domingo, 16 de octubre de 2011

El Show de Truman (1998)



Como mínimo el mito de El Show de Truman (The Truman Show, 1998) plantea dos interrogantes que podrían ser expuestos de mil formas distintas, aunque la mayoría coincidirían en su fondo. Un Platón moderno propondría a su oyente que imaginase un plató gigantesco que en su longitud, altura y anchura, diera el área y el volumen de un mundo hecho a la medida de un hombre encadenado desde la infancia, de suerte que no pudiese abandonarlo ni pensar en hacerlo, ¿aceptaría este individuo la realidad a ciegas, sin cuestionarse qué parte de la misma podría ser ficticia? ¿Y comprendería que los medios de comunicación la estarían manipulando para condicionar sus hábitos y sus creencias al tiempo que lo harían con las conciencias de quienes vivirían pendientes de la emisión del programa? <<Y bien, mi querido Glaucón>>. ¿No pensarías que la vida de Truman Burbank (Jim Carrey) es la gran mentira ideada por Christof (Ed Harris)? ¿Una falsa realidad que serviría de entretenimiento para millones de personas que, desde sus hogares, permanecerían atentas a la cotidianidad de un hombre que no sospecha ser el centro de sus miradas? <<Si todo esto fuera cierto>> ¿dónde residiría el interés y el éxito de un show que arrebataría la existencia y esencia de un ser humano para ofrecer una realidad adulterada a quienes también se manipularía? Para los creadores-manipuladores del reality, este se justifica en los cuantiosos beneficios que les genera y en la numerosa audiencia que anhela conocer esa rutina que la aleje de su monotonía y miseria, porque, la sociedad que observa a Truman, se deja arrastrar por una morbosidad que encontraría explicación en su apatía, en la ausencia de pensamiento propio y en su rechazo a enfrentarse a sus carencias, por lo escoge desviar la atención hacia aquello que observa en la pantalla, un engaño para el protagonista y también para quien lo observa atrapado dentro de ese programa que le imposibilita el ser, al suprimirle desde su nacimiento el derecho a elegir y a tomar conciencia de su verdad, aquella que él decida escoger. En todo momento centenares de cámaras, actores y actrices controlan los movimientos de Truman por el plató más grande jamás montado, construido con el fin de servir de falso hogar para ese prisionero que, tras su inocencia inicial, empieza a comprender que algo falla en su vida perfecta. Los supuestos vecinos, amigos y familiares, se erigen en guardianes que siempre van un paso por delante, influyendo en su toma de decisiones, con la intención de guiarle por la senda marcada por el creador del programa, omnipotente, omnipresente y desconocido para la fortuita estrella mediática, pero, al fin y al cabo, el responsable visible del vacío existencial que atormenta a la marioneta, que intenta apaciguar sus dudas recordando a la mujer idealizada y dando forma a la idea de abandonar un hogar que le consume e impide su condición individual. Como consecuencia, la propuesta de Andrew Niccol, como guionista, y Peter Weir, como realizador, ni es una comedia ni es un drama, es la terrorífica realidad a la que despierta aquel a quien se le niega el acceso a la verdad, ¿pero a qué verdad? A la misma que le permitiría descubrir que ha estado sometido a la humillación de vivir una falsedad que le ha imposibilitado experimentar una existencia que le permita asumir decisiones, erróneas o acertadas, pero, al fin y al cabo, suyas, elecciones a las que tendrá acceso cuando se consume su despertar-renacer. La exposición realizada por Weir en El show de Truman, al tiempo que entretiene, ofrece al espectador la oportunidad de plantearse cuestiones que no solo afectan al mal uso de los medios de comunicación, sino a la sociedad en general y al individuo en particular, como sería el caso de un personaje que, al intuir que algo falla en su mundo perfecto, evoluciona desde la inocencia que se transforma en desorientación ante su descubrimiento, en la negación del mismo, en miedo a lo desconocido, en incomprensión por sentirse manipulado y perseguido, hasta que, finalmente, rompe sus cadenas y asume convertirse en un ser libre y pensante, quizá el único dentro de esa caverna mediática donde las sombras proyectadas por intereses ajenos le han impedido el acceso al mundo real, aquel que se presupone encontrará más allá de las escaleras desde donde se despide de la falsedad vivida, << y al fin podría, no solo ver la imagen del sol en las aguas y dondequiera que se refleje, sino fijarse en él y contemplarlo allí donde verdaderamente se encuentra>> (La República. Libro VII).



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