martes, 21 de noviembre de 2017

Dillinger ha muerto (1969)


Descontando la inapreciable presencia de 
Rafael Azcona como guionista de muchas de sus películas, el cine de Marco Ferreri guarda ciertos paralelismos (quizá por influencia de esa presencia anteriormente descontada) con el de Luis García Berlanga, con aquellas producciones en las que cobra protagonismo el hombre atrapado en la insatisfacción personal y social, víctima consciente de la burocracia, de la familia, del sistema o de su monotonía conyugal. Ese hombre atrapado puede ser el inquilino de El pisito (1958), en FerreriEl verdugo (1963), en Berlanga, el joven que aguarda La audiencia (L'audienza,1972), de nuevo en el cineasta milanés, o el prometido de ¡Vivan los novios! (1968), de regreso al realizador valenciano. Pero, quizá, los personajes que llevan al límite al hombre alienado y autodestructivo de estos dos grandes y diferentes cineastas son los interpretados por Michel Piccoli en Dillinger ha muerto (Dillinger e' morto, 1969), en la que no colaboró Azcona, y Tamaño natural (Grandeur nature, 1973). El primero se obsesiona con la vieja pistola que encuentra envuelta en su cocina mientras que en el segundo lo hace con la muñeca de plástico que sustituye a la mujer de carne y hueso, aunque, como sucede en su matrimonio, se encuentra atrapado en una relación de sometimiento que inevitablemente le conduce hacia su final en el Sena. Como el odontólogo de la película de Berlanga, Glauco (Michel Piccoli) es un hombre de clase media, insatisfecho, conformista y alienado por la sociedad de bienestar y consumo a la que pertenece, y para la cual trabaja como diseñador en una fábrica donde ya al inicio de la película se muestra ausente. Allí observamos su desidia y el aislamiento que se confirma cuando llega a casa y observa a su mujer (Anita Pallenberg) en la cama, de donde apenas se mueve o le presta atención, salvo para pedirle el bote de somníferos. Esa es su relación, una relación dormida en el tiempo sin posibilidad de despertar. El resto de la acción de Dillinger ha muerto, filme que rompe definitivamente con las formas empleadas con anterioridad por Ferreri, se desarrolla durante las horas que siguen, en una noche indefinida, abstracta y exagerada que podría ser todas las noches de su deteriorada vida marital u otra cualquiera en la que se ahoga en la alienante rutina de la que intenta evadirse excediéndose con la comida, exceso culinario presente en algunas películas de Ferreri y que alcanzará su máxima expresión, grotesca, satírica y destructiva, en La gran comilona (La grande bouffe, 1973). Glauco cocina, come, bebe vino, espía la intimidad de Sabine (Annie Girardot), la mujer que vive con ellos y que, si bien le concede un supuesto escape a su soledad (en un instante de intimidad, sexo y miel), no le reporta la felicidad que él tampoco puede ofrecer. La noche avanza, la música suena en la radio, un crítico de cine habla en un programa de televisión, aunque parece decir nada, y Glauco aprovecha parte de la velada (la apatía de días, semanas o meses) para proyectar la película de sus vacaciones en España y el norte de África, quizá la ensoñación de un tiempo más activo y feliz que ese presente que dedica a continuar engullendo y a escapar de su asfixia vital, desmotando y limpiando el revólver que, por casualidad, encuentra en un armario de la cocina. Por la herrumbre y el modelo, bien podría haber pertenecido al enemigo público John Dillinger, como apuntan los artículos de las páginas de los diarios que lo envuelven, aunque esto carece de relevancia, salvo por la circunstancia de que el arma tiene una finalidad que no es la de limpiarla, engrasarla, pintarla o colgarla cual adorno, como hace el protagonista durante buena parte de su insomnio-condena. En su mente, la de un suicida, esa pistola tiene la función para la que fue fabricada, de ahí que apunte a las pinturas de su habitación, a su sien frente al espejo y finalmente a la cabeza de quien continúa durmiendo sobre el lecho conyugal.

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