miércoles, 19 de octubre de 2016

Los cuervos (1961)



Cuando Julio Coll dirigió Los cuervos (1961) faltaban seis años para que el cirujano Christiaan Barnard practicase en Ciudad del Cabo el primer trasplante de corazón humano, realizado con éxito el 3 de diciembre de 1967, aunque el paciente falleció de una neumonía dieciocho días después. Aquella intervención, que cambiaba la ciencia médica para siempre, dio paso a las sucesivas y, así, se convirtieron en parte de nuestra cotidianidad, pero, a pesar de los avances y de los estudios, en el momento del rodaje de Los cuervos dichas operaciones eran más cercanas a la ciencia-ficción que a la realidad; de ahí que, en momentos puntuales, la película adquiera un tono fantástico que no llega a concretarse porque forma parte del engaño que tiene como víctima a don Carlos (Jorge Rigaud), cuya primera aparición en la pantalla lo muestra en la consulta de un cardiólogo que le confirma el diagnóstico de los once especialistas a quienes visitó con anterioridad. A este hombre no le quedan más de tres meses de vida y, ante esta certeza, César (Arturo Fernández), su secretario personal, le insiste en que visite a un reputado cirujano que, aunque ya no ejerce debido a su oscuro pasado, se ha dedicado durante los últimos años a la investigación cardiovascular y, por lo tanto, podría encontrar una solución a su mal. 
Esta circunstancia da pie a uno de los ejes narrativos de la película, más simbólico, el otro, más material y tangible, sería la corrupción en el ámbito empresarial que se expone sin tapujos poco después. Don Carlos ha levantado su imperio desde la ilegalidad y desde su falta de escrúpulos, de las cuales se tiene noticia en la sala del consejo donde se deja entrever que, entre otras cuestiones, su empresa y sus directivos han estado especulando y falseando las cuentas. Ante las puertas de la muerte, su negocio ha entrado en crisis y decide arriesgarlo todo en una jugada que, aunque puede destruir su creación, le permitiría deshacerse de sus consejeros y de sus accionistas, a quienes califica de cuervos a la espera de recoger sus restos, así como de doña Berta (Ana María Noé), su rival en la sombra. Para ello necesita dinero, pero ni sus posibles socios ni las entidades bancarias le conceden un préstamo, ya que los rumores de su enfermedad provocan que, quienes antes no dudaban en negociar con él, le den la espalda.


Sin policías y sin criminales perseguidos por la justicia,
Los cuervos es un drama negro que expone un retrato nada favorecedor del ámbito empresarial y financiero al tiempo que plantea una disyuntiva ética que, en sus personajes principales, semeja no existir. <<El dinero lo puede todo, César>>, dice el empresario a su secretario cuando este se ofrece a conseguirle un voluntario para la operación que lo salvaría de la muerte. <<¡Mi vida no tiene precio!>>, exclama tras entregarle el cheque en blanco con el que pretende conseguir su objetivo de seguir viviendo a costa de otra vida humana, porque solo con el corazón de alguien vivo la intervención podría tener éxito. Esta circunstancia delata la actitud de un hombre sin escrúpulos que se aferra a su creencia de que, al contrario que la suya, la existencia de otros sí tienen un precio y él puede pagarlo. A pesar de mostrarse diferente a su jefe, César asume un papel ambiguo. Dicha ambigüedad nace de su intención de salvar la empresa y a sus trabajadores, aunque, para alcanzar su objetivo, contradice sus valores y su definición de impulsivo, idealista y sentimental. De esta manera asume un comportamiento cercano a aquel que detesta, una actitud que inicialmente ni la relación con su jefe ni la que mantiene con Laura (Rosenda Monteros), la consentida hija de aquel, pueden explicar. Este desconocimiento de sus intenciones y de sus pensamientos juega en beneficio de la intriga, ya que el papel interpretado por el secretario tampoco delata la puesta en marcha de la mascarada que, pasados los minutos, se deja entrever, como también se deja entrever que solo la mentira le permitiría limpiar el negocio de corruptos y de tiburones financieros como don Carlos, quien, descubierto el engaño del que ha sido víctima, comprende que el corazón que necesita es aquel que perdió años atrás, cuando asumió el papel de <<alacrán>> al que alude durante su encuentro con doña Berta, que, en su deseo de vengarse, acaba arruinada como tantas otras presas del implacable depredador.

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