viernes, 30 de noviembre de 2018
Banda aparte (1964)
jueves, 29 de noviembre de 2018
Memorias del subdesarrollo (1968)
1.Román Gubern: Historia del Cine. Editorial Anagrama, Madrid, 2014.
2.Tomás Gutiérrez Alea. Citado en Garcia Borrero, J. A: Cine cubano de los sesenta: mito y realidad. Ocho y Medio, Libros de Cine y Festival Iberoamericano de Huelva, Madrid, 2007.
miércoles, 28 de noviembre de 2018
Rapsodia en Agosto (1991)
martes, 27 de noviembre de 2018
El tigre de Esnapur/La tumba india (1958)
No discuto que una película sea un trabajo de equipo (artístico y técnico), más si cabe si esta se produce dentro de una industria compartimentada como lo fue el Hollywood de las décadas de 1930 y 1940, pero tampoco creo que nadie discuta que existen películas en las que dicho equipo gira en torno a una única figura: la de quien habla a través de la cámara y del montaje. No se trata del operador ni del editor, ni de los actores y actrices, aunque se valgan de ellos, se trata de aquellos directores de mirada cinematográfica inimitable y reconocible, realizadores como Fritz Lang o Jean Renoir, dos cineastas a quienes dedicaré la atención de las líneas que siguen. Sus estilos y sus intereses difieren desde sus orígenes profesionales, pero existen coincidencias circunstanciales innegables entre ellos. Ambos realizaron sus primeras películas en la etapa silente (periodo durante el cual Lang alcanzó la madurez narrativa y Renoir maduraba en su constante evolución), los dos adaptaron a la pantalla magistrales versiones de las mismas novelas de Georges de la Fourchardiére y de Emile Zola, ambos vivieron el exilio en Estados Unidos (aunque el de Lang fue más prolongado) y ninguno se adaptó plenamente al sistema de estudios de Hollywood, donde, entre otras, realizaron películas antinazi durante la guerra (tres el director centroeuropeo y una el francés). Existen otras similitudes, como algunas de sus colaboraciones estadounidenses (Dudley Nichols, Walter Wanger o Joan Bennet) o que ambos influyeron de forma notable en la Nouvelle Vague, pero me llama la atención que, tanto el uno como el otro, encontrasen en la India el escenario que los devolvía al cine europeo. Sin embargo, mientras Renoir pintaba con imágenes coloristas (y a través de los recuerdos de su protagonista) la poesía intimista de El río (The River, 1950), Lang, tras desvanecerse la posibilidad de rodar la historia de la construcción del Taj Mahal, viajaba a sus orígenes cinematográficos y retomaba la estética del serial después de aceptar la propuesta de recuperar un antiguo proyecto que en su día no pudo dirigir. La primera versión de La tumba india (Die Sendung des yoghi/Das indiche Grabmal, 1921), también dividida en dos partes, iba a ser realizada por Lang, que había escrito el guión junto a Thea von Harbou, pero finalmente fue Joe May el encargado de dirigirla. Esto no sentó nada bien al futuro responsable de Los sobornados (The Big Heat, 1953), así que más de tres décadas después tuvo la oportunidad de sacarse la espina y, a pesar del mal recibimiento por parte de la crítica, lo hizo con sobrada maestría. De regreso a Renoir, el realizador francés había expuesto en El río el choque entre dos culturas que se desconocen desde la relación de una familia inglesa con el medio al que indudablemente no pertenece; Lang también lo hace, pero su enfrentamiento se produce desde la aventura folletinesca, que incluye intriga, traición, venganza y romance, y desde los dos espacios que se repiten en buena parte de su filmografía.
Como en la futurista Metrópolis (1926) o en las negras M (1931) y El testamento del doctor Mabuse (Das testament des Dr. Mabuse, 1932-1933), el realizador vienés opone esos dos espacios a lo largo de El tigre de Esnapur (Der tiger von Eschnapur, 1958) y de La tumba india (Das Indische Grabmal, 1958): los luminosos exteriores y las sombras de los subterráneos del palacio. Luminosidad (luces) y oscuridad (sombras) son dos antagónicos presentes en Lang y dicha presencia se repite en su díptico hindú: arriba, el mundo exterior, y abajo, el inframundo donde el maharajá Chantra (Walter Reyer), el más languiano de los personajes, ha ordenado encerrar a los leprosos del reino. Esas luces y esas sombras también habitan en Chantra y afectan a los amantes, Harald (Paul Hubschmid) y Seeta (Debra Paget), que viven su amor en la clandestinidad que los protege y posteriormente durante su constante e infructuosa huida. La India de El tigre de Esnapur/La tumba india despierta nuevas pasiones en sus protagonistas, a quienes envuelve en misterio, color y conspiraciones. Es el lejano y exótico Esnapur, un lugar ajeno a los europeos que, en la primera de sus dos entregas, encuentran su imagen en el arquitecto Harald Berger, quien llega al país hindú invitado por el maharajá. Este desea construir hospitales y escuelas modernas, ya que, después de recorrer Europa, intenta importar los adelantos que allí descubrió para mejorar las condiciones de sus súbditos (de los que no encierra en el inframundo). Sin embargo, aquello que se inicia como una amistad se transforma en rechazo, pues las dos culturas chocan en la condescendiente superioridad de Harald hacia los ritos y tradiciones autóctonas y en la ira que lo extranjero provoca en los consejeros del príncipe regente. Incluso oriente y occidente chocan en Seeta, mitad hindú, mitad europea, y nexo entre dos mundos atrapados en su reflejo, el cual se desvanece premonitoriamente cuando contempla su rostro en el estanque. Ella es el objeto de deseo del monarca (que simbólicamente la encierra en una jaula de oro) y del arquitecto que ella ama desde que la salvó de las garras del tigre (algo que posteriormente también hará el maharajá). La bailarina ya ha decidido entre ambos hombres, quizá las dos caras de una misma moneda, y su decisión despierta la cólera de Chantra, cuyas palabras de amistad, amor y libertad se transforman en la obsesiva búsqueda de vengar la traición de la que acusa al arquitecto, una búsqueda obsesiva que lo ciega de ira y le impide ver que la verdadera traición se gesta dentro de su palacio, en la amable sumisión de su hermano Ramigari (René Deltgen), en la velada ambición de Padhu (Jochen Brockmann), el hermano de la difunta maharaní, y en la intolerancia de los sacerdotes de la diosa a la que Seeta honra con sus bailes.
Como en la futurista Metrópolis (1926) o en las negras M (1931) y El testamento del doctor Mabuse (Das testament des Dr. Mabuse, 1932-1933), el realizador vienés opone esos dos espacios a lo largo de El tigre de Esnapur (Der tiger von Eschnapur, 1958) y de La tumba india (Das Indische Grabmal, 1958): los luminosos exteriores y las sombras de los subterráneos del palacio. Luminosidad (luces) y oscuridad (sombras) son dos antagónicos presentes en Lang y dicha presencia se repite en su díptico hindú: arriba, el mundo exterior, y abajo, el inframundo donde el maharajá Chantra (Walter Reyer), el más languiano de los personajes, ha ordenado encerrar a los leprosos del reino. Esas luces y esas sombras también habitan en Chantra y afectan a los amantes, Harald (Paul Hubschmid) y Seeta (Debra Paget), que viven su amor en la clandestinidad que los protege y posteriormente durante su constante e infructuosa huida. La India de El tigre de Esnapur/La tumba india despierta nuevas pasiones en sus protagonistas, a quienes envuelve en misterio, color y conspiraciones. Es el lejano y exótico Esnapur, un lugar ajeno a los europeos que, en la primera de sus dos entregas, encuentran su imagen en el arquitecto Harald Berger, quien llega al país hindú invitado por el maharajá. Este desea construir hospitales y escuelas modernas, ya que, después de recorrer Europa, intenta importar los adelantos que allí descubrió para mejorar las condiciones de sus súbditos (de los que no encierra en el inframundo). Sin embargo, aquello que se inicia como una amistad se transforma en rechazo, pues las dos culturas chocan en la condescendiente superioridad de Harald hacia los ritos y tradiciones autóctonas y en la ira que lo extranjero provoca en los consejeros del príncipe regente. Incluso oriente y occidente chocan en Seeta, mitad hindú, mitad europea, y nexo entre dos mundos atrapados en su reflejo, el cual se desvanece premonitoriamente cuando contempla su rostro en el estanque. Ella es el objeto de deseo del monarca (que simbólicamente la encierra en una jaula de oro) y del arquitecto que ella ama desde que la salvó de las garras del tigre (algo que posteriormente también hará el maharajá). La bailarina ya ha decidido entre ambos hombres, quizá las dos caras de una misma moneda, y su decisión despierta la cólera de Chantra, cuyas palabras de amistad, amor y libertad se transforman en la obsesiva búsqueda de vengar la traición de la que acusa al arquitecto, una búsqueda obsesiva que lo ciega de ira y le impide ver que la verdadera traición se gesta dentro de su palacio, en la amable sumisión de su hermano Ramigari (René Deltgen), en la velada ambición de Padhu (Jochen Brockmann), el hermano de la difunta maharaní, y en la intolerancia de los sacerdotes de la diosa a la que Seeta honra con sus bailes.
domingo, 25 de noviembre de 2018
Firefox, el arma definitiva (1981)
sábado, 24 de noviembre de 2018
Dante no es únicamente severo (1967)
De no existir renovaciones periódicas o, intentos de realizar algo diferente, el cine, como cualquier otro medio de expresión, caería en una prolongada y agónica monotonía. Y es verdad que, salvo excepciones, dicha monotonía ha estado ahí, instaurada desde los orígenes, perpetuándose en productos que, según su época, han repetido con mayor o menor éxito las mismas fórmulas. Ocurrió y ocurre, pero entre tanta homogeneidad también se han dado numerosos casos de ruptura (de forma o de fondo), no por los adelantos técnicos, sino por la escasez de medios, la agitación social del momento y la necesidad de gritar realidades incómodas (neorrealismo o el Tercer Cine latinoamericano), por la intención de algunos cineastas de alejarse de lo ya visto y hecho (las nuevas olas cinematográficas de finales de la década de 1950 y de la siguiente) o simplemente por la inimitable personalidad fílmica de los indispensables del séptimo arte. Quizá sea nadar a contracorriente, e intentar dar un paso diferente asuste, aleje del éxito, lleve al rechazo y, según el caso del país donde se produzca, a la censura y, en ocasiones, ni siquiera implique una ruptura total con lo ya visto, solo un paso más, incluso puede que equivocado, pero ese paso se convierte en indispensable para que se produzca el siguiente y así abrir vías opcionales a la línea trazada. No siempre el resultado ha sido satisfactorio, sin embargo es necesario que existan diferentes modos y perspectivas que abran esos caminos inexplorados (o poco explorados) que traigan nuevos aires al cine, un medio de expresión humano y, por tanto, vivo y en constante búsqueda de sí mismo. Esta evolución (mínima si se quiere) puede aplicarse a cualquier cinematografía, y, aunque sea a cuentagotas, en España encontramos ese cine distinto en cualquiera de sus etapas: en el silente al pionero aragonés Segundo de Chomón, a Nemesio M. Sobrevila en El sexto sentido (1929) o a Florian Rey en La aldea maldita (1930); en la República al Carlos Velo de Almadrabas (1934) o al Buñuel de Las Hurdes (1933); durante el decenio de posguerra a Rafael Gil en El hombre que se quiso matar (1942), Edgar Neville y Carlos Serrano de Osma o Llobet-Grácia con Vida en sombras (1948); y ya en el siguiente a Berlanga y Bardem, sin olvidarnos del Nieves Conde de Los peces rojos (1955), de Val de Omar y su Tríptico elemental de España (1955-1961), Fernán Gómez, Marco Ferreri o Carlos Saura y Los golfos (1959). Es cierto, fueron casos aislados dentro de un entorno cinematográfico que repetía las mismas propuestas y de un público que prefería la comodidad que implica consumir siempre lo mismo, como también fueron aislados los que les siguieron durante la década de 1960. A El cochecito (Marco Ferreri, 1960) y a El verdugo (Berlanga, 1963) habría que sumarle otro nuevo (y polémico en su momento) soplo de aire fresco con el retorno del eterno Buñuel con Viridiana (1961) y poco después con la trabada irrupción de los miembros de los llamados Nuevo Cine Español y Escuela de Barcelona, dos intentos distintos de romper con el cine hegemónico del momento. De esta última "escuela", tras Noche de vino tinto (José María Nunes, 1966), encontramos en Dante no es únicamente severo (1967) un título seminal y una película que se revelaba contra el clasicismo narrativo, contra el amodorramiento imperante en la sociedad urbana española y contra el uso del tiempo cinematográfico. A pesar de que el resultado no es del todo redondo, quizá autocomplaciente y algo pretencioso, sí trajo nuevos aires, aunque estos se encuentren influenciados por Buñuel, Godard e incluso Antonioni. Inicialmente planeada como un proyecto a cuatro bandas (Ricardo Boffil, Pere Portabelle, Jacinto Esteva y Joaquin Jordá), la película de Esteva y Jordá rompe con la linealidad temporal, de hecho juega con ella (como nos desvela la escena en la que el hombre retrasa las agujas del reloj y tanto él como la mujer retrocedan sobre sus pasos) y se abre a un prólogo, previo a los créditos, durante el cual observamos a un grupo de jóvenes, reunidos alrededor de una mesa en el exterior de un bar, que, salvo la modelo, ya no volverán asomar en la pantalla. Entre ellos se encuentran Esteva y Carles Durán, respectivamente co-director y ayudante de dirección de Dante no es únicamente severo, y la modelo que también cerrará el film, la misma cuyo ojo (operado durante el metraje) se inserta en varios planos que se introducen en la distante relación entre el hombre y la mujer, los dos personajes que sirven de escusa para introducirnos en una propuesta cinematográfica que fragmenta su discurso imposibilitando cualquier intento de narrativa convencional. Novedoso respecto al cine realizado en España, Dante no es únicamente severo se decanta por la visualidad subjetiva de sus realizadores, una subjetividad que es expuesta mediante la ruptura narrativa y la dislocación de planos y de secuencias, en color o en blanco y negro, de sueños, de historias imaginadas por la mujer ante el ninguneo masculino y de realidades que escapan al tiempo para sumergirse en un espacio humano también indeterminado.
viernes, 23 de noviembre de 2018
Alas (1965)
Una buena difusión es fundamental para que cualquier obra musical, literaria o cinematográfica sea accesible y conocida, pero, debido a que la censura le concedió la calificación más baja, el segundo largometraje de Larisa Shepitko tampoco tuvo una distribución adecuada. Esto conllevó que, al igual que Calor (Znoj, 1962) y otras producciones posteriores, pasase desapercibido entre el público soviético y que actualmente aún resulte mayoritariamente desconocido. Pero Alas (Krylia, 1965) es una película que mereció mayor reconocimiento, y todavía lo merece, ya que su mirada, concisa, áspera y directa al desencanto, a la soledad y al vacío en el que vive Nadiezha Petrovna (Maya Bulgakova), es una mirada sincera que, lejos de sensiblerías mojigatas y engañosas, nos llega a través de la cámara que observa a su protagonista para hacernos testigos de su imposibilidad, de su encierro. Ex-piloto de las fuerzas aéreas y antigua heroína de guerra, a sus cuarenta y un años, Nadya vive su presente en soledad y en silencio, guardando sus emociones y mostrándose eficiente, marcial y entregada a su trabajo de directora en la escuela de aviación y al de diputada del pueblo. Así es cara al exterior, solemne y sobria como su vestimenta y su peinado, aunque solo es fachada, ya que resulta evidente que sufre, y que se está rompiendo por dentro. No tardamos en comprenderlo, se desgarra ante la insatisfacción creciente y ante su dificultad a la hora de comunicarse y de adaptarse a su monotonía: de frustraciones que no expresa y del distanciamiento que observamos respecto a su hija Tanya (Zhanna Balotova), el cual se remarca en la escena en la que se presenta inesperadamente para conocer a su yerno (Vladimir Gorelov), o en relación a su amigo Pavel (Panteleymon Krymov), a quien en su desesperación final le pide matrimonio, una vía de escape que sabe estéril porque no la liberaría de su encierro (simbolizado al final del film en el hangar donde los jóvenes pilotos pretenden guardar la avioneta "liberadora" a la que ella sube).
La mirada de Shepitko se centra en Nadya, la sigue allí donde va o donde se encuentra, pues ella es el principio y el fin de su estudio humano. Cuanto sucede nos llega de forma objetiva, salvo en momentos puntuales de planos aéreos (recuerdos, añoranza o ilusiones a las que se aferra). Pero el más significativo se produce cuando, durante su caminar, se pone a llover y la calle se vacía. Desde ese vacío y desde esa soledad que Nadya contempla tanto en el exterior como en su interior, la realizadora nos introduce la analepsis subjetiva que nace de la memoria de la protagonista. La mujer desaparece de la pantalla, solo descubrimos a Mitya (Leonid Dyachkov), porque las imágenes son las captadas por sus ojos y son las que habitan en su memoria. Son las imágenes de la nostalgia de aquel momento pasado e idealizado, pero también las del desamor o del amor incumplido porque Mitya fue abatido durante la guerra. Quizá ella también murió (como se plantea en el museo donde una niña pregunta lo mismo) en aquel conflicto bélico en el que pilotaba, luchaba y se sentía más viva e integrada que en su cotidianidad docente-administrativa, en la que solo encuentra el rechazo de sus alumnos, <<la desprecio>>, dice uno de ellos (Sergei Nikonenko), o el fracaso de su vida personal, distanciada e imposibilitada a cualquier tipo de acercamiento afectivo, sean en su relación materno-filial o en una hipotética amorosa.
jueves, 22 de noviembre de 2018
Sayat Nova. El color de la granada (1968)
La multiculturalidad que existía en la Unión Soviética, coexistencia de múltiples etnias y nacionalidades dentro de sus fronteras, explica parte del por qué resulta tan distinto el cine de realizadores contemporáneos entre sí como Eisenstein y Dovjenko o, más adelante en el tiempo, como Tarkovski, Shepitko o Paradjanov. Si el primero plantea un cine espiritual, pero comprensible, la segunda áspero y más terrenal e igualmente interpretable, el de Sergei Paradjanov me descoloca por su complejidad única. Esta dificultad se hace más fuerte en El color de la granada (Sayat Nova, 1968), una de las propuestas más radicales que he visto en pantalla. ¿Me gusta? No sabría decirlo o no podría, porque sus alegorías y sus simbolismos escapan a mi comprensión, limitada por mi desconocimiento de la cultura armenia y, previo al visionado de la película, por mi total ignorancia de la vida y obra del poeta y músico Sayat Nova. Pero, sobre todo, no podría porque es un film que me genera ideas enfrentadas, atracción por su osadía con las formas, de hecho ni siquiera Los corceles de fuego/Sombras de los antepasados olvidados (Tini zabutykh predkiv, 1965) resulta tan rupturista, y por su osadía visual, rechazo porque mi interpretación de la poética de Paradjanov me resulta insuficiente para conectar plenamente con las pinturas vivientes que se suceden en la pantalla. Por este motivo no voy a caer en la imprudencia de hablar de aquello que ignoro, o no conozco lo suficiente para opinar, y me limitaré a escribir que, más que una cuestión de comprensión o de cualquier otra circunstancia que corra a cargo del espectador (en este caso, quien comenta), la película es una sucesión de cuadros vivos que nacen de la individualidad de un artista personal, si se prefiere original en grado sumo, que refleja varios momentos en la vida del trovador armenio, de su martirio y de su espiritualidad. Cuanto se ve es una cuestión que nace de la personalidad del realizador, no hay medias tintas, y como consecuencia quien recibe las imágenes, le atraigan o no, debe decodificarlas, y ahí puede residir el problema, que el espectador no comprenda la intención del cineasta georgiano de origen armenio, que aspira a la belleza y a lo trascendente a través de planos pictóricos, de la iconografía religiosa y del folclore armenio que dan forma a su película. La ruptura de El color de las granadas es total y rompe con cualquier convencionalismo cinematográfico, con cualquier intento de narrativa y se decanta por adentrarse en la interioridad del poeta, ¿o nos adentra en la tortuosa interioridad del propio Paradjanov?, concediendo importancia a los encuadres, a los colores y a los elementos (objetos, personas, animales, construcciones) que enmarca en cada plano. <<Yo soy aquel, cuya vida y alma son tortura>>, leemos mientras contemplamos un libro al inicio del film. Ese alma torturada es la que se pretende retratar, nunca narrar, de ahí la importancia de comprender el significado de aquello que contemplamos, algo que por momentos escapa a mi entendimiento (y en otros interpreto como la propia tortura de un realizador en lucha contra un entorno marcado por la intolerancia y la incomprensión), aunque no escapa a la conclusión de que estoy ante una obra cinematográfica única, diferente. Y encontrar algo diferente puede resultar molesto, no fue mi caso, aunque sí lo fue de la censura soviética, incapaz de aceptar una película que o bien no entendía o bien no era la esperada, quizá porque atentaba contra la mediocre intención de controlar lo incontrolable. Entre otras circunstancias, la intolerancia administrativa precipitó que Sayat Nova fuese cortada, montada de nuevo sin el consentimiento de Paradjanov y finalmente prohibida, y todo porque el cineasta no se plegaba al tipo de cine oficial y aceptado como válido, sino que buscaba en sus películas la belleza, lo sublime, la voz de los pueblos minoritarios (como el armenio) y, muy posiblemente, buscaba revelarse contra cualquier imposición que le impidiese su arte o, dicho de otra manera, su expresión.
miércoles, 21 de noviembre de 2018
El viejecito (1960)
La primera secuencia nos ubica en una habitación donde un hombre le pregunta a su hija si <<se ha muerto el abuelo>>. Y lo hace sin mostrar mayor emoción, como si fuera algo esperado, que todos dan por hecho. De igual manera, ella le responde <<no. Está durmiendo>> y, a continuación, entra la habitación del anciano y lo despierta. En ese ese espacio el humor negro cobra forma en el ataúd apoyado sobre la pared, al lado de la cama del protagonista, un ataúd que parece insistir en ser empleado, aunque no convence al anciano para que se deje ir. Él desea ver la calle y tiene intención de vivir, como desvela su interés por aprender inglés o su acercamiento a la ventana desde donde mira el exterior. Lleva dos años enfermo, posiblemente sin salir de entre esas cuatro paredes donde inesperadamente se presenta una sombra que anuncia la figura de una anciana, portadora de un reloj de arena y de una guadaña. Es la muerte y, como tal, se presenta para hacer su trabajo, sin prisa y sin emociones, pero inexorable a la hora de anunciar el motivo de su visita. Al viejecito solo le quedan cinco minutos de vida y aprovecha este tiempo para rezar, una, dos, tres,..., oraciones iguales que apelan a su ángel de la guarda, el cual desciende del cielo (mediante una transparencia que delata la falta de medios y como estos pueden superarse) para preguntarle cuál es el problema y que nada puede hacer para resolverlo, porque solo es un simple funcionario. El humor de estas escenas es innegable (la figura de la muerte calcetando, la alusión a la burocracia celestial o las alas sujetas al cuerpo del ángel mediante una cinta), como también lo es la escasez que se supera con inventiva y con humor. <<De tener que elegir un film, me quedaría con El viejecito, de Manuel Summers, cuyos personajes están tratados con más amor y en el que encuentro mayor inspiración cinematográfica>>. Estas palabras de José Luis Guarner, extraídas de su artículo publicado en la revista Documentos cinematográficos (nº 4, septiembre de 1960), nos indican dos cuestiones que estarán presentes en posteriores trabajos del cineasta: el amor (ternura) hacia sus personajes y la inspiración cinematográfica. Ambas se dan la mano en El viejecito, en el deseo del protagonista de vivir y de volver a pisar la calle, en el deambular de la cámara por el asfalto urbano o en su alejamiento final, que distancia al protagonista del suelo callejero, que poco antes ha podido recorrer gracias a la tramposa intervención de su ángel de la guarda.
lunes, 19 de noviembre de 2018
La ascensión (1976)
domingo, 18 de noviembre de 2018
Gregory Peck. Elegancia y discreción
Filmografía
Días de gloria (Days of Glory; Jacques Tourneur, 1944)
Las llaves del reino (The Keys of the Kingdom; John M. Stahl, 1944)
El valle del destino (The Valley of Decision; Tay Garnett, 1945)
Recuerda (Spellbound; Alfred Hitchcock, 1945)
El despertar (The Yearling; Clarence Brown, 1946)
Duelo al sol (Duel in the Sun; King Vidor, 1947)
Pasión en la selva (The Macomber Affair; Zoltan Korda, 1947)
La barrera invisible (Gentleman's Agreement; Elia Kazan, 1947)
El proceso Paradine (The Paradine Case; Alfred Hitchcock, 1947)
Cielo Amarillo (Yellow Sky; William A. Wellman, 1948)
El gran pecador (The Great Sinner; Robert Siodmak, 1949)
Almas en la hoguera (Twelve O'Clock High; Henry King, 1949)
El pistolero (The Gunfighter; Henry King, 1950)
El hidalgo de los mares (Captain Horatio Hornblower; Raoul Walsh, 1951)
Solo el valiente (Only the Valiant; Gordon Douglas, 1951)
David y Betsabé (David and Bathsheba; Henry King, 1952)
El mundo en sus manos (The World in His Hands; Raoul Walsh, 1952)
Las nieves del Kilimanjaro (The Snows of Kilimanjaro; Henry King, 1953)
Vacaciones en Roma (Roman Holidays; William Wyler, 1953)
Decisión a medianoche (Night People; Nunnally Johnson, 1954)
El millonario (The Million Pound Note; Ronald Neame, 1954)
Boum Sur Paris (Maurice de Canonge, 1954)
Llanura roja (The Purple Plain; Robert Parrish, 1954)
El hombre del traje gris (The Man in the Gray Flannel Suit; Nunnally Johnson, 1956)
Moby Dick (John Huston, 1956)
Mi desconfiada esposa (Designing Woman; Vincente Minnelli, 1957)
Horizontes de grandeza (The Big Country; William Wyler, 1958)
El vengador sin piedad (The Bravados; Henry King, 1958)
La cima de los héroes (Pork Chop Hill; Lewis Milestone, 1959)
Días sin vida (Beloved Infidel; Henry King, 1959)
La hora final (On the Beach; Stanley Kramer, 1959)
Los cañones de Navarone (The Guns of Navarone; Jack Lee Thompson, 1961)
El cabo del terror (Cape Fear; Jack Lee Thompson, 1962)
Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockinbird; Robert Mulligan, 1962)
La conquista del oeste (How the West Was Won; George Marshall, Henry Hathaway, John Ford, 1962)
Y llegó el día de la venganza (Behold a Pale Horne; Fred Zinnemann, 1964)
Capitán Newman (Captain Newman M. D.; David Miller, 1965)
Espejismo (Mirage; Edward Dmytryk, 1965)
Arabesco (Arabesque; Stanley Donen, 1966)
La noche de los gigantes (The Stalking Moon; Robert Mulligan, 1968)
El oro de McKennan (McKenna's Gold; Jack LeeThompson, 1969)
La sombra del zar amarillo (The Chairman; Jack Lee Thompson, 1969)
Atrapados en el espacio (Marooned; John Sturges, 1969)
Yo vigilo el camino (I Walk the Line; John Frankenheimer, 1970)
Círculo de fuego (Shoot Out; Henry Hathaway, 1971)
Billy Dos Sombreros (Billy Two Hats; Ted Kotcheff, 1973)
La profecía (The Omen; Richard Donner, 1976)
MacArthur, el general rebelde (MacArthur, The Rebel General; Robert Sargent; 1977)
Los niños del Brasil (The Boys from Brazil; Franklin J. Schaffner, 1978)
Lobos marinos (Sea Wolves; Andrew V. MacLaglen, 1980)
El escarlata y el negro (The Scarlett and the Black; Jerry London, 1984) (película para televisión)
La voz silenciosa (Amazing Chuck and Grace; Mike Newell, 1987)
Gringo viejo (Old Gringo; Luis Puenzo, 1989)
El cabo del miedo (Cape Fear; Martin Scorsese, 1991)
El dinero de los demás (Other's People Money; Norman Jewison, 1992)
El retrato (The Portrait; Arthur Penn, 1994) (película para televisión)