollywoodiense se gestó y desarrolló en su seno. A la pérdida del monopolio de la distribución de films (que significó el final de la política de los estudios), habría que sumarle la falta de riesgo creativo, la insípida producción en cadena y el afán de llenar las salas sin equilibrar la ambición comercial de los empresarios, el creciente poder de las estrellas y la visión artística de quienes hacían posible las buenas películas. Este desequilibrio (presente desde los orígenes comerciales del cine) se agudizó con el paso de los años y la minoría de realizadores personales y comprometidos con su arte se vio más reducida. Dicho desequilibrio afectó a los grandes cineastas de Hollywood, cuya situación durante los años cincuenta y sesenta se convirtió en un tira y afloja con los actores y las actrices, con las cifras (reducir presupuestos, reducir los días de rodaje, reducir las pérdidas, aumentar los beneficios,...) o con las modas de violencia y sexo que servían de reclamo para captar la atención de un público cada vez menos exigente. En esta tesitura, la posición de los realizadores cobró desventaja dentro del nuevo panorama hollywoodiense. Poco importaba que se tratara de King Vidor, William A.Wellman o Frank Capra. La mayoría se embarcaron en proyectos que se adulteraban como consecuencia de las imposiciones e intereses de terceros, lo que implicó su distanciamiento profesional del medio artístico que engrandecieron. Salvo excepciones como John Ford, que mandaría a paseo a cualquiera que se atreviera a censurar sus films, la mayoría de los directores con algo que decir y contar en sus películas encontraron obstáculos insalvables en los caprichos de las estrellas (metidas a productores) y en la ineptitud de empresarios incapaces de entender los entresijos de un arte que interpretaban desde su perspectiva económica. Un ejemplo del conflicto entre el querer de los cineastas y su poder dentro de la industria hollywoodiense lo encontramos en Un gángster para un milagro (A Pocketful of Miracles, 1961), una película que, si se compara con Dama por un día (Lady for a Day,1933), permite observar algunos de los cambios sufridos en Hollywood durante la década de 1950. Un mismo director, Frank Capra, y una misma historia, el cuento de hadas de Annie Manzanas, dieron como fruto resultados opuestos. La primera versión resulta más emotiva y coral mientras que la segunda se antoja artificial, condicionada por el afán de lucimiento de su protagonista masculino (Glenn Ford), también coproductor del film. Esta oposición cobra mayor relevancia en el sentir del propio Capra, que si bien simpatizaba con Dama por un día, rechazaba su colaboración con Ford porque <<no era el filme que yo había decidido hacer; era la película que decidía hacer por miedo a perder unos pavos. Y con esa elección vendía la integridad artística que había sido mi marca de fábrica durante cuarenta años>> (Frank Capra. El nombre delante del título). Esta pérdida de identidad artística provoca que Un gángster para un milagro solo funcione por momentos, resentida por la innecesaria y constante presencia en pantalla de Dave el Dandi (Glenn Ford), el gángster supersticioso que necesita las manzanas de Annie (Bette Davis) para sentir la seguridad que lo ha llevado hasta la cima del hampa neoyorquino. El exceso de protagonismo de "el Dandi" perjudica el tono de una comedia que mejora cuando el resto de personajes ganan en importancia, sobre todo el "juez" interpretado por Thomas Mitchell (su último papel) y el "alegre" a quien dio vida Peter Falk, pero estas presencias no fueron suficientes para captar la atención del público que Capra, portador cinematográfico por excelencia de milagros y buenos sentimientos, había conquistado una y otra vez a lo largo de su espléndida carrera de cuentacuentos cinematográfico.
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