jueves, 17 de octubre de 2024

Fernán Gómez y Cela


A pesar de que no lo conocí más que por sus apariciones televisivas, por lo leído acerca de él o por la lectura de algunas obras suyas, siendo La familia de Pascual Duarte de la que guardo mejor recuerdo, aunque de La Colmena conservo la sensación de que me gustó, nunca sentí simpatía por Camilo José Cela, el personaje público, al que juzgaba pedante, carente de naturalidad y de elegancia, por mucho Nobel que le hubiesen entregado y por mucho que le llevasen en Rolls a comer más gachas; no la persona, a quien nunca conocí, ni el autor, del cual solo valora su obra. En esto, en la imagen pública, y de algún modo preparada para provocar una reacción, lo situó a la par de Umbral, cuya facha de aspirante a dandi intelectual me provocó las ganas de no leer nada suyo y, hasta ahora, así ha sido. Quizá me haya perdido algo interesante, incluso bueno, pero la subjetividad de uno, a veces cae en lo irracional. Y en esa estamos. De modo que mi ignorancia del Umbral autor es completa y fruto de un prejuicio o del rechazo de una imagen pública que me hizo perder cualquier interés futuro (hoy ya pasado, aunque presente) en su obra.


En cierto modo, tal vez ambos me inspirasen las caricaturas de dos garrulos que dibujé primero mentalmente un día de lluvia en Santiago de Compostela, donde dicen que la lluvia es arte, pero donde no deja de ser un fenómeno atmosférico que a algunos nos empapa hasta los más íntimos rincones. A uno de los brutos le calcé alpargatas y lo vestí con camisa de algodón, en la que le zurcí varios remiendos para tapar los dos o tres agujeros que quise allí. Le puse pantalón de pana marrón y polainas, a falta de bufanda, que llevase calientes los pies; y, en lugar de sombrero y de una faca de doce dedos, que no supe dibujar, porque lo que peor se me daba en dibujo era diseñar los dedos de las manos, le obligue a lucir chapela vasca y a usar una navaja hecha en Albacete, que copie de una real que había pertenecido a mi tatarabuelo, de quien cuentan que fue otro garrulo de mucho cuidado. Y así ya tuve al primer bruto estampado en una hoja de libreta rayada. Le di movimiento en la siguiente viñeta, al dejarle emplear el filo en el patio del colegio, para cortar el pan y su porción diaria de queso de Arzúa; pues, debido a mi sangre gallega, me resultaba mas sencillo y cómodo evocar uno de aquí que uno de la tierra de don Alonso. Ya en la siguiente hoja, dibujé una calle sombreada, esbozando un paso previo en una de sus esquinas. Allí el garrulo fumaba a escondidas; imaginé que, tras dar el último suspiro a la chicharra, dejaría su escondite y desafiaría al señorito, que no era más que otro gañán, pero vestido con prendas más finas. Chaqueta americana, camisa de seda y pantalón de tela, de raya bien planchada, para que se notase que allí había esmero, este fulano iba descalzo y paseaba por allí, aunque no se observase su silueta en la viñeta previa. En la que estábamos, empuñaba un fino bastón, cascarón que ocultaba un afilado florete de acero, dicen que toledano. Este, al contrario que mengano, llevaba capa y sombrero de copa similar al que había visto unos días antes quitarse a Fred Astaire —a quien por entonces no toleraba en demasía porque siempre salía en películas en las que cantaba y bailaba, cuando las que yo disfrutaba eran las de tiros, las de Tarzán o las de capa y espada—, y de su cuello colgaba una cadena plateada en la que brillaba una cruz de Malta robada a algún masón... Ambas eran imágenes caricaturizadas, que bien pudieron estar inspiradas en la réplica de un Goya que había colgado en la pequeña sala-comedor de mi infancia, donde, sobre la alfombra, entre la mesa y un sofá medio ajado por el tiempo y los saltos infantiles, ideaba estupideces y juegos varios, a la espera del sol. Y así, dibujando, peleándome con mil villanos o haciéndome pasar por Mike Hammer, suspirando por un día mejor, escribiendo cuentos o poniéndolos en práctica, para mayor berrinche de mis adultos, pasaba el tiempo de lluvia que me reteñía en casa y me impedía salir y desaparecer en la calle hasta el anochecer. Eran tiempos de caricaturas, días de lluvia en mi niñez, cuando todavía ni había dado dos o tres pasos y ya me caía unas cuatro o seis veces cada jornada; por fortuna, nadie preguntaba tonterías del tipo para qué nos caemos.


Volviendo al asunto con el que inicié el texto, el papel asumido por Fernando Fernán Gómez me generaba una sensación contraria a la de Cela. Su imagen de antipático, tras la que se escondía quién sabe quién —por mucho que, años más tarde, la lectura de El tiempo amarillo me dejase ver más de él, aunque la imagen íntima queda para él y para su intimidad—, me producía un efecto de simpatía que no dejaba de crecer, a medida que iba adentrándome en su obra cinematográfica y literaria. La imagen de viejo cascarrabias, del tipo que se cabreaba y que respondía natural a ese “mal” carácter suyo exhibido en público —sacado de su contexto por numerosos periodistas que veían en ello titulares y negocio— y forzado por la constante intención mediática de sacarle de sus casillas o una frase con la que pudieran atizarle los más puristas y modernos. El suyo, sospecho que era el de una persona hasta las narices de los acosos mediáticos y sensacionalistas, que intentaba conservar su intimidad frente a situaciones grotescas y preguntas idiotas. Sus contestaciones, fueran más o menos acertadas, incluso habrá quien las tilde de aberrantes o innecesarias, obedecían más a un papel que a la realidad oculta de lo individuo que las expresaba interpretándose a la perfección. La finalidad, al menos una de ellas, quizá fuese la de mandar a paseo la impertinencia, la estupidez reinante y a quien no respetase su individualidad en un mundo donde ya nadie, o apenas nadie, observaba los límites y respetaba la privacidad del individuo, ni la propia. Por aquellos años ochenta, en los que Cela y Fernán Gómez ya eran veteranos, ambos conversaron en una entrevista realizada por el primero y que años después se recopiló junto a otras en Conversaciones españolas, en las que Cela entrevistaba a distintos personajes de la cultura española. En esta entabla conversación con Fernán Gómez, pero antes de transcribir la charla mantenida, introduce al personaje, a través de su oficio, de la siguiente manera (los paréntesis que salpican el texto son míos):


Fernando Fernán Gómez, un cómico a la antigua usanza, por Camilo José Cela*


<<No es probable que gobierne jamás ámbito alguno —ya me pasó la edad y los buenos deseos jamás sirvieron a las mejores causas (me parece una frase hecha cara la galería, que sospecho era donde le gustaba lucir a don Camilo tras dar buen cuenta su plato de gachas)—, pero si fuera ministro de la República de Platón, el Estado ideal y casi mágico (me pregunto ideal para quién; cuando la mayoría de la gente no tendría ni voz ni voto, solo los sabios gobernarían y la clase militar sería la segunda en privilegios, lo que supone un estado, en la práctica, totalitario), procuraría brindar a mis compatriotas cuatro servicios gratuitos, a saber: la salud, la educación, el transporte y el espectáculo. En Atenas y en tiempos de Pericles, el teatro era muy barato y a los mendigos ni siquiera se les cobraba la entrada (aunque si se la negaba a la clase esclava); no merecía la pena y los gastos corrían, en las cuentas del erario, con cargo al capítulo de la liturgia, del servicio público.


El teatro debería ser un servicio público —quiero decir: perteneciente a todo el pueblo— y tan gratuito, o aparentemente gratuito, como la cosa pública o la vía pública, que no hay menor duda de que son de todos y los pagamos todos sin enterarnos ni dolernos de hacerlo así (bueno, tal vez el no se duela porque su bolsa resistía más que la del común mortal o la del mendigo ateniense). Al político, en el ejercicio de su función, no se le debería mover ni un solo músculo de la cara, como a los cómicos del teatro clásico japonés o a los alumnos del Actor’s Studio: Marlon Brando, James Dean, Montgomery Clift, Robert DeNiro, etc.


Horacio, en sus “Sátiras”, hace tabla rasa con el personal y los mete a todos en el mismo talego: mendigos, comediantes, bufones, toda esa ralea… Horacio no era demasiado clemente ni caritativo con quienes piden un pedazo de pan por amor de Dios, ni con quienes representan y fingen las ocurrencias y las glorias ajenas, ni con quienes brincan y reciben patadas en el culo del alma de sus señores naturales, que para eso están.


—¿Cómo escribes tu apellido, con guion o sin él?

—Yo nunca lo ponía con guion, pero en vista de la tendencia…

—¿Que es mayoritaria?

—Sí, sin duda.

—¿Y todo junto? ¿No pensaste poner Fernangómez, todo junto?

—Bueno, pensar, lo que se dice pensar, sí lo pensé, pero quedaba como demasiado largo, no sabría decirte…; cuando empiezas con este trabajo piensas en los carteles, es inevitable, y te asustan los nombres un poco largos, te imaginas que quedan muy mal, probablemente es cierto.

—¿Tú te propusiste siempre ser actor?

—Pues sí, desde muy pequeño, digamos que desde muy temprana edad…, esto de desde muy temprana edad queda muy bien…, en mí esto del teatro fue más una herencia que una vocación, mi familia era una familia de cómicos…, yo nací en ese ambiente y heredé el gusto por el teatro, me identifiqué con el teatro. A partir de mis doce años, quizá antes, quizá desde los diez u once, y sin haberlo hablado ni con mi madre ni con mi abuela, que eran mi familia, yo por dentro ya había decidido que sería actor…, estudiaba, sí, bueno, o simulaba estudiar, pero lo que más me gustaba era ser actor y por dentro y en frío y había decidido ser actor.

 Joubert supone que el gran mérito de Molière es que es cómico a sangre fría.

—¿Qué quiere decir eso?

—Es bien sencillo: que no necesita reír para hacer reír (de ahí tomo buena nota Buster Keaton).

 El de actor es oficio humilde, como el fraile gilito, y también engreído como el torero que le echa más huevos que nadie al asunto; depende de los vientos que soplen por la entrepierna de la historia, huidizo concepto en equilibrio entre la ley que no se cumple y el vicio que se exige. En Valencia, a mediados del siglo XVII, ajusticiaron al cómico Íñigo Velasco porque, olvidándose de su condición, galanteaba a las damas como pudiera haberlo hecho un caballero.

—¿Y usted cree que hicieron bien al ahorcarle? 

—Pues mire usted, no sabría decirle…, ahora las costumbres se han amansado mucho, no me lo niegue…, antes las duquesas se pasaban por la piedra a Goya y al torero Costillares, pero ahora, ya lo ve usted, con esto de la sopa de sobre y los detergentes y la televisión, se unen en santo matrimonio con clérigos rebotados y otros especímenes mansos, a lo mejor esto es el fin del mundo y no lo sabemos.

—¡Puede! (la entrevista sigue en el libro de Cela)>>


Para otro día dejo los anuncios de las gachas y las calderetas, ahora despido el texto con un “bravo” a cualquiera que le dé por crear historias y personajes, ya sean para llevar al papel, a la pantalla, a las tablas y a las vida públicas y acosadas.

*Camilo José Cela: Conversaciones españolas. Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1987.

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