domingo, 17 de agosto de 2014

Los peores años de nuestra vida (1994)


En Los peores años de nuestra vida (1994), Emilio Martínez-Lázaro adaptó un guion escrito por David Trueba en el que se suceden situaciones imaginativas, miedos y anhelos, que se muestran en la pantalla como parte de la personalidad de Alberto (Gabino Diego), un joven de veintidós años atrapado entre la lucidez y las frustraciones que nacen de su inmadura y soñadora visión de un entorno del que se autoexcluye como consecuencia de sus diferencias respecto a los intereses establecidos. Pero, además de contar con una historia entretenida, Los peores años de nuestra vida también posee una narrativa ágil y fresca, influenciada en cierta medida por el triángulo amoroso de Casablanca y por el cine de Woody Allen (a su vez influenciado por Bergman, Fellini, Keaton o los hermanos Marx) en la intervención del Alberto adulto en un momento puntual de su infancia o, ya de vuelta al presente, en la discusión que mantiene con la pareja de celuloide que cobra vida para responder a sus constantes ataques dialécticos. Mediante su rechazo creativo, Alberto se abre al espectador quejándose de sus fracasos amorosos, consecuencia de un físico poco agraciado y de un carácter que no se adapta dentro de una sociedad que considera a Roberto (Jorge Sanz), su hermano, un triunfador. Como consecuencia de sus evidentes diferencias, durante la mayor parte de la película ambos personajes semejan antagónicos; donde uno se muestra seguro, realista y decidido, el otro se desvela acomplejado, infantil, romántico y soñador, pero sin la madurez ni la confianza necesarias para superar su supuesta falta de atractivo y para alcanzar su confirmación individual dentro del colectivo. Este hecho provoca que Alberto pase la mayor parte del día compadeciéndose, recriminando a Roberto su facilidad para atraer al sexo opuesto o protestando contra esa sociedad adulta que no le convence, y a la que no pretende pertenecer porque le resulta más cómodo no formar parte de la misma, de ahí que emplee su creatividad para divagar y soñar, aunque sin llegar a concretar ninguno de sus sueños ni ofrecer explicaciones plausibles que justifiquen su negativa a asumir su maduración personal. Se podría decir de este postadolescente, inteligente y sensible, que su rechazo sistemático a entrar en la etapa adulta nace de su temor a que esta implique el fin de sus ideales, y la posterior decepción que significaría no verlos cumplidos, de modo que se decanta por inventar una realidad propia (menos materialista de la que reniega) y emplear sus múltiples recursos para escribir novelas que las editoriales le devuelven (o bien no concluye por falta de constancia y fe en sí mismo), para tocar la guitarra en los túneles del metro (donde solo su madre y dos amigas de esta aplauden su actuación) o para hacerse pasar por un profesor anglosajón que ayuda con su inglés a una adolescente con ganas de conocer aspectos ocultos de la fisonomía masculina. La comprensión del medio que muestra este simpático iluso apunta hacia un comportamiento egoísta que le niega la posibilidad de comprender que a su alrededor otros muchos viven circunstancias que también les impiden satisfacer sus necesidades. Sin embargo, este egoísmo inconsciente e infantil desaparece a medida que se consolida su relación con María (Ariadna Gil), de quien Roberto se enamora y a quien él idealiza como ya habría hecho con tantas otras desde aquel lejano día en la playa; y como desde entonces emplea métodos poco eficaces para atraer la atención de esta mujer desorientada, que se debate entre aquel que se compadece de su infortunio mientras la atosiga con frases empalagosas y aquel otro que la rechaza porque antepone los sentimientos de su hermano a los suyos propios, lo cual implica su tormento y el cambio de su percepción y comportamiento.

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