viernes, 19 de mayo de 2017

Sócrates (1970)


Coherente con sus ideas y consciente de la dificultad o de la imposibilidad de llevarlas a la gran pantalla, en el tramo final de su carrera Roberto Rossellini se distanció del medio cinematográfico para continuar su intención didáctica en la televisión, en producciones televisivas tan interesantes como Sócrates (Socrate, 1970), en la que expuso tanto su búsqueda de la verdad como la del ateniense que le da título, cuyo pensamiento supuso un cambio transcendental en la historia de la Filosofía, al orientarlo hacia el conocimiento de intangibles que los pensadores presocráticos habían ignorado o apenas abordado desde una simple interpretación mítica. En su búsqueda, basada en su máxima <<solo sé que no sé nada>>, la ignorancia asumida por el revolucionario pensador lo conduce a la dialéctica: razonamientos, constantes diálogos o enfrentamiento de ideas (en preguntas, respuestas y de nuevo preguntas sobre las respuestas para acercarse a una realidad universal, más compleja que aquella que se da por cierta) que generan el rechazo de quienes son evidenciados por la ironía socrática que, consciente de su ignorancia, el filósofo emplea para emprender su camino hacia el Conocimiento.


En realidad, poco se sabe de este personaje que prefería la charla a la escritura, porque esta no puede responder ni rebatir más allá de lo escrito. Solo tenemos acceso a aquello que de él dejaron constancia 
Aristóteles —que le atribuyó el razonamiento inductivo y las definiciones universales— y, sobre todo, sus discípulos JenofontePlatón —cuya fama superó a la del maestro que inmortalizó en sus Diálogos para exponer su propio pensamiento—, en quienes el realizador italiano encontró la inspiración para su retrato del filósofo y del hombre, en su relación con su mujer, con su ciudad y con la política que en esta se desarrolla durante dos etapas concretas: la oligarquía de los Treinta Tiranos en la que se abre el film, instaurada tras la derrota de Atenas frente a Esparta, y la restaurada democracia que lo sentencia a muerte por corromper con sus ideas a los jóvenes atenienses, por introducir nuevas deidades y por renegar de los dioses de la ciudad (aunque, si hablamos de buscar verdades, la verdad sería otra: sus palabras molestaban). Desde su aparición en la pantalla, a los setenta años de edad, Sócrates (Jean Silvère) muestra humildad, también su predilección por conversar y su despreocupación por el dinero y otros bienes materiales (contrario a los sofistas, su función de maestro-guía no le reporta beneficios económicos), aunque esto provoque el disgusto y el enfado de Jantipa (Anne Caprile), quien tras sus protestas no esconde el amor que profesa a su esposo.


La relación de Sócrates con sus contemporáneos se muestra desde la aceptación y admiración de sus discípulos y desde el rechazo de los enemigos que lo llevan ante el tribunal público que lo condena a muerte. Pero, durante su juicio, Sócrates no teme ni pide clemencia. Acepta que el momento de su muerte ha llegado y con ella un posible paso hacia un nuevo estado de conocimiento o simplemente hacia el sueño eterno. A lo largo de los minutos, se descubre, en sus palabras, en sus preguntas y en las ideas que exponen, a un hombre inteligente y honesto que plantea cuestiones que echan por tierra supuestas verdades presentando perspectivas que las rebaten, porque, para él, los universales son más complejos y difíciles de alcanzar que la limitada y subjetiva interpretación de cada uno de los conversadores con quienes dialoga, los mismos conversadores a quienes evidencia en su ignorancia (no aceptada), aunque no por desprestigiar, sino para intentar que, a partir del razonamiento, respondan qué es la verdad, la belleza, la justicia o la moral, intangibles similares a los que marcaron el pensamiento rosselliniano, quizá por ello el cineasta llevaba tiempo intentando realizar un film sobre el filósofo ateniense, su juicio y su condena.

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