martes, 19 de julio de 2011

Solaris (1972)



La ciencia-ficción no nace como espectáculo, sino como medio en el que los autores expresan dudas y plantean cuestiones existenciales. Aunque ubiquen sus historias en tiempos por venir y en lugares todavía desconocidos o inexistentes. En su versión madura, la que no va dirigida a un publico adulto infantil, la ciencia-ficción habla del pasado, del presente y de los futuros hipotéticos que se dibujan en el ahora de quien escribe o filma. Cuestionan de dónde viene y hacia dónde va la humanidad, entre otros interrogantes que, con frecuencia, sobrepasan los límites de la física y se establecen en un espacio entre la metafísica y la moral. La existencia es nuestro tesoro, quizá también nuestra condena, cuando transita entre las dudas y los miedos; pero, en ambos casos, se establece en el misterio de la propia naturaleza humana y de nuestro porvenir como especie. El ritmo pausado de
Solaris (Solyaris, 1972) resulta lento porque es una lentitud forzada por la necesidad de Andrei Tarkovski de contemplar la interioridad que se manifiesta como la verdadera protagonista de la película. ¿Qué define al ser humano como tal? Su sentimientos, sus relaciones con los demás y con lo desconocido, la capacidad de amar y de sufrir, el desarrollo de un pensamiento abstracto que llevar a la acción, la soledad, la felicidad o la muerte.


En y allende sus imágenes y sonidos, 
Solaris viaja al interior de Kris (Donatas Banionis), un científico que reencuentra, en la base espacial a la que ha sido destinado, los sentimientos y las sensaciones que creía perdidos, y los encuentra en un ser que no es humano, cuya apariencia es exacta a la de su esposa fallecida. Hary (Natalya Bondarchuk) no es humana, es un ente que sólo puede sobrevivir en Solaris, pero con sus actos y con sus emociones demuestra que posee el rasgo definitorio de la raza humana, por mucho que los científicos que acompañan a Kris pretendan convencerle de lo contrario. La película, basada en la novela homónima de Stanislav Lem —años después, también Steven Soderbergh realizaría su adaptación cinematográfica—, se inscribe dentro de la ciencia-ficción, la más lejana de las aventuras espaciales, de los thrillers futuristas o de las space operas en las que priman la ficción y la fantasía sobre cualquier ciencia y realidad existencial. Tarkovski realiza un ejercicio de reflexión filosófica sobre los comportamientos de las personas, sus deseos y su capacidad para comunicarse, de modo que su historia podría desarrollarse en cualquier lugar y en cualquier momento, sin embargo encaja a la perfección dentro de la ciencia-ficción que, empleada como reflejo de la realidad y de las dudas existenciales, permite un excelente ejercicio de pensamiento y abstracción, a menudo superior al de otros géneros que poseen un carácter más familiar y en apariencia más real. El “mensaje” y las dudas que Solaris encierra en sus imágenes salen a la luz en esa búsqueda del alma humana, una búsqueda introspectiva que Kris hace de su necesidades, de su soledad y de sus deseos que se ven reflejados en la relación que mantiene con su no esposa, un ser que se muestra más sentimental, comprensivo y vulnerable que aquellos quienes la rodean y se consideran personas, negando a la nueva Hary la oportunidad de considerarse como tal. La película obtuvo un gran éxito en la antigua Unión Soviética, circunstancia que, posteriormente, también conseguiría fuera de sus fronteras y haría de Solaris un film entre mítico y maldito, y un referente de la ciencia-ficción cinematográfica, pero, en realidad, su esencia es existencial; y en la existencia reside el legado del tercer largometraje de Tarkovski.

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