En un momento de aburrimiento, mi mente se evade y busca opciones que la entretengan y la diviertan. Lo cierto es que no siempre las encuentra, ni viaja sola, yo la acompaño, pero lo que imagina se queda ahí, aunque después haga un esbozo escrito. En esto se parece a la milla, pues <<lo que ocurre en la milla, no sale de la milla>>, salvo que Paul Edgecomb (Dabbs Greer) sienta quizá remordimientos y narre un momento puntual de su historia, la de La milla verde (The Green Mile, 1999). Este personaje, de edad indeterminada pero avanzada, se confiesa con su compañera de residencia (Eve Brent), a quien dice que <<hace mucho que no hablo de esto. Más de sesenta años>>. Ella calla, quizá no se plantee que es tiempo más que suficiente para que la mente humana haya adulterado cualquier experiencia vivida y la transforme en la evocación que escucha en el presente. Pero, ¿cómo iba a hacerlo, si solo es una excusa argumental? Los años que separan mi hoy de mi ayer confunden, idealizan o ensombrecen hechos reales que recuerdo en imágenes, impresiones e interpretaciones que, a menudo de forma inconsciente, van sustituyendo a las previas. En el caso del protagonista de La milla verde, esto no sucede, parecen vivir nítidas, sin que esas seis décadas hayan adornado o provocado pérdidas de la realidad de 1935, que sale a la luz a raíz de la proyección televisiva de Sombrero de copa (Top Hat; Mark Sandrich, 1935). El magistral musical de Sandrich toca algún resorte en el cerebro de Paul, y lo empuja a compartir los sucesos que, si nos atenemos a lo que veremos con posterioridad, no se han visto afectados por la distancia temporal, de tal manera que no existe distanciamiento entre la realidad vivida y la rememorada. ¿Su memoria nos acerca a lo real o idealiza cuanto observó y vivió? Cuando escucha a Fred Astaire cantando Cheek to Cheek, el ayer se impone y le genera la necesidad de compartirlo. Cuenta que sufría un dolor agudo e intenso, otra excusa argumental que pretende dar credibilidad a su viaje al pasado, y que era el supervisor de la milla verde. Ese inicio nos propone una narración subjetiva, pero, ya ubicados en el pasado, las palabras del personaje desaparecen y ceden su puesto al orden narrativo lineal, claro, preciso e incuestionable. Ahora Paul es un hombre de unos cuarenta años, con cuerpo y rostro de Tom Hanks, y omnipresente durante todo el film, no en vano se supone que ha sido testigo. Pero ha dejado de ser el supuesto narrador, y recalco supuesto, porque dicha función es asumida sin disimulo por Frank Darabont, que cambia de perspectiva -de subjetiva a objetiva- y se asegura de que la historia (y la verdad que encierra, la obvia) no se cuestione, y que no pueda ser otra más que la suya. De ese modo, en 1935 no hay espacio para la voz de 1999, aunque, en realidad, esta solo funciona como (otra) excusa en un film que limita y marca las pautas a seguir por el público, a quien se indica con quien simpatizar, a quien rechazar, quien es bueno, quien es malo, como si quien visiona las escenas necesitara de una mano-guía que le evite plantearse si está frente a lo figurado o ante lo real. La decisión de Darabont, la de prescindir de su narrador subjetivo, impone su interpretación, que se antoja única, al eliminar la posibilidad de cuestionar los hechos relacionados con el corredor de la muerte, con las relaciones entre los carceleros y los condenados a la silla eléctrica. Entonces, mi mente, que a veces parece ir por libre, va y recuerda que <<lo que ocurre en la milla, no sale de la milla>>, además me pregunta ¿para qué emplear una analepsis que se supone nace de la mente del protagonista? Aparte de otras cuestiones, que afectan a las formas y a los contenidos desarrollados por sus responsables, el cine como medio artístico vive en la interpretación de quien lo recibe, de su subjetivo y de las impresiones que le produce. Y en este punto, la película me pierde como espectador dócil, rechazo su intento de llevarme por donde quiere sin ofrecerme nada a cambio, excepto aceptar ser parte del engaño que prescinde del diálogo entre emisor y receptor, y emular quizá aciertos de Cadena perpetua (The Shawshank Redemption, 1994), film que también nace de la memoria de un narrador que nos guía por y hacia donde quiere. Todo cuanto veo en la pantalla parece decirme que me relaje durante tres horas y disfrute de su propuesta. Pero no lo hago, me aburro y mi mente se evade y piensa que puede entretenerse cuestionando las imágenes. Sea pues, le digo, te acompaño, paso de que alguien me guíe durante ciento ochenta minutos con los que no conecto, que me evite la tentación de interrogar, de rechazar la convencional historia que apela a mis "buenos" sentimientos. ¿Los tengo? Lo que tengo son preguntas que se acumulan -¿por qué cuenta su historia ahora y no antes? ¿Por qué su recuerdo no presenta sombras, que, como espectador, me tocaría rellenar o imaginar? ¿Qué busca Paul? ¿Redención? ¿Comprensión? ¿Es un mentiroso que, como descubrimos en varios momentos, emplea la mentira para ayudar o proteger a quienes le rodean? ¿Por qué habría de mentir a Elaine? ¿Quiere ofrecerle esperanza y luz ante la cercanía de la muerte?-, sin embargo tampoco me ayudan a establecer conexión con la propuesta de Darabont, ni con su exposición, ni con sus personajes, quizá porque en todo momento me veo frente a un truco de tres horas cuyo inicio ya me indica que buscará emocionarme, tal vez sorprenderme, agradarme y establecer líneas que me señalen por donde debo transitar hasta llegar al lugar escogido como punto y final.
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