Un bloque de mármol nada objetaría, ni se enamoraría, ni arrojaría una zapatilla, a cualquiera que lo esculpiese y le diera forma humana, como tampoco nada censuró aquel que fue esculpido por el legendario Pigmalión para crear a Galatea, su ideal de belleza femenina, que cobró vida tras los ruegos del rey chipriota a su venerada Afrodita. De ese modo la estatua dejó de ser materia inerte y se convirtió en inteligencia, emociones, sentimientos, sueños y deseos. Tanto el mármol como el monarca podrían asegurar que la hermosa escultura carecía de vida antes de la intervención divina y, por tanto, que carecía de la consciencia (habrá quien prefiera decir alma, espíritu, razón o cerebro) que le permitiese sentir, pensar e interpretar su interior y su exterior. Al cobrar vida y consciencia, Galatea superó sus limitaciones pétreas y entró en el plano de la existencia (noción de ser) y coexistencia (relación con los demás). Pero el mito poetizado por Ovidio en Las metamorfosis es una cuestión de forma (el Pigmalión mitológico trasforma la piedra en su ideal de belleza física), mientras que el señalado tanto en la obra teatral de George Bernard Shaw como en la adaptación cinematográfica llevada a cabo por Anthony Asquith y Leslie Howard implica un problema de fondo, ya que su heroína "es" antes y después de la transformación que experimenta. Como consecuencia, la metamorfosis de la vendedora callejera, <<insulto personificado a nuestra lengua>>, en la distinguida y elegante dama que conquista a propios y a extraños en la recepción aristocrática implica una alteración total de su naturaleza, y dicha alteración origina el enredo propuesto por Pigmalión (Pygmalion, 1938), al tiempo que nos acerca a una realidad cotidiana: las relaciones diarias, sean personales o profesionales. Como el altivo profesor Higgins (Leslie Howard), queremos transformar y, como a la infeliz Eliza Doolittle (Wendy Hiller), a todos nos trasforman, incluso inconscientes de estar sufriendo cambios en nuestros pensamientos y en nuestros comportamientos. De tal manera, somos al tiempo pigmaliones y galateas que deseamos cambiar a quienes nos rodean, mientras quienes nos rodean nos transforman, pues el contacto humano implica una dirección de doble sentido. Nada hay de extraño en ello, salvo que la voluntad del uno se imponga a la fuerza sobre la del otro, lo cual implicaría el sometimiento y la pérdida de la esencia individual que experimenta Eliza durante el proceso que inicialmente dista de ser aprendizaje, evolución o maduración. La relación entre profesor y alumna cae en el desequilibrio entre quien somete y quien es sometida. Esto sucede en buena parte el film de Asquith y Howard e implica que del mito pasemos al drama o, en su caso, a la comedia, una de las más elegantes y prestigiosas del cine británico anterior a la Segunda Guerra Mundial. El film ironiza sobre la lucha de clases y de sexos, sobre el esnobismo dominante en la clase media alta y sobre esa realidad transformadora que, aunque consentida por Eliza (ella acude a casa de Higgins para que este le enseñe a hablar con corrección), implica su adiestramiento y su sometimiento. Y escribo adiestramiento y sometimiento porque cuanto sucede en pantalla no es un proceso educativo-constructivo, ni una relación entre iguales, es la constante tortura que la alumna sufre mientras se esfuerza por contentar al caballero de la alta sociedad que le obliga a repetir una y otra vez ejercicios de dicción que para ella carecen de sentido. Higgins nunca tiene en cuenta las necesidades ni los sentimientos de la joven, a quien modela imponiendo su criterio y su voluntad, como tampoco se inmuta cuando el coronel Pickering (Scott Sutherland) le pregunta si <<no cree que la chica puede tener sentimientos>>. Como testigo presencial y cómplice mudo en la relación maestro-alumna, el coronel apenas se opone a la destrucción de los rasgos personales de la antigua Eliza, a quien se desnaturaliza (ya no pertenece ni aquí ni allí), y apenas forma parte de la creación de la nueva imagen (externa-interna) adquirida a la fuerza por el personaje de Wendy Hiller -espléndida en su debut cinematográfico-, una personalidad opuesta a la de aquella joven <<deliciosamente vulgar>> a quien Higgins no consideró mujer, sino un bloque de mármol que pulir, aunque sin ser consciente de los cambios que él experimenta durante el proceso.
miércoles, 31 de octubre de 2018
lunes, 29 de octubre de 2018
Hamlet (1948)
Han sido muchas la veces que en la pantalla del cine o de la televisión hemos visto a Hamlet representar la mascarada con la que muestra su despecho a la podredumbre que le rodea mientras se debate entre <<ser o no ser>>, pero, de todos ellos, quizá sea el de Laurence Olivier el más famoso y prestigioso, gracias a los numerosos premios que cosechó su película, aunque esto no implica que se trate de la mejor adaptación cinematográfica de la obra de William Shakespeare, cuestión discutible si recordamos la poética Hamlet (Gamlet, 1964) de Grigori Kozintsev o la descarada comedia negra Hamlet va de negocios (Hamlet liikemaailmassa, 1987) que Aki Kaurismäki realizó inspirándose en el texto original. Hamlet (1948) de Olivier es al tiempo narcisista y fiel al texto del autor isabelino, lo cual genera cierto desequilibrio entre el afán del cineasta por dejarse notar (tanto delante como detrás de la cámara) y su intención de romper las distancias entre cine y teatro shakespeariano, dos medios que conocía a la perfección y que ya había intentado aproximar cuatro años antes en su Enrique V (Henry V, 1944) -cuyos logros significaron un antes y un después en las adaptaciones de Shakespeare-, y volvería a intentar fusionar en Ricardo III (Richard III, 1955). Este acercamiento lo consigue empleando movimientos de cámara que recorren el castillo de Elsinor o envuelven a los personajes durante la representación de los cómicos, poetizando el suicidio de Ofelia (Jean Simmons), insertando planos del rostro de la reina (Eileen Herlie) cuando su hijo se enfrenta a Laertes (Terence Morgan) o la secuencia retrospectiva del abordaje que Horacio (Norman Wooland) lee en la carta que el príncipe danés le envía para anunciarle su regreso a Elsinor, de donde Hamlet se ausenta tras dar muerte a Polonio (Felix Aylmer). Con sus aciertos y fallos, Hamlet es contradictorio como sus personajes, todos ellos con su rostro público y su rostro privado, por un lado quiere ser una película, pero por otro no quiere o no puede dejar de ser teatro, pues, al contrario que sucede en las adaptaciones de Macbeth y El rey Lear de Akira Kurosawa, la palabra y la exageración se imponen a la imagen, lo cual provoca atracción por la entrega de los interpretes y rechazo por el exceso y la pesadez de algunos de sus pasajes. La puesta en escena, espectral, fría y oscura, denota el afán del cineasta por dejar constancia de sus conocimientos y de su admiración por la obra shakespeariana y, como consecuencia, quien contempla los hechos que se suceden, lo hace sin mayor opción que dejarse llevar por la senda señalada por el actor y director, sin opción a acercarnos a su personaje escuchando sus silencios, pues no los tiene, a sentir su dolor (más allá de lo que él mismo declama), a vislumbrar la interioridad herida y desorientada en su enfrentamiento a sí mismo, a los sentimientos que en él despiertan su madre u Ofelia, a la presencia de la muerte y al exterior donde desata su venganza y libera su desequilibrio interior. Culpabilidad, ambigüedad, dudas, locura, venganza, traición, ambición, fingimiento, son rasgos humanos que se suceden a lo largo de la tragedia del príncipe que desea vengar la muerte de su padre, pero más que nada, necesita encontrar el equilibrio existencial en un entorno donde el espectro paterno le exige que acabe con quien le dio muerte.
viernes, 26 de octubre de 2018
Me casé con una bruja (1942)
jueves, 25 de octubre de 2018
Scott en la Antártida (1948)
Producida en la Ealing de Michael Balcon, Scott en la Antártida (Scott of the Antarctic, 1948) es otra excelente muestra de que en el mítico estudio londinense no solo se producían magníficas comedias que ironizaban sobre la idiosincrasia británica. Pero la fama se la llevaron aquellas inolvidables y divertidas joyas cómicas de Alexander Mackendrick, Charles Crichton, Henry Cornelius o Robert Hamer. Sin embargo en la productora también había espacio para el terror, el drama, el bélico o la aventura épica y para cineastas como Alberto Cavalcanti, Basil Dearden o Charles Frend, quien realizó esta destacada aventura polar y otras once películas para el estudio. Su exitosa recreación del segundo viaje a la Antárdida del capitán de la Royal Navy Frank Scott (John Mills) ensalza a su protagonista y al resto de los exploradores que lo siguieron en su viaje al continente helado, aunque esta alabanza no resta a los muchos aciertos de un film que transita por el espacio hostil que la expedición británica pretende derrotar y conquistar. Pero ¿qué impulsa a estos hombres a abandonar a sus familias y la comodidad de sus hogares y embarcarse en el "Terra Nova" rumbo al corazón del infierno blanco donde les aguarda la experiencia más dura y cruel de sus vidas? No son locos, ni suicidas, son científicos, marineros, exploradores, soldados y soñadores, sobre todo soñadores cuya ilusión es la de ser los primeros humanos en alcanzar el Polo Sur. Así los define la película, aunque sin insistir en la ambición perseguida por el personaje principal: pasar a la historia por ser el primer hombre en alcanzar el último punto virgen de la tierra. Posiblemente este fue uno de los motivos principales para que Scott pusiera en marcha su arriesgada empresa, en la que apenas presta atención a la contrariedad y al malestar que le genera la presencia de Admundsen en la Antártida, cuando daba por hecho que el noruego estaba en el Polo Norte. El Scott de Frend es un héroe inglés que ensalza el valor británico, aunque su aventura concluya en fracaso y muerte. Saber de antemano el destino de los personajes no resta interés a la película, ya que, aunque quizá haya quien crea lo contrario, conocer el final no afecta a los logros ni a la grandeza de una buena película. Y Scott en la Antártida lo es. Al tiempo estamos ante una aventura épica, una biografía y un drama que alcanza momentos de excelencia visual, pero también contemplamos un film que asume aspectos del documental y que no necesitaría palabras para expresar los hechos que narra. La mayor parte de su metraje no precisa diálogos, tampoco se resentiría de prescindir de la voz en off de Scott leyéndonos sus cartas, pues visionamos imágenes que hablan por sí mismas de las sensaciones de los exploradores, de las circunstancias en las que se encuentran y de las trabas que deben superar. Como documento nos introduce el espacio, los preparativos, las dificultades monetarias que retardan la expedición y más adelante las inherentes a un terreno congelado y frío, los materiales mecánicos (los tractores a motor) que apenas prueban, los animales con los que cuentan (perros y ponis que son sacrificados fuera de campo) y la "tracción humana" de hombres que a medida que avanzan (hacia su meta primero y después hacia el campamento base) se ven envueltos en la lucha con la inmensidad blanca e inhóspita, donde algunos se aventuran sin experiencia, pero con la ilusión común de emprender el viaje de sus vidas.
miércoles, 24 de octubre de 2018
El diablo dijo no (1943)
lunes, 22 de octubre de 2018
Cartesius (1974)
<<Tan pronto como la edad me permitió salir de la sujección de mis progenitores, abandoné por completo el estudio de las letras. Y resolviéndome a no buscar otra ciencia que la que podría encontrar en mi mismo o en el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar, en ver cortes y ejércitos, en frecuentar gente de humores y condiciones diversos, en recoger experiencias distintas, en probarme yo mismo en las ocasiones que la fortuna me proporcionaba y en hacer en todo momento tal reflexión sobre las cosas que se presentasen que pudiese sacar de ellas algún provecho>>*. En esta confesión, Descartes nos aclara varias cuestiones, entre ellas su individualidad, su inquietud y su necesidad de encontrar respuestas lógicas a sí mismo y a cuanto le rodeaba, verdades que se ajustasen a su razonamiento metódico. Para alcanzar el conocimiento verdadero, el filósofo y matemático francés creó el método cartesiano, aunque, en realidad, su método implicaba un conocimiento subjetivo e imperfecto del ser y del universo. No obstante, esta imperfección nos abrió a un nuevo mundo, a nuevas preguntas y a nuevas e hipotéticas explicaciones, a una nueva era del pensamiento humano, durante la cual se introducía la subjetividad (el método cartesiano) como vía de acceso al conocimiento universal. <<Mi designio se limitaba a tratar de reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno enteramente mío>>*, pero su designio puso fin a dos mil años de no plantearnos nada. Salvo las interpretaciones del platonismo y del aristotelismo llevadas a cabo por Agustín de Hipona, Avicena, Averroes, Alberto Magno o Tomás de Aquino, desde la Antigüedad, el pensamiento filosófico se encontraba estancado y pocos fueron quienes intentaron nuevos enfoques que rebatieran el aristotelismo de Aquino asumido por la Iglesia como válido. Fueron los siglos de escolástica que concluyeron con Descartes, cuyo cartesianismo significó el primer paso en la modernización del pensamiento filosófico, aunque bien es cierto que nada de todo eso habría sido posible sin el Renacimiento, sin la imprenta, sin Erasmo y el Humanismo, sin Miguel Servet, Copérnico, Giordano Bruno, Bacon o sin Galileo. Sin embargo, encontramos en Descartes al primer filósofo moderno, una mente inquieta que, lejos del escepticismo, planteaba dudas como un medio y no como un fin, pues desde ellas introduce su método racional y encuentra respuestas que considera indudables. Su búsqueda de la verdad encajaba en las intenciones didácticas de Roberto Rossellini, quien, hacia el final de su carrera, había hallado en la televisión el medio que le permitía continuar desarrollando un tipo de cine de investigación, que escapase del espectáculo y de la mediocridad y entrase de lleno en un plano antropológico que recorría algunos momentos de la historia humana a través de personajes reales como Sócrates, Agustín de Hipona, Blaise Pascal o Descartes. <<Nuestra especie, tan rica, se ha vuelto muy pobre. Y yo intento hacer algo para reencontrar esta riqueza, mostrando las cosas de una forma que deje siempre la posibilidad de una interpretación individual>>**. Al igual que Descartes, también Rossellini buscaba verdades, él mediante sus películas, de ahí que adquiera lógica que Descartes o Sócrates (y el tiempo que les tocó vivir) fuesen los protagonistas absolutos de dos de sus telefilms. Si el ateniense buscaba el conocimiento desde la certeza de la ignorancia ("solo sé que no sé nada") que le permitía razonar con lógica, el metafísico francés tomó el testigo tras concluir sus estudios y encontrarse <<embarazado de tantas dudas y errores que me parecía no haber conseguido, tratando de instruirme, otro provecho que el descubrir más profundamente mi ignorancia>>*. La ignorancia en Descartes genera la duda y esta le obliga a encontrar explicaciones racionales de todo aquello que le fuese cuestionable. Si tomamos su célebre <<pienso, por lo tanto existo>>*, primero se plantea a sí mismo y esto le conduce a la certeza de que si puede pensar existe un alma pensante y por lo tanto acepta haber encontrado la primera respuesta verdadera: la de su existencia, la del ser racional, aunque imperfecto le sirve para demostrarse el alma humana (el pensamiento) y posteriormente la existencia de la sustancia perfecta (para él, Dios) de la cual nunca duda. Esto que en la actualidad puede sonar simple, no lo fue en su momento, porque dicha respuesta, la de su pensamiento individual, le abre la vía hacia el conocimiento racional sobre la cual construyó su filosofía y sobre la cual se cimentó la filosofía moderna. Este es el personaje que Rossellini tomó como excusa para desarrollar el didactismo que impera en Cartesius (1974), un didactismo que no pretende demostrar ni seducir, sino mostrar la búsqueda de un hombre metódico decidido a encontrar su propio conocimiento, y con este ofrecerse explicaciones indudables a cuestiones hasta entonces aceptadas como universales inmutables o dogmas divinos por la mayoría de sus contemporáneos.
**Rossellini, Roberto. Entrevista con Filmcrítica mayo-junio 1976.
sábado, 20 de octubre de 2018
David O. Selznick. "Algo más grande"
Filmografía parcial
El malvado Zaroff (The Most Dangereous Game; Irving Pichel y Ernest B. Shoedsak, 1932)
Nota de divorcio (A Bill of Divorcement; George Cukor, 1932)
Hollywood al desnudo (What Price Hollywood?; George Cukor, 1932)
Ave del paraíso (Bird of Paradise; King Vidor, 1932)
Secret of the French Police (A. Edward Sutherland, 1932)
The Penguin Pool Murder (George Archainband, 1932)
The Half-Naked Truth (Gregory LaCava,1932)
No Other Woman (J.Walter Ruben, 1933)
The Past of Mary Holmes (Harlan Thompson, Slavko Vorkapich, 1933)
The Cheyenne Kid (Robert F. Hill, 1933)
Topaze (Henry d'Abbadie d'Arrast, 1933)
Lucky Devils (Ralph Ince, 1933)
The Great Jasper (J. Walter Ruben, 1933)
Our Better (George Cukor, 1933)
King Kong (Merian C. Cooper, Ernest B. Shoedsack, 1933)
Christopher Strong (Dorothy Arzner, 1933)
Scarlett River (Otto Brower, 1933)
Sweeping (John Cromwell, 1933)
Cross Fire (Otto Brower, 1933)
Cena a las ocho (Dinner at Eight; George Cukor, 1933)
Vuelo nocturno (Night Flight; Clarence Brown, 1933)
Meet the Baron (Walter Lang, 1933)
Dancing Lady (Robert Z. Leonard, 1933)
Viva Villa! (Jack Conway, 1934)
Manhattan Melodrama (W. S. Van Dyke, 1934)
David Copperfield (George Cukor, 1935)
Vanessa, Her Love Story (Willam K. Howard, 1935)
La indómita (Reckless; Victor Fleming, 1935)
Anna Karenina (Clarence Brown, 1935)
Historia de dos ciudades (A Tale of Two Cities; Jack Conway, 1935)
El pequeño Lord (Little Lord Fauntleroy; John Cromwell, 1936)
El jardín de Alá (The Garden of Allah; Richard Boleslawski, 1936)
Ha nacido una estrella (A Star Is Born; William A. Wellman, 1937)
El prisionero de Zenda (The Prisioner of Zenda; John Cromwell, 1937)
La reina de Nueva York (Nothing Sacred; William A. Wellman, 1937)
Las aventuras de Tom Sawyer (The Adventures of Tom Sawyer; Norman Taurog, 1938)
The Young in Heart (Richard Wallace, 1938)
Made for Each Other (John Cromwell, 1938)
Intermezzo (Gregory Ratoff, 1939)
Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind; Victor Fleming, 1939)
Rebeca (Rebecca; Alfred Hitchcock; 1940)
Since You Went Away (John Cromwell, 1944)
Te volveré a ver (I'll Be Seeing You; William Dieterle, 1944)
Recuerda (Spellbound; Alfred Hitchcock, 1945)
Duelo al sol (Duel in the Sun; King Vidor, 1946)
El proceso Paradine (The Paradine Case; Alfred Hitchcok, 1947)
Jennie (Portrait of Jennie; William Dieterle, 1948)
El tercer hombre (The Third Man; Carol Reed, 1949)
Estación Termini (Stazione Termini; Vittorio de Sica, 1953)
Adiós a las armas (A Farawell to Arms; Charles Vidor, 1957)
viernes, 19 de octubre de 2018
Red Army (2014)
jueves, 18 de octubre de 2018
Las noches de Cabiria (1957)
La idea de Cabiria se presentó en la mente de Federico Fellini cuando este trabajaba con Roberto Rossellini en El amor (L'amore, 1947). De hecho, la idea persistió y Fellini introdujo un esbozo fugaz del personaje en la nocturnidad de El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952). En la vida de aquella prostituta de buen corazón había una historia y, consciente de ello, tiempo después, en compañía de sus habituales Tulio Pinelli y Ennio Flaiano, Fellini elaboró el guión de Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957). Cabiria es un personaje cuya humanidad, ensoñación e ingenuidad le permiten sobrevivir a las numerosas vejaciones de las que es víctima (su sonrisa así lo confirma). Agredida por su novio, que la arroja al río tras robarle el bolso, humillada por el famoso actor que la encierra en el baño de su lujosa mansión mientras se reconcilia con su amante, abandonada por un cliente en la desolada Via Appia Antigua donde se produce su encuentro con "el hombre de la bolsa" que socorre a los indigentes o hipnotizada por el mago que la obliga a desvelar sus anhelos y su inocencia ante un público que disfruta insultándola, como la Gelsomina de La strada (1954), Cabiria (Giulietta Masina) es otra mujer de extrema pureza golpeada por la vida. Solitaria y engañada por los hombres, sueña con abandonar su modo de vida mientras recorre las calles y los suburbios donde al inicio del film es salvada de morir ahogada. En ese instante conocemos a la pequeña prostituta que ya se había dejado ver en El jeque blanco y el mundo al que pertenece, al cual regresa empapada, desengañada y decepcionada. ¿Cuántas veces van? Seguramente ya ni se acuerda de las ocasiones que ha sufrido y que ha vuelto a recomponerse para continuar transitando por un entorno marginal que podría ubicar al film dentro del neorrealismo. Pero nada más lejos de la intención de Federico Fellini, quien tiempo atrás ya se había decantado por una veracidad distinta, más fantasiosa y personal. Cabiria mantiene relación con muchachos y muchachas del arroyo, que presentan similitudes con los retratados por Pier Paolo Pasolini en su novela Ragazzi di vita. Pero Fellini nada tiene que ver con Pasolini, aunque este participase en la película como asesor de diálogos, y pronto comprendemos que Las noches de Cabiria no retrata rostros ni la suciedad que los rodea, es la búsqueda imposible de alguien que sufre y que sueña con dejar de sufrir, y ese sueño nace de su inocencia y de la ingenuidad que apenas asoman durante su vagar romano. Cabiria vive de noche, trabaja de noche y esa noche se eterniza más allá del día en el que regresa de la muerte para introducirnos en su casa. Pues ella sí tiene techo, pagado con un trabajo que la mantiene dentro de la marginalidad en la que siempre ha vivido y en la que habla con sus compañeras mientras espera a clientes o a ser arrestada por la policía. Ese ambiente es su realidad, pero ella desea otra tras deambular por Via Veneto, durante un tiempo que anuncia el lujo y la decadencia de La dolce vita (1960), y sobre todo cuando camina por el descampado donde descubre las cuevas y los indigentes que las habitan. <<Haz que cambie de vida. Concédeme la gracia>>, pide a la virgen durante la peregrinación que congrega a una multitud que también implora por las suyas. Pero el milagro no se produce y, bajo los efectos del alcohol, asume que <<no hemos cambiado. No hemos cambiado ninguna. Todas seguimos como antes>>. A partir de ese instante, Fellini nos adentra en un cuento de hadas sin final feliz, sin un final que pudo ser trágico, con un final abierto a la sonrisa de una mujer a quien le han arrebatado mucho, pero en quien todavía pervive la fantasía, la luminosidad y la esperanza.
miércoles, 17 de octubre de 2018
La busca (1966)
lunes, 15 de octubre de 2018
La última etapa (1947)
El prestigioso cineasta Jerzy Kawalerowicz, por aquel entonces ayudante de dirección de Jakubowska, recordaba que <<la película se hizo de una manera muy realista, casi en las mismas condiciones que un documental. Participaron en ella varias mujeres que habían estado prisioneras en Auschwitz, por lo que se respiraba un ambiente genuino de un campo de concentración. La propia Jakubowska había estado prisionera en Auschwitz, y lo conocía bien>>*. Dicho conocimiento dio forma a las imágenes de esta cruda película que al tiempo es un recordatorio, un testimonio y un homenaje a las víctimas, mujeres que sufrieron las precarias condiciones, los maltratos y la muerte, mujeres como Marta (Barbara Drapinska), Eugenia (Tatjiana Gorecka) o Anna (Antonina Gordon-Gorecka), mujeres de distinta nacionalidad, credo o etnia que han sido arrestadas en las calles, en sus casas o en cualquier otro lugar. Esa fue la primera etapa del viaje, de ahí que el film se abra con una breve secuencia de redada callejera, y la ultima se encuentra en el campo de concentración donde Marta descubre el infierno que nunca habría imaginado posible, y sin embargo es real.
domingo, 14 de octubre de 2018
Los amantes de la noche (1947)
El cine negro estadounidense vivió su época dorada durante la década de 1940 y su mejor año fue 1947. Así lo corroboran Cuerpo y alma (Body and Soul; Robert Rossen), Retorno al pasado (Out of the Past; Jacques Tourneur), Senda tenebrosa (Dark Passage; Delmer Daves), El beso de la muerte (Kiss of Death; Henry Hathaway), Fuerza bruta (Brute Force; Jules Dassin) o Encrucijada de odios (Crossfire; Edward Dmytryk), entre otras películas fundamentales rodadas entonces. Pero también fue el año del Plan Marshall, del Plan Molotov, del inicio de la Guerra Fría, de la inestabilidad geopolítica que marcaría la segunda mitad del siglo XX, de la primera lista negra de Hollywood y del debut de Nicholas Ray con un título clave en la modernización del género. Los amantes de la noche (They Live by Night, 1947) es sin duda alguna un excelente debut para un cineasta que, como Orson Welles, gozó de libertad creativa para realizar su primer largometraje y, como aquel, se convirtió en un cineasta que nunca llegó a encajar dentro de la industria hollywoodiense. En su primer film, Ray demostró madurez y personalidad creativa al introducir constantes temáticas (soledad, violencia, búsqueda y rebeldía) que reaparecerían en posteriores trabajos y un personaje recurrente en su filmografía: el joven marginal y rebelde dentro de un sistema que lo empuja hacia la violencia y el desencanto, a la pérdida de su lugar y a la trágica búsqueda del imposible al que se aferra.
Lo dicho ya sería suficiente para destacar a Los amantes de la noche, pero el realizador poetizó la fatalidad en el romance de los dos enamorados protagonistas que, siguiendo la senda de Solo se vive una vez (You Only Live Once; Fritz Lang, 1937), abren el camino a las parejas de fugitivos de El demonio de las armas (Gun Crazy; Joseph H. Lewis, 1949), Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967) o Malas tierras (Badlands; Terrence Malick, 1973). Bowie (Farley Granger) y Keechie (Cathy O'Donnell) se rebelan contra su presente y comparten el suspiro de ilusión, inocencia y amor, inconscientes de no ser dueños de su trágico destino. Para ellos no existe la tierra prometida, solo ese destino sellado que inevitablemente los conduce hacia caminos transitados por la violencia y por la certeza de que persiguen un imposible, aunque este parezca factible en la primera secuencia, cuando la cámara de Ray interrumpe la intimidad de los amantes. Son dos jóvenes de quienes nada sabemos. Podrían ser como cualquier pareja, aunque no lo son, como descubrimos después de que el realizador los abandone y viaje al pasado para insertar el plano aéreo que observa un vehículo en fuga. Esta oposición de idilio y violencia será constante a lo largo de la película, pues la intimidad compartida es el estado deseado por los jóvenes y la brutalidad es la realidad a la que se ven empujados por fuerzas externas que no pueden manejar: los dos socios de Bowie, las delaciones de personas derrotadas como el padre de Keechie (Will Wright) y Mattie (Helen Craig), la irregularidad en el juicio que condenó al muchacho cuando tenía dieciséis años o la prensa que lo convierte en el enemigo público número uno.