lunes, 24 de septiembre de 2012

Historias mínimas (2002)


Existen personajes cinematográficos tan humanos que no se puede dejar de pensar en ellos como seres reales de carne y hueso, personas cercanas que podrían ser cualquiera, incluso uno mismo; todos estos personajes viven historias sencillas, que no simples, existencias marcadas por pensamientos, deseos, temores, frustraciones o recuerdos que a menudo condiciona el comportamiento presente. Historias mínimas es un film sincero que transcurre como el viaje que, por separado, emprenden sus protagonistas, que avanzan por una carretera hacia el lugar donde pretenden encontrar aquello que echan en falta. Don Justo (Antonio Benedictti) abandona su hogar sin avisar a nadie, lo hace de ese modo porque es consciente de que su hijo no entendería el por qué de su necesidad de ir hasta San Julián; sólo él conoce su soledad y su necesidad de perdonarse antes de que sea demasiado tarde para ello. La búsqueda del perro que se escapó de su lado, después de regresar de una revisión ocular, simboliza la búsqueda del perdón y de la sensación perdida de sentirse valorado. Por su parte, Roberto (Javier Lombardero) intenta mantener un pensamiento positivo, que se descubre en su hábil verborrea y en su fijación por una tarta que primero tiene forma de balón de fútbol y posteriormente, cuando empieza a sentir dudas, transforma en tortuga. Roberto concede una importancia máxima al pastel de cumpleaños de un niño a quien no conoce (ni siquiera sabe con certeza su sexo ni los años que cumple), porque simboliza la esperanza de una nueva vida (al lado de la madre del muchacho), que le aleje de la soledad que domina su existencia, siempre de acá para allá, sin dejar de recorrer los kilómetros que separan los pueblos que visita como representante de ventas. Y mientras ellos viajan, en cada parada se observa la presencia de un aparato de televisión, pero ninguno de los programas que se emite prestan atención a esas pequeñas historias de seres reales que sienten la necesidad de encauzar sus vidas. La impersonalidad e insensibilidad creadas por los programas televisivos se observan en María (Javiera Bravo), la joven que participa en un concurso donde forma parte inerte de un espectáculo que no muestra nada verdadero, sólo aspectos que magnifican la importancia de la cual carecen: premios, patrocinadores o la sonrisa de un presentador, que únicamente actúa y para quien los concursantes sólo son parte de su material de trabajo. En el estudio, María parece dejarse hipnotizar por la cámara, cediendo ante los deseos de ésta, como si le alejase de la realidad, algo que se puede apreciar en el comportamiento de la concursante que la asalta después del programa para ofrecerle dinero a cambio del premio que ha ganado. Tanto Don Justo como Roberto se cruzan con personas como ellos, vidas corrientes que todavía sienten empatía por sus semejantes, porque al igual que ellos también viven historias sencillas y reales; historias mínimas, que en la película de Carlos Sorín se convierten en una excelente reflexión, mezcla de sencillez, humor y drama, sobre personas cotidianas que a menudo pasan desapercibidas.

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