jueves, 31 de octubre de 2024

El clan de los irlandeses (1990)

A principios de los años 90, se estrenaron un par de películas sobre mafias y chicos de barrio, ambientadas en suelo neoyorquino, que llamaron mi atención por diferentes motivos; también lo hizo El padrino parte III (The Godfather Part III, Francis Ford Coppola, 1990), que cierra la popular saga con mayor brillantez de lo que se dijo entonces. No desmerece respecto a sus precedentes, aunque le falta un personaje con el empaque de Vito maduro o joven, y las respectivas presencias de Brando y De Niro, que uno como el interpretado por Andy García no logra que se olvide. En todo caso, creo que su valoración se vio lastrada por la leyenda de la primera y segunda parte. Otra película de aquella época que transita los entresijos del hampa es El rey de Nueva York (King of New York, Abel Ferrara, 1990), que trata una cuestión diferente a la familiar y resulta el particular descenso cinematográfico de Ferrara a los bajos fondos; algo parecido podría decirse de la magnífica Muerte entre las flores (Miller’s Crossing, 1990), que los hermanos Joel y Ethan Coen realizan sin vínculos de sangre entre sus protagonistas y fijándose en los clásicos del gangsterismo cinematográfico. Una historia diferente es Los chicos del barrio (Boyz n the Hood, John Singleton, 1991), que se adentra en la marginalidad del ghetto neoyorquino para hacer hincapié en la realidad de sus jóvenes personajes principales; y más adelante llegarían a las pantallas Una historia del Bronx (A Bronx Tale, Robert DeNiro, 1993) y Little Odessa (James Gray, 1994), entre otros títulos que abordaban la familia y las bandas delictivas a las que, en la distancia, podría añadirse la de Heat (Michael Mann, 1995), la cual, al fin y al cabo, no deja de ser un núcleo familiar, a pesar de no ser familiares. Pero centrándome en las dos primeras, Uno de los nuestros (Godfellas, Martin Scorsese, 1990) y El clan de los irlandeses (State of Grace, Phil Joanou, 1990), ambas cuentan con repartos de innegable atractivo y tratan temas como la amistad y la traición. Una ha pasado a la historia del cine como obra maestra de finales de siglo XX y la otra está ahí, sin llegar a olvidarse, pero sin situarse donde la primera se encuentra por méritos que se descubren solo con verla. Ninguna trata situaciones que no se hayan visto antes en la pantalla, pero Martin Scorsese lo hace de un modo cinematográfico novedoso, adentrándose en el espacio delictivo con una cámara curiosa y guiado por voces en off irónicas, ya de vuelta de casi todo, puesto que han vivido las experiencias relatadas. Sobre todo, la irónica perspectiva del personaje de Ray Liotta, que recuerda que siempre quiso ser uno de ellos. Por su parte, El clan de los irlandeses, sin llegar a generarme el “a flor de piel” que me produjo (y produce) Uno de los nuestros, sí tiene algo que, al menos a mis ojos, le confiere atractivo y la hace un tanto diferente, más allá del reparto plagado de nombres conocidos en el que se dejan ver desde nuevos talentos entonces, como Robin Wright, quien había encarnado a la heroína de La princesa prometida (The Princess Bride, Rob Reiner, 1987) y protagonizado el culebrón Santa Bárbara (1984-1992) que emitían durante cientos de mañanas de mi infancia y adolescencia, hasta un veterano del Hollywood clásico como Burgess Meredith, uno de los protagonista de Lo que piensan las mujeres (That Uncertain Feeling, Ernst Lubitsch, 1941) y de El hombre de la torre Eiffel (The Man on the Eiffel Tower, 1949), de la que también asumió labores de dirección, aunque la memoria menos exigente lo recuerde sencillamente por ser el entrenador de Rocky (John G. Avildsen, 1976).

El atractivo de El clan de los irlandeses, tal vez resida en aquellos ojos adolescentes que la vieron por primera vez aquella década que se iniciaba prácticamente a la par de la caída del Muro (9 de noviembre de 1989); pero lo dudo, porque, vista años después, todavía conservaba un atractivo similar al que también redescubro en la actualidad. Su banda sonora, con música original de Ennio Morricone y canciones, entre otros, de U2, Van Morrison, The Pogues o The Rolling Stones, su telón de fondo neoyorquino, situándose en Hell’s Kitchen, los temas de la amistad reencontrada, del conflicto entre el deber y el querer, de la familia, tanto como núcleo de sangre como núcleo dentro del hampa, y la imposibilidad como destino asumida por los irlandeses, que les conduce al alcohol y al nihilismo. ¿Qué les sucede? ¿A qué se debe esa tortura y esa locura? En el caso de Terry Noonan (Sean Penn) parece evidente. Se comprende que su conflicto encuentra uno de sus motivos en su situación actual: la de ser un agente de policía infiltrado en la organización criminal a la que pertenece su mejor amigo de la infancia y la adolescencia. Para Terry, regresar a Hell’s Kitchen implica reencontrarse ya no solo con sus viejos conocidos o con su primer amor, Kathleen (Robin Wright), sino con quien pudo ser y, en ocasiones, teme o le gustaría haber sido. Contradicción y contradictorio. Nace el conflicto a raíz del choque entre la proyección de sí mismo que surge al asumir un papel que no resulta del todo falso, pues no siempre actúa, y el hombre que supone ser. Dicha proyección asoma al infiltrarse en el clan y codearse con sus antiguas amistades: Jackie (Gary Oldman) y Stevie (John C. Reilly). Entonces, aflora en él sentimientos encontrados y le genera un desbarajuste emocional que Phil Joanou, partiendo del guion de Dennis McIntyre, resuelve de manera un tanto estereotipada; estereotipo que no descubro en Uno de los nuestros. Pero esto no resta a los aciertos que van asomando por la pantalla y que me llevan a preguntarme  ¿qué le sucede a Jackie, ajeno a la pausa o la calma, visceral en grado sumo? ¿Qué le empuja a vivir como si las acciones no tuviesen consecuencias? ¿Las tienen? En él recae ese dejarse ir, esa entrega al alcohol y a vivir el momento, pero no como si quisiera aprovecharlo, sino como si fuese consciente de que nada queda salvo dejarse ir en la vorágine. Tal vez, por ello, el reencuentro con su viejo amigo le haga sentirse como si recuperase parte de una alegría perdida. Y es que Jackie, a pesar de su violencia y de sus arrebatos de aparente locura, resulta ser un sentimental y un romántico, un sujeto irracional y sensual que vive sus sentimientos al límite, más que un modelo nihilista. También es el hombre niño que admira y venera a Frankie (Ed Harris), su hermano mayor y el jefe de la banda de los irlandeses de Hell’s Kitchen a la que Terry se une por obligación, aunque en la creciente devoción hacia ese amigo en quien nunca se equilibran irracionalidad y racionalidad porque Jack es un ser puramente sensitivo y emocional…



lunes, 28 de octubre de 2024

La última bandera (2017)

Durante 2016 y 2017, Amazon Studios produjo o coprodujo una serie de films que, en apariencia, se alejaban del producto de consumo estándar de Hollywood. ¿Fue intención o una coincidencia? Aparte de La última bandera (Last Flag Flying, 2017), de Richard Linklater, entre otros se contaban Cafe Society (Woody Allen, 2016), Paterson (Jim Jarmusch, 2016), Manchester frente al mar (Manchester By the Sea, Kenneth Lonergan, 2016), La suerte de los Logan (Logan Lucky, Steven Sodenbergh, 2017), The Neon Demon (Nicolas Winding Refn, 2016), En realidad, nunca estuviste aquí (You Were Never Really Here, Lynne Ramsay, 2017) y Z, la ciudad perdida (The Lost City of Z, James Gray, 2016)… Los resultados fueron dispares, y de elegir, me quedo con la de Jarmusch, pero la intención de ir por otros derroteros se encuentra ahí. Por ejemplo, Linklater sigue su propia senda, en la que recorre el paso del tiempo, tomando como referencia la novela de Darryl Ponicsan, también coguionista del film, y la película de Hal Ashby El último deber (The Last Detail, 1973), que cuenta con un trío principal joven y rebelde (Jack Nicholson, Otis Young y Randy Quaid) que guarda relación, tal vez menos de lo que se ha dicho, con el maduro y desencantado compuesto por los personajes de Bryan Cranston, Laurence Fishburne y Steve Carell, quien da vida a “Doc”, el hombre que, con la intención de enterrar a su hijo en el cementerio militar de Arlington (Washington D. C.), reúne a los tres viejos conocidos que juntos emprenden un viaje físico, también emocional por el pasado y el presente de cada uno, desconocido para los otros, que se reencuentra en ese punto del camino en el que los dos tiempos se acercan. ¿Cual ha sido su evolución? ¿Y los hechos que les han marcado? ¿Cómo han llegado hasta el ahora en el que se produce el reencuentro?

Han transcurrido treinta años desde que sirvieron juntos en Vietnam, por lo que no resulta sorprendente que, sin mantener contacto con Doc, Sal (Bryan Cranston) no le reconozca cuando aquel se presenta en su bar y le pide una consumición. No lo resulta porque la imagen que el barman guarda de su compañero de armas es la de tres décadas atrás y, obviamente, a primera vista, no se corresponde con la actual. El barman tendría que fijar su atención para reconocer algo familiar y eso es lo que hace cuando el cliente le habla y la mente de Sal se dispara en busca del recuerdo, de la comparación de la imagen del ayer y la del ahora. Se trata de un instante presente que desvela el paso del tiempo y que recurre a la memoria donde la última idea del compañero quizá perdure intacta, pero en la realidad física los años los han envejecido. Recordamos y alteramos lo que conocimos, se fija en la memoria una visual de entonces, de modo que el rostro de Doc permanece casi adolescente en la mente de Sal, pero ya son adultos entre los cincuenta y sesenta años en quienes nada y todo tiene que ver con aquellos muchachos que fueron. Tras Vietnam, sus vidas han seguido adelante, por separado, y les han deparado el llegar hasta allí con sus circunstancias personales, como la trágica muerte de un hijo en otra guerra, la de Irak, o el abrazar la religión como creencia y profesión, tal cual resulta ser el caso de Richard (Laurence Fishburne), ahora reverendo, imagen que, en un primer momento, también choca a Sal porque le sucede algo similar que con Doc, a quien el coronel le recomienda que no vea el cadáver de su hijo, sin rostro debido a la bala que lo mató; le dice que es mejor recordarlo como fue y no quedarse con la imagen que verá si decide lo contrario. Esa será la imagen que su memoria retendrá, como también lo haría (de aceptarla) con la mentira que quiere venderle el ejército, la de que su hijo murió como un héroe, falsedad que se acomoda al discurso oficial y militarista. Esto lo aprovecha Linklater para introducir el conflicto entre la mentira oficial, que pasa por verdadera, y la verdad de los hechos y de las personas que los sufren, directa o indirectamente. De ahí que Sal, un tanto desilusionado con la realidad que ha descubierto durante los años, crea justo que su viejo amigo conozca cómo murió su hijo, abriendo así una nueva etapa en el camino que el trío de ex-marines, ya de vuelta de mucho, recorre en un film que pretende transcender el pasado evocado y el presente que transcurre para alcanzar el tiempo de lo humano, el que resiste y vive en lazos como la amistad de los tres veteranos…



domingo, 27 de octubre de 2024

José Rodríguez, matemático en su medida

Nadie se adelanta a su tiempo, decir lo contrario solo es una frase hecha que apenas expresa más que quien la escribe la emplea para ensalzar a ese alguien y sentir de sí mismo que ha dicho algo. En ambos casos, funciona en su propaganda y en la ausencia de contenido, tal como lo hacen los apodos comparativos “el Maradona de los Cárpatos”, “el nuevo Robert Redford” o “el DaVinci gallego”. Pero si bien todos podemos entender la frase, personalmente me resulta hueca e infecunda, como si al pronunciarla se estuviese abarcando y definiendo al individuo en cuestión, pero sin explicar un mínimo que aclare algo sobre él —en relación a su trabajo y a ese tiempo al que se adelanta y al otro al que va a parar, pues digo yo que en algún lugar ha de detenerse—, debido a la pereza mental tanto del emisor como del hipotético destinatario del mensaje. Pues no, ese “adelanta” es un vacío y un cliché más en un mundo lleno de ellos, que además olvida los antecedentes y así todo semeja fruto de una “generación espontánea”, inexistente en la ciencia, pues esta es en evolución, incluso en el error que puede conducir a un acierto inesperado. Lo más sencillo y justo es situar a ese alguien en su momento, haciendo ver que la excepcionalidad no se encuentra en adelantarse sino en situarse, en sentir curiosidad por lo que le rodea, por lo que le han inculcado y buscar explicaciones para las contradicciones y cuestiones que no dejan de reaparecer en una mente inquieta, que, aunque en minoría, las hay en todas las épocas. Situar en su momento explica más que extrapolar figuras excepcionales hacia el futuro, más si cabe cuando ya hablamos acerca del pasado. Eso es trampa, porque se juega con ventaja en un juego de niños, que es lo que parece en algunos casos la divulgación en nuestra actualidad, en la que se persiguen seguidores, admiradores, una masa económica. Se quiere adelantarse a su tiempo, pero sin tomarse el suficiente para lograr ya no transcender sino mostrar un poco de madurez (que reduciré a sentido común, estudio-trabajo, un mínimo de contenido propio y de respeto por lo ajeno, (auto)crítica y exigencia) en sus decires y en sus pareceres. Somos infantiles hasta para eso. Vamos a lo fácil y deprisa, a lo anecdótico, a llamar la atención con un cotilleo o con una expresión altisonante, con un “tic” decorativo que pretende pasar por seña de identidad original, pero que quizá sea parte de la estupidez que amenaza con imponerse y que sentencia sin juicio previo, estupidez que, obviamente, ayuda a hacernos más estúpidos y a no decir nada que realmente invite a cuestionarnos y a plantear un para qué, un cómo, un por qué o, simplemente, que nos depare un instante de respiro en el que reencontrarse…


Las personas son en su época y solo en ella se puede explicar qué les mueve y parte de quienes son. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, el mundo se ve con otros ojos, tal vez más inocentes, románticos y ojipláticos que los actuales, pero también despierta a enfrentamientos entre la inamovilidad y la mayor curiosidad, avivada por la necesidad de explicarse fenómenos de su cotidianidad que pocos siglos antes se resolvían con un “es así por voluntad de Dios u origen divino” o ni siquiera significaban un segundo en el pensamiento humano. La razón y la ciencia habían despertado en las mentes más dispuestas, y mejor preparadas (por su acceso a una educación académica), a asumir el reto que se presentaba ante ellas. Cierto que la gran mayoría carecía de formación y de los mínimos conocimientos que les permitiese liberarse de las cadenas que suponían la ausencia de una educación emancipadora, pero una minoría empujaba hacia una evolución científico y social que aceleró a partir de la revolución copernicana. Había un mundo que conocer, estaba ahí y era el suyo; la sensación era esa y la realidad se abría a discusión. Que se lo digan a Galileo Galilei (1564-1642), a Isaac Newton (1643-1727), al matrimonio Lavoisier, Antoine Lavoisier (1743-1794) y Marie-Anne Pierrette Paulze (1758-1836), a Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829) o a Charles Darwin (1809-1882), que no se adelantaron a su tiempo, sino que lo observaron e intentaron explicar aquellos aspectos y fenómenos en los que se detuvieron. De adelantarse, habrían pasado de largo y hoy serían otros los que llenarían con sus nombres y sus estudios los libros de historia científica. Así, deteniéndose en su realidad (interna-externa), alguien como José Rodríguez González (1770-1824), destinado a la carrera religiosa por decisión familiar, tras estudiar filosofía y teología en la Universidad de Santiago, descubre que las matemáticas le proporcionan mayor satisfacción espiritual, por decirlo de algún modo… Ese alguien, natural de Bermés, una parroquia de Lalín (Pontevedra) —parroquia es el conjunto poblacional tradicional gallego y aún hoy sobrevive en nuestra geografía—, alcanza la cátedra en la Universidad compostelana y allí da el primero de muchos pasos en su curiosidad, en su afán por aprender y aprehender, en su vocación científica y en su talante liberal. << Rodríguez, en principio, fue un perpetuo estudiante. Es curioso repasar la correspondencia que de él se conserva en Santiago, y ver como desatiende sus obligaciones de enseñar por su afán de aprender. Porque Rodríguez tenía un talento un tanto enciclopédico: estudiaba difíciles cuestiones de Geodesia en París y en Londres y se dedicaba a la Mineralogía en Gotinga>>, escribe en 1927, en el diario El Faro de Vigo, el también lalinense e ilustre astrónomo y matemático Ramón María Aller Ulloa (1878-1966), que fue el primero en realizar una biografía de su paisano. Rodríguez camina en su realidad, en su tiempo, en algo que puede llamarse la curiosidad que le despierta al mundo de su época, fruto de la Ilustración, de la necesidad de saber, que le conduce al estudio y le abre a las posibilidades que se presentan ante sí: la mineralogía, el sistema métrico, la geodesia, el intercambiar ideas con contemporáneos como Jean-Baptiste Biot (1774-1862), junto a quien asoma en una página de Verne —su apellido luce junto a los de Biot y François Arago en la novela de Julio Verne Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el Africa austral (1872) y comparte protagonismo en O gran triángulo. Dous franceses e un galego nas illas Pitiusas (2022), libro en el que Francisco Díaz-Pierros Viqueira relata la expedición y medición llevada a cabo por Arago y Biot, en la que participó José Rodríguez—, Pierre-Simon Laplace (1748-1827) o Carl Friedrich Gauss (1777-1855), genios científicos con los que el matemático gallego se miraba de tú a tú porque también ellos vivían con la mente y los ojos abiertos en su entonces, sin retrasarse ni adelantarse a su en punto, solo descifrándolo, lo cual les deparó la genialidad que recordamos…

sábado, 26 de octubre de 2024

Movida del 76 (1993)

En su tercer largometraje, Movida del 76 (Dazed and Confused, 1993), Richard Linklater contó con jovenes actores y actrices que tendrían su momento de popularidad que, en mayor o menor media, todavía conservan. Los que más: Ben Affleck, Milla Jovovich, Matthew McConaughay, Parker Posey y Renée Zellweger, aunque esta última apenas se deja ver más que en un breve instante de la película. Todos eran casi adolescentes, semidesconocidos (o desconocidos), que era lo pretendido por Linklater, pues sus protagonistas son chicos y chicas corrientes de instituto ante su último día de curso, el 28 de mayo de 1976, año en el que el cineasta contaba con dieciséis velas, como Molly Ringwald en el film de John Hughes. Como comedia generacional es una mirada a su pasado, pero, más que eso, Movida del 76 resulta dentro de su filmografía un paso que evoluciona lo ya expuesto con anterioridad: su idea del tiempo. Siempre presente en sus películas, la ubicación temporal no es una mera situación para establecer la acción, sino que cobra importancia vital, el tiempo es inevitablemente parte indisociable de la acción y esta de aquel; y como sucede en la realidad, condiciona a los personajes. Los sitúa en ese devenir en el que son, aunque no lo perciban, salvo cuando pasen los años, concluya la jornada o acabe un curso, y que no se detiene y no se puede atrapar, ni volver al mismo punto. Recordando a Heráclito, quien, en su día, fue adolescente jónico: Nadie se baña en el mismo río dos veces; todo es distinto, aunque nos pensemos los mismos

La corriente avanza, no podemos detenerla, ni ir en su contra, ni regresar sobre lo chapoteado y ya nadado; solo cabe recordar u olvidar lo vivido, el quienes fuimos. Esto se comprueba con mayor claridad en la trilogía Antes del… y en Boyhood. Momentos de una vida (Boyhood, 2014). En Slacker (1990), ya ubica a sus personajes en una sola jornada, que le permite descubrir su entorno, su cotidianidad diaria; es el “todo en un día”, más “documentalista” que la propuesta de Hughes en otra comedia adolescente suya con Matthew Broderick dando vida a un supuesto adolescente rebelde, pero, en su infantilismo, adaptado plenamente al Hollywood de la época. El mismo espacio temporal se sucede en Movida del 76, film que situó Linklater entre los cineastas “independientes” de moda —las comillas obedecen a mis dudas sobre la dependencia del film, porque la película es una producción Universal—, en el que expone esa última jornada de clase durante la cual los adolescentes veteranos, como parte del proceso vital que también ellos vivieron, abusan de los novatos, abusos aceptados dentro del sistema, salvo por una madre que apunta con un rifle a uno de los mayores que persigue a su hijo y al amigo de este hasta su casa. Pero no se trata de hablar de eso ni tampoco de dar un paseo idealizado a lo American Graffiti (George Lucas, 1973), ni de encerrar a cinco en una comedia adolescente, como hizo Hughes en El club de los cinco (The Breakfast Club, 1985), que también se sitúa en una jornada que condiciona el devenir de sus jóvenes protagonistas, sino que se trata de una instantánea coral. Linklater hace un retrato cinematográfico del momento que viven sus personajes, no hay antes ni después, en el que tanto los mayores como los pequeños se encuentran en su ahora de magnificar, de desorientarse, de diferenciarse, de creer vivir cada minuto al límite, de ligar, de probar, de abusar, de aparentar, de pavonearse, de divertirse,… tal vez arrepentirse, en todo caso, salvo excepciones, sin ser conscientes de que de aquel día, y de aquel transitar, solo les quedará el recuerdo o el olvido. Pero, ¿para qué han de ser conscientes de las posibilidades del después, si la vivencia va antes y siempre ahora?



viernes, 25 de octubre de 2024

¡Qué asco de vida! (1991)


El humor de Mel Brooks no destaca por sutil, sino por grueso y paródico, por buscar el chiste fácil para hacer reír a toda costa, pero en ¡Qué asco de vida! (Life Stinks, 1991) aspira a superar el estilo que le dio fama y buenos resultados en películas como Los productores (The Producers, 1967). Más que emulando a Frank Capra, que también, y sin dejar de ser él mismo, a priori difícil para cualquiera dejar de ser uno, aunque se hayan dado miles de millones de casos de los que la historia no tiene constancia documentada, Brooks toma del genial Preston Sturges y combinan la ilusión humanista y social de Capra, la idea de Sturges y el tono más paródico, el suyo, de cosecha propia para crear una comedia que despierta a una realidad que, hasta la fecha, había pasado desaparecida en su cine, salvo, que recuerde, dos instantes: al final de El misterio de las doce sillas (The Twelve Chairs, 1970), cuando los dos personajes principales se ven en la situación de mendigar, y en el episodio dedicado a la revolución francesa en La loca historia del mundo (History of the World Part I, 1981), en la que queda para la (otra) historia la regia exigencia del rey Luis XVI, que pide “pobre” en lugar de “plato” para sus prácticas de tiro; aunque en ambos casos sin dejar de formar parte del chiste.

En ¡Qué asco de vida!, el millonario interpretado por Brooks se arroja al arroyo tras aceptar una apuesta con Vance Crasswell (Jeffrey Tambor), otro hombre de negocios que desea para sí el mismo barrio donde el primer magnate proyecta construir un moderno complejo urbano para su mayor gloria. En su inmersión voluntaria en un espacio vital donde se convierte en un desheredado más entre Molly (Lesley Ann Warren), personaje al que Brooks ofrece mayor peso emocional y del que explica a grosso modo el cómo llegó a la situación actual, Sailor (Howard Morris) y tantos más, Goddard Bolt se hermana con Sullivan, el cineasta de éxito que en Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travels, Preston Sturges, 1941) decide conocer de primera mano los males que aquejan a los desfavorecidos de los que habla en sus películas. Sullivan desea conocer los sinsabores de los marginados y los mendigos para poder hablar en la pantalla con honestidad y desde el realismo que no se encuentra en films como Juan Nadie (Meet Joe Doe, Frank Capra, 1941), cuyo protagonista va de la nada al todo; es decir, su viaje se produce a la inversa del de Bolt. La intención de Goddard Bolt no es tan noble como la del cineasta ni fruto de la crisis económica que hace estragos a su alrededor, sino que surge a consecuencia de su ego y de su ambición empresarial, que son los dos motores de su vida hasta que se produce su contacto con otra realidad, que existe al lado de la suya, en las aceras y en los callejones, en los comedores benéficos, bajo los cartones y los puentes, llueva, haga frío o calor, en la indiferencia e insolidaridad de la sociedad (y también entre los desheredados) de la que han sido expulsados, por los diferentes motivos que fuesen, al lado de cada contenedor del barrio que los dos millonarios han apostado y que quieren para sí, se supone que por distintos motivos, aunque, tal vez, sean el mismo… La excusa de la apuesta le permite a Brooks desvelar la miseria, hacer hincapié en ella, en que está ahí, a la vuelta de cualquier esquina, esperando a cualquiera a quien le abandone la fortuna y se descubra sin dinero; la recrea para mostrarla en la pantalla, sin abandonar ni renegar de la comedia ni de la victoria del amor, de la ilusión, de los “buenos y justos”, en cierto modo similar a la que se descubre en la comedia de Capra anterior a la Segunda Guerra Mundial.



jueves, 24 de octubre de 2024

Mallrats (1995)

La primera mitad de los 90 fue la del debut en la dirección de una serie de cineastas estadounidenses que, nacidos entre 1960 y 1970, fueron disparados a la popularidad que les abrió de par en par las puertas de Hollywood, gracias a los éxitos de su primer o de su segundo largometraje. En los primeros casos, los más representativos (o los que me vienen ahora a la memoria), los de Quentin Tarantino (1963), Robert Rodriguez (1968) y Kevin Smith (1970), sorprendieron con su primer film de larga duración y esto animó a más de uno a encumbrarlos a lo más alto del panorama cinematográfico, como si fueran nuevos niños prodigios; tal como, cinco décadas atrás, otros habían dicho de Orson Welles, antes y después del estreno de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941). Más desapercibidos se estrenaban Paul Thomas Anderson (1970) con Sidney (Hard Eight Sidney, 1995), Alexander Payne (1961) en The Passion of Martin (1991) o Richard Linklater (1960) en It’s Impossible to Learn Plow by Reading Books (1988), aunque este último rodó su primer largometraje a finales de la década de 1980. Pero todavía les quedaba mucho recorrido para demostrar si la maestría que se les atribuía a los primeros, y a partir de Boogie Nights (1997), Ruth, una chica sorprendente (Citizen Ruth, 1996) y Movida del 76 (Dazed and Confused, 1993), a los siguientes, correspondía con la realidad —Welles, lo demostró sobradamente, superando no pocas trabas ajenas y excesos propios (del artista y del divo que fue), y aún hoy se le recuerda por su genialidad y su rebeldía creativas— o solo era parte de una moda o de una operación de marketing con la que llamar la atención para sucesivos films.

Entre estos directores nacidos durante los años del decenio que separa e incluye a 1960 de 1970, Quentin Tarantino filma su primer largo, Reservoir Dogs (1991), y, para mí, junto Pulp Fiction (1994), su mejor película en 1991; Robert Rodriguez hace su primer largometraje, El mariachi (1992), por un puñado de dólares y, sorprendentemente, recauda algún que otro millón que le permite el paso a presupuestos más holgados; y Kevin Smith realiza su primer largo en 1994 y ya introduce en él a personajes juveniles que denotan un nivel cerebral perfectamente adaptado a su entorno. Los tres exhibían intereses distintos, aunque, en los casos de los dos primeros, hayan sido en ocasiones coincidentes e incluso cómplices gamberretes en Abierto hasta el amanecer (From Dust Till Dawn, 1996), Four Rooms (1995), Sin City (2005) o en el díptico Grindhouse (2007). Pero los tres sí parecen tener en común el pertenecer a la generación de la MTV, del cómic, del videoclub, del centro comercial y de los “Mcloquesea”… influencias setenteras y ochenteras que, según quién, resaltan más unas que otras.

En el Kevin Smith de Mallrats (1995) parece evidente que debe no poco a la verborrea hueca, que pone en boca de sus personajes (salvo en el que él interpreta), y su cine al de John Hughes, al humor grotesco de John Belushi, a Stan Lee y los cómics Marvel (y los de otras editoriales y autores), y a Lucas y su galaxia lejana y palomitera,… aunque haga referencias cómicas a otros films —por ejemplo: Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), cuando T. S. (Jeremy London) y Brodie (Jasón Lee) entran en el centro comercial y este último imita al coronel amante del surf, <<Me encanta el olor del comercio por la mañana>>, o cuando Smith introduce unos acordes musicales que remiten a la banda sonora de Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975)—, lo cual me genera la idea, quizá equivocada, de que sustituye la ironía (inexistente) por el chiste fácil y soez: el caca, culo,… de mi adolescencia, supongo que también de la suya, que quiere pasar por humor gamberro y desenfadado —en Tarantino, pienso que mejor cineasta que Smith, el humor incluso pretende pasar por inteligente—, pero que no deja de ser el infantilismo en el que vive el cine de Hollywood desde finales de la década de 1970, aunque con anterioridad ya había asomado en no pocas producciones. En este segundo largometraje, realizado después del inesperado éxito que supuso Clerks (1994), una comedia de bajo presupuesto en la que ya asoman dos personajes que reaparecen en sucesivas comedias y que, en retrospectiva, indican por dónde camina el humor de Smith… realiza una comedia de adolescentes y de centro comercial que, en cierto modo, pretende ser satírica, donde los héroes y las heroínas del film acuden a pasar el tiempo (y la mayoría de púberes de ciudades estadounidenses como la Nueva Jersey de los 90) y a aprender a ser buenos compradores mientras hablan de sus problemas amorosos, suben y bajan en las escaleras mecánicas, recorren una y otra vez los mismos pasillos, participan en un concurso de parejas o un par de ellos atiza al conejo de Pascua; actividades que, desde unos años atrás, y con excepciones, han heredado los adolescentes del lugar donde vivo, quienes si dieran una oportunidad a una película del siglo pasado, tal vez, se sorprendiesen con el resultado o confirmasen sus afirmaciones, pero ya con conocimiento de lo referido. Equivocado o no, sospecho que estos adolescentes de mi ciudad, que rondan entre los doce y los sesenta años, preferirían seguir hablando de “ya llega Halloween, habrá que disfrazarse” y preguntado cuándo celebramos aquí “Acción de Gracias”…



miércoles, 23 de octubre de 2024

Casi famosos (2000)

El crítico musical a quien da vida Philip Seymour Hoffman en Casi famosos (Almost Famous, 2000) le dice al protagonista adolescente algo así como que llega en los estertores del Rock; es probable que se refiera a que el sonido está cambiando, perdiendo libertad y originalidad. El estilo de vida Rock, el de vivir en la carretera y en hoteles de los que muchos acabarán contratando un servicio extra de limpieza, el de poses chulescos y comportamientos, más que rebeldes, hedonistas y desfasados, de tendencias nihilistas suavizadas por el deseo de dinero, éxito, sexo y drogas, quizá condicionados por <<el vive deprisa, muere joven y deja un cadáver bonito>> expresado por el rebelde adolescente interpretado por John Derek en Llamad a cualquier puerta (Knock on any Door, Nicholas Ray, 1949) —frase hecha que algunos rockeros asumieron para sí, sin plantearse que no había libertad ni rebeldía en ello, tal vez sí algo de estupidez y un intento de huida hacia ninguna parte—, dará paso a la era disco, la de los Manero y de la popularidad de los Bee Gees (grupo fundado hacia finales de los años cincuenta), y a la posterior MTV, fundada en 1981, a las galas y los premios como escaparate de ventas a escala planetaria. Tal vez, ya entonces, el Rock solo sea parte del negocio que amenaza con robar la autenticidad a las bandas musicales como la ficticia Stillwater, ficticia porque resulta la suma de varias con las que Cameron Crowe habría tenido contacto en su etapa de crítico musical. ¿Quién sabe si el Rock murió entonces? Probablemente, no le falte razón al mentor del joven William (Patrick Fugit), pues es ahí, en los setenta, tras experimentar su segunda gran revolución con The Beatles, The Rolling Stones o The Who en la década anterior, cuando el sonido dará paso a otros y a un ambiente mucho más industrial, si cabe. Hoy se puede apreciar el resultado de la industrialización musical y de cómo se ha ido borrando tanto la personalidad de los grupos musicales como las de la mayoría de los consumidores actuales. Pero entonces, este joven amante del Rock, con aspiraciones a escribir sobre música, que bien podría ser el alter ego de Cameron Crowe al inicio de su carrera profesional, prácticamente cuando era un adolescente, descubre un mundo imprevisible que llama su atención…

Pensando en la experiencia juvenil de Crowe, Casi famosos podría pasar por un film casi autobiográfico, pues nace de recuerdos del adulto que escribe, produce y dirige la película, un adulto que fue un joven cronista musical que también trabajó para la revista Rolling Stone, pero resulta mejor ver el film como el asombroso viaje iniciático de un quinceañero con aspiraciones periodísticas en compañía de un grupo de Rock de gira por Estados Unidos. Corre el año 1973 y Stillwater no es Led Zeppelin, ni The Who, ni Jimmi Hendrix (que falle en 1970), ni Bowie, ni Iggy Pop, ni Bob Dylan, ni Black Sabbath, tal vez solo sea <<una banda mediocre incapaz de asumir la el éxito>>, pero es el conjunto que permite al cronista adolescente descubrir un mundo que inicialmente le obnubila, a pesar de las advertencias de su madre (Frances McDormand) y de su buen mentor, el crítico que comprende el momento que vive la música, lo vive y la siente, y que le aconseja que sea honesto. En ese entorno al que accede como enemigo y potencial acceso a la portada de Rolling Stone, William toma notas sobre la marcha de Stillwater y descubre desde el fanatismo del público hasta la rivalidad entre los egos que aspiran a liderar la banda, pasando por las relaciones íntimas —sobre todo la de William y Penny Lane (Kate Hudson), y la de ambos con Russell (Billy Crudup), el guitarrista del grupo—, las sustancias alucinógenas, el sexo, el desenfreno, la fuga de la realidad (y crear otra que la sustituya) o la comercialidad que transforma lo que se supone original en producto de consumo de masas. Aunque de mirada amable, Crowe no cae en la nostalgia fácil, prefiere un tono distendido, entre la comedia, el drama, la ironía y el rock, para viajar al pasado y recorrer entre bastidores y sobre el asfalto la cara oculta de una banda musical, casi una familia, casi unos “capullos”, de gira por el país, recorriendo distintas localidades y viviendo en la carretera, tal vez, una experiencia no muy distinta a la cantada por AC/DC en Highway to Hell



martes, 22 de octubre de 2024

Arizona Baby (1987)

Si su primer largometraje, Sangre fácil (Blood Simple, 1984), llamó la atención del público y de la crítica, más lo haría el segundo, al desarrollar una comedia alegre y festiva con delincuentes de medio pelo que, desde que Woody Allen hizo de las suyas en Toma el dinero y corre (Take the Money and Run, 1969), no asomaban tan paródicos y desastrosos en la pantalla; al menos, en mí memoria. Arizona Baby (Rising Arizona, 1987) sigue esa línea de humor absurdo practicado por Allen en su primera película; pero los Coen tienen otro ritmo e intereses más gamberros que también desvelan en su cine una sociedad que asoma desquiciada en el infantilismo y la violencia que le sirve de fuga y al tiempo de condena. Allen también muestra una similar, pero en lugar de dejarlos sueltos, suele situar a sus personajes en Manhattan y los manda al psicólogo o al psiquiatra, consciente de que a lo largo de sus sesiones nada sacarán en claro. En ambos casos, se concluye que todo orden es su idea y que, en la realidad, lo irracional forma parte incondicional y se presenta sin aviso previo porque lo llevamos dentro y se exterioriza en las relaciones de pareja, de ex pareja y de familia, cuando surgen los miedos y las dudas, certezas pocas, tal vez solo la muerte, los deseos, las frustraciones... Para mostrar fuga y condena, Joel y Ethan, o este y aquel, conceden el protagonismo de su historia a una pareja que nada tiene que ver con Bonnie y Clyde ni con los fugitivos enamorados de Gun Crazy (Joseph H. Lewis, 1950), aunque las circunstancias les empujen a delinquir para crear el caos pretendido por Ethan y Joel, de quienes ignoro si emplean el eslogan “montan tanto” de Isabel y Fernando; o si van, siguiendo otro dicho, un poquito a pie y otro poquito andando. Ella (Holly Hunter) y él (Nicholas Cage) desean tener familia y una vida feliz. ¿Es mucho pedir para una mujer policía y un atracador de supermercados reincidente que se enamoran a partir de su esporádico contacto profesional? A lo largo de la trama se deja ver el humor que caracteriza la obra de los hermanos Coen, Ethan y Joel, o viceversa, pero no los que iban con Sabina, y aquellos gustos cinematográficos que reaparecen a lo largo de su ya extensa filmografía, para hacer suyos los géneros del Hollywood clásico y transitar con desenfado por la comedia, el cine negro, el western… e incluso el musical en O’Brother (2000), con la que Arizona Baby guarda una jocosa y paródica relación, aparte de contar también con la presencia de John Goodman, actor que en esta alocada comedia iniciaba su colaboración con los Coen, siendo desde entonces uno de los actores habituales de los dos hermanos…



lunes, 21 de octubre de 2024

Volver a empezar (1982)

Definir la vida resultaría un ejercicio bastante más complejo que compararla con una caja de bombones, que limita los sabores y expone en su exterior los tipos que contiene, aunque dicha comparación quede bonita cara la galería y el público la retenga en su memoria colectiva. Lo sepamos o lo ignoremos, la existencia está marcada por factores externos e internos, por el tiempo que avanza sin opción a regresar a un punto anterior, por su final, del que vamos cobrando conciencia a medida que pasan los años y somos testigos de la muerte de otros. <<Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir>>, escribió Manrique. Pero tampoco podría definirse en unos versos inolvidables y geniales; o como una canción que, una vez escuchada, puede ponerse de nuevo y volver a sonar desde el principio; ni como un folio escrito a lápiz en el que borrar los errores y las faltas (que nunca sabemos que lo son en su presente) y escribir nuevas líneas, corregidas, como si lo “borrado” nunca hubiese existido. Más que nada, la vida es y hay que vivirla con sus sabores y sinsabores; con lo que, a posteriori, suponemos aciertos y errores. Vivir siempre es un punto de arranque, aunque no podemos volver a escribir lo ya escrito, ni empezar en un folio en blanco, pues solo nos queda ser donde estamos, porque ya somos otros distintos a quienes fuimos. Lo vivido, las elecciones, las decisiones, lo que pudimos escoger, lo que dejamos y aquello que nos fue impuesto a lo largo de cada recorrido vital puede olvidarse o recordarse, pero nunca borrarse porque, para bien o para mal, lo que fue es y, de algún modo, forma parte indisociable y homogénea de nuestro presente que, a su vez, formará parte del por venir. No somos dueños del pasado, solo lo portamos en nuestras historias; no podemos volver a él, ni podemos corregir ni enmendar aquello que fue y que, tiempo después, genera arrepentimiento o el deseo de regresar. Las pérdidas se acumulan y agudizan la nostalgia que asoma con los años que nos separan de entonces, cuando el ayer era el hoy, cuando lo que pudo y no llegó a ser era una posibilidad, no la realidad que siguió. No se vuelve sobre los pasos andados, salvo en la poesía y en los sueños, en la nostalgia y en el deseo, puesto que lo andado queda atrás; vivimos condenados a ser en el en la continuidad que va a dar en la mar, aunque existan rupturas, que no son más que momentos del camino.

Volver a empezar puede acariciarse en la ensoñación y también en el cine, lo hace Edgar Neville en La vida en un hilo (1945), cuando muestra dos existencias paralelas de la misma mujer, pero no puede materializarse más allá del sueño. Fuera de él, chocamos con la realidad en la que nos encontramos; aunque tal realidad no implica que no podamos vivir la ilusión de un comienzo o de un retorno como el expuesto por José Luis Garcí al inicio de Volver a empezar (1982), titulo que Garcí, nostálgico, cinéfilo, futbolero y mitómano, toma del tema de Cole Porter Begin the Beguine. Su melancólico regreso se abre con imágenes de Gijón: casas, grúas portuarias, el ferrocarril, la estación, el viajero, el viejo cine Robledo, el paseo, el Molinón, la playa y el campo de fútbol, la pescadería municipal, la mirada evocadora de Antonio (Antonio Ferrandis), escritor y ex del Sporting que regresa a sus raíces después de tantas décadas ausente, la nostalgia que porta su mirada y las notas musicales de Canon en D mayor de Johann Pachelbel que la subliman… instantes que considero los mejores de la película. Durante el resto del film, Garcí pretende ser delicado, poético, cercano a sus personajes y a sus emociones, pero cae en la insistencia y la trampa, de un tono un tanto falso, y la narrativa no las supera; desprende sensiblería y redunda en esa idea del ayer en el hoy y se ubica entre la memoria y el reencuentro: el de Antonio, que se vio obligado a abandonar su hogar tras la guerra civil, y Elena (Encarna Paso), que se quedó en su tierra; y en el del escritor con su Gijón natal, con los hermosos paisajes costeros bañados por el Cantábrico y los parajes montañosos que recorre en soledad o con Elena. Mientras, la vida de ambos fluye entre la nostalgia, la idea de la muerte de uno, los espacios perdidos de los dos y otros que todavía resisten el inexorable e impasible devenir temporal que les sitúa lejos de quienes algún día fueron y los ubica en lo que son ahora: dos enamorados del amor que se tuvieron y que continúa latiendo. En su premiada historia de amor otoñal y melancólico e insistente, Garcí juega las bazas de dos temas musicales y de la hermosa postal asturiana que sirve de escenario para pasear la nostalgia de lo que fue y de lo que todavía no se ha perdido cuando se sabe que el tiempo se acaba. Pero tales bazas terminan siendo, más que la exteriorización de la emoción, los adornos de un decorado en el que Garcí sitúa al escritor, que conoce su realidad próxima y final. Le quedan entre seis y ocho meses de vida —comenta en la intimidad que comparte con su viejo amigo (José Bódalo)— y esta certeza introduce una melancolía diferente a la añoranza de los paraísos perdidos, aquellos en los que fue feliz durante su primera etapa vital, sino de la propia vida, que para él se apaga. Su muerte le condena a desaparecer, a no ser, y tal certeza agudiza sus ganas de revivir y de regresar a los rincones recorridos, sin la posibilidad de soñar el recorrer otros nuevos, junto a las personas queridas a lo largo de una existencia que, para Antonio Miguel Albajara, termina, pero no sin antes volver a sus orígenes y a la compañía de su primer amor, lo cual queda bonito, pero no deja de ser un “bonito” similar al de la caja de bombones…



domingo, 20 de octubre de 2024

El estrangulador de Rillington Place (1970)


Los motivos que empujan al joven consentido interpretado por Farley Granger en La muchacha del trapecio rojo (The Girl in the Red Velvet Swing, 1955), a los estudiantes de Impulso criminal (Compulsion, 1959) y a Albert DeSalvo en El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, 1968) a asesinar es su psicología, diferente en cada uno de los casos, pero con la coincidencia de que no encuentran una explicación lógica (un móvil) para sus actos; lo mismo podría decirse del señor Christie (Richard Attenborough) en El estrangulador de Rillington Place (10 Rillington Place, 1970), cuya apariencia retraída, como insegura y sospechosa, le hace parecer como si temiese que descubriesen algo que desea mantener oculto; y así es. La introducción del personaje en 1944, en plena II Guerra Mundial, mostrándose amable con una inquilina a la que no tarda en asesinar, valiéndose de monóxido de carbono, y enterrar en su jardín, marca la siguiente parte del relato, que se desarrolla en 1949. Entonces, la familia Evans, formada por un matrimonio, Beryl (Judy Geeson) y Tim (John Hurt), y su hija bebé, alquilan el apartamento que cinco años atrás ocupaba la víctima de la que nadie tiene constancia. El recuerdo de esos primeros minutos de metraje se une a las mentiras y al comportamiento del señor Christie para generar incomodidad, amenaza, irracionalidad. Se comprenden sus intenciones y por dónde van sus deseos, aunque no puedan explicarse; probablemente ni él mismo pueda. De ese modo, combinando lo ya expuesto y lo que anuncia, ideas que se juntan en la mente del espectador, Fleischer logra enrarecer el ambiente hasta hacerlo claustrofóbico, sensación que se agudiza al situar la acción en el interior del inmueble, casi irrespirable.


El cine de Richard Fleischer, al menos los títulos nombrados y otros como las espléndidas y contundentes Fuga sin fin (The Last Run, 1971) y Los nuevos centuriones (The New Centurions, 1972), es, más que psicológico, uno que se adentra en la psicología de los personajes y la intenta expresar en imágenes. Pero, aparte, semeja que en películas como Los nuevos centuriones o El estrangulador de Rillington Place también busca desvelar parte de la psicología social de la época y el cómo esta afecta a sus componentes. En este último caso, a la mujer y a la clase trabajadora. Fleischer aborda el analfabetismo, la pena de muerte y el aborto, sin insistir en ninguno de ellos. Los expone naturales a los hechos que tienen como centro al asesino que lleva a cabo su plan para saciar su deseo irracional, irreprimible. También hacia el final del film, Fleischer insinúa una idea, cuando el comité médico considera a Tim (y a su clase) primitivo, algo así como inferior, una idea esta que existía en la primera mitad del siglo XX (sino más allá). Deja claro que la ley y la economía son factores decisivos que empujan a Beryl hacia el aborto y el riesgo que conlleva. Pero no es una elección caprichosa, sino que obedece a su situación económica, la cual se antoja insostenible para un matrimonio en el que solo Tim recibe remuneración por su trabajo. Su sueldo resulta insuficiente, no tienen para pagar el alquiler de los muebles ni podrían mantener a otro hijo. Viven al límite de la asfixia económica que repercute en su vida personal hasta el extremo de sacar a flote la violencia de hombre como Tim, que ni sabe leer ni escribir, ni pretende aprender, y situar a la mujer en la “obligación” de practicar un aborto ilegal, lo que supone ponerse en manos inexpertas. La ley, herramienta imperfecta de control social, no contempla la precariedad que obliga a dar a Beryl un paso que en otras circunstancias nunca daría. Así, la joven madre se pone en manos del señor Christie, que se ofrece amablemente a practicarle una intervención que asegura conocer, pues presume de conocimientos médicos de los que en realidad carece.


Estos instantes centrales de El estrangulador de Rillington Place, que encuentra su inspiración en la realidad —al inicio, se advierte la intención de mantenerse fiel a los hechos reales en los que se basa—, son recreados por Fleischer de tal modo que agudiza la sensación de incomodidad, de peligro y de malestar consciente ante una amenaza ignorada por el matrimonio, que tampoco comprende que está siendo manipulado por un psicópata que, tras su fachada de buen vecino, que presume de haber sido policía honorario durante la guerra, de hombre casado, cuya mujer nada sospecha, y con trabajo estable, esconde el otro rostro que sale a relucir ante la oportunidad que lleva buscando desde que el matrimonio llega al edificio. Christie juega con Beryl y con Tim, sobre todo con este último, a quien maneja a su antojo después de cometer el crimen. Comprende que la ignorancia del joven le beneficia y le mantendrá a salvo, ya que puede engañarle con suma facilidad. La simpleza del ya viudo, fruto de su falta de formación intelectual y de su ingenuidad tal vez natural, hace sentir superior al asesino y violador, sensación que, en cierto modo, lo iguala a las mentes criminales de los títulos citados al inicio; pues, en su desequilibrio emocional y racional, todas ellas padecen su propio engaño, aunque no un conflicto moral por sus actos, y creen llevar la delantera, incluso cuando les acorralan o les atrapan…


sábado, 19 de octubre de 2024

Matinee (1993)


Si alguien consulta la RAE buscando la definición de “matiné”, voz femenina que procede del francés “matinée”, encontrará dos entradas. La primera expone que se trata de una <<Fiesta, reunión o espectáculo que tiene lugar por la mañana o en las primeras horas de la tarde>> y la segunda, dice que una <<Función de cine por la mañana>>. Ambas valen para aproximarse a la propuesta de Joe Dante en Matinée (1993), aunque la película sea mucho más que eso, pues si bien resulta una fiesta cinéfila, por sus referencias al fantaterror que tanto parece gustarle —el cartel de la película protagonizada por Vincent Price, el trailer de Mant!, que bien podía estar inspirado en el de ¡Tarántula! (Jack Arnold, 1955) o en el más evidente de La mosca (The Fly, Kurt Neumann, 1958), o una alusión a tal o cual film, son algunas pruebas de ello—, también es una comedia y un homenaje al género, incluso una burla cariñosa y desenfadada a ese tipo de cine que él asume para sí desde el inicio de su carrera; allá por los días de Piraña (Piranha, 1978), Aullidos (The Howlings, 1981) e incluso Gremlins (1984), su película más popular y festivo-navideña. Igual que su protagonista adulto, Lawrence Woolsley (John Goodman), Dante juega con la idea del miedo pero sin querer asustar seriamente, sino como divertimento. Pero llamar “adulto” a cualquiera de los dos, al personaje real y al ficticio, sería restarle a la verdad, pues se trata de niños grandes que juegan a asustar y a divertir, conscientes de que tras el susto, si se sobrevive, llega la calma y una comprensión diferente de la realidad. Por tanto, hay un aprendizaje, aunque este no sea del todo consciente, ya que ninguna película de Dante ni de Woolsley persiguen lección alguna. Buscan y, a veces, logran divertir…

El personaje interpretado por John Goodman, espléndido en su papel, es un productor de películas de terror de serie B o Z, uno que podría situarse entre la B de William Castle y la Z de Ed Wood, Jr., pero a quien el muchacho de la gasolinera confunde con Alfred Hitchcock, maestro del suspense que juega en otra liga y que por aquel 1962 triunfaba en la televisión con su serie Alfred Hitchcock Presenta/La hora de Alfred Hitchcock (1955-1965). El hábitat natural de Lawrence Woodsley son las dobles sesiones de películas que llaman la atención de un público juvenil que desea divertirse pasando miedo, aunque el producto que consume sea siempre igual: gritos de la heroína, transformaciones consecuencia de algún accidente radioactivo o atómico, monstruos, un doctor o un general como el que asume Kevin McCarthy, que es otra referencia directa al género, pues que duda cabe de que es el protagonista de uno de sus grandes títulos: La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Donald Siegel, 1956). Dante sitúa su historia, escrita por Charles Hass, con quien ya había colaborado en Gremlins 2: La nueva generación (Gremlins 2: The New Batch, 1990), en la era del miedo atómico, cuando la amenaza se siente real; y más cuando el presidente J. F. K. anuncia por la televisión la crisis de los misiles cubanos y, con ella, la posibilidad de una guerra atómica. Son días de paranoia y pánico, como Dante muestra en el supermercado donde la población de Cayo Hueso, la ciudad estadounidense más cercana a Cuba, se deja arrastrar por el miedo, o el búnker del dueño del cine donde Woolsley, ante la que se antoja su última oportunidad para salvar su negocio, piensa estrenar Mant!, su última producción, en la que un vendedor de zapatos sufre su metamorfosis, con una nueva tecnología de su invención que hará de la proyección una experiencia más real, para asustar y deleitar a lo grande a su público.



viernes, 18 de octubre de 2024

Recuerdos del carcelario

Películas como El presidio (1930), Soy un fugitivo (1932), Veinte mil años en Sing Sing (1932), Solo se vive una vez (1937), Fuerza Bruta (1947)... son clásicos indiscutibles del subgénero carcelario, que a estas alturas ya reúne un buen puñado de buenas, regulares y malas películas. De las “actuales” (o de los últimos cuarenta años), Encerrado (1989) e Invicto (2002) me entretuvieron sin más, la primera en la adolescencia, cuando también vi El beso de la mujer araña (1985), película que me desubicó, y la segunda hacia finales de la veintena. Huracán Carter (1999) me pareció un film digno (el tema de Bob Dylan era de mis preferidos a los 15 o 16 años); La milla verde (1999) no me interesó y Cadena perpetua (1994) me gustó mucho en su día; en visionados posteriores, ya en pantalla pequeña y en la era streaming, mi entusiasmo disminuyó hasta verla como una película bien hecha pero nada más. La misma opinión me merece El expreso de medianoche (1978), aunque esta nunca llegó a entusiasmarme. Siguiendo con lo que considero reciente, aunque para muchos mi “reciente” ya quedé en la prehistoria, Bajo el peso de la ley (1986), la televisiva Contra el muro (1994), Carandiru (2003), Pena de muerte (1995), Convicto (2013) y Un profeta (2009) me gustaron, no me cabe duda. Después está Celda 211 (2009) que funcionó muy bien entre el público, pero que me dejó la sensación de ser la suma de tópicos destinada al entretenimiento y al espectáculo sin más. De otras producciones españolas ambientadas en correccionales, me entretuvieron El presidio (1954), La fuga de Segovia (1981) y Todos a la cárcel (1993), aunque esta sea de otro palo, el de Berlanga; como Toma el dinero y corre (1969) lo es del primer Woody Allen. Más tarde vi Vacaciones en el infierno (2011), que se ambienta en un presidio mexicano y que más parece una comedia que goza con la violencia por el supuesto atractivo que ejerce la violencia cinematográfica en el público que empieza a ver cine hacia finales del XX en adelante, y de la presencia de Mel Gibson, aunque en violencia gratuita le gana Brawl in Cell Block 99 (2017), en la que Vince Vaughn rompe mas huesos y cabezas que Burt Reynolds en el film carcelario de Robert Aldrich, Rompehuesos (1974), donde se juega un partido de “football” entre guardias y reos; algo así como un solteros-casados de los de antes, de aquellos en los que las patadas no golpeaban al balón, salvo por casualidad, sino que impactaban directamente en las canillas o en las pelotas...

Hay otras clásicas, Código criminal (1931), Prisionero del odio (1936), Sin remisión (1950) o Motín en el pabellón 11 (1954), dirigidas respectivamente por Howard Hawks, John Ford, John Cromwell y Don Siegel, que también me parecen títulos de referencia y grandes del subgénero, junto a los nombrados al inicio del comentario —los de George Hill, Mervyn LeRoy, Michael CurtizFritz LangJules Dassin—, de los cuales mi favorita es Fuerza bruta. Menos cruda y violenta que esta de Dassin es El hombre de Alcatraz (1962), de John Frankenheimer, que también me gustó en su día, y ya en plan lucimiento de Clint Eastwood —quien a su vez dirigiría años después Ejecución Inminente (1999), un drama que tiene su parte carcelaria— otra de Siegel: La fuga de Alcatraz (1979), que tiene un tono sobrio y que me divirtió su planteamiento y su exposición del entorno carcelario, igual que me resultó divertida La leyenda del indomable (1967), cuyo director, Stuart Rosenberg, regresaría al carcelario en Brubaker (1980). Y las escenas de Furia (1936), Los viajes de Sullivan (1941) y Al rojo vivo (1949), en presidio, también las sitúo entre lo mejor del subgénero carcelario, sobre todo las de esta última. Dentro de este subgénero, sin duda también destacan las francesas Un condenado a muerte se ha escapado (1956), La evasión (1960) y Dos hombres en la ciudad (1973). Todavía recuerdo las británicas La extraña prisión de Huntleigh (1960) y El criminal (1960), y del cine italiano me vienen a la memoria Infierno en la ciudad (1959), un drama carcelario de Renato Castellani, con Anna Magnani y Giulietta Masina en los principales papeles, y de Detenido en espera de juicio (1971), con Alberto Sordi zarandeado por el sistema. En realidad, pensando en Al rojo vivo, a esta película de Raoul Walsh la situó entre lo mejor que he visto de cine negro estadounidense de todos los tiempos. Una maravilla de película, como algunas otras de las citadas en este rápido repaso en el que seguro me olvido de muchas que me llamaron la atención en su momento y que ahora mismo no me vienen a la mente; pero nunca he olvidado una que, aunque no sea carcelaria en el sentido que aquí le damos, pues se desarrolla en varios campos de prisioneros durante la Gran Guerra, es la que más me emocionó: La gran ilusión (1937).




jueves, 17 de octubre de 2024

Fernán Gómez y Cela


A pesar de que no lo conocí más que por sus apariciones televisivas, por lo leído acerca de él o por la lectura de algunas obras suyas, siendo La familia de Pascual Duarte de la que guardo mejor recuerdo, aunque de La Colmena conservo la sensación de que me gustó, nunca sentí simpatía por Camilo José Cela, el personaje público, al que juzgaba pedante, carente de naturalidad y de elegancia, por mucho Nobel que le hubiesen entregado y por mucho que le llevasen en Rolls a comer más gachas; no la persona, a quien nunca conocí, ni el autor, del cual solo valora su obra. En esto, en la imagen pública, y de algún modo preparada para provocar una reacción, lo situó a la par de Umbral, cuya facha de aspirante a dandi intelectual me provocó las ganas de no leer nada suyo y, hasta ahora, así ha sido. Quizá me haya perdido algo interesante, incluso bueno, pero la subjetividad de uno, a veces cae en lo irracional. Y en esa estamos. De modo que mi ignorancia del Umbral autor es completa y fruto de un prejuicio o del rechazo de una imagen pública que me hizo perder cualquier interés futuro (hoy ya pasado, aunque presente) en su obra.


En cierto modo, tal vez ambos me inspirasen las caricaturas de dos garrulos que dibujé primero mentalmente un día de lluvia en Santiago de Compostela, donde dicen que la lluvia es arte, pero donde no deja de ser un fenómeno atmosférico que a algunos nos empapa hasta los más íntimos rincones. A uno de los brutos le calcé alpargatas y lo vestí con camisa de algodón, en la que le zurcí varios remiendos para tapar los dos o tres agujeros que quise allí. Le puse pantalón de pana marrón y polainas, a falta de bufanda, que llevase calientes los pies; y, en lugar de sombrero y de una faca de doce dedos, que no supe dibujar, porque lo que peor se me daba en dibujo era diseñar los dedos de las manos, le obligue a lucir chapela vasca y a usar una navaja hecha en Albacete, que copie de una real que había pertenecido a mi tatarabuelo, de quien cuentan que fue otro garrulo de mucho cuidado. Y así ya tuve al primer bruto estampado en una hoja de libreta rayada. Le di movimiento en la siguiente viñeta, al dejarle emplear el filo en el patio del colegio, para cortar el pan y su porción diaria de queso de Arzúa; pues, debido a mi sangre gallega, me resultaba mas sencillo y cómodo evocar uno de aquí que uno de la tierra de don Alonso. Ya en la siguiente hoja, dibujé una calle sombreada, esbozando un paso previo en una de sus esquinas. Allí el garrulo fumaba a escondidas; imaginé que, tras dar el último suspiro a la chicharra, dejaría su escondite y desafiaría al señorito, que no era más que otro gañán, pero vestido con prendas más finas. Chaqueta americana, camisa de seda y pantalón de tela, de raya bien planchada, para que se notase que allí había esmero, este fulano iba descalzo y paseaba por allí, aunque no se observase su silueta en la viñeta previa. En la que estábamos, empuñaba un fino bastón, cascarón que ocultaba un afilado florete de acero, dicen que toledano. Este, al contrario que mengano, llevaba capa y sombrero de copa similar al que había visto unos días antes quitarse a Fred Astaire —a quien por entonces no toleraba en demasía porque siempre salía en películas en las que cantaba y bailaba, cuando las que yo disfrutaba eran las de tiros, las de Tarzán o las de capa y espada—, y de su cuello colgaba una cadena plateada en la que brillaba una cruz de Malta robada a algún masón... Ambas eran imágenes caricaturizadas, que bien pudieron estar inspiradas en la réplica de un Goya que había colgado en la pequeña sala-comedor de mi infancia, donde, sobre la alfombra, entre la mesa y un sofá medio ajado por el tiempo y los saltos infantiles, ideaba estupideces y juegos varios, a la espera del sol. Y así, dibujando, peleándome con mil villanos o haciéndome pasar por Mike Hammer, suspirando por un día mejor, escribiendo cuentos o poniéndolos en práctica, para mayor berrinche de mis adultos, pasaba el tiempo de lluvia que me reteñía en casa y me impedía salir y desaparecer en la calle hasta el anochecer. Eran tiempos de caricaturas, días de lluvia en mi niñez, cuando todavía ni había dado dos o tres pasos y ya me caía unas cuatro o seis veces cada jornada; por fortuna, nadie preguntaba tonterías del tipo para qué nos caemos.


Volviendo al asunto con el que inicié el texto, el papel asumido por Fernando Fernán Gómez me generaba una sensación contraria a la de Cela. Su imagen de antipático, tras la que se escondía quién sabe quién —por mucho que, años más tarde, la lectura de El tiempo amarillo me dejase ver más de él, aunque la imagen íntima queda para él y para su intimidad—, me producía un efecto de simpatía que no dejaba de crecer, a medida que iba adentrándome en su obra cinematográfica y literaria. La imagen de viejo cascarrabias, del tipo que se cabreaba y que respondía natural a ese “mal” carácter suyo exhibido en público —sacado de su contexto por numerosos periodistas que veían en ello titulares y negocio— y forzado por la constante intención mediática de sacarle de sus casillas o una frase con la que pudieran atizarle los más puristas y modernos. El suyo, sospecho que era el de una persona hasta las narices de los acosos mediáticos y sensacionalistas, que intentaba conservar su intimidad frente a situaciones grotescas y preguntas idiotas. Sus contestaciones, fueran más o menos acertadas, incluso habrá quien las tilde de aberrantes o innecesarias, obedecían más a un papel que a la realidad oculta de lo individuo que las expresaba interpretándose a la perfección. La finalidad, al menos una de ellas, quizá fuese la de mandar a paseo la impertinencia, la estupidez reinante y a quien no respetase su individualidad en un mundo donde ya nadie, o apenas nadie, observaba los límites y respetaba la privacidad del individuo, ni la propia. Por aquellos años ochenta, en los que Cela y Fernán Gómez ya eran veteranos, ambos conversaron en una entrevista realizada por el primero y que años después se recopiló junto a otras en Conversaciones españolas, en las que Cela entrevistaba a distintos personajes de la cultura española. En esta entabla conversación con Fernán Gómez, pero antes de transcribir la charla mantenida, introduce al personaje, a través de su oficio, de la siguiente manera (los paréntesis que salpican el texto son míos):


Fernando Fernán Gómez, un cómico a la antigua usanza, por Camilo José Cela*


<<No es probable que gobierne jamás ámbito alguno —ya me pasó la edad y los buenos deseos jamás sirvieron a las mejores causas (me parece una frase hecha cara la galería, que sospecho era donde le gustaba lucir a don Camilo tras dar buen cuenta su plato de gachas)—, pero si fuera ministro de la República de Platón, el Estado ideal y casi mágico (me pregunto ideal para quién; cuando la mayoría de la gente no tendría ni voz ni voto, solo los sabios gobernarían y la clase militar sería la segunda en privilegios, lo que supone un estado, en la práctica, totalitario), procuraría brindar a mis compatriotas cuatro servicios gratuitos, a saber: la salud, la educación, el transporte y el espectáculo. En Atenas y en tiempos de Pericles, el teatro era muy barato y a los mendigos ni siquiera se les cobraba la entrada (aunque si se la negaba a la clase esclava); no merecía la pena y los gastos corrían, en las cuentas del erario, con cargo al capítulo de la liturgia, del servicio público.


El teatro debería ser un servicio público —quiero decir: perteneciente a todo el pueblo— y tan gratuito, o aparentemente gratuito, como la cosa pública o la vía pública, que no hay menor duda de que son de todos y los pagamos todos sin enterarnos ni dolernos de hacerlo así (bueno, tal vez el no se duela porque su bolsa resistía más que la del común mortal o la del mendigo ateniense). Al político, en el ejercicio de su función, no se le debería mover ni un solo músculo de la cara, como a los cómicos del teatro clásico japonés o a los alumnos del Actor’s Studio: Marlon Brando, James Dean, Montgomery Clift, Robert DeNiro, etc.


Horacio, en sus “Sátiras”, hace tabla rasa con el personal y los mete a todos en el mismo talego: mendigos, comediantes, bufones, toda esa ralea… Horacio no era demasiado clemente ni caritativo con quienes piden un pedazo de pan por amor de Dios, ni con quienes representan y fingen las ocurrencias y las glorias ajenas, ni con quienes brincan y reciben patadas en el culo del alma de sus señores naturales, que para eso están.


—¿Cómo escribes tu apellido, con guion o sin él?

—Yo nunca lo ponía con guion, pero en vista de la tendencia…

—¿Que es mayoritaria?

—Sí, sin duda.

—¿Y todo junto? ¿No pensaste poner Fernangómez, todo junto?

—Bueno, pensar, lo que se dice pensar, sí lo pensé, pero quedaba como demasiado largo, no sabría decirte…; cuando empiezas con este trabajo piensas en los carteles, es inevitable, y te asustan los nombres un poco largos, te imaginas que quedan muy mal, probablemente es cierto.

—¿Tú te propusiste siempre ser actor?

—Pues sí, desde muy pequeño, digamos que desde muy temprana edad…, esto de desde muy temprana edad queda muy bien…, en mí esto del teatro fue más una herencia que una vocación, mi familia era una familia de cómicos…, yo nací en ese ambiente y heredé el gusto por el teatro, me identifiqué con el teatro. A partir de mis doce años, quizá antes, quizá desde los diez u once, y sin haberlo hablado ni con mi madre ni con mi abuela, que eran mi familia, yo por dentro ya había decidido que sería actor…, estudiaba, sí, bueno, o simulaba estudiar, pero lo que más me gustaba era ser actor y por dentro y en frío y había decidido ser actor.

 Joubert supone que el gran mérito de Molière es que es cómico a sangre fría.

—¿Qué quiere decir eso?

—Es bien sencillo: que no necesita reír para hacer reír (de ahí tomo buena nota Buster Keaton).

 El de actor es oficio humilde, como el fraile gilito, y también engreído como el torero que le echa más huevos que nadie al asunto; depende de los vientos que soplen por la entrepierna de la historia, huidizo concepto en equilibrio entre la ley que no se cumple y el vicio que se exige. En Valencia, a mediados del siglo XVII, ajusticiaron al cómico Íñigo Velasco porque, olvidándose de su condición, galanteaba a las damas como pudiera haberlo hecho un caballero.

—¿Y usted cree que hicieron bien al ahorcarle? 

—Pues mire usted, no sabría decirle…, ahora las costumbres se han amansado mucho, no me lo niegue…, antes las duquesas se pasaban por la piedra a Goya y al torero Costillares, pero ahora, ya lo ve usted, con esto de la sopa de sobre y los detergentes y la televisión, se unen en santo matrimonio con clérigos rebotados y otros especímenes mansos, a lo mejor esto es el fin del mundo y no lo sabemos.

—¡Puede! (la entrevista sigue en el libro de Cela)>>


Para otro día dejo los anuncios de las gachas y las calderetas, ahora despido el texto con un “bravo” a cualquiera que le dé por crear historias y personajes, ya sean para llevar al papel, a la pantalla, a las tablas y a las vida públicas y acosadas.

*Camilo José Cela: Conversaciones españolas. Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1987.