viernes, 18 de octubre de 2024

Recuerdos del carcelario

Películas como El presidio (1930), Soy un fugitivo (1932), Veinte mil años en Sing Sing (1932), Solo se vive una vez (1937), Fuerza Bruta (1947)... son clásicos indiscutibles del subgénero carcelario, que a estas alturas ya reúne un buen puñado de buenas, regulares y malas películas. De las “actuales” (o de los últimos cuarenta años), Encerrado (1989) e Invicto (2002) me entretuvieron sin más, la primera en la adolescencia, cuando también vi El beso de la mujer araña (1985), película que me desubicó, y la segunda hacia finales de la veintena. Huracán Carter (1999) me pareció un film digno (el tema de Bob Dylan era de mis preferidos a los 15 o 16 años); La milla verde (1999) no me interesó y Cadena perpetua (1994) me gustó mucho en su día; en visionados posteriores, ya en pantalla pequeña y en la era streaming, mi entusiasmo disminuyó hasta verla como una película bien hecha pero nada más. La misma opinión me merece El expreso de medianoche (1978), aunque esta nunca llegó a entusiasmarme. Siguiendo con lo que considero reciente, aunque para muchos mi “reciente” ya quedé en la prehistoria, Bajo el peso de la ley (1986), la televisiva Contra el muro (1994), Carandiru (2003), Pena de muerte (1995), Convicto (2013) y Un profeta (2009) me gustaron, no me cabe duda. Después está Celda 211 (2009) que funcionó muy bien entre el público, pero que me dejó la sensación de ser la suma de tópicos destinada al entretenimiento y al espectáculo sin más. De otras producciones españolas ambientadas en correccionales, me entretuvieron El presidio (1954), La fuga de Segovia (1981) y Todos a la cárcel (1993), aunque esta sea de otro palo, el de Berlanga; como Toma el dinero y corre (1969) lo es del primer Woody Allen. Más tarde vi Vacaciones en el infierno (2011), que se ambienta en un presidio mexicano y que más parece una comedia que goza con la violencia por el supuesto atractivo que ejerce la violencia cinematográfica en el público que empieza a ver cine hacia finales del XX en adelante, y de la presencia de Mel Gibson, aunque en violencia gratuita le gana Brawl in Cell Block 99 (2017), en la que Vince Vaughn rompe mas huesos y cabezas que Burt Reynolds en el film carcelario de Robert Aldrich, Rompehuesos (1974), donde se juega un partido de “football” entre guardias y reos; algo así como un solteros-casados de los de antes, de aquellos en los que las patadas no golpeaban al balón, salvo por casualidad, sino que impactaban directamente en las canillas o en las pelotas...

Hay otras clásicas, Código criminal (1931), Prisionero del odio (1936), Sin remisión (1950) o Motín en el pabellón 11 (1954), dirigidas respectivamente por Howard Hawks, John Ford, John Cromwell y Don Siegel, que también me parecen títulos de referencia y grandes del subgénero, junto a los nombrados al inicio del comentario —los de George Hill, Mervyn LeRoy, Michael CurtizFritz LangJules Dassin—, de los cuales mi favorita es Fuerza bruta. Menos cruda y violenta que esta de Dassin es El hombre de Alcatraz (1962), de John Frankenheimer, que también me gustó en su día, y ya en plan lucimiento de Clint Eastwood —quien a su vez dirigiría años después Ejecución Inminente (1999), un drama que tiene su parte carcelaria— otra de Siegel: La fuga de Alcatraz (1979), que tiene un tono sobrio y que me divirtió su planteamiento y su exposición del entorno carcelario, igual que me resultó divertida La leyenda del indomable (1967), cuyo director, Stuart Rosenberg, regresaría al carcelario en Brubaker (1980). Y las escenas de Furia (1936), Los viajes de Sullivan (1941) y Al rojo vivo (1949), en presidio, también las sitúo entre lo mejor del subgénero carcelario, sobre todo las de esta última. Dentro de este subgénero, sin duda también destacan las francesas Un condenado a muerte se ha escapado (1956), La evasión (1960) y Dos hombres en la ciudad (1973). Todavía recuerdo las británicas La extraña prisión de Huntleigh (1960) y El criminal (1960), y del cine italiano me vienen a la memoria Infierno en la ciudad (1959), un drama carcelario de Renato Castellani, con Anna Magnani y Giulietta Masina en los principales papeles, y de Detenido en espera de juicio (1971), con Alberto Sordi zarandeado por el sistema. En realidad, pensando en Al rojo vivo, a esta película de Raoul Walsh la situó entre lo mejor que he visto de cine negro estadounidense de todos los tiempos. Una maravilla de película, como algunas otras de las citadas en este rápido repaso en el que seguro me olvido de muchas que me llamaron la atención en su momento y que ahora mismo no me vienen a la mente; pero nunca he olvidado una que, aunque no sea carcelaria en el sentido que aquí le damos, pues se desarrolla en varios campos de prisioneros durante la Gran Guerra, es la que más me emocionó: La gran ilusión (1937).




jueves, 17 de octubre de 2024

Fernán Gómez y Cela


A pesar de que no lo conocí más que por sus apariciones televisivas, por lo leído acerca de él o por la lectura de algunas obras suyas, siendo La familia de Pascual Duarte de la que guardo mejor recuerdo, aunque de La Colmena conservo la sensación de que me gustó, nunca sentí simpatía por Camilo José Cela, el personaje público, al que juzgaba pedante, carente de naturalidad y de elegancia, por mucho Nobel que le hubiesen entregado y por mucho que le llevasen en Rolls a comer más gachas; no la persona, a quien nunca conocí, ni el autor, del cual solo valora su obra. En esto, en la imagen pública, y de algún modo preparada para provocar una reacción, lo situó a la par de Umbral, cuya facha de aspirante a dandi intelectual me provocó las ganas de no leer nada suyo y, hasta ahora, así ha sido. Quizá me haya perdido algo interesante, incluso bueno, pero la subjetividad de uno, a veces cae en lo irracional. Y en esa estamos. De modo que mi ignorancia del Umbral autor es completa y fruto de un prejuicio o del rechazo de una imagen pública que me hizo perder cualquier interés futuro (hoy ya pasado, aunque presente) en su obra.


En cierto modo, tal vez ambos me inspirasen las caricaturas de dos garrulos que dibujé primero mentalmente un día de lluvia en Santiago de Compostela, donde dicen que la lluvia es arte, pero donde no deja de ser un fenómeno atmosférico que a algunos nos empapa hasta los más íntimos rincones. A uno de los brutos le calcé alpargatas y lo vestí con camisa de algodón, en la que le zurcí varios remiendos para tapar los dos o tres agujeros que quise allí. Le puse pantalón de pana marrón y polainas, a falta de bufanda, que llevase calientes los pies; y, en lugar de sombrero y de una faca de doce dedos, que no supe dibujar, porque lo que peor se me daba en dibujo era diseñar los dedos de las manos, le obligue a lucir chapela vasca y a usar una navaja hecha en Albacete, que copie de una real que había pertenecido a mi tatarabuelo, de quien cuentan que fue otro garrulo de mucho cuidado. Y así ya tuve al primer bruto estampado en una hoja de libreta rayada. Le di movimiento en la siguiente viñeta, al dejarle emplear el filo en el patio del colegio, para cortar el pan y su porción diaria de queso de Arzúa; pues, debido a mi sangre gallega, me resultaba mas sencillo y cómodo evocar uno de aquí que uno de la tierra de don Alonso. Ya en la siguiente hoja, dibujé una calle sombreada, esbozando un paso previo en una de sus esquinas. Allí el garrulo fumaba a escondidas; imaginé que, tras dar el último suspiro a la chicharra, dejaría su escondite y desafiaría al señorito, que no era más que otro gañán, pero vestido con prendas más finas. Chaqueta americana, camisa de seda y pantalón de tela, de raya bien planchada, para que se notase que allí había esmero, este fulano iba descalzo y paseaba por allí, aunque no se observase su silueta en la viñeta previa. En la que estábamos, empuñaba un fino bastón, cascarón que ocultaba un afilado florete de acero, dicen que toledano. Este, al contrario que mengano, llevaba capa y sombrero de copa similar al que había visto unos días antes quitarse a Fred Astaire —a quien por entonces no toleraba en demasía porque siempre salía en películas en las que cantaba y bailaba, cuando las que yo disfrutaba eran las de tiros, las de Tarzán o las de capa y espada—, y de su cuello colgaba una cadena plateada en la que brillaba una cruz de Malta robada a algún masón... Ambas eran imágenes caricaturizadas, que bien pudieron estar inspiradas en la réplica de un Goya que había colgado en la pequeña sala-comedor de mi infancia, donde, sobre la alfombra, entre la mesa y un sofá medio ajado por el tiempo y los saltos infantiles, ideaba estupideces y juegos varios, a la espera del sol. Y así, dibujando, peleándome con mil villanos o haciéndome pasar por Mike Hammer, suspirando por un día mejor, escribiendo cuentos o poniéndolos en práctica, para mayor berrinche de mis adultos, pasaba el tiempo de lluvia que me reteñía en casa y me impedía salir y desaparecer en la calle hasta el anochecer. Eran tiempos de caricaturas, días de lluvia en mi niñez, cuando todavía ni había dado dos o tres pasos y ya me caía unas cuatro o seis veces cada jornada; por fortuna, nadie preguntaba tonterías del tipo para qué nos caemos.


Volviendo al asunto con el que inicié el texto, el papel asumido por Fernando Fernán Gómez me generaba una sensación contraria a la de Cela. Su imagen de antipático, tras la que se escondía quién sabe quién —por mucho que, años más tarde, la lectura de El tiempo amarillo me dejase ver más de él, aunque la imagen íntima queda para él y para su intimidad—, me producía un efecto de simpatía que no dejaba de crecer, a medida que iba adentrándome en su obra cinematográfica y literaria. La imagen de viejo cascarrabias, del tipo que se cabreaba y que respondía natural a ese “mal” carácter suyo exhibido en público —sacado de su contexto por numerosos periodistas que veían en ello titulares y negocio— y forzado por la constante intención mediática de sacarle de sus casillas o una frase con la que pudieran atizarle los más puristas y modernos. El suyo, sospecho que era el de una persona hasta las narices de los acosos mediáticos y sensacionalistas, que intentaba conservar su intimidad frente a situaciones grotescas y preguntas idiotas. Sus contestaciones, fueran más o menos acertadas, incluso habrá quien las tilde de aberrantes o innecesarias, obedecían más a un papel que a la realidad oculta de lo individuo que las expresaba interpretándose a la perfección. La finalidad, al menos una de ellas, quizá fuese la de mandar a paseo la impertinencia, la estupidez reinante y a quien no respetase su individualidad en un mundo donde ya nadie, o apenas nadie, observaba los límites y respetaba la privacidad del individuo, ni la propia. Por aquellos años ochenta, en los que Cela y Fernán Gómez ya eran veteranos, ambos conversaron en una entrevista realizada por el primero y que años después se recopiló junto a otras en Conversaciones españolas, en las que Cela entrevistaba a distintos personajes de la cultura española. En esta entabla conversación con Fernán Gómez, pero antes de transcribir la charla mantenida, introduce al personaje, a través de su oficio, de la siguiente manera (los paréntesis que salpican el texto son míos):


Fernando Fernán Gómez, un cómico a la antigua usanza, por Camilo José Cela*


<<No es probable que gobierne jamás ámbito alguno —ya me pasó la edad y los buenos deseos jamás sirvieron a las mejores causas (me parece una frase hecha cara la galería, que sospecho era donde le gustaba lucir a don Camilo tras dar buen cuenta su plato de gachas)—, pero si fuera ministro de la República de Platón, el Estado ideal y casi mágico (me pregunto ideal para quién; cuando la mayoría de la gente no tendría ni voz ni voto, solo los sabios gobernarían y la clase militar sería la segunda en privilegios, lo que supone un estado, en la práctica, totalitario), procuraría brindar a mis compatriotas cuatro servicios gratuitos, a saber: la salud, la educación, el transporte y el espectáculo. En Atenas y en tiempos de Pericles, el teatro era muy barato y a los mendigos ni siquiera se les cobraba la entrada (aunque si se la negaba a la clase esclava); no merecía la pena y los gastos corrían, en las cuentas del erario, con cargo al capítulo de la liturgia, del servicio público.


El teatro debería ser un servicio público —quiero decir: perteneciente a todo el pueblo— y tan gratuito, o aparentemente gratuito, como la cosa pública o la vía pública, que no hay menor duda de que son de todos y los pagamos todos sin enterarnos ni dolernos de hacerlo así (bueno, tal vez el no se duela porque su bolsa resistía más que la del común mortal o la del mendigo ateniense). Al político, en el ejercicio de su función, no se le debería mover ni un solo músculo de la cara, como a los cómicos del teatro clásico japonés o a los alumnos del Actor’s Studio: Marlon Brando, James Dean, Montgomery Clift, Robert DeNiro, etc.


Horacio, en sus “Sátiras”, hace tabla rasa con el personal y los mete a todos en el mismo talego: mendigos, comediantes, bufones, toda esa ralea… Horacio no era demasiado clemente ni caritativo con quienes piden un pedazo de pan por amor de Dios, ni con quienes representan y fingen las ocurrencias y las glorias ajenas, ni con quienes brincan y reciben patadas en el culo del alma de sus señores naturales, que para eso están.


—¿Cómo escribes tu apellido, con guion o sin él?

—Yo nunca lo ponía con guion, pero en vista de la tendencia…

—¿Que es mayoritaria?

—Sí, sin duda.

—¿Y todo junto? ¿No pensaste poner Fernangómez, todo junto?

—Bueno, pensar, lo que se dice pensar, sí lo pensé, pero quedaba como demasiado largo, no sabría decirte…; cuando empiezas con este trabajo piensas en los carteles, es inevitable, y te asustan los nombres un poco largos, te imaginas que quedan muy mal, probablemente es cierto.

—¿Tú te propusiste siempre ser actor?

—Pues sí, desde muy pequeño, digamos que desde muy temprana edad…, esto de desde muy temprana edad queda muy bien…, en mí esto del teatro fue más una herencia que una vocación, mi familia era una familia de cómicos…, yo nací en ese ambiente y heredé el gusto por el teatro, me identifiqué con el teatro. A partir de mis doce años, quizá antes, quizá desde los diez u once, y sin haberlo hablado ni con mi madre ni con mi abuela, que eran mi familia, yo por dentro ya había decidido que sería actor…, estudiaba, sí, bueno, o simulaba estudiar, pero lo que más me gustaba era ser actor y por dentro y en frío y había decidido ser actor.

 Joubert supone que el gran mérito de Molière es que es cómico a sangre fría.

—¿Qué quiere decir eso?

—Es bien sencillo: que no necesita reír para hacer reír (de ahí tomo buena nota Buster Keaton).

 El de actor es oficio humilde, como el fraile gilito, y también engreído como el torero que le echa más huevos que nadie al asunto; depende de los vientos que soplen por la entrepierna de la historia, huidizo concepto en equilibrio entre la ley que no se cumple y el vicio que se exige. En Valencia, a mediados del siglo XVII, ajusticiaron al cómico Íñigo Velasco porque, olvidándose de su condición, galanteaba a las damas como pudiera haberlo hecho un caballero.

—¿Y usted cree que hicieron bien al ahorcarle? 

—Pues mire usted, no sabría decirle…, ahora las costumbres se han amansado mucho, no me lo niegue…, antes las duquesas se pasaban por la piedra a Goya y al torero Costillares, pero ahora, ya lo ve usted, con esto de la sopa de sobre y los detergentes y la televisión, se unen en santo matrimonio con clérigos rebotados y otros especímenes mansos, a lo mejor esto es el fin del mundo y no lo sabemos.

—¡Puede! (la entrevista sigue en el libro de Cela)>>


Para otro día dejo los anuncios de las gachas y las calderetas, ahora despido el texto con un “bravo” a cualquiera que le dé por crear historias y personajes, ya sean para llevar al papel, a la pantalla, a las tablas y a las vida públicas y acosadas.

*Camilo José Cela: Conversaciones españolas. Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1987.

miércoles, 16 de octubre de 2024

Brubaker (1980)

De un modo u otro, la realidad inspira a los escritores y a los guionistas para escribir sus historias, aunque estas acaben siendo fantasías o cuentos. De una anécdota que le cuentan a Luis García Berlanga puede salir El verdugo (1963) o de una guerra colonial y comercial, alguien puede componer un poema épico que, durante siglos, será cantado en las casas de los grandes terratenientes a lo largo y ancho del Egeo y el Jónico. En todo caso, lo común a ambas historias es que parten de un origen real y eso mismo sucede con el drama carcelario que W. D. Richter guioniza en Brubaker (Stuart Rosenberg, 1980), cuya historia la inspira la realidad del funcionario de prisiones de Arkansas, Tom Murtom, que denunció los usos y abusos del sistema penitenciario hacia finales de la década de 1960. Fue entonces cuando Murtom se enfrentó a la corrupción y, supuestamente, logró derrotarla… ¿Cómo? Probablemente, de forma menos heroica que la exhibida por Henry Brubaker (Robert Redford) en este entretenido film dirigido por Stuart Rosenberg, quien trece años atrás ya había encontrado en Paul Newman a otro héroe que llevar a presidio en La leyenda del indomable (Cool Hand Luke, 1967). La filosofía profesional, supongo que también la vital, de Brubaker se basa en explorar el medio para conocer los problemas que le aquejan y atacar allí donde hacen mella. Así lo confirma su mirada curiosa, su silencio habitual y sus escasas preguntas, que no obtienen contestación oral en ese presidio adonde llega y donde todo se hace visible ante sus ojos: desde la violencia y maltrato hasta la corrupción administrativa.

Brubaker no entra por la puerta grande, lo hace de incógnito, como un convicto común y, como tal, observa y sufre las condiciones infrahumanas del resto de presidiarios. Lo primero que descubre es el abuso de poder por parte de los presos de confianza, que viven en mejores condiciones que los restantes reos y, cuales kapos en los campos de concentración nazi, disfrutan siendo el brazo ejecutor en un espacio donde los derechos humanos y el humanitarismo son solo palabras en la distancia. Entre los prisioneros con quienes comparte cautiverio, pero a quienes nunca llega a parecerse, impensable para un héroe estadounidense “made in Hollywood”, Brubaker descubre un ámbito donde los abusos entre presos y los practicados por el poder forman parte de la cotidianidad de un sistema penitenciario corrupto, que encuentra en la población carcelaria la mano de obra esclava para hacer negocio. Este es el punto de partida de un drama carcelario a mayor lucimiento de Robert Redford, su estrella protagonista, que da vida a ese funcionario de prisiones diferente, con clase y principios, dispuesto a cambiar un medio que corrompe y transforma a los ilusos que llegan con la intención de cambiarlo. Más o menos, esto se desprende la la insinuacion de uno de los presos de confianza, cuando alude a la intención reformadora con la también llegó el anterior alcaide. Pero hay algo que diferencia a Brubaker de los que le precedieron en el cargo, y ese algo es que Brubaker tiene todas las de ganar. No puede perder, pues quién ignora que un tipo interpretado por Robert Redford acabará triunfando allí donde otros han fracasado y se han dejado engullir por ese sistema deshumanizado que él acabará transformando…




martes, 15 de octubre de 2024

El hundimiento (2004)


<<Durante las últimas semanas de su vida, Hitler, según creí advertir, había perdido aquella rigidez de los años anteriores. Volvía a mostrarse más asequible y, en ocasiones, hasta estaba dispuesto a discutir sobre sus decisiones. Todavía en el invierno de 1944 hubiera sido inconcebible que se avinieran a hablar conmigo sobre las perspectivas de la guerra […] De todos modos, aquella nueva actitud respondía no tanto a un relajamiento interno como a una total claudicación, y solo le mantenía en movimiento la inercia almacenada durante años anteriores.

Resultaba, sencillamente, inmaterial. Aunque quizás en esto siempre fue el mismo. Al recordarlo, me pregunto muchas veces si aquella falta de corporeidad, aquella intangibilidad no fue su rastro característico desde su primera juventud hasta el momento de su violenta muerte. Precisamente por ello podía apoderarse de él con mayor fuerza el despotismo, ya que no era contrarrestado por ninguna emoción humana. Nadie consiguió nunca descubrir la esencia de su ser, porque carecía de ella.

Ahora tenía ante mi a un decrépito anciano. Le temblaban las manos y andaba encorvado y arrastrando los pies; hasta su voz era insegura y había perdido su antiguo vigor. Su forma de hablar era titubeante y monótona. Cuando se excitaba, lo cual le ocurría con frecuencia, como a la mayoría de los ancianos, los sonidos casi se ahogaban en su garganta. Seguía mostrando accesos de testarudez, que no me recordaban ya los de un niño, sino más bien los de un viejo. Tenía la tez descolorida, y la cara, hinchada; su uniforme, antes impecable, en aquellos últimos tiempos estaba con frecuencia desaliñado y con manchas de la comida que se llevaba a la boca con mano temblorosa.>>


Albert Speer: Memorias (traducción de Ángel Sabrido). Círculo de Lectores, Barcelona, 1970.



Ni fue la primera ni la última película que ha llevado la figura de Adolf Hitler a la pantalla para exponer los últimos días de un régimen totalitario que llevó al mundo a un nivel de barbarie nunca registrado con anterioridad en las páginas de la historia. Tampoco considero que sea la producción que mejor haya expuesto el fin del llamado III Reich; dicho lugar, si se centra en la figura de su líder, otro cantar sería asumiendo otras perspectivas, por ejemplo El puente (Die Brücke, Bernard Wicki, 1959), lo ocupa el film de Georg Wilhelm Pabst El último acto (Der Letzte akt, 1955), de la que El hundimiento (Der Untergang, 2004) toma nota y no desmerece, siendo una reproducción que busca expresar un instante en el que la locura y la irrealidad parecen salir a la luz, aunque lo hagan en el interior de un búnker donde Oliver Hirschbiegel acerca y cerca la aberración y la muerte, siempre naturales al régimen caído, y donde la mayoría se niega a aceptar el colapso de su idolatrado caudillo. Pero sí parece ser la más popular, debido a la interpretación realizada por Bruno Ganz, en un rol que, como las previas (por ejemplo, la satírica de Charles Chaplin o la de Alec Guinness), no deja de ser una caricatura, ¿qué otra cosa podría ser si no, cuando se trata de un personaje cuya imagen escapa a cualquier posibilidad de comprensión y de simpatía?, realizada a partir de la idea del líder nazi real a quien Ganz da vida en su negación final de la monstruosidad de su obra y de la derrota de cuanto ha perseguido.



<<Había recibido órdenes de asistir a las 16.00 p. m., a la sesión informativa en la Cancillería del Reich (reducto del Führer). Cuando Jodl y yo entramos al mencionado reducto de concreto armado vimos que Hitler, acompañado de Goebbels y Himmler, subía a las habitaciones diurnas de la Cancillería del Reich. No seguí la invitación de uno de los ayudantes, en el sentido de unirme al grupo, porque yo no había tenido oportunidad de saludar antes al Führer. Alguien me decía que allí arriba, en la Cancillería del Reich, se hallaba alineado un grupo de jóvenes, miembros de las Juventudes Hitlerianas, a los cuales, debido a su excelente conducta en el servicio antiaéreo durante los ataques del enemigo, se les iban a entregar condecoraciones por su valor en el combate, entre las cuales figuraban también algunas Cruces de Hierro.

Una vez que hubo retornado el Führer a su reducto subterráneo, fueron llamados, uno tras otro, por separado, para que pasaran a su pequeña vivienda, junto al gran salón de informes, Göring, Dönitz, Keitel y Jodl, para poder expresar, cada cual por su lado, sus felicitaciones con motivo de su cumpleaños. A los demás asistentes a la sesión el Führer los saludó, al entrar en el salón grande, con un apretón de manos, sin que nadie volviera a mencionar su cumpleaños.>>


Wilhelm Keitel, en Walter Görlitz: Criminales o soldados. Mariscal de Campo Wilhelm Keitel. Memorias, cartas y documentos del jefe del comando supremo del ejército alemán. Hisma, Buenos Aires, 2007.



El film de Oliver Hirschbiegel desarrolla los últimos días de la locura hitleriana que en ese momento final desvela en toda su desnudez la irrealidad, la bestialidad y la irracionalidad que se asentó en el poder alemán allá por 1933. Tras más de una década en el Poder el sueño para unos, pesadilla para muchos más, toca a su fin. Pero ¿es tan buena la interpretación de Bruno Ganz o es el personaje el que permite el lucimiento del actor? Ganz tiene mejores interpretaciones en su haber, pero, al igual que en sus papeles en El amigo americano (Der amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977), Nosferatu (Nosferatu: Phatom der Nacht, Werner Herzog, 1979) o Cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, Wim Wenders, 1987), logra humanizar y acercarnos un personaje deshumanizado —o sin esencia humana, la ausencia de emociones referida por Speer— que, hacía su final, semeja más loco si cabe y siempre aislado entre hombres y mujeres (y también niños) que le han tenido como una especie de semidiós a quien han seguido por varios motivos, que pueden reducirse a la cercanía y atractivo del Poder. El hundimiento se inicia con el arrepentimiento de una anciana que, en el pasado mostrado durante la película, resulta ser Traudl Junge, la joven secretaria personal de Hitler y la autora de uno de los libros que inspira el guion de Bernd Eichinger —otras fuentes evidentes son las memorias de Speer y las de Keitel—. Traudl es protagonista de sus decisiones, por mucho que en la ancianidad intente excusarse en su ignorancia, afirma que no tenía conocimiento de los crímenes nazis —¿no sabía, no quería saber o lo sabía y guardó silencio?—, y, sobre todo, se convierte en testigo de los hechos y de la caída del hombre a quien admira y para quien trabaja desde 1942.



En ese instante juvenil de su vida, todavía no está arrepentida por haber escogido el lado del Poder y del poderoso que ha sabido valerse de las nuevas tecnologías (el cine y la radio), de las ambiciones personales, del miedo y de la mezquindad humana, de la tendencia alemana a obedecer (tal vez fruto del militarismo prusiano) para lograr imponerse y ser aclamado por quienes no sufren su “política”. ¿Deslumbrada por ese poder o deseosa de participar de lo que los millones de nazis disfrutan: un mundo exclusivo creado para ellos, pero sobre todo para ese líder cuya irracionalidad ya había quedado impresa en 1925? ¿Por qué tengo la sensación de que, quizá, si la historia fuese favorable a los nazis, no habría tal arrepentimiento por parte de Traudl y tantos más? En la película nada queda al azar y pretende señalar allí donde hay que mirar. No aporta nada nuevo, de lo que habla ya ha hablado otros y, en ocasiones, mejor, pero la narrativa de Hirschbiegel tiene ritmo; se consume bien y rápido, quizá porque tampoco insiste más que en el tópico, en la imagen que ya se tiene del instante y de un personaje cuya locura fue seguida por millones, los mismos que lo auparon y corearon, muchos de los que lo abandonan en ese instante final y los que se quedan hasta el fin, e incluso los arrepentidos como Traudl Junge, cuyo arrepentimiento es a posteriori como si una ceguera le impidiese reconocer el verdadero rostro del líder nazi y del nacionalismo del que duda, a pesar de las múltiples pruebas de la sinrazón que representa…




lunes, 14 de octubre de 2024

Os Isaac da parroquia

O primeiro Isaac da parroquia do que tiven noticia foi o fillo dun tal Abraham que vivía preto do cabo de San Adrián. Disque levaba máis de cen anos tocando a gaita e que tiña por costume sacrificar unha ducia de ovellas os días de romería. Ata alí ía todo farruco, chovera ou fixese sol, e situaba unha tras outra enriba da pedra que poñía no medio do camiño de terra que levaba a ermida, impedindo aos mozos e mozas do pobo ir de esmorga. Estes, ao non ter que facer máis que mirar ao vello matachín acoitelando laúdos nese fermoso paraxe coas illas ao fondo, o sangue salpicando, as gaivotas desafinando a canción das andoriñas, e o mar batendo as rochas, voltaban a vila e acababan a troula no palleiro do Chonipe, que sempre andaba embarcado ou na tasca da Lola “peseta”. Aquel foi un periodo de elevada natalidade, aínda que ninguén sabía explicar o porqué ou conformábanse dicindo que era vontade diviña. Pero xa non me lembro das súas outras fazañas nin das do seu fillo Isaac.

Logo estaba o Niuton, que adícabase a cobrar impostos e a repartir puntapés e paos. Os máis vellos do lugar dicían del, que tiña moi mala sangue, e que batía en calquera que non lle págase. Meu bisavó, a quen chamaban o “Robinjú de Seaia”, tíñalle xenreira. Contoume o meu pai, que de nenos, a falta de pedras, o “Robinjú” tiroulle ao Niuton tres manzás e que unha deulle con tal forza na cachola que esta non parou de dar voltas. Tras este Isaac, que marchou para Londres, coñecín arredores da praia de Barizo a un que apelidábase Peral, sempre enredando baixo a agua, facendo ruidos e engulindo peixes a mancheas, sen mastigar, como as galiñas da “Parrocha” comían o millo mentras ela recollía os ovos. Din que inventou un cacharro que nin flotaba nin se afundía, e que o seu curmán, Xanciño de Nemo, roubouno unha noite de san Xoan tras dar boa conta dun cento de sardiñas e varios quintais de pan; pero diso non sei nada. Tamén ouvín que o Xanciño marchou para América, e que afogou antes de chegar a Cuba. Algún mal pensado afirmou que por mor dun corte de dixestión.

O seguinte Isaac que chamou a miña atención foi o barbeiro que me cortaba o cabelo na miña adolescencia. Lembro como aquel Isaac fumaba o tempo que daba tixeretazos. Tras dúas ou tres caladas, pousaba o pito nun cinceiro sobre o moble de espellos fronte a mín e dábame outra pasada; e de novo a buscar o seu cigarro. ¿Queres un?, ofrecíame o seu reflexo. Non grazas, gardo os meus no peto; lémbrome que lle contestaba con cara de parvo. O fumador do espello acercaba a súa faciana ao meu cocote e veña a botarme fume. Aquelo parecía a cidade onde soterraron ao Niuton, mais a neboa parecía xurdir da miña cabeza, non do Támesis. Entón, cavilaba, no sei si coa mosca detrás da orella ou con gañas de darlle “unhas patadas”, que aquela fumareda era por matinar demasiado. Así, previsor como son, decidín deixar de practicar tal actividade e mercar unha máquina que me permitise raparme ao cero. Non tiña dúbida de onde mércala. En Manolo de Benxamín había de todo, dende pan ata fouciños. E tamén uns pratos e tazas de cerámica que entón non me chamaron a atención. Dese xeito, coa miña propia máquina, evitaría o risco de verme arder por vicio do Isaac. Pouco despois, xa menos afumado, aforreí uns patacóns, que boa falla me facían, pois a miña bolsa estaba chea de furacos polos que os cartos saían ao tempo que entraban. Foi por aquela época de vacas grosas cando entrei nun bar e tiven coñecemento consciente doutro Isaac, que viña de Santiago é respondía aos apelidos de Díaz Pardo. Daquela, aínda non o sabia, pero xa vira mostras de súa existencia na do Benxamín, pois aquelas pezas de cerámica branca, e adornos de líneas curvas e figuras xeométricas azuis, expostas tras unha vidreira tiñan a súa orixe naquel amigo dun tal Seoane, que dixo do seu Isaac, alí mesmiño, que <<fundou unha das empresas máis orixinaes e fecundas de Galicia, a fábrica de porcelana do Castro, a carón da Coruña, á que se suma hoxe a de Sargadelos, logo de ter fundado a de Magdalena, na Arxentina, probando a súa capacidade de facer realidades os soños tecidos na anguria e na soidade>> (1)

(1) Luis Seoane: “Figuracións”. La Voz de Galicia, A Coruña, 1994.

sábado, 12 de octubre de 2024

Siempre estoy sola (1964)

El guion de Harold Pinter, que adaptaba la novela de Penelope Mortiner, sirvió a Jack Clayton para dar forma a otro de sus grandes títulos, que es lo que fueron todos los suyos. A veces pienso en Clayton, en sus posibilidades, en su capacidad para narrar vacíos existenciales y vidas atrapadas (mayoritariamente femeninas e infantiles) que buscan sacudirse un orden que impide su realización, su liberación, aunque a menudo sin posibilidad de conseguirlo, y lamento que no hiciese más películas. Siete largometrajes en total, en casi tres décadas, desde Un lugar en la cumbre (Room at the Top, 1958) hasta La solitaria pasión de Judith Hearne (The Lonely Passion of Judith Hearne, 1987), pero también me digo que las que filmó prueban la genialidad y personalidad de uno de los cineastas británicos que, siendo más, menos se conoce. En general, de su obra, poco se habla, salvo si se trata de Suspense (The Innocents, 1961), película protagonizada por Deborah Kerr y que tiene bien merecido su lugar dentro del cine; y, ya más por su actor protagonista, Robert Redford, y por el autor de la novela en la que se basa, Francis Scott Fitzgerald, El gran Gatsby (The Great Gatsby, 1974), otro de los títulos de su filmografía que se recuerdan con mayor asiduidad que el resto; y sería para nota si en una charla sobre cine se llegase a Un lugar en la cumbre, su primer largo y un espléndido retrato de personajes condicionados por una sociedad conservadora, esnob, castradora…, una que sería la misma que la que atrapa a la protagonista de Siempre estoy sola (The Pumpkin Eater, 1964), cuya soledad y aislamiento no nacen de no tener a nadie, sino de la sensación de no ser nadie…

La melancólica música de Georges Delerue acompañaba los créditos que abren la película, tras los cuales Clayton desvela el vacío que rodea a su personaje principal en una sucesión de imágenes que van del rostro de Anne Bancroft, quien interpreta a Jo, detrás de la ventana, hasta regresar a ella (ya en el interior del hogar) tras recorrer el espacio vacío de vida que la cámara descubre mientras suena el teléfono que nadie contesta. Esas imágenes delatan la soledad de la protagonista, mujer, casada, madre de ocho hijos y desilusionada con su presente mientras recuerda el pasado, cuando Jake (Peter Finch) y ella iban a casarse. Entonces, el mundo se habría a la posibilidad de una felicidad soñada, pero ¿cuántas promesas se han cumplido para una mujer que se casaba por tercera vez y con siete hijos, que pronto serían ocho?

Ese instante pasado todavía delata esperanza de en su rostro. Esta enamorada y convencida ante su nueva oportunidad. Quizá soñase que con Jake sería diferente y no pensase que su problema pudiera ser otro, no nacer en ella, como puedan pensar tiempo después su marido y el psiquiatra incapaz de ver el problema porque él mismo, al igual que Jake, forman parte de él; ya que todo apunta que el desconsuelo de Jo no tiene su origen en ella, sino que es consecuencia de una situación externa que la ningunea. Su mal nace en la sociedad misma, el orden que precipita su crisis emocional, su depresión, su vacío. Dicho orden, del que Jake es un elemento ejemplar, no se contempla como origen de los males de las individualidades que despiertan y se sienten inadaptados a la normalidad establecida; en el caso de Jo, esa normalidad consiste en ser esposa y madre, pero ¿y ella? ¿Por qué siente esa soledad, rodeada de tantos niños, con una casa en el campo y con un marido que triunfa en su oficio de guionista? ¿Cuáles son sus relaciones, con los demás, con el medio y consigo misma? Se siente espectadora, tal vez por eso se presente ante nosotros mirando por la ventana, tras el cristal, que le impide un contacto directo con otra realidad que no sea su encierro, su aislamiento, su pasividad impuesta por un orden que no la contempla como sujeto protagonista. Solo cuando da a luz se siente protagonista, ¿es ese el motivo por el que tiene tantos hijos? La distancia se establece en su relación marital, con un marido a menudo ausente e infiel que un da por hecho que ella está enferma, que la depresión que padece no tiene que ver con él. Jake no contempla el ser parte del problema ni de sus mentiras; como deja claro cuando le dice <<solo deseo tu felicidad>> o cuando se niega a acudir también al psiquiatra, asumiendo que él no guarda relación con lo que le sucede a Jo, cuando a Jo le sucede que siente que no cuenta, que no tiene posibilidad de ser…




viernes, 11 de octubre de 2024

California Suite (1978)

En la década de 1930, MGM reunió glamour y estrellas en Gran Hotel (Grand Hotel, Edmund Goulding, 1933) y en Cena a las ocho (Dinner at Eight, George Cukor, 1933). Eran de las primeras producciones sonoras hollywoodienses que reunían tantos astros juntos y, aunque hoy la mayoría sean desconocidos para muchos, la presencia en letras luminosas, en los carteles y en las marquesinas de los cines, de los nombres de actrices como Greta Garbo, Joan Crawford o Jean Harlow y de actores como John Barrymore, Lionel Barrymore o Wallace Beery casi aseguraba el éxito comercial de los estrenos en los que participaban. Pero la taquilla no es una ciencia exacta, nadie te asegura que ese casi desaparezca y se evite el riesgo de que la producción naufrague con casi todo a su favor. Actualmente, ya son muchos los casi y los títulos que reúnen planteles repletos de popularidad como baza comercial. Algunos se dieron un batacazo inesperado, otros arrasaron en la taquilla. En la década de 1970, hubo varios films con grandes repartos que fueron fiascos económicos y grandes éxitos comerciales, sobre todo me viene a la memoria uno de cada: Un puente lejano (A Bridge too Far, Richard Attenborough, 1977), que no resultó tan taquillera como prometía, aunque, personalmente, me parece una recreación bélica que alcanza una armonía estimable que no posee El día más largo (The Longest Day, Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki, 1962), y el que quizá sea el titulo más popular del subgénero de catástrofes, El coloso en llamas (The Towering Inferno, John Guillermin, 1974), que, como la película de Goulding también se ambienta en un lujoso edificio; en este caso, un rascacielos donde se reparte la atención entre varias historias protagonizadas por un reparto encabezado por Paul Newman, Steve McQueen, Faye Dunaway, William Holden, Fred Astaire, Jennifer Jones... Cuatro años antes de que ardiese el coloso, Neil Simon y Arthur Hiller ubicaban las tres historias de Eso del matrimonio (Plaza Suite, 1971) en otro hotel, el Plaza de Nueva York. Era la primera de las tres películas de la serie “Suite”; siendo la más famosa del conjunto California Suite (Herbert Ross, 1978), comedia que reunió a Alan Alda, Michael Caine, Bill Cosby, Jane Fonda, Walter Matthau, Elene May, Richard Pryor y Maggie Smith, en el papel de una actriz inglesa que llega a Los Ángeles para asistir a la ceremonia de los Oscar en la que está nominada a la mejor actriz del año. Como curiosidad, la actriz británica ganó ese mismo premio en la realidad, en la categoría de actriz de reparto, por su papel en esta película producida por Ray Stark y dirigida por Herbert Ross. Este adaptaba a la pantalla otra obra teatral de Neil Simeón, que, como era habitual en él, se hizo cargo del guion. Por tercera vez, el popular comediógrafo trabajaba con Ross, prolongando así una relación profesional que aún depararía dos títulos más: Soy tu hija, ¿te acuerdas? (I Ought to Be in Pictures, 1982) y Hola, Mr. Dugan (Max Dugan Returns, 1983)

Durante las décadas de 1960 y 1970, Simon fue uno de los autores teatrales más exitosos de Broadway y sus obras eran objeto de deseo de los productores de Hollywood. La extraña pareja (The Odd Couple, Gene Saks, 1968) quizá sea la más conocida de sus adaptaciones al cine, pero fueron muchas otras y cualquiera de las piezas que escribiese parecían destinadas a convertirse en éxitos y en películas, desde Descalzos por el parque (Barefoot in the Park, Gene Saks, 1967) hasta La chica del ayer (The Goodbye Girl, Herbert Ross, 1977) y más. Rodada dos años después del estreno de la obra teatral, que se desarrolla en cuatro actos —uno para cada relación de pareja—, California Suite lo tenía casi todo para triunfar: un productor estrella, un director en racha, un guionista autor y un elenco de ensueño; y, lo que era mejor, casi no le faltaba nada para ser una buena película. ¿Lo fue? Tengo mis dudas, al respecto. No puedo calificar de bueno un film que, en realidad, son cuatro y que sus historias funcionan dispares, aunque todas ellas insisten en la convivencia y las relaciones de pareja (matrimonios o amigos) que asoman en el teatro y el cine de Simon. Las cuatro historias que componen el conjunto fueron filmadas por separado y solo se relacionan por el espacio donde se desarrollan. Cada una de ellas funciona como un todo que no precisa de las otras; tampoco contactan entre sí, salvo por el espejismo creado en la sala de montaje donde se intercalaron las imágenes para romper su aislamiento y su forma episódica. De ese modo, rompiendo la linealidad temporal de las historias, intercalando momentos, aunque sin establecer contactos entre los personajes de unas y otras, se genera la sensación de unidad que se agudiza gracias al escenario que comparten, un espacio que, como apunta el título, se ambienta en las suites del californiano Hotel Beverly Hills —en la obra teatral es la misma doble habitación para todas las parejas; de ahí el singular del título— y en otros lugares de Los Ángeles donde Ross y Simon proponen varias relaciones de pareja —entre visitantes que provienen de Londres, Nueva York, Chicago y Filadelfia— y situaciones en la que los diálogos resultan fundamentales, salvo en el slapstick que protagonizan Cosby y Pryor, así como las presencias de actores y actrices de la talla de Walter Matthau y Michael Caine o de Maggie Smith y Jane Fonda le dan un plus de al irregular conjunto creado en la sala de montaje…






jueves, 10 de octubre de 2024

The Paper (1994)

Hay tres películas en la filmografía de Ron Howard que me gustan más que el resto por diferentes motivos. Una de ellas, Willow (1988), por el buen momento que me hizo pasar en la primera adolescencia; otra, Apolo XIII (1995), por la osadía que significó para mí el ir a verla al cine sin saber de qué iban once de las doce anteriores. Acerté, me dije entonces, al decidirme por la trece, como ya había hecho con la adaptación cinematográfica de la obra teatral The Madness of George III, de cuyas dos primeras partes no tuve noticia. Pero ya se sabe, algunos carecemos de paciencia y queremos saber lo antes posible cómo acaban las sagas. Así, por impaciente, perdí interés en la serie James Bond, que parece interminable, aunque esa es otra historia, como también lo es la espléndida Momo, y me centré en el tercero de los Jorge y en la treceava misión Apolo. De la once, aunque no pude verla en su día, sabía algo de oídas. Había escuchado que fue un pequeño paso y un gran salto, aunque a mí esto me sonaba a una de los Coen ambientada en las altas finanzas. Recuerdo que pasé un buen rato con la recreación de aquel instante accidental que Howard reconstruía para el cine en su vertiente espectacular y heroica. El director de Dulce hogar… a veces (Parenthood, 1989) presumía que las mejores mentes del planeta estaban allí, en Houston, resolviendo el problema y encontrando la manera de traer de regreso a la Tierra a tres astronautas a esto (rozo pulgar e índice) de perderse en el espacio. Aquello fue noticia de primera plana, pero el día después otras ya se hacían con la portada. La tercera es The Paper (1994), por ir detrás de la noticia y, más si cabe, por el desenfado con el que Howard muestra un día de trabajo en la redacción de un periódico neoyorquino cuyo desorden choca con la pulcritud y el esnobismo del ejecutivo del prestigioso diario que le ofrece a Henry (Michael Keaton) un puesto más cómodo y mejor remunerado que su actual de jefe de la sección local en el Sun, donde el caos reina para que todo acabe funcionando.

Partiendo del guion escrito por David Koepp, que venía de escribir una de las películas que más me gustaron de aquella época, Atrapado por su pasado (Carlito’s Way, Brian de Palma, 1994), y su hermano Stephen, Howard recrea a buen ritmo las intimidades, las reuniones en el despacho de Bernie (Robert Duvall), el director, donde queda claro que el titular es lo primero, las rivalidades, la importancia del tiempo, pues lo que ahora es noticia, cinco minutos después no lo es, y las relaciones humanas, las de los principales personajes, entre quienes se cuentan Henry y Martha (Marisa Tomei), cuya sitúan laboral queda en pausa debido a su embarazo. En este punto, Howard se detiene un momento, pero no tiene tempo para más que dejarnos claro que, tras la reunión con una amiga que le cuenta su propia experiencia, Martha teme quedarse fuera de la rueda laboral mientras su pareja continúa en la brecha, viviendo, día a día, su periodismo en vena. No se trata de celos profesionales, sino de la sospecha de que su maternidad le negará el regreso. Pero The Paper abandona dicho asunto y toca la situación personal de Bernie para acabar centrándose en los entresijos de la redacción, donde, según la ética o su falta, se crea o se redacta la noticia, que, al fin y al cabo, es lo que da su razón de ser a un periódico y a los periodistas como Mac (Randy Quaid), Martha y Henry, cuyo instinto le dice que los dos jóvenes que Alicia (Glenn Close) anuncia culpables en la portada que propone son inocentes del doble homicidio por el que, inicialmente, se supone que se les arresta; aunque la verdad es otra y la necesidad de desvelarla da origen al periodismo de investigación. Informar de la verdad, no de una que pueda cambiarse mañana, si no de la que es ahora y después, debería ser la que asome en la portada y en el resto de las páginas, pues ellos, como le recuerda Mac a Alicia puede emplear titulares llamativos o escribir de esta o de aquella forma, pero siempre “la verdad”…


miércoles, 9 de octubre de 2024

Una historia de viento (1988)

En nueve décadas de vida, ¿cuántas experiencias puede sumar alguien que no ha parado de viajar por el mundo en busca de captar instantes y conflictos de la historia? ¿Y conocimientos, cuántos puede acumular en medio siglo de carrera profesional? Las respuestas varían según el individuo en quien se piense, pues si pienso en mí, que no tengo tantos decenios ni vivencias encima, no serán tantas, pero si lo hago en alguien como Joris Ivens, me respondo que “muchas y muchos”. Rodada cuando contaba con 90 años de edad, Una historia de viento (Une histoire de vent, Joris Ivens y Marceline Loridan, 1988) fue la última película de este mítico documentalista holandés, autor entre otras de Tierra de España (Spanish Earth, 1937), uno de los documentales propagandísticos más populares sobre la guerra civil española, rodado durante el conflicto y narrado por Ernest Hemingway, y The 400 million (1938), film sobre la invasión japonesa de China escrito junto Dudley Nichols, del cual asoman algunas imágenes en este historia, más que de viento, de un hombre que se recuerda niño y se sabe anciano, en ambos casos con la capacidad de soñarse. El niño, con un futuro en el que será piloto y recorrerá el mundo viviendo mil aventuras; y el anciano, con su presente y su pasado, mientras rueda un film que busca capturar el viento. El movimiento de las astas de un molino trae la imagen de ese niño que ya sabemos anciano, pues es Ivens, el niño que soñó ser un aventurero y se convirtió en un cineasta trotamundos. Tras la evocación de su niñez, Ivens se ubica en la penúltima década de un siglo que recorrió con la cámara a cuestas, pero sin olvidar aquellos molinos de su niñez en su Holanda natal. Desde entonces, se han sucedido guerras y transformaciones, han aparecido y desaparecido naciones, y quién podría precisar las vidas y las muertes que, respectivamente, se celebraron y lloraron, o las voces que sonaron desde su primer film en China hasta el que rueda en 1988...

Desde aquellos molinos de viento hasta su presente, habían pasado más ochenta años; y medio siglo separaba Una historia de viento de la primera vez que rodó en el país de la Gran Muralla. Durante esas cinco décadas de distancia, él y el mundo habían cambiado. Ivens había recorrido su vida y protagonizado su existencia, consciente de las transformaciones de las que era testigo. Intentó captar y recrear los acontecimientos con su cámara, pues comprendía perfectamente que toda película obliga a escoger un punto de vista desde el cual presentar los hechos. El cine, como medio de expresión humano, no puede ser neutro y así lo asume. Los cambios que distancian su juventud de finales de la década de 1980 han hecho de él varios hombres que son uno, ¿pero quién puede reconocerse en quien fue ayer? El aprendizaje de Ivens, así llamaré a vivir y evolucionar, le depara conocer las necesidades de su oficio, que él resume en el montaje y el punto de vista, el cual cambia con los años. Ivens habla de la imposibilidad de captar el viento, pero lo hace en la ausencia visible del “cuerpo”, sin embargo está ahí desde el principio, cuando abre el film con el movimiento de las aspas. Solo hace falta mirar y escuchar; y eso es lo que el cineasta lleva haciendo desde antes de aquel periodo que, social y políticamente, apenas podría reconocerse en el de ahora que recrea en una China también distinta. Pero los vientos del hoy continuan soplando igual que los de ayer, ajenos a las inquietudes, los amoríos, los egoísmos y las existencias humanas. Ivens conserva intacta la capacidad de soñar y lo hace en su viaje a China donde realiza este film ensayo, experimental, personal, documental y fantasía, en el que mezcla realidad y mito y los funde en el paisaje, en el viaje y en la poesía… La primera vez que Ivens filma en China, esta tiene cuatrocientos millones de habitantes. Era el año 1938 y el país asiático estaba siendo atacado por Japón. Vuelve a rodar en China en 1958, entonces la población ya asciende a seiscientos millones y la Segunda Guerra Mundial es historia. El gigante asiático siempre está presente en su obra y allí es donde la concluye, filmando una historia de vida y fantasía, pues Ivens la escoge como vía para su libertad de expresión, para, ante la proximidad de la muerte, reconocerse dentro de su propia historia. En este aspecto Una historia de viento es un film testamento, pero no busca como Wim Wenders y Nicholas Ray en Relámpago sobre el agua (Lightning over the Water, 1980) una crónica de la agonía del moribundo, sino la fantasía que resulta toda existencia humana dispuesta a soñar y a soñarse…




domingo, 6 de octubre de 2024

Peggy Sue se casó (1986)

Los setenta fueron sus años dorados; todo lo que tocaba lo convertía en oro, ya fuese desde una perspectiva de negocio o una artística. Así, éxito tras éxito, premio tras premio, Llueve sobre mi corazón (Rain People, 1969), El padrino (The Godfather, 1972), El padrino parte II (The Godfather part II, 1974), La conversación (The Conversation, 1974), Apocalypse Now (1979), Francis Ford Coppola llegó a la cima del mundo y desde ella creyó dominarlo. No buscaba el aplauso masivo ni el consumo de palomitas, sino que pretendía ser un artista que, cual Miguel Ángel o cualquier otro creador que sueña grandeza para su obra y para su ego, se anteponía al sistema que le dio alas, que luego buscó cortárselas, y que le daba de comer mientras se dejase guiar o produjese beneficios. El cine, como medio de expresión artística, era y es para Coppola su modo de crear una obra que le refleje —que, al fin y al cabo, es la búsqueda consciente o inconsciente de todo artista—. Es de los pocos cineastas que, buscando su expresión estética, sitúa su obra como prioridad y la aleja del control de un ámbito industrial, el cinematográfico de Hollywood, en el que lo primero son el dinero, los beneficios económicos, e incluso la jerarquía: el quien manda. Pero lo que para la industria es su producto de venta, no lo es para Coppola, aunque no sea un inconsciente y conozca de primera mano la necesidad de obtener un rendimiento positivo en la taquilla que le permita mantener su libertad y sus ilusiones a flote, sino que las películas son piezas de una obra narrativa fruto de sus inquietudes como creador o autor de sus films; lo mismo podría aplicarse para sus vinos. Y como sucede en la obra de los Buñuel, Hawks, Ford o Lang, incluso las menos personales de las suyas, las llamadas películas alimenticias, siempre tienen algo personal o que le interesa antes de embarcarse en el proyecto. Y gusten más o menos al público, antes han de gustarle a él; al menos, la idea de la que parte.

En una época en la que los sueños parecen prefabricados, construidos fuera y vendidos al por mayor, mantenerse fiel al nacido en uno es un ejercicio de rebeldía, tal vez la única rebeldía posible en un mundo programado como el humano y, en particular, el que se atribuye un rol artístico y cultural. Frente a esto, personal y transgresora es la intención creativa que Coppola pone en pie en Corazonada (One Front the Heart, 1982), un sueño onírico, visual, musical, fantasía de un soñador que se estrella contra un muro de incomprensión y contra la insaciable aspiración de su ego artístico. La “derrota” económica que significó esta película, victoria estética que años después de su estreno empezó a ser reconocida como tal, obliga al cineasta a cambiar su tono para poder sobrevivir en un entorno que se le vuelve hostil, uno que quiere sacar partido de su genio y demostrarle quien manda. Así, por un instante, Coppola asume su derrota y cede ante el sistema, aunque sabe que volverá a levantarse y que hará algo suyo. Es cuestión de tiempo, de recuperarse, de seguir trabajando, de ganar dinero para poder seguir soñando, ya plenamente consciente de hacerlo en medio de la pesadilla, y para pagar deudas, objetivo que va logrando con películas que, como Peggy Sue se casó (Peggy Sue Got Married, 1986), rinden en la taquilla y que, junto a su negocio vinícola, le permiten ir recuperándose económicamente. Acepta dirigir películas a priori menos arriesgadas y de mayores posibilidades comerciales. Una de ellas, Cotton Club (The Cotton Club, 1984), volvía a situarle en la órbita de Robert Evans, el productor ejecutivo de El padrino; otra, Peggy Sue se casó, a priori, podría sonar a comedia ñoña ochentera, pero esto sería desconocer el carácter innovador, desafiante y creador de Coppola, quien, si bien no realiza uno de sus mejores films, ni siquiera interviene en su producción ni en el guion, escrito por Jerry Leichtling y Arlene Sarner, se defiende, a la espera de mayores gestas, en esta historia que no deja de ser parte de una ensoñación más que añadir la obra de un soñador; pues, al fin y al cabo, toda la obra de Coppola es el reflejo de su sueño artístico, de su intención creativa y de la posibilidad de soñar el cine como algo más que un medio de hacer dinero, a riesgo de caer en la pesadilla, persigue su obra perfecta…

Cuando fue coronada reina del instituto, Peggy Sue (Kathleen Turner) soñaba con una vida en rosa, junto a Charlie (Nicolas Cage), el hombre de quien en el presente se está separando después de más de veinte años de matrimonio. En ese ahora, en el que los sueños juveniles se desvanecen, Peggy añora parte del pasado para poder soñar. Y diferente en la forma que en Regreso al futuro (Back to the Future, Robert Zemeckis, 1985) Marty McFly viaja a la década de 1950, ella lo hace a 1960, gracias a la fiesta de antiguos alumnos. Su puerta al pasado… pero ella, al contrario que Marty, viaja al recuerdo de su adolescencia, de la promesa juvenil ya inexistente en la edad adulta desde la que contempla (e interactúa) a aquellas personas y aquel tiempo de su vida cuando era importante porque se sentía importante, inconsciente de que era la entrada a una existencia perfecta en su promesa, en la ignorancia de que era una programada: reina del instituto, matrimonio, hijos y la creciente sensación de vivir en la pérdida de los sueños… Pero Peggy viaja a su pasado con conocimiento del periodo que separa 1960 de 1985, veinticinco años que, igual que cambian la mirada del país —la crisis de los misiles cubanos, los asesinatos de John y Bobby Kennedy, de Malcolm X y Martin Luther King, la crisis energética de los años setenta, la guerra de Vietnam, el escándalo Water Gate y más hechos históricos que rompen definitivamente el sueño americano aún idealizado en 1960—, transforman la de Peggy. Son años de experiencias personales y de hechos históricos, y tanto estos como los privados e íntimos le confieren ironía y escepticismo; sitúan su mirada adulta en las antípodas de la ilusa e ingenua que ella misma y el resto de jóvenes tendrían entonces; reflejo, tal vez, de las distancias entre el Coppola coronado rey de Hollywood, tras su Oscar al mejor guion por Patton (Franklin J. Schaffner, 1970) y sus dos ya míticos Padrinos, y el Coppola posterior a su incomprendida y rechazada Corazonada