sábado, 28 de diciembre de 2019

Efectos secundarios (2013)



Los fármacos forman parte de la cotidianidad de las sociedades más industrializadas, como también lo forman las farmacias que, prácticamente, pueden encontrarse a la vuelta de la esquina de cada calle de cualquier pequeña o gran ciudad. Los estimulantes, los ansiolíticos, los antidepresivos,... o una simple aspirina se consumen a diario. Son vías de escape al dolor, a distintos traumas o a la aflicción que, aún siendo natural frente a la pérdida, desequilibra la armonía de quienes la padecen. Pero ¿son realmente necesarios o eficaces? ¿A quién benefician? ¿Al consumidor o al fabricante? ¿A ambos? ¿Habla de esto Steven Soderbergh en Efectos secundarios (Side Effects, 2013)? ¿De los efectos de los fármacos, de los beneficios económicos que reportan o de la necesidad de no padecer y acceder al bienestar inmediato, quizás, al engaño del bienestar? En realidad, no creo que Efectos secundarios busque respuestas a estas o a otras preguntas relacionadas con posibles efectos indeseados del consumo masivo y abusivo de medicamentos. Sus intereses caminan en otro sentido. Se decanta por el engaño, como vía de acceso a metas propuestas, sin tener en cuenta los daños colaterales. ¿De eso trata? ¿De engaños? El propio título puede llevarnos a uno, puesto que parece apuntar hacia las reacciones que Emily Taylor (Rooney Mara) sufre como consecuencia del consumo del antidepresivo que le receta su psiquiatra, Jonathan Banks (Jude Law). Sin embargo, los efectos son los que el doctor sufre a raíz de la muerte de Martin Taylor (Channing Tautum), a quien, supuestamente, Emily acuchilla bajo los efectos de la sustancia química con la que pretende controlar las reacciones de su psique frente a su depresión y ansiedad. Pero un buen principio no implica un buen final, tampoco un buen desarrollo de la historia narrada entre ambos polos. En cierta medida, esto puede aplicarse a la propuesta de Soderbergh, que pierde parte de su atractivo tras la muerte de Martin. Hasta ese instante, el realizador plantea una realidad y la desarrolla desde la apariencia crítica que se diluye en beneficio de la intriga en la que se sumerge avanzado el metraje.


La primera parte de
Efectos secundarios se acerca a los fármacos, a los intereses empresariales y también a los desequilibrios psíquicos que afectan a Emily Taylor, cuyo estado depresivo apunta a su relación individuo-sociedad (de consumo). Sin embargo, cuanto Soderbergh plantea hasta la muerte de Martin desaparece para dar paso al suspense, que prima desde entonces, aquel que se abre ante el doctor y amenaza engullirlo. Es su pérdida de bienestar, aquel que ha sentido al lado de su mujer, en su trabajo en una floreciente clínica de psiquiatría o recibiendo cheques de farmacéuticas que lo contratan, para que dé el visto bueno a sus medicamentos experimentales; y dicha pérdida conlleva los efectos secundarios aludidos por el título, efectos que golpean su cotidianidad hasta el extremo de destruirla. De ese modo, pierde su puesto en la consulta, su reputación se resiente, su matrimonio se tambalea y pierde el control sobre su vida, que deja de ser segura y cómoda. La cotidianidad de Banks deja de serlo y se convierte en la obsesiva necesidad de recuperar lo perdido, de demostrar que ha sido víctima del engaño de dos mujeres que han ideado el crimen perfecto. Así, Efectos secundarios apunta dos películas: la que inicialmente es y no sigue siendo -pero que deja en el aire interrogantes sobre fármacos, industria farmacéutica, cobayas humanas y resto de consumidores-, y la que toma el relevo y se aleja de las farmacéuticas, de las depresión generalizada y de la experimentación química en pacientes como Emily, en definitiva, la película que acaba siendo y que se desarrolla en giros argumentales ya vistos, que apenas sorprenden o inquietan, aunque cumplen el objetivo de entretener, si bien no en todo su metraje, sí en buena parte, sobre todo gracias a la ambigua e inquietante identidad asumida por Rooney Mara en su papel de víctima y verdugo.



viernes, 27 de diciembre de 2019

Sin techo ni ley (1985)



En un mismo espacio geográfico y temporal pueden coincidir y coexistir varios mundos: los desconocidos o ignorados, los adaptados y acomodados, los fantaseados o los supuestos, el de bienestar de unos y el de estar de otros, pero también existe el a contracorriente que
Agnès Varda apunta en Sin techo ni ley (Sans toit ni loi, 1985). Este avanza contrario a otras realidades humanas que la cineasta descubre durante el errar de Mona (Sandrine Bonnaire). Son situaciones y vidas que distan del vagabundeo que Varda observa con su cámara, el cual introduce después de descubrir el cadáver de la joven protagonista en una zanja cualquiera de un lugar sin ubicar, más allá de que se trata de una zona rural francesa. Nada se sabe de Mona, salvo que ha muerto de causas naturales, posiblemente como consecuencia del frío al que estuvo expuesta. Los primeros minutos de Sin techo ni ley transitan por la pantalla a modo de documental, con varios gendarmes levantando el cadáver y preguntando a los vecinos. Ese tono de entrevista no desparece cuando la realizadora se pregunta quién fue la chica y retrocede en el tiempo para mostrar los últimos días de Mona, sucesiones de momentos que Varda reconstruye a partir de las opiniones y testimonios subjetivos de los hombres y de las mujeres que mantuvieron algún mínimo contacto con la fallecida. Se sabe que, con su mochila a la espalda, sin dinero en los bolsillos, indocumentada, sin techo ni ley, Mona vagabundea por el país, pero, más allá de esto, nada de lo expuesto responde a por qué lo ha dejado todo, ni qué ha dejado o si ha sido expulsada de un paraíso ficticio. Por saber, se ignora si huye de la sociedad o la rechaza, si es la sociedad la que le niega su pertenencia o es ella quien decide apartarse y caminar en sentido contrario. A medida que Mona camina en soledad y a contracorriente, las preguntas se acumulan, lo mismo que las historias de los distintos personajes con quienes apenas mantiene relaciones esporádicas. Estas personas nada saben de ella, salvo que se trata de una marginal —algunos de los entrevistados también lo son—, quizá por elección o debido a malas experiencias dentro del sistema al que no pretende regresar. Mona camina, hace autostop, se cobija donde puede, también bajo su tienda, y vuelve a caminar en sentido contrario al orden establecido, lo hace de derecha a izquierda en los travellings filmados por Varda. La cineasta no la juzga en su deambular, ni a ella ni al resto de individuos que le salen al paso. Sencillamente, la sigue y expone. Varda siente curiosidad por su protagonista, pero tampoco ella tiene ni pretende más respuestas que las que el público pueda darse. <<Una de las cosas que he filmado de las que estoy más satisfecha son esos doce travellings discontinuos, pero que a la vez están hechos y montados para que se perciba una continuidad>>.1 La cinécriture de Sin techo ni ley se construye sobre el interrogante quién es Mona y sobre <<esos doce travellings discontinuos>> que siguen los pasos de la joven, que deambula sin ataduras, quizá sin ilusiones ni esperanzas, sin rumbo, pero con un final marcado desde el inicio.


1.Agnès Varda, en Inma Merino. Agnés Varda. Espigadora de realidades y de ensueños. Colección Nosferatu nº 15. Donostia Kultura, San Sebastián, 2019

jueves, 26 de diciembre de 2019

East Side, West Side (1927)

Para quienes poseen nociones sobre la evolución cinematográfica, el nombre de Allan Dwan suena entre el de los grandes pioneros de Hollywood. Pero, al tiempo, el término "pionero" abarca mucho y poco. Mucho, porque indica que se trata de alguien fundamental en el desarrollo del cine; y poco, porque su obra puede sonar a reliquia del pasado o a resto arqueológico, y esto apunta a que sus películas quizá sean desconocidas para el público actual, generalmente más familiarizado con los David W. GriffithCecil B. DeMille, Charles Chaplin, King Vidor o John FordDwan inició su aventura cinematográfica en 1911 y, desde entonces, su afán por hacer películas marcó su ritmo y su rumbo profesional. Su filmografía supera los cuatrocientos títulos y, los que he visto, reafirman la idea de que contempló la obra de un realizador que parece decir "voy a hacer una película entretenida y sencilla en su apariencia". No es fácil alcanzar la sencillez ni ofrecer entretenimiento, pero Dwan logró ambos, tanto en sus producciones silentes como en las sonoras, muchas de las cuales fueron rodadas en precarias condiciones, aunque con el talante del iluso que no se rinde ante las dificultades, que acepta el reto y sale airoso. Claro está, en su obra fílmica las hay mejores y peores, también hay cabida para grandes títulos e incluso para aquellos que, como puedan serlo Robin Hood (1922) o Ligeramente escarlata (Slightly Scarlet, 1956), considero indispensables. Ninguna de sus películas, al menos de las que tengo conocimiento, llevan a engaño, puesto que Dwan, cineasta honesto e intuitivo, rodaba con igual entrega un film A, B o Z. Lo suyo no era alardear de talento, era buscar y dotar de fluidez y de agilidad las imágenes de sus producciones. Y estas hablan de alguien que hacía cine y amaba el cine, de alguien cuyas ganas de filmar lo llevó, en ocasiones, a transgredir, a ir allí donde otros apenas se asomaban y a hacer real su deseo de rodar, que mantuvo vivo hasta 1961, año de su último largometraje. East Side, West Side (1927) es un ejemplo de su buen hacer tras las cámaras. En ella empleó el humor, el melodrama o los espacios urbanos y los mezcló con su sencillez expositiva, dando forma a la disyuntiva entre el lado este y el lado oeste, referidos por el título y que remiten a la elección que se presenta ante John Breen (George O'Brien). El protagonista de la historia anhela construir algo que perdure, quizá algo que deje huella de su paso por la historia, pero, sobre todo, es la imagen del individuo anónimo que pretende el sueño americano y del hombre dividido entre dos mundos, dos mujeres y dos orillas opuestas. Como chico del río, que separa tanto las clases sociales como los espacios físicos terrestres, su origen fluvial le depara que ni pertenezca al lado oeste ni al este de la ciudad, al tiempo, su desubicación le posibilita que pueda elegir entre ambos. Al inicio, John contempla los edificios neoyorquinos desde la barcaza, su hogar, donde vive con su madre (Jean Armor) y su padrastro (William Frederic). Esta introducción explica que siempre ha vivido sobre las aguas del East River, en el transporte de ladrillos que hace las veces de vivienda, hasta que se produce el accidente que provoca el hundimiento de la embarcación y el ahogamiento de su familia. Así, nadando y saliendo de las aguas, pisa el asfalto con el que habría soñado, la tierra firme que le permitirá construir su propio camino. Sin embargo, como cualquier búsqueda, la de John no resulta sencilla y lo llevará por varias etapas: desde el hundimiento de la barcaza hasta que alcanza su meta, que no es material, sino ideal, así como establece su relación definitiva con Becka (Virginia Valli), la chica del East Side que, en la primera parte del film, miente y lo abandona para no entorpecer el ascenso del hombre a quien ama. Muchas historias cinematográficas dejarían de serlo, si sus protagonistas expusieran sus perspectivas, sus sentimientos, sus intenciones y sus ideas sobre el otro. Pero Becka calla tras aceptar las palabras de Pug Malone (J. Farrell Macdonald) y da el paso que depara la distancia entre ambos. Lo hace por amor, por generosidad, por dejar vía libre a John, para que pueda irse al West Side y triunfar. Seis meses después, el héroe trabaja en el subsuelo neoyorquino e inicia su noviazgo con Josephine (June Collyer), la niña rica y altiva, cuya ambición se opone a la generosidad de Becka. Igual que las orillas del río, ambas mujeres son opuestas, salvo en el deseo carnal que John despierta en ellas, y ellas en el emprendedor que busca su lugar y su sueño. East Side, West Side es un título que apunta la herencia híbrida del protagonista, hijo de padre millonario y madre de clase trabajadora, por tanto, apunta la situación en la que se encuentra, a los dos mundos que se abren ante él, aunque inicialmente ignorando las características de ambos. Solo sabe que ya no tiene nada, salvo un padre (Holmes Herbert) que abandonó a su madre, porque la familia paterna se interpuso a un matrimonio que su posición social no podía permitir. Por ese motivo, John no duda cuando responde que <<lo mataría>>, pues ignora que está expresando su ira ante Gilbert, el amigo y mentor -en realidad, es su padre- a quien conoce durante su etapa de boxeador. La ausencia de la figura paterna, la llena con la presencia de Gilbert van Horn, quien lo anima y apoya en sus estudios de ingeniería, para que, finalmente, acaricie el cielo, el ideal que Dwan expone sin tiempos muertos ni altibajos que rompan el ritmo del melodrama y de realidad social -e histórica, al introducir el desfile en honor al aviador Charles Lindbergh y las escenas del hundimiento del Titanic- que se combinan durante buena parte de la trama.

domingo, 22 de diciembre de 2019

Os fenómenos (2014)



La idea de cambio existencial aparece en
La noche que dejó de llover (Alfonso Zarauza, 2008) como parte de la fantasía del protagonista, pero, su sueño, o ideal al que se aferra, no puede abandonar el espacio imaginario para cobrar forma real. Por contra, en Os fenómenos (2014), Zarauza posibilita que el personaje de Lola Dueñas evolucione respecto al dandi de su primer largometraje. Ella puede, porque tiene los pies en el suelo, y da el paso necesario para llevar su intención a la realidad. La idea que la empuja, no sería tan precipitada como aparenta ser, sino que habría sido meditada durante un periodo anterior, que no se verá en la pantalla. Cansada de vivir en la inestabilidad, Neneta viaja hacia su reinicio. Abandona a Lobo (Luis Tosar), con quien comparte una vida errante, y, sin detenerse ni mirar atrás, conduce desde Cabo de Gata (Almería) hasta un municipio en la zona de Ferrol (Galicia). Son dos extremos geográficos y, en la mente de esta mujer, también son antagónicos. El primero es el presente que necesita convertir en pasado, el segundo se le antoja como el pasado abandonado tiempo atrás, que no pretende recuperar, aunque sí utilizar como la base sobre la cual cimentar su futuro. En su intento, Neneta regresa con su bebé a su pueblo natal, lo hace en la furgoneta que le sirve de vivienda y que, hasta entonces, había compartido con el hombre a quien, aún queriendo, abandona. En la villa marinera, se produce su reencuentro con su madre (Patricia Vázquez), que le cierra la puerta del hogar, gesto que informa de la ruptura entre ambas, al tiempo que apunta circunstancias pretéritas que las ha distanciado. Pero se omiten, pues no hace falta hablar de ellas ni forzar la reconciliación, acercamiento que se produce gracias al bebé, cuya presencia reestablece el lazo materno-filial. Neneta necesita dotar de estabilidad a su vida y, para ello, precisa dinero y, para conseguirlo, debe encontrar un empleo. El único que consigue es de peón en la construcción, pero el mundo del ladrillo se presenta ante ella lleno de irregularidades e ilegalidades. Se paga en A y en B y se contrata inmigrantes sin legalizar su situación, lo cual conlleva el estado de alarma que los obliga a ocultarse cuando amenaza una inspección laboral. Mientras, los días, las semanas, los meses transcurren, y ella se mantiene firme en su intención. Se adapta al espacio, donde destaca por su entrega y su iniciativa, recupera su relación con Furón (Juan Carlos Vellido) y sobrevive a un medio primero hostil y luego cotidiano. Sobrevive al rechazo que implica ser mujer en un oficio hasta entonces de exclusividad masculina, supera sus problemas familiares o cree transformar la ilusión en realidad, cuando, avalada por la casa materna, pide un crédito bancario y compra su propio piso, construido a prisa y con materiales de baja calidad.


La intimidad de Neneta y el entorno,  físico y humano, que la rodea fluyen de forma natural en la propuesta de Zarauza, una propuesta en la que el cineasta no esconde su postura, ni su simpatía hacia el grupo de peones en el que desarrolla la amistad entre la protagonista y varios compañeros —Balboa (Miguel de Lira), Avelino (Gonzalo Uriarte), Josué (Xúlio Abonjo) y Curtis (Xosé A. Touriñán)—, que confieren mayor atractivo y autenticidad local al film. Ellos son los trabajadores a quienes el empresario Barreiro (Alfonso Agra) califica de "fenómenos" cuando les entrega su salario, pero lo dice porque los explota sin recibir quejas y le reportan beneficios económicos. <<Vosotros seguid así, que sois unos fenómenos! ¡Unos fenómenos!>>, exclama antes de que la crisis se cebe con los más débiles; es decir, con los obreros-fenómenos que verán desaparecer cualquier promesa de estabilidad y de bienestar. Ese momento llega, y con él lo hacen los despidos, los impagos y, finalmente, la carestía económica que impide la continuidad a los "pequeños" sueños de trabajadores como Neneta o Josué. El plano con el que Zarauza se distancia y se despide de su protagonista parte de la terraza de Neneta. Es un plano del personaje, que mira hacia el exterior físico y hacia su interior: hacia el pasado, que se va, hacia el presente, en el que se encuentra, y hacia la incertidumbre que se abre ante ella. La cámara se aleja y amplia el encuadre, hasta observar las terrazas de los apartamentos contiguos y sus respectivos carteles de se vende. En ese instante, no se muestra un conjunto vacío de viviendas, se enfoca el final de la estabilidad que, al inicio, la protagonista pretende hacer real. Entonces, la realidad no la impide, pues aquella inestabilidad pretérita nace de dudas e intenciones existenciales, y difiere de la actual -de carácter más económico- contra la cual tendrá que seguir luchando en una batalla que, a pesar de las décadas que las separa, guarda relación con la dignidad y la idea de bienestar que precipitaron la migración del obrero de La piel quemada (José María Forn, 1966).

jueves, 19 de diciembre de 2019

Sonrisas de una noche de verano (1955)


Cine y teatro, los dos medios de expresión artística más frecuentados por Ingmar Bergman, se equilibran con soltura y gracia en Sonrisas de una noche de verano (Sommarnattens Leende, 1955). Pero, a pesar de los muchos atractivos de esta comedia sobre en el amor y sus interpretaciones, no la incluiría entre los títulos más personales de Bergman, aunque, en su momento, sí fue vital para su futuro cinematográfico. Tras varios fracasos comerciales, que no artísticos, como corrobora la magistral Noche de circo (Gycklarnas afton, 1953), el realizador sueco necesitaba el respaldo de la taquilla y, para conseguirlo, aceptó llevar a la pantalla <<una comedia romántica>> que, con acierto, combina teatralidad, en sus situaciones y personajes, y soltura cinematográfica, en el uso de los encuadres y en los suaves movimientos de la cámara —que, por ejemplo, sigue el caminar de Desirée (Eva Dahlbeck) y Fredrik (Gunnar Björnstrand) a la vera del canal y se detiene en el reflejo de ambos sobre el agua. Ambos confieren a la película su esencia fílmica, pero son los diálogos los que conceden el encanto, la picardía y ambigüedad a los triángulos amorosos que Bergman establece entre sus protagonistas, y que enlaza unos con otros por alguno de sus vértices.


Si bien Sonrisas de una noche de verano carece de la intimidad y del afán transcendente de otras producciones de Bergman, el realizador fue fiel a sí mismo, a sus temas, aunque los minimizó y frivolizó a partir de los distintos comportamientos de sus personajes. Bergman era consciente de que no hay mayor reconocimiento y rechazo que los propios, pero también que el reconocimiento externo en el cine se antojaba vital para dar continuidad a sucesivos proyectos, más aún, si uno pretendía hacerlo con un grado de libertad que permitiese realizar obras personales. Sin dicho respaldo, un buen número de películas habrían ido a parar al cajón o al olvido. Y sin dicho reconocimiento, incluso un cineasta de su talla quizá nunca hubiera sido el creador que hoy conocemos. Los inicios de Bergman en la dirección no auguraba que en 1955 se convirtiese en una figura a nivel mundial. Ni él lo sospechaba, como tampoco imaginaba que Sonrisas de una noche de verano sería galardonada en el festival de Cannes, con un premio creado precisamente para premiarla. La noticia de que había ganado en el prestigioso certamen fue una agradable sorpresa, pero, sobre todo, fue un empujón moral y profesional que se produjo cuando más lo precisaba. Ese momento marcó un punto de inflexión en su carrera, un instante que le permitió encarar el futuro con mayor seguridad, al tiempo que reducía las presiones externas. De hecho, gracias al éxito de esta espléndida comedia, la Svensk Filmindustri dio el visto bueno al guion de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1956), pero esa es otra historia.


Aunque Sonrisas de una noche de verano nació de una necesidad material, no desentona dentro de la obra de Bergman, que introdujo en ella sus ideas. Y aquello que toma apariencia de ligereza, en los enredos de pareja o triángulos, esconde reflexiones sobre las relaciones entre hombres y mujeres, entre padres e hijos, entre clases sociales o entre las distintas interpretaciones del amor. Pero, ¿qué es el amor? ¿Un sentimiento que engloba deseo, pasión, egoísmo, ideal, engaño, frustración, celos, erotismo, posesión,...? Sí, si se combinan las ideas de los protagonistas, a quienes se observa en un ambiente burgués, frívolo y ligero en apariencia, dominado por la imagen, por los deseos, reprimidos en Henrik (Björn Bjelfvestam), y por otros que no pueden reprimirse. Pero también es el entorno que el realizador caricaturiza, al tiempo que respeta y le concede cierta solemnidad. Los personajes que campan por el film son eso, personajes, alejados de la complejidad persona-espectro-reflejo, pero en ellos existe mayor profundidad emocional de la que puede apreciarse a nivel superficial. Cada uno vive su conflicto, y este condiciona sus comportamientos, así como marca las diferentes relaciones que establecen entre miembros de la misma o de diferente clase social. Fredrik, abogado de mediana edad, asegura estar enamorado de Anne (Ulla Jacobsson), su joven esposa, con quien no mantiene relaciones sexuales, a la espera de que el amor madure en ella. Él tiene una idea del amor que difiere de la idealizada por Henrik, el hijo nacido de su anterior matrimonio. Apenas es un adolescente, desorientado por la pasión que siente por su madrastra, de su misma edad, una pasión novedosa que intenta comprender y satisfacer con Petra (Harriet Andersson), la doncella. Mientras tanto, Desirée, actriz teatral, liberada de prejuicios, inteligente, manipuladora y enamorada de Fredrik, mantiene relaciones con el conde Malcolm (Jarl Kulle), otro hombre casado y celoso de que su amante pueda engañarle con otro, en este caso con el abogado. El conde exige respeto y dignidad, se queja de la falta de moral de otros, pero, en realidad, lo que exige es que se cumpla su capricho y, en un primer momento, dicho capricho no incluye a Chalotte (Margit Carlqvist), su mujer. Ella vive en la aparente indiferencia que le producen las infidelidades del marido, sin embargo, resulta todo lo contrario; vive en la frustración. Tanto hombres como mujeres callan, pero todos buscan algo, aunque son incapaces de asumirlo y, por tanto, no logran liberarse de la máscara. Básicamente, el entorno expuesto por Bergman vive entre la mentira, el capricho, el deseo, la infelicidad y la búsqueda de su contrario, la búsqueda del amor y de la felicidad que no saben donde se encuentran, salvo Desirée, quizá la imagen opuesta de Henrik, cuyo enamoramiento de su virginal madrastra, al que esta corresponde con gestos y reproches, lo distancia de su padre mientras su ideal de amor lo lleva al límite de sus fuerzas.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

La chica que saltaba a través del tiempo (2006)

Algunos viajes cinematográficos, en particular, los protagonizados por adolescentes y los que se producen a través de saltos temporales, reaparecen en el cine como metáfora de aprendizaje y de maduración personal. Los personajes que se aventuran en lo desconocido, evolucionan tras superar las distintas trabas, miedos, conflictos e indecisiones que asoman durante su recorrido, el cual les posibilitará encarar el nuevo periodo que, tras completar su aventura, se abrirá ante ellos; les permite asumir ese presente que, por otra parte, quedará fuera de la pantalla. Estos viajeros parten de un estado inicial, en el que prevalece su actitud inmadura y egoísta, y concluyen en aquel otro donde se confirma el cambio, instante en el que alcanzan la comprensión y el valor necesarios que les permite enfrentarse a las decisiones que han ido retardando. Makoto, la protagonista de La chica que saltaba a través del tiempo (Toki o Kakeru Shôjo, 2006), encaja en esta descripción, como también sucede con otros personajes que asoman en posteriores animes de Mamoru Hosona: los dos hermanos de Niños lobos (Ookami Kodomo no Ame to Yuki, 2012) o el aprendiz y el supuesto maestro de El niño y la bestia (Bakemono no Ko, 2015). Se podría decir que el cineasta enfrenta a estos personajes infantiles a experiencias y disyuntivas que los confunden, pero que inevitablemente tendrán que encarar. En un primer momento, Hosona muestra a Makoto en exceso infantil y, como tal, en su comportamiento priman el egoísmo y la irresponsabilidad. De manera inconsciente, esa es su forma de decir que todavía es una niña, o que intenta retener su adolescencia. De ahí que evite decidir que hará después de abandonar el instituto, adonde siempre llega tarde, pero donde se encuentra cómoda, pues se trata de su medio natural, que conoce y le agrada. Allí ha establecido lazos de amistad, aquellos que, sobre todo, le unen a sus dos compañeros de juego. En ese entorno se siente segura, protegida y no necesita plantearse la frase escrita en la pizarra del aula: <<el tiempo no espera a nadie>>. Así, sin pensar en las prisas temporales, acude al campo de baseball, saborea flan, cuando regrese al pasado, o bromea con sus amigos. En definitiva, es feliz ante la ausencia de responsabilidades, de las que huye en determinados momentos de la película. Pero, a parte del inevitable paso de niña a mujer de Makoto, La chica que saltaba a través del tiempo introduce entretenimiento y humor para realizar su retrato de la adolescencia desde el tránsito existencial que la protagonista pretende retrasar, o que contempla desde la distancia, como si fuera una posibilidad que pudiese rechazar. En su cotidianidad hogareña, en el instituto o en el campo de baseball donde práctica en compañía de Chiaki y Kosuke, nada perturba el orden al que está acostumbrada, salvo algunas minucias que la fastidian. Pero todo cambia al enfrentarse a su propia muerte, la cual no se produce gracias a que, sin saber cómo, ha saltado en el tiempo. Esta circunstancia introduce el caos en su mundo, hasta entonces tranquilo, aunque su cambio no se produce de forma inmediata. La mayoría de sus posteriores retrocesos en el tiempo reafirman su negativa a avanzar. No obstante, los saltos al pasado, también precipitan pasos hacia adelante, pasos que, en principio, ella ignora, pero que la llevan hacia la comprensión, la generosidad, el esfuerzo y, finalmente, a la aceptación de responsabilidades y sentimientos; dicho de otro modo, alcanza y acepta su madurez. A lo largo de su proceso vital, descubre aspectos y circunstancias personales, otras ajenas a ella, que tampoco había contemplado, pero que asume en su contacto con el entorno que altera a medida que, empleando una tecnología que desconoce, salta en el tiempo. El cómo la emplea señala los pasos recorridos. Inicialmente, la usa para fines inmediatos: cantar en el karaoke, tomar el flan que su hermana ha comido en el presente o retroceder en el tiempo para evitar enfrentarse al instante durante el cual Chiaki le pregunta si quiere salir con él. Esos momentos que se repiten, y que a ella contrarían y distancian de su amigo, agudizan su conflicto interno, que opone su deseo de no enfrentarse a la realidad con su negativa a reconocer la inevitabilidad del tiempo, reconocer el fin de ese periodo en el que Chiaki solo sería un amigo y no el joven de quien se ha enamorado. A medida que se suceden los saltos, Makoto aprende allí donde antes no quería hacerlo. Descubre que su comportamiento y sus decisiones afectan al resto, así que allí donde observa sufrimiento o abusos, intenta cambiarlos, o regresa al pasado para borrar decepciones y hacer reales las ilusiones ajenas. Ese tránsito, que va del egoísmo a la generosidad, se produce sin apenas manifestarse exteriormente, quizá por ello, tampoco se fije en que sus saltos se agotan y que solo podrá caminar hacia adelante, hacia el futuro o el nuevo presente para el que ya estaría preparada. 

lunes, 16 de diciembre de 2019

Los farsantes (1963)


En su momento, las películas neorrealistas no encontraron acomodo en las pantallas españolas, tampoco fueron bien acogidas por las autoridades, puesto que era un tipo de cine que no les convenía exhibir y, consecuentemente, sus estrenos se minimizaron o se produjeron a destiempo. Pero la limitada exhibición comercial de los títulos del neorrealismo italiano estrenados en España no afectó a los jóvenes alumnos de la escuela de cine, por aquel entonces conocida como IIEC, que tuvieron conocimiento y acceso a ellas. Así, viendo copias de films como Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette; Vittorio De Sica, 1948), se dejaron condicionar y sorprender por el neorrealismo. Pongamos que, entre otras obras cinematográficas, les abrió los ojos al “realismo cinematográfico” como medio para modernizar la cinematografía española y, en la medida de lo permitido, introducir su crítica a la sociedad nacionalcatólica y la dictadura franquista. Fue una ilusión o una gesta quijotesca que, en ocasiones, y pese a las muchas dificultades a superar, cobró cuerpo en la pantalla. El problema, no era tanto el producir la película, era cómo salvar la censura o lograr una distribución adecuada dentro del circuito comercial. Pero esto último fue infrecuente, lo cual deparó que las películas españolas de influencias neorrealistas apenas se dieran a conocer entre el público español, debido a sus malos estrenos comerciales y a la mínima permanencia en cartelera. Años antes de que los miembros del llamado Nuevo Cine Español dirigiesen sus primeros largometrajes, Bardem y Berlanga, punta de lanza de la mínima revolución cinematográfica que se inició en la década de 1950, ya se habían acercado al realismo en Esa pareja feliz (1951), lo mismo había hecho José Antonio Nieves Conde en la fundamental Surcos (1951). Posteriormente, Berlanga abogaría por la sátira coral y social, mientras que Bardem continuaría desarrollando entornos reales en la también satírica y costumbrista Felices pascuas (1954) y en el drama Cómicos (1954), título que, unido a la "corriente" de posguerra italiana y a films como el de Nieves Conde, <<una película que nos marcó mucho>>1, influiría en el debut de Mario Camus en la dirección de largometrajes.


La precariedad a la que Camus se enfrentó durante las primeras semanas del rodaje de Los farsantes (1963), hasta que el productor y también realizador Ignacio F. Iquino decidió confiar y ofrecer mayor apoyo al debutante, sería menos hiriente que aquella a la que expone a sus protagonistas. Las carencias vividas por los actores y actrices de la compañía itinerante de Francisco Moreno (José María Oviés) también tienen su origen en el presupuesto, que no tienen, en los medios técnicos, escasos, o en la censura, aunque, en su caso, no sería la política, sino la censura moral de "doñas Perfectas" e "Inocencios Penitenciarios" que habitan los pueblos de provincias donde, si les consienten, los artistas errantes ofrecen funciones teatrales en locales improvisados. Escrita por Camus y Daniel Sueiro, ambos habían colaborado con Carlos Saura en la escritura de Los golfos (1959), Los farsantes expone desde la crudeza y el realismo de sus imágenes las circunstancias vividas y sufridas por la troupe teatral en su itinerante tránsito por pueblos de provincias y durante su estancia en Valladolid, donde pasan la Semana Santa encerrados en una habitación. Sin alimentos y con los sonidos de los tambores de las procesiones de fondo, el encierro, los redobles y la inanición les afectan hasta el extremo de generarles el estado febril común, e incluso los estallidos de locura.

El grupo lo componen siete hombres y tres mujeres, entre quienes se establecen las distintas relaciones expuestas, las personales y las que se producen con el medio por donde transitan. Así se descubren personalidades varias, rencillas, atracciones, rechazos, desesperación, y los amoríos de tres parejas, aunque una de ellas, la de Tina (Margarita Lozano) y Rogelio (Fernando León), se convierte en triangular con la presencia de Avilés (Ángel Lombarte). <<Había tres relaciones, la de una joven pareja, la de una pareja madura y la de unos maricas>>.2 La homosexual apenas se deja notar en la pantalla, ya que su desarrollo fue prohibido por orden de la junta censora (e igual prohibió el estruendo de los tambores en pantalla). <<Me hicieron quitar un discurso sobre las relaciones amorosas y sobre unos homosexuales... aunque era algo muy discreto>>.3 <<La censura me destrozó el film. Desapareció todo lo referente a los maricas y además me obligaron a modificar el final>>.4 Aún así, el amor entre Currito (José Montez) y Vicente (Luis Torner) se intuye en los cuidados y en las caricias con las que el primero cuida y sosiega al segundo, cuando Currito, ante la falta de alimentos, enferma, delira, baila y se desmalla. Todos son condenados a la prisión del malvivir, a sufrir carestía y rechazo, a la mísera cotidianidad por donde transitan con su profesión de cómicos, mal entendida por los lugareños, que los juzgan o los humillan. No tienen hogar, solo la vieja camioneta con la que se desplazan de localidad en localidad en busca de una actuación que les produzca unas cuantas "perras", viven en la resignación, en la imposibilidad de acariciar cualquier seguridad económica o emocional y son conscientes de ello, son conscientes de que nada cambiará; así lo afirma la conclusión a la que, tras escuchar los felices augurios de Pancho Moreno, llega Justo (Luis Ciges): <<Mentira. Todo sigue igual. Por lo menos, no vamos a engañarnos>>.



1,3.Mario Camus en "Nuevos Cines" en España. Ilusiones y decepciones de los años sesenta (Ed. Carlos F. Heredero y Enrique Monterde). Institut Valencia de Cinematografia Ricardo Muñoz Suay, Valencia, 2003.

2,4.Mario Camus en Antonio Castro. El cine español en el banquillo. Fernando Torres, Editor, Valencia, 1974.

sábado, 14 de diciembre de 2019

Entre el ayer y el hoy: respecto al cine de ayer



<<Mañana, el cine de hoy parecerá tan sorprendente, sin duda, como lo son en nuestra época las bañistas de
Mack Sennett. ¿Esos films envejecidos exhalarán el mismo encanto? Indudablemente, soy mal juez. A cada uno su pasado. A cada generación le pertenecen algunos años sobre los que se mira más tarde para volver a encontrar la imagen de su juventud.>>1 René Clair afirma ser mal juez para expresar que es subjetivo, pero ¿quién no lo es? También habla del tiempo que le corresponde y apunta una definición de nostalgia, pero sus palabras no son definitivas, son suyas y no impiden pensar que pasado, presente y futuro presentan tal variedad de interpretaciones y de ideas que resulta imposible abarcar una mínima parte de ellas.


En la actualidad, al menos, dos tendencias generalizan y valoran qué ofrece el cine. Desde ellas se juzga si las películas de hoy son mejores o peores que las de ayer (y viceversa), aunque ninguna explica de manera convincente el por qué se rechaza este tipo o se abraza aquel otro, ni por qué se desprestigia o se ningunea el que ni siquiera ha sido visto por quienes ofrecen su opinión. Esta última opción habla sobre un tema concreto desde el desconocimiento absoluto de dicho tema. Las dos primeras son respetables, aunque incompletas y sospechosas de incurrir en errores, o quizá sea yo quien se equivoque cuando escribe que generalizar cualquier arte implica un alejamiento del propio arte. Siendo preciso, considero que englobar en un todo distintas creatividades, intenciones, épocas y miradas, impide ver semejanzas, diferencias, particularidades y, sobre todo, niega la creatividad y la personalidad del o de la artista, finalmente dos características claves a la hora de marcar distancias respecto a las obras de otros. La primera tendencia desprecia lo "viejo", la segunda minusvalora lo "nuevo", cuando, en realidad, ni lo viejo ni lo nuevo se repelen. Las formas y las técnicas narrativas primitivas fueron cambiando a medida que se inventaban, desarrollaban e influenciaban a la siguiente generación. Esto lo confirma el visionado de una película realizada en los orígenes del cine, cuando los
Lumiere, Alice Guy, Méliès, Filoteo Alberini, Ferdinand Zecca o Edwin S. Porter todavía desconocían las posibilidades y variantes formales, artísticas y comunicativas de las imágenes en movimiento, y su posterior comparación con las grandes obras del épico italiano de la primera mitad de la década de 1910 o con las producciones rodadas por Griffith a partir de El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1914). Fueron dos momentos cinematográficos distintos, pero conectados. Sin el primero no existiría el segundo, como tampoco sin este se produciría un tercero tras la Primera Guerra Mundial.


Por aquel entonces, como consecuencia del conflicto mundial, Hollywood había conquistado la hegemonía mundial, aunque la evolución cinematográfica se producía en diversos puntos del globo terráqueo. 
Lang, Murnau, Freund o Pabst en Alemania, en Suecia, StillerSjöström; en la Unión Soviética, Eisenstein, Vertov o Pudovkin; en Francia, Abel Gance o Louis Feuillade; en Hollywood, StroheimVidor, Ford o Chaplin... Era la década de 1920, un decenio durante el cual el cine avanzaba veloz hacia la quimera de su perfección visual, alcanzando cotas impensables veinte años atrás. ¿Qué tienen en común estos y otros indispensables como DwanFlahertyWalsh, Borzage, Lubitsch, DreyerKeaton, HitchcockDovzhenko, OzuRenoir...o el mismo Clair? La proximidad temporal, sus inicios durante el periodo silente y que son excepciones, además de ser cineastas excepcionales que desarrollaron los recursos cinematográficos, discurrieron alternativas ante las dificultades que les presentaba un lenguaje que, como cualquier lenguaje, ofrecía y ofrece posibilidades, ofrecía la posibilidad de imaginar y la de descubrir nuevos caminos. Ellos lo hicieron, caminaron y, durante su marcha, consiguieron que sus grandes películas rompiesen su anclaje temporal concreto; sin ser conscientes, consiguieron que fuesen grandes en cualquier época.


Con la llegada del sonido, hubo quien se echó las manos a la cabeza, otros las frotaron, pero la única realidad era que había que continuar buscando, experimentando y quemando etapas. Algunos lo lograron, y alcanzaron mayor grandeza; otros, por distintos motivos, no pudieron. pero el cine era ya un medio de expresión imparable. Nuevos nombres y rostros se irían sumando al recorrido, heredando, haciendo suyos los recursos que los anteriores había desarrollado, y aportando. Fueron los William Wyler —que había realizado una serie de westerns silentes antes de alcanzar notoriedad en el sonoro—, 
Lewis Milestone, Gregory La Cava, Rouben Mamoulian, Marcel Carné, Julien Duvivier y tantos otros imprescindibles. Luego llegarían los Preston Sturges, Orson WellesBilly WilderEdgar NevilleJohn Huston, "Indio" Fernández, Elia Kazan, Vittorio De Sica, Akira Kurosawa o Stayajit Ray. Más adelante, cuando muchos creían que el cine se encontraba en un callejón sin salida, surgieron quienes, como Godard, Rivette, Rohmer, Forman, MunkCassavetesOshima, también heredando recursos del pasado, pretendieron emplearlos para romper con el cine anterior. Igual hicieron los cineastas que considero boomerang, caso de Rossellini, Bergman, Buñuel, ViscontiBresson, FelliniPasolini, Parajadnov o Tarkovski, cuyo cine sale de su interior, golpea en el exterior, donde impresiona y se interpreta de múltiples maneras, y, finalmente, la única verdad consistente a la hora de visionarlo remite al interior de sus responsables. Algunos fondos difieren, otros permanecen inmutables, al ser comunes al género humano, pero las diferencias y las similitudes en los contenidos o en el cómo utilizar las formas para hablar de sustancias va más allá del tiempo que separa a unos y a otros, aunque, evidentemente, influye de manera determinante. Se trata de la interpretación personal de cada creador, que, en la mayoría de los casos, recoge influencias, las hace suyas y crea algo propio, quizá original, quizá novedoso, y lo ofrece al mundo donde su obra también será recogida por diferentes quienes, que, a su vez, recorrerán su propio camino artístico.


El creador o la creadora cinematográfica, sea en la dirección, en el guion o en la fotografía, emplea el medio para expresarse y, desde él, habla de la época durante la cual vive, genera emociones, plantea interrogantes o desvela sentimientos e impresiones propias sobre cuanto le rodea o/y afecta. Cada artista, creador, autor, da igual el término que se emplee —en femenino, masculino, en número plural o en ambos géneros—, tiene algo que decir, posee un subjetivo y persigue objetivos, y quiere transmitirlo. Y ese algo escapa al mero entretenimiento, aunque entretener sea una de las finalidades loables de la mayoría de las películas. Ese algo vive en su humanidad, en su tiempo histórico, vive en el ser frente a la Historia, frente a su época y condicionantes, frente a sí mismo, frente a sus tabúes y sus ansias de romperlos, frente a su cultura; y nadie, salvo quienes por diferentes motivos se convierten en excepcionales, logra escapar del momento que le corresponde vivir para dar un paso hacia cualquier futuro, antes de que uno de esos infinitos posibles se convierta en el presente que atrapa al resto de los mortales. Pero ¿y si hubiesen nacido veinte o treinta años después? ¿Su forma de entender y de hacer cine habría sido la misma?
Jean Renoir parecía tener claro que <<las personas que hicieron las primeras películas americanas o suecas, o alemanas, estas primeras películas que eran tan bellas, no eran todos grandes artistas, incluso había muchos que eran inferiores. Y, no obstante, todos los productos eran bellos. ¿Por qué? Porque la técnica era difícil, eso es todo.>>2 Con los años la técnica dejó de ser compleja y pasó a ser habitual y sencilla, aunque muchos confundieron sencillez con simplicidad, lo que supuso un acomodamiento en su uso. Con esto no quiero decir que los nombrados no fuesen grandes, lo fueron, aunque no puedo obviar que el momento que les tocó vivir fue determinante en su arte cinematográfico. Lo que pretendo expresar o exponer es la infructuosidad de comparar a un cineasta que asume su oficio al tiempo que el cine daba sus primeros pasos con otro que llegó cuando el medio era adulto, cuando había adquirido estabilidad y pereza, y había caído en manos de una industria que optó producir según patrones similares, salvo para quienes, conscientes de ello, trataron y tratan de despertarlo... (Continuará, o quizá no)


1.René Clair. Cine de ayer, cine de hoy (traducción de Antonio Alvárez de la Rosa). Inventarios Provisionales Editores. Las Palmas de Gran Canaria, 1974.

2.Jean Renoir en Roberto Rossellini. El cine desvelado (traducción de Clara Valle T. Figueras). Ediciones Paidós Ibérica, S.A, Barcelona, 2000.

viernes, 13 de diciembre de 2019

Pánico en las calles (1950)


La violencia y la risa desequilibrada de su Tommy Udo en El beso de la muerte (Kiss of Death; Henry Hathaway, 1947), su primer papel en el cine, encumbraron a Richard Widmark al podio de los grandes villanos de la pantalla, pero en Pánico en las calles (Panic in the Street, 1950) el actor se posicionó del lado de la ley. En el film de Elia Kazan, Widmark adquiere rasgos heroicos y el rol de villano recae en el debutante Walter Jack Palance —nombre con el que también se acredita en Situación desesperada (Hall of Montezuma; Lewis Milestone, 1951) y Raíces profundas (Shane; George Stevens, 1953)—. El criminal interpretado por Palance resulta de relevancia en la trama filmada por Kazan, de hecho, su personaje, Blackie, se erige en el centro de la desesperada búsqueda emprendida por el doctor Clinton Reed (Richard Widmark) y el capitán Tom Warren (Paul Douglas), de la policía de Nueva Orleans, al tiempo que el propio Blackie busca a uno de sus socios (Tommy Cook), a quien cree en posesión de algún valioso material que no quiere compartir. De ese modo, mezclando ambas líneas argumentales, Kazan filma un policiaco realista, rodado en exteriores e interiores naturales, con gran importancia del ambiente, de sus sonidos portuarios, callejeros o pianísticos. Capta los detalles y, por primera vez, confiere a las imágenes de sus películas un tono cinematográfico anteriormente inexistente en su cine. Emplea planos largos, sigue a los personajes con ágiles movimientos de cámara, se adapta a los escenarios, y no a la inversa, de tal manera que su narrativa se ve beneficiada. En definitiva, Pánico en las calles implica un paso adelante, desvela mayor madurez cinematográfica que en Mar de yerba (Sea of Grass, 1947), El justiciero (Boomerang, 1947) o La barrera invisible (Gentleman Agree, 1947). Kazan gana confianza y asume que ya es un cineasta, que conoce el medio y que puede moverse con libertad, sin desconfiar de sus cualidades y capacidades cinematográficas, por un espacio al que confiere mayor importancia y vivacidad, y donde introduce personajes en quienes apenas profundiza, salvo en los esbozos de la cotidianidad que Reed comparte con su mujer (Barbara Bel Geddes) y su hijo. Parte responsable de la evolución del cineasta reside en la inmediatez temporal que agobia a los protagonistas, que acelera el ritmo narrativo y aumenta la velocidad expositiva. Kazan empuja a sus personajes, los sitúa ante una situación límite y los sumerge en ella. Así da comienzo la carrera contrarreloj en la que se convierte el film, que, con acierto, combina el policiaco y el cine de catástrofes, la de un inminente brote pandémico que amenaza propagarse por la localidad jazzística. Se trata de peste neumónica, mortal a las cuarenta y ocho horas, de propagación aérea e introducida involuntariamente en el país por Kochak (Lewis Charles), el hombre a quien descubrimos retirándose de la partida de cartas en la que ha ganado el dinero que Blackie recupera después de asesinarlo en la nocturnidad portuaria. El inicio de Pánico en las calles se adhiere plenamente al policíaco de la época, realista y urbano, pero, tras esa secuencia inicial, introduce la variante arriba señalada: la del brote que genera el pánico en las autoridades y las sospechas de los periodistas. La autopsia al cadáver desvela la infección que el doctor Reed reconoce como peste. En ese instante, comprende el peligro que se cierne sobre la ciudad. Lo comunica a las autoridades, cuya primera reacción desvela incredulidad y reticencia, pues ninguno de los presentes quiere o puede dar crédito a esa epidemia que, en una ciudad moderna, se antoja imposible. Pero las palabras del doctor se imponen, y la búsqueda del asesino comienza, no por el crimen en sí, sino por su contacto con la víctima. Blackie se ha contagiado, pero lo ignora. Lo único que sospecha es que el despliegue policial solo puede significar que su víctima introdujo en el país mercancía de valía y desea conseguirla, sin saber que ya la tiene.