La paulatina disminución de westerns de la cartelera que se produjo a partir de la década de 1960 encuentra parte de su explicación en el cansancio de un género que necesitaba nuevos horizontes para sobrevivir a su propio mito, a las nuevas tendencias y al presente por el que atravesaba tanto la industria cinematográfica hollywoodiense como la sociedad estadounidense. Y lo hizo, encontró otros caminos, pero no desde la grandeza genérica de la que había gozado años atrás gracias a las magníficas aportaciones de los John Ford, Raoul Walsh, Henry Hathaway, William A. Wellman, Howard Hawks, Anthony Mann, Budd Boetticher, Delmer Daves o el propio Robert Aldrich, sino desde producciones puntuales que demostraban que el género se negaba a perecer en su agonía. Una de estas películas, ajena a la épica y a heroicidades que sí pueden descubrirse en films anteriores, fue La venganza de Ulzana (Ulzana's Raid, 1972), en la cual el responsable de Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, 1967) se decantó por aunar en un mismo espacio la madurez del personaje interpretado por Burt Lancaster, que asume la perspectiva del cineasta, y la pérdida de la inocencia que se representa en el inexperto e idealista oficial al que dio vida Bruce Davison. Para ello, La venganza de Ulzana toma como punto de arranque el levantamiento de un reducido grupo de apaches chiricahuas acaudillados por Ulzana (Joaquín Mantínez), sin embargo, la verdadera esencia del film reside en los personajes que inician su persecución, a quienes se observa transitando por un medio amenazante a la caza del indio renegado que, al tiempo que asola el terreno por donde pisa, influye en la interioridad de aquellos que le siguen la pista.
El McKintosh interpretado por Burt Lancaster no desentona con el resto de individuos a contracorriente que habitan en la mayor parte de las películas de Robert Aldrich, pero presenta mayor desencanto en su comprensión de un entorno que no juzga, como tampoco juzga el comportamiento de los indios, ya que se trata de alguien que posee una visión pesimista que nace de su edad y del conocimiento del espacio por donde deambula. Su veteranía y su comprensión de las costumbres nativas chocan con la inexperiencia del oficial al mando de la expedición, a quien se observa desde su idealismo inicial hasta que este se transforma en el odio que provoca decisiones que implican el sacrificio de quienes lo acompañan, porque la captura del renegado se ha convertido en la desorientación que conlleva su nueva comprensión de la realidad, más compleja que aquella heredada de las enseñadas paternas. En el mundo al que accede el teniente DeBuin las soluciones no se presentan desde las buenas intenciones, sino desde el enfrentamiento directo que ponga film al conflicto que se está desarrollando. De ese modo, a lo largo del trayecto por un espacio dominado por la aridez, la violencia y el desencanto se pone de manifiesto la desorientación del muchacho, pero sobre todo la capacidad reflexiva de un cineasta que ofreció una visión cruda y sincera del paso de la ilusión a la aceptación y decepción (cara y cruz de una misma moneda), de ahí que nadie mejor que Lancaster para encarnar a un explorador entrado en años que podría entenderse como el reverso del oficial que lo acompaña, pero también del guerrero indio al que dio vida en Apache (1954), joven, orgulloso y cegado por su idea de encontrar su lugar, mientras que en esta su personaje vendría definido por el cansancio vital y por la certeza de que para él ya no hay un lugar, como tampoco lo hay para los ideales más allá de las interpretaciones que inicialmente asumen tanto Massai como ese teniente que, en su contacto con un entorno violento, sufre la transformación que se produce cuando acepta que más allá de la toma decisiones solo existe asumir las consecuencias.
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