No discuto que una película sea un trabajo de equipo (artístico y técnico), más si cabe si esta se produce dentro de una industria compartimentada como lo fue el Hollywood de las décadas de 1930 y 1940, pero tampoco creo que nadie discuta que existen películas en las que dicho equipo gira en torno a una única figura: la de quien habla a través de la cámara y del montaje. No se trata del operador ni del editor, ni de los actores y actrices, aunque se valgan de ellos, se trata de aquellos directores de mirada cinematográfica inimitable y reconocible, realizadores como Fritz Lang o Jean Renoir, dos cineastas a quienes dedicaré la atención de las líneas que siguen. Sus estilos y sus intereses difieren desde sus orígenes profesionales, pero existen coincidencias circunstanciales innegables entre ellos. Ambos realizaron sus primeras películas en la etapa silente (periodo durante el cual Lang alcanzó la madurez narrativa y Renoir maduraba en su constante evolución), los dos adaptaron a la pantalla magistrales versiones de las mismas novelas de Georges de la Fourchardiére y de Emile Zola, ambos vivieron el exilio en Estados Unidos (aunque el de Lang fue más prolongado) y ninguno se adaptó plenamente al sistema de estudios de Hollywood, donde, entre otras, realizaron películas antinazi durante la guerra (tres el director centroeuropeo y una el francés). Existen otras similitudes, como algunas de sus colaboraciones estadounidenses (Dudley Nichols, Walter Wanger o Joan Bennet) o que ambos influyeron de forma notable en la Nouvelle Vague, pero me llama la atención que, tanto el uno como el otro, encontrasen en la India el escenario que los devolvía al cine europeo. Sin embargo, mientras Renoir pintaba con imágenes coloristas (y a través de los recuerdos de su protagonista) la poesía intimista de El río (The River, 1950), Lang, tras desvanecerse la posibilidad de rodar la historia de la construcción del Taj Mahal, viajaba a sus orígenes cinematográficos y retomaba la estética del serial después de aceptar la propuesta de recuperar un antiguo proyecto que en su día no pudo dirigir. La primera versión de La tumba india (Die Sendung des yoghi/Das indiche Grabmal, 1921), también dividida en dos partes, iba a ser realizada por Lang, que había escrito el guión junto a Thea von Harbou, pero finalmente fue Joe May el encargado de dirigirla. Esto no sentó nada bien al futuro responsable de Los sobornados (The Big Heat, 1953), así que más de tres décadas después tuvo la oportunidad de sacarse la espina y, a pesar del mal recibimiento por parte de la crítica, lo hizo con sobrada maestría. De regreso a Renoir, el realizador francés había expuesto en El río el choque entre dos culturas que se desconocen desde la relación de una familia inglesa con el medio al que indudablemente no pertenece; Lang también lo hace, pero su enfrentamiento se produce desde la aventura folletinesca, que incluye intriga, traición, venganza y romance, y desde los dos espacios que se repiten en buena parte de su filmografía.
Como en la futurista Metrópolis (1926) o en las negras M (1931) y El testamento del doctor Mabuse (Das testament des Dr. Mabuse, 1932-1933), el realizador vienés opone esos dos espacios a lo largo de El tigre de Esnapur (Der tiger von Eschnapur, 1958) y de La tumba india (Das Indische Grabmal, 1958): los luminosos exteriores y las sombras de los subterráneos del palacio. Luminosidad (luces) y oscuridad (sombras) son dos antagónicos presentes en Lang y dicha presencia se repite en su díptico hindú: arriba, el mundo exterior, y abajo, el inframundo donde el maharajá Chantra (Walter Reyer), el más languiano de los personajes, ha ordenado encerrar a los leprosos del reino. Esas luces y esas sombras también habitan en Chantra y afectan a los amantes, Harald (Paul Hubschmid) y Seeta (Debra Paget), que viven su amor en la clandestinidad que los protege y posteriormente durante su constante e infructuosa huida. La India de El tigre de Esnapur/La tumba india despierta nuevas pasiones en sus protagonistas, a quienes envuelve en misterio, color y conspiraciones. Es el lejano y exótico Esnapur, un lugar ajeno a los europeos que, en la primera de sus dos entregas, encuentran su imagen en el arquitecto Harald Berger, quien llega al país hindú invitado por el maharajá. Este desea construir hospitales y escuelas modernas, ya que, después de recorrer Europa, intenta importar los adelantos que allí descubrió para mejorar las condiciones de sus súbditos (de los que no encierra en el inframundo). Sin embargo, aquello que se inicia como una amistad se transforma en rechazo, pues las dos culturas chocan en la condescendiente superioridad de Harald hacia los ritos y tradiciones autóctonas y en la ira que lo extranjero provoca en los consejeros del príncipe regente. Incluso oriente y occidente chocan en Seeta, mitad hindú, mitad europea, y nexo entre dos mundos atrapados en su reflejo, el cual se desvanece premonitoriamente cuando contempla su rostro en el estanque. Ella es el objeto de deseo del monarca (que simbólicamente la encierra en una jaula de oro) y del arquitecto que ella ama desde que la salvó de las garras del tigre (algo que posteriormente también hará el maharajá). La bailarina ya ha decidido entre ambos hombres, quizá las dos caras de una misma moneda, y su decisión despierta la cólera de Chantra, cuyas palabras de amistad, amor y libertad se transforman en la obsesiva búsqueda de vengar la traición de la que acusa al arquitecto, una búsqueda obsesiva que lo ciega de ira y le impide ver que la verdadera traición se gesta dentro de su palacio, en la amable sumisión de su hermano Ramigari (René Deltgen), en la velada ambición de Padhu (Jochen Brockmann), el hermano de la difunta maharaní, y en la intolerancia de los sacerdotes de la diosa a la que Seeta honra con sus bailes.
Como en la futurista Metrópolis (1926) o en las negras M (1931) y El testamento del doctor Mabuse (Das testament des Dr. Mabuse, 1932-1933), el realizador vienés opone esos dos espacios a lo largo de El tigre de Esnapur (Der tiger von Eschnapur, 1958) y de La tumba india (Das Indische Grabmal, 1958): los luminosos exteriores y las sombras de los subterráneos del palacio. Luminosidad (luces) y oscuridad (sombras) son dos antagónicos presentes en Lang y dicha presencia se repite en su díptico hindú: arriba, el mundo exterior, y abajo, el inframundo donde el maharajá Chantra (Walter Reyer), el más languiano de los personajes, ha ordenado encerrar a los leprosos del reino. Esas luces y esas sombras también habitan en Chantra y afectan a los amantes, Harald (Paul Hubschmid) y Seeta (Debra Paget), que viven su amor en la clandestinidad que los protege y posteriormente durante su constante e infructuosa huida. La India de El tigre de Esnapur/La tumba india despierta nuevas pasiones en sus protagonistas, a quienes envuelve en misterio, color y conspiraciones. Es el lejano y exótico Esnapur, un lugar ajeno a los europeos que, en la primera de sus dos entregas, encuentran su imagen en el arquitecto Harald Berger, quien llega al país hindú invitado por el maharajá. Este desea construir hospitales y escuelas modernas, ya que, después de recorrer Europa, intenta importar los adelantos que allí descubrió para mejorar las condiciones de sus súbditos (de los que no encierra en el inframundo). Sin embargo, aquello que se inicia como una amistad se transforma en rechazo, pues las dos culturas chocan en la condescendiente superioridad de Harald hacia los ritos y tradiciones autóctonas y en la ira que lo extranjero provoca en los consejeros del príncipe regente. Incluso oriente y occidente chocan en Seeta, mitad hindú, mitad europea, y nexo entre dos mundos atrapados en su reflejo, el cual se desvanece premonitoriamente cuando contempla su rostro en el estanque. Ella es el objeto de deseo del monarca (que simbólicamente la encierra en una jaula de oro) y del arquitecto que ella ama desde que la salvó de las garras del tigre (algo que posteriormente también hará el maharajá). La bailarina ya ha decidido entre ambos hombres, quizá las dos caras de una misma moneda, y su decisión despierta la cólera de Chantra, cuyas palabras de amistad, amor y libertad se transforman en la obsesiva búsqueda de vengar la traición de la que acusa al arquitecto, una búsqueda obsesiva que lo ciega de ira y le impide ver que la verdadera traición se gesta dentro de su palacio, en la amable sumisión de su hermano Ramigari (René Deltgen), en la velada ambición de Padhu (Jochen Brockmann), el hermano de la difunta maharaní, y en la intolerancia de los sacerdotes de la diosa a la que Seeta honra con sus bailes.
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