miércoles, 26 de junio de 2019

Ana Mariscal. Cineasta


Su papel protagonista en Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1942) provocó que su imagen quedase ligada a esta película panfletaria cuyo argumento fue obra de Franco. Nunca logró desprenderse de dicho estigma, que no deja de ser una simpleza que desvirtúa la importancia de Ana Mariscal en la historia de la cinematografía española: la de ser pionera en el cine realizado por mujeres. El film de Sáenz de Heredia no fue la primera aparición de la actriz en la pantalla, pero sí le abrió las puertas del éxito que continuaría cosechando a lo largo de la décadas de 1940 y 1950. Salvo excepciones, el cine de aquel entonces era repetitivo y poco satisfaría las ambiciones e inquietudes artísticas de la actriz. Así parece corroborarlo que, junto al director de fotografía Valentín Javier, con quien se casaría en 1954, fundase Bosco Films. Bajo el sello de su productora dio el salto a la dirección de largometrajes. Inusual, por no decir inaudito, pero ella era una figura a contracorriente, contradictoria y ávida de cultura, empeño poco común en un país cuyas autoridades primaban y premiaban la incultura. Conservadora y al tiempo inconformista, sobre todo consigo misma, inclasificable dentro de un mundo al que le gustaba dividir en clases, devoradora de libros y creadora de su propia compañía teatral, me pregunto quién fue Ana Mariscal. Como persona, no podría decirlo, menos aún sin conocer las distintas caras que componen la personalidad del individuo. Como artista se adelantó a su tiempo, gracias a su afán de abarcar más opciones que la de ser exclusivamente un rostro dentro de un cine de rostros que rehuía fondos y novedades que lo enfrentasen con la censura. <<Mi condición de mujer, forzosamente añade una faceta más al prisma cinematográfico. La mujer directora o actriz, lo mejor que puede aportar a la cinematografía es su sensibilidad. Y yo me pregunto: en arte, arte dramático, siendo la sensibilidad tan importante, ¿por qué no hay más mujeres directoras de películas?>> Su pregunta estaba justificada, ya que en el cine español, al igual que el mundial, el número de mujeres cineastas era mínimo, apenas existente. No obstante, no fue la primera que se aventuró a dirigir en España. Tal honor recae en Helena Cortesina y el de filmar una película sonora en Rosario Pi. Aunque no tuvieron continuidad, ellas abrieron el camino que, entre 1954 y 1956, recorrería la leonesa Margarita Alexandre en tres películas que codirigió junto al crítico cinematográfico Rafael María Torrecilla. Y ya en la segunda mitad de la década de 1960, Josefina Molina, la primera cineasta titulada, y, durante la Transición, Pilar Miró. Pero no cabe duda de que fue Ana Mariscal la figura femenina más importante tras las cámaras durante los años del franquismo. Los logros de esta actriz, directora, guionista y productora, nacida en Madrid en 1923, no fueron reconocidos en su momento, como confirma que sus dos mejores películas no obtuviesen el menor éxito ni entre público ni entre la crítica. ¿Despiste, ceguera o intereses que escapaban al ámbito cinematográfico? ¿Qué impidió ver en Segundo López, aventurero urbano (1952) y El camino (1963) dos grandes películas? Ambas son las cimas cinematográficas de esta "cineasta total" que debutó en la dirección a los treinta años, después de una década dedicada a la interpretación en teatro y cine. La princesa de ursinos (1948) y Un hombre va por el camino (Manuel Mur Oti, 1949) confirmaban su estrella cinematográfica anterior a su debut tras las cámaras en un film que podríamos calificar a contracorriente dentro de la cinematografía española de la época, o así lo vio la junta censora, que concedió a Segundo López, ... la tercera categoría, lo que implicaba el riesgo de no estrenarse en las salas comerciales. Producida por Bosco Films —en funcionamiento desde 1952 hasta 1968—, hablamos de una de las obras cumbres del "intento" neorrealista español y de una espléndida descripción del entorno por donde transita el personaje que da título al film. Pero, consecuencia de esa última categoría y de los gustos dominantes, apenas obtuvo repercusión, lo cual deparó que, salvo el cortometraje Misa en Compostela (1952), la cineasta tardase cinco años en volver a ponerse detrás de las cámaras. Lo hizo en Con la vida hicieron fuego (1957), un drama que combina el presente con retrocesos temporales que retraen la historia a la Guerra Civil. Con este título, pretendía congraciar a los dos bandos enfrentados durante el conflicto bélico, aunque, aparte de apuntar buenas ideas —como su tono espectral o el paisaje costero asturiano—, cae en un discurso moralizador que le resta brillo y fuerza; tampoco ayudó la sonrisa artificial que luce el personaje interpretado por Jorge Rigaud en su retorno al hogar. A pesar de recibir la calificación censora de Primera B, su segunda película también fracasó comercialmente, lo cual la obligó a transitar por el cine comercial en la comedia La quiniela (1959), que no es un mal intento de humor costumbrista, salpicado de un ligero realismo, que encuentra su mejor baza en el humorismo de Antonio "Tono" de Lara, co-autor del guión. Con todo, no olvidó el cine más personal, el que más le interesaba hacer, y este llegaría con la adaptación de la novela de Delibes. El camino (1963) visto por Ana Mariscal es un film que aúna costumbrismo, coralidad y ternura hacia sus personajes, pero también encierra amargura y una descripción de la niñez que aún mantienen su vigencia. Tampoco está vez el éxito llamó a su puerta, y su ausencia puso en riesgo la supervivencia de su productora, y a ella la condenaba una vez más a regresar a la senda del cine de consumo en Vestida de novia (1966), musical a mayor gloria de Pedrito Rico y de Massiel, en su primera aparición cinematográfica (pero como si no hubiese aparecido). La carrera de Mariscal detrás de las cámaras suma un total de diez largometrajes y un cortometraje documental, rodado durante su estancia en Galicia cuando promocionaba Segundo López, aventurero urbano, su primer film y, junto a El camino, el punto más alto de su filmografía; siendo el más bajo sus incursiones en el cine folclórico, en Feria de Sevilla (1960) y, sobre todo, en la ya nombrada Vestida de novia, insufrible sucesión de canciones, y entremedias la historia de Juan de los Reyes, donde no encuentro el menor rastro de la Ana Mariscal cineasta. Tras El paseillo (1968), película que, retomando el tono realista, narra el ascenso de dos amigos y toreros, interpretados por los diestros Agustín "el Puri" y José María Montilla, Bosco Films cerró sus puertas y la realizadora madrileña abandonó la dirección para seguir otros caminos, aquellos que la acercaban a la docencia en charlas y conferencias —con anterioridad había formado parte del cuerpo docente de IICE (el instituto de cine)—.


Filmografía como directora

Segundo López, aventurero urbano (1952)

Misa en Compostela (1952) (cortometraje documental)


La quiniela (1959)

Feria de Sevilla (1960)

Hola, muchacho (1961)

El camino (1963)

Occidente y sabotaje

Los duendes de Andalucia

Vestida de novia (1966)

El paseillo (1968)


lunes, 24 de junio de 2019

Rey y patria (1964)


En su
Declaración de un soldado (julio, 1917), <<en un acto de desafío consciente a la autoridad militar...>>, el capitán y poeta británico Siegfried Sassoon razonaba que no podía continuar ni apoyando ni luchando en una guerra de liberación que había pasado a ser una guerra de agresión donde los hombres morían sin más sentido que la imposición de dirigentes que no buscaban alternativas que pusieran fin al conflicto, alternativas que por otra parte podrían perjudicar sus intereses y su autoridad. <<...A mi juicio, aquellos con el poder necesario para poner fin a la guerra están alargándola intencionadamente...>>, Sassoon se acercó a la cuestión, señaló la agresión que los propios mandatarios realizaban sobre los mandados, y como estos jóvenes, voluntarios —que con la duración de la guerra hubieran sido enviados al frente igualmente— o reclutados forzosos, se vieron lejos de sus hogares, de su familia y de su futuro y se adentraron en un presente bélico donde sus cuerpos y sangre abonaron las tierras de los campos de batalla europeos durante la Gran Guerra (1914-1918).


No hay malentendido posible a la hora de acercarnos al tema principal del film de
Joseph Losey. No trata del juicio a un soldado acusado de deserción que se enfrenta a la sentencia a morir frente a un pelotón de fusilamiento. Rey y patria (King and Country, 1964) no juzga a Hamp (Tom Courtenay), lo toma como excusa para criticar al tribunal militar y al sistema que este representa, a cualquier sistema que, desde la autoridad que se autoconcede, impone normas que oprimen al individuo, a quien despoja de su dignidad y de cualquier opción de disentir del orden establecido. En el film de Losey no hay crimen individual, hay una sentencia que se emplea para someter, advertir y dar ejemplo a quienes pretendan salirse de los márgenes inamovibles que el tribunal no tolerará traspasar. Es una sentencia que conlleva un aviso y al tiempo es una herramienta de sometimiento y castigo. La inamovilidad del sistema militar provoca que el film apueste por ser estático, falto de movimiento, algo que no obedece a su origen teatral, sino a la rigidez del entorno marcial que se impone, dentro del cual nadie puede poner en duda la cadena de mando, ni las órdenes ni los símbolos que supuestamente legitima su control; el rey y patria del título; la malentendida idea de honor y deber.


El soldado Arthur Hamp desconoce el alcance que supone su paseo inconsciente, un caminar que no vemos, pero del que nos hace partícipe la acusación y la defensa. De manera inconsciente, sus pasos lo alejaron del frente donde ha permanecido durante los tres últimos años, tiempo suficiente para sufrir desequilibrios psíquicos, ver morir a todos sus compañeros de batallón o descubrir que su mujer -quien con sus palabras lo empujó a alistarse al inicio de la guerra- ha llenado su ausencia con la presencia de otro hombre. Conocemos al acusado en la intimidad del recinto donde aguarda en soledad, con la única compañía de su armónica, y donde se produce su encuentro con el capitán Hargreaves (
Dirk Bogarde), su defensor y oficial cuyo origen social lo muestra en un primer momento altivo, capaz de afirmar que aquel a quien visita no ha cumplido ni como hombre ni como soldado. Alude al deber, pero ¿qué es el deber? ¿Quién lo indica y a quién se debe en realidad? La lluvia, el barro, la muerte y las ratas dominan el espacio que Losey muestra desolado y estático. No rehuye la situación infrahumana a la que se ven sometidos los soldados, no le hace falta mostrar batallas ni muertes entre trincheras, porque la batalla y las muertes son inherentes al espacio donde observamos un caballo muerto o un cuerpo que ya forma parte del parapeto, y en las fotografías que el cineasta inserta en determinados momentos para corroborar su discurso antimilitarista y el pesimismo que nunca abandona la película.

domingo, 23 de junio de 2019

La vida de bohemia (1992)



El humor y el laconismo de 
Aki Kaurismäki hacen único y reconocible su cine; dan forma a sus películas, como también lo hace su admiración por determinados cineastas a quienes homenajea sin disimulo a lo largo de su obra fílmica. Ese humor se impone silencioso en la pantalla sin pretender ni esperar una carcajada; es irónico e igual de lacónico que sus personajes, forma parte de ellos, de sus vidas y de su desencanto. La fidelidad que se guarda a sí mismo, a su pensamiento y a su interpretación del cine, aleja a Kaurismäki de cualquier otro cineasta contemporáneo. Su cine es el de un bohemio que, como tal, nada a contracorriente o sigue su corriente. Prescinde de artificios y de verborrea que desvíen la atención sobre aquello que muestra en pantalla. Rechaza los discursos audibles y vacíos, no busca rostros atractivos y huye de los espacios lujosos porque sus antihéroes habitan en la marginalidad; son marginados, son los desposeídos. Se decanta por la austeridad que se observa en habitaciones pobres y mal iluminadas como las de La vida de bohemia (Boheemielämää, 1992), escoge, como en otros de sus films, la fotografía en blanco y negro para atrapar un París libre del <<tarjetapostalismo>> referido por Bresson en sus Notas del cinematógrafo y concede el protagonismo a tres bohemios que, aunque hablan algo más de lo común en su cine, se expresan desde el silencio y, desde el silencio, dan la espalda a un entorno deshumanizado. La transgresión de Kaurismäki no consiste en adelantarse a su época, ni en hacer ruido de fondo, la suya reside en evidenciarla y, para ello, se decanta por la sinceridad que se descubre en historias donde su presencia detrás de la cámara se mantiene oculta. No alardea, no pretende crear una obra maestra, consciente de que esta no nace por capricho del autor; no intenta transcender con rupturas formales que quizá nadie -ni los propios creadores- comprenda. Kaurismäki lo tiene claro, ante todo sabe qué decir y cómo decirlo: con sencillez y honestidad. Así establece conexión con su público, aquel que acepta comedia y tragedia como partes de la vida, de las existencias que, salvo en casos puntuales, en sus películas apenas tienen esperanza de encontrar un lugar o una oportunidad. La vida de bohemia no contempla dulcificar con falsas ideas de bienestar y solidaridad, salvo que esta última sea entre los marginados. No hay ni lo uno ni la otra, porque en la realidad que satiriza no existen más allá de momentos puntuales que lavan conciencias o de palabras que apuntan en esa misma dirección. El entorno no se compadece de los personajes, apenas sabe que existen, pero entre ellos sí observamos que se establece un reconocimiento mutuo que se convierte en amistad desinteresada: Marcel (André Wilms) y Schaunard (Kari Väänänen) no dudan en dejarlo todo e ir al encuentro de Rodolfo (Matti Pellonpää), expulsado de Francia por no tener papeles, o cuando ingresan a Mimi (Evelyne Didi) en el hospital, para abonar la factura, el trío de amigos venden cuadros, libros y el automóvil; sus únicas posesiones. Los tres son artistas -un escritor, un pintor y un compositor- sin dinero, solitarios, rebeldes con su tiempo, sin opciones de saborear ningún éxito, sea por su falta de talento o por la miopía de la época en la que viven. ¿Cuál es esa época? Podría ser presente o pasado, ya que Kaurismäki escapa del tiempo concreto para ubicar a sus protagonistas en un París atemporal, de locales y habitaciones grises, sin lujos ni comodidades, que no idealiza la vida bohemia, potencia el desencanto, las privaciones, la soledad de los personajes, de ahí que, aparte de la novela de Henri Murger, uno de los referentes escogidos por el realizador finés en La vida de Bohemia sea el Jacques Becker de Montparnasse 19 (1958).


viernes, 21 de junio de 2019

El idiota (1951)


Frente a cualquiera que pretenda trasladar a la pantalla las novelas de Dostoievski se eleva un muro que no está construido de historias ni de personajes. Su material de construcción se compone de estados de ánimo, de acción interna en la que el exterior solo forma parte del decorado, de interioridades complejas y contradictorias que viven al borde mismo del abismo donde abrazan su dualidad, que en ellos se debate en eterna lucha, sin que un contrario se imponga sobre el otro. Es el abismo donde habitan aflicción y placer, el bien y el mal, lo divino y lo humano, la vida y la muerte. En definitiva, los personajes del escritor existen entre cielo e infierno como almas en constante ebullición, almas que nos conducen al pensamiento y a las experiencias vitales —su condena a muerte, su confinamiento en Siberia, su epilepsia, las deudas, su exilio europeo, la nostalgia o su desmedida afición al juego— del más grande descriptor literario de la humanidad (de su psicología) que encara su destino, por trágico que sea, como parte inseparable de sí misma. Por lo que nadie, salvo el propio Dostoievski, podría adaptar en toda su plenitud a Dostoievski. Este fue el imposible de Akira Kurosawa al adaptar El idiota bajo la sombra del novelista ruso. Su respeto hacia el autor que admira y su intención de dar forma audiovisual a la psicología expuesta en las páginas del libro, de reproducir lo intangible y asir lo inasible que encierra cualquiera de sus obras, jugaron en contra de la esencia cinematográfica del director de Rashomon (1950), contrariedad ausente en sus películas que adaptan obras de Shakespeare. Mantenerse fiel a emociones y dudas, a la psique y a la humanidad universal, que cobran cuerpo en el interior de otro, en el mundo de ideas y sensaciones ajenas, es un ejercicio que apunta a inútil, ya que se desconoce el terreno y, ante esta desorientación, resulta imposible dar con las formas que habitan en el otro. Una opción sería desnudar interioridades propias y, desde estas, alcanzar el estado emocional donde convergen las luces y las sombras dostoyevskianas, quizá las de todo ser humano.


Pero 
El idiota (Hakuchi, 1951) no es Kurosawa, fue el intento del maestro japonés de ser el genio ruso, posiblemente el narrador cuya obra sea la más inimitable de cuantas se hayan escrito; no por su narrativa, sino por el infinito que abarca y el salto a las profundidades que transmite con la fuerza de un volcán en erupción. Esta fuerza interior no se deja notar a lo largo del film; los protagonistas de Kurosawa no pueden expresar el universo emocional y pasional que es en sí mismo la naturaleza que da vida a los héroes de Dostoievski. Los del cineasta nipón se enfrentan a circunstancias externas que acaban afectando el interior. En ese instante viven, y lo hacen para solucionar conflictos mundanos, pero el conflicto de la eterna disputa con uno mismo, y de este con su destino, con su idea de lo divino, con la humanidad y con su necesidad de alcanzar la verdad no encajan con los héroes del cineasta. El protagonista de Memorias de la casa de los muertos (el propio autor), Raskolnikov en Crimen y castigo, Stavrogin en Los demonios o el príncipe Myshkin viven en el conflicto en sí, son su propio conflicto. Intentan conocerse para evolucionar hacia un estado que escapa de lo terrenal y que abraza lo universal. Por contra, Kurosawa despierta a sus personajes ante las necesidades puntuales: la de los granjeros en Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954), ante el conflicto moral y las diferencias sociales en El infierno del odio (Tengoku to jigoku, 1963), frente a la admiración y la amistad en Dersu Uzala (1975) o a la ambición y muerte que se desatan en Ran (1985). No son un mundo en sí mismos; necesitan el exterior para poder ser y, contrarios a la intemporalidad del alma dostoyevskiana, solo pueden ser en el momento; son su ahora. Dicha espiritualidad no la atrapa Kurosawa, al menos no consigue transmitirla con la fuerza constructiva-destructiva que, sin respiro, golpea las líneas escritas por el novelista.


Quizá por ello, más allá de gestos, muecas y palabras, en
El idiota solo Taeko (Setsuko Hara) logra hacer visible una interioridad que se sospecha de fuego y hielo, hecha de contrarios que se necesitan, que se buscan, y, como consecuencia, ella necesita tanto la apasionada y obsesiva imperfección de Akama (Toshiro Mifune) como la pureza idealizada en Kameda (Masayuki Mory), ideal del que Ayako (Yoshiko Kuga) también se enamora y al tiempo rechaza. Distintos, pero iguales, los antagonistas masculinos se conocen al inicio del film, cuando Kameda regresa de su cura en un hospital militar estadounidense. En ese instante confiesa que su enfermedad es la idiotez, también la llama demencia epiléptica, pero él no es un idiota, ni alguien simple, como reza el rótulo que nos introduce en su historia. Es un hombre que abraza su enfermedad y el sufrimiento que conlleva; también desea cargar sobre sus espaldas el dolor del mundo, servirle de redentor; es la compasión pura y genuina, aquella que algunos confunden con la supuesta idiotez. Incapacitado para la mentira, Kameda-Myshkin aspira a la perfección moral que nadie comprende, a amar a sus semejantes sin pedir nada a cambio. Su mundo es espiritual, de ahí que muestre un desinterés absoluto por los bienes terrenales, y en este punto, Takeo se iguala cuando quema un millón de yenes ante la perplejidad de quienes la desean y juzgan. Kameda no juzga el comportamiento o el pasado de la mujer, sino que reconoce en ella el sufrimiento, el dolor que quizá le permita purificarse, desea salvarla, desearía salvar a toda la humanidad, pero apenas hace; es su presencia compasiva, pero pasiva, y su perfección moral las que actúan sobre el resto de personajes, cual espejo que refleja sus luces y tinieblas.

jueves, 20 de junio de 2019

Lo que queda del día (1993)

La colaboración entre el realizador James Ivory, el productor Ismail Merchant y la escritora y guionista Ruth Prawer Jhabvala se inició en el film The Householder (1963), pero fue durante los primeros años de la década de 1990 cuando alcanzó su máximo esplendor. Lo hizo en Regreso a Howards End (Howards End, 1992) y Lo que queda del día (The Remains of the Day, 1993), dos dramas cuya refinada contención visual no obedece simplemente a una cuestión de estilo, sino que remite al orden, a la moral, a la tradición y al estancamiento de la sociedad inglesa, a su elegante apariencia y al acomodo en clases cerradas. En la primera se exteriorizan las diferencias sociales desde la linealidad narrativa y en tres familias de distinta condición. Por contra, el segundo título entremezcla presente y pasado para interiorizar la lucha de clases en Stevens (Anthony Hopkins), el mayordomo que vive atrapado entre ambos tiempos, entre el ser y el no ser, y el querer y el no poder, aunque sobre todo existe recordando aquel pasado durante el cual se produjo su no relación amorosa con la señorita Kenton (Emma Thompson). Para entender a Stevens y al resto de personajes que habitan o deambulan por Darlington Hall encontramos en la figura de Stevens padre (Peter Vaughn) el enlace vital que conecta la época victoriana con la década de 1930; dos momentos que, a pesar de su distancia temporal, podrían pasar por idénticos. El padre instruyó al hijo en la sumisión que cercenó su capacidad de expresar emociones e ideas propias, carencia que le imposibilita una existencia más allá del lugar que le corresponde ocupar. Stevens hijo fue incapacitado para opinar sobre cualquier aspecto que no guarde relación con el servicio al que se entrega en cuerpo y alma. Para él, lo emocional es terreno prohibido, como también lo es hablar de sexo -aunque esto es común en un ambiente moral que parece temerlo- o plantearse el porqué debe ocupar un lugar del que nunca podrá escapar, como confirma su definitiva aceptación en la simbólica escena que cierra Lo que queda del día. Educado para ser siervo, acata su posición con porte distinguido y un ligero orgullo, pues ha alcanzado la cima a la que puede o le dejan aspirar. Ejerce de mayordomo jefe, el mayor siervo entre los de la casa, aunque no deja de ser el fiel lacayo de la inamovilidad establecida por una sociedad mojigata y ultraconservadora. Esnobismo, tabúes, distancias insalvables, amos y siervos han edificado el Darlington Hall donde Stevens encadena sus emociones, desoye sus sentimientos y se aferra a su misión en la vida, la única que cree que le corresponde, aquella que implica que el mundo, su mundo cerrado, viva en perfecto orden; y este pasa porque cada cosa y cada quien ocupe su lugar sin ponerlo en duda. Incluso Lord Darlington (James Fox) fue adiestrado, más que educado, para perpetuar el estilo de vida que observamos en las escenas del pasado. También es un individuo pasivo, por mucho que reúna a sus pares o a políticos de diversas nacionalidades para mostrar su apoyo al régimen nazi, porque siente culpabilidad por las sanciones del Tratado de Versalles, nada caballerosas con el vencido. Stevens, testigo de cuando sucede, observa todo cual reloj de pared o estantería que se limita a la función para la que fue construida. Nunca se plantea intervenir, ni juzgar ni crear una opinión propia; no puede, son asuntos que considera acordes para hombres de mayor talla intelectual y moral que la suya; los considera adecuados y exclusivos para la clase dirigente, aquella a la que sirve y, con anterioridad, su padre sirvió durante más de medio siglo. Cuando le apuran a responder, no sabe qué contestar o, visto de otro modo, contesta aquello que los lord, sir y demás señores esperan de él. Los hechos y los encuentros se suceden sin que parezca que el tiempo transcurra, lo mismo sucede con la propia existencia del mayordomo; congelada más allá de sus responsabilidades laborales. Es la eficiencia personificada, pero es incapaz de personificar su amor por la señorita Kenton. No puede confesar que su presencia es indispensable, no para el funcionamiento del servicio, sino indispensable para él. Y así pasan los años, como si no trascurriesen; no hay alteraciones en el orden, ni siquiera la muerte paterna logra que Stevens deje de ser guardián de su encierro y del representado en Darlington Hall. El simbólico hermetismo que Ivory concede a la mansión, la imagen externa que Anthony Hopkins recrea para expresar la interioridad reprimida de su personaje, la interpretación de Emma Thompson como mujer que quiere liberarse pero no se atreve a dar el paso -que sí da la pareja de jóvenes sirvientes-, y la ingenua honorabilidad asumida por James Fox, indican que Lo que queda del día no es una historia de amor, no puede serlo, aunque existan dos personajes que se aman sin poder entrelazar sentimientos. Es una historia de distancias insalvables que, por un instante, cuando ella se aproxima con la excusa del libro, parece que podrían romperse, pero el deseo no sale al exterior y las barreras invisibles continúan intactas, barreras que nunca desaparecen de sus vidas, ni en el pasado ni el presente en el que la una vive un matrimonio insatisfactorio y el otro emprende el viaje con el que pretende enmendar el error del que, condicionado y prisionero del orden, no fue el único responsable.

miércoles, 19 de junio de 2019

Caza trágica (1947)


Durante los primeros pasos del neorrealismo italiano, aquellos que se dieron libres de las ataduras impuestas por un sistema de producción y de la vigilancia de cualquier tipo de censura, se aprecia una diferencia fundamental entre cine industria y cine compromiso. Más que la posibilidad e intención de ofrecer espectáculo o entretenimiento, los neorrealistas encontraron en el medio cinematográfico la oportunidad de hacer visibles sus posturas morales e ideológicas que, contrarias al régimen depuesto, hasta ese instante habrían permanecido ocultas en la clandestinidad o entre líneas a descifrar. Adquirida la libertad, llegó el tiempo de encarar las distintas realidades de la Italia de posguerra, de sus gentes, de la miseria y del caos fruto de hechos pretéritos que, como el fascismo, la ocupación alemana o la guerra, condicionaban el presente. El medio cinematográfico era idóneo para dar testimonio, y cineastas como Giuseppe De Santis lo aprovecharon para expresar ideas, esperanzas y deseos de transformar una sociedad que se encontraba en proceso de reconstrucción. Fue un cine de dolor y de supervivencia, pero también de ilusión e ingenuidad, un cine honesto en su humanidad y en su creencia de avanzar hacia un orden social más justo, sin desigualdades y sin la opresión ni la represión sufridas durante los años de Mussollini al frente del país. Aparte de reflejar las diversas realidades que dan forma a las producciones neorrealistas, los espacios y las personas que las pueblan apuntan hacia esa intención constructiva, aunque, como no podía ser de otra manera, lo hacen habitando en la destrucción física, moral y humana que en Caza trágica (Caccia tragica, 1947) descubrimos en una zona rural donde la carestía, la lucha de clases, el desempleo, la violencia, el recuerdo bélico y los campos de minas, no alteran la idea de cientos de hombres y mujeres de convertirlo en un lugar de cultivo y de vida. En este primer largometraje de De Santis, la voluntad de exponer el momento se iguala a la necesidad de posicionarse, de señalar y de transmitir aquello que la cámara capta y detalla con sobrada maestría. Nos descubre desolación, pero también destellos de esperanza que surgen de la unión de las trescientas familias que forman la cooperativa hacia la que Giovanna (Carla Del Poggio) y Michele (Massimo Girotti) viajan al inicio del film, cuando el presente les sonríe y un posible futuro se abre ante ellos. El trayecto nos introduce en una Italia liberada, entre gentes que buscan un comienzo; por ello, el protagonismo de los primeros minutos recae en el viaje de los recién casados, quizá símbolo de un inicio para todos, aunque este se verá amenazado por ecos pretéritos que cobran cuerpo en las circunstancias del ahora. El recorrido se encuentra salpicado por las minas todavía activas, el hambre, que algunos sacian ingiriendo las manzanas que la pareja arroja desde la parte trasera del camión, ex-combatientes y prisioneros de guerra —el número tatuado en el brazo de Michele nos da la información—, el buen humor que fluye de quienes exclaman ante los besos de los jóvenes, o la preocupación del encargado que lleva las liras a la cooperativa; dinero que, fruto del trabajo y de ayudas gubernamentales, saldaría las cuentas con el patrón que les ha alquilado los aperos y los animales. De no recibir el pago, la maquinaria y las bestias dejarán de ser suyas, y la oportunidad de alcanzar la dignidad y la independencia a las que aspiran, desaparecerá; pues, sin el dinero, todo sería igual que antes. Esto se comprende tras el asalto al camión, durante el cual el conductor y su acompañante son asesinados y, para asegurar el silencio de Michele, Giovanna secuestrada. En ese instante, el futuro y el presente quedan suspensos, la esperanza del nuevo comienzo peligra, tanto para la pareja como para las trescientas familias que se lanzan a la caza de los delincuentes. Es un momento dramático, de lamentos, de miedo y de reproches, pero no están dispuestos a caer sin oponer resistencia. En ese instante, De Santis enfrenta el miedo que silencia a Michele a la supervivencia del grupo, que toma las armas y se lanza a la persecución —que no es sino una excusa argumental— que se desarrolla por un espacio donde todavía existen opresores y oprimidos. Las imágenes captan a miles de personas sin trabajo que deambulan por campos y caminos, sin hogar, o se reúnen en el tren donde, aparte de mercado negro, los repatriados de guerra manifiestan su precaria situación. Son los ex-combatientes que han regresado al hogar, soldados como los que ocupan el interés de Alberto Lattuada en el primer tramo de El bandido (Il banditi, 1946). Los protagonistas masculinos del debut tras las cámaras de De Santis —Alberto y Michele— lucharon en la guerra, compartieron cautiverio y amistad en el pasado, pero, durante la trágica jornada en la que sus destinos se cruzan quizá por última vez, asumen roles antagónicos que los aproxima a los dos soldados del film de Lattuada, que no insiste más allá de la desorientación y la desubicación que conducen a Ernesto a delinquir y a transitar por la tragedia en la que se convierte su intento de sobrevivir en un entorno sin piedad, como reza otro título neorrealista de Lattuada. Por su parte, De Santis se posiciona política e ideológicamente sin disimulo, plantea la lucha de clases y la necesidad de la unidad proletaria para alcanzar vidas dignas, lo que provoca que su película sea al tiempo un crudo retrato del momento y un discurso que aboga por la unión de los trabajadores que en Caza trágica han formado cooperativas. El discurso de Michele en la parte final, cuando alza su voz en defensa de Alberto (Andrea Checci), su compañero durante dos años de cautividad en un campo de concentración alemán, es claro al respecto, así como desvela la imposibilidad que ha empujado a su amigo hacia el crimen y hacia el amor trágico que comparte con Daniela (Vivi Gioi), la mujer cuyo cabello fue rasurado como castigo por colaborar con lo alemanes durante la ocupación. Tanto Daniela como Alberto resultan claves en la historia, no en cuanto a ser dos de los asaltantes del furgón, sino por aquello que significan: la imposibilidad y el rencor que empuja a la primera a tratar con los hombres del cacique; y las negativas laborales que han empujado al segundo hacia un "oficio" que no desea, como corroboran las múltiples peticiones de empleo legal que Michele descubre en el hogar de su amigo, un edificio cuya pared exterior es una manta que protege el interior de la destrucción que domina el panorama.

lunes, 17 de junio de 2019

El bandido (1946)


Previo al neorrealismo, la guerra en la pantalla italiana solo asomaba en películas de propaganda bélica -Bengasi (Augusto Genina, 1942) o La nave blanca (La nave bianca, Roberto Rossellini,1941)- o en noticiarios que, posiblemente, no se ajustasen a la realidad vivida por los soldados en el frente o por la población civil en un país dividido que no tardaría en convertirse en un campo de batalla más. El grueso de la producción cinematográfica lo formaban comedias, dramas y adaptaciones literarias. Ninguna mostraba la realidad que se vivía en Italia; no se podía, no existía; era el momento de la desinformación y del escapismo, usuales y comunes a cualquier régimen que tenga bajo control los distintos medios de comunicación y expresión. Pero, tras la contienda, dicho control desapareció, al menos durante los primeros tiempos de posguerra, y los cineastas aprovecharon el instante para mirar sin miedo el presente y su pasado reciente. En El bandido (Il bandito, 1946) el tiempo pretérito no asoma en la pantalla, pero vive en el hoy expuesto por Alberto Lattuada, y somos conscientes desde su inicio. Lo mejor de esta película, que transita entre el drama y el cine de gánsteres, no reside en las interpretaciones de Amadeo Nazzari, Anna Magnani y Carla Del Poggio -tres de los rostros más famosos de la pantalla de aquel entonces-, se encuentra en esos primeros minutos, en la exposición de la llegada del tren de prisioneros de guerra italianos a una estación donde, tras su cautiverio en campos de concentración alemanes, escuchan su idioma dominando el entorno. Están de vuelta en Italia y, a su llegada, observan a hombres y a mujeres que, desesperados y esperanzados, buscan entre los recién liberados a familiares. Muestran fotografías, preguntan si reconocen o han visto a sus seres queridos, aunque nadie contesta, solo el caos y la necesidad de olvidar, visible en el ex-soldado que repudia a la joven que ha sido su pareja antes y durante el viaje. La aleja porque ha vuelto a casa y pretende regresar a su vida anterior, al lado de su mujer italiana. La inmediata posguerra queda perfectamente retratada en esa estación de tránsito. Es el momento de olvidar aquello que no desean llevar consigo en su anhelo de recuperar lo perdido. Centran sus esperanzas en retomar la existencia allí donde se vieron obligados a abandonarla, cuando estalló el conflicto y fueron enviados a combatir, primero junto a los alemanes y, una vez liberada Italia, contra sus antiguos aliados. Entre los repatriados, la cámara escoge a Ernesto (Amadeo Nazzari) y Carlo (Carlo Campanini), dos amigos de cautiverio que se dirigen a Turín. Allí sus caminos se separarán, aunque no la amistad que los une. Ese instante nos da a conocer sus intenciones, pero también nos descubre una ciudad destruida por las bombas y la insolidaridad que intuimos en el conductor del camión, que exige la silla de Carlo como pago por el trayecto. Aunque se queja, apenas protesta, pues lo más importante para él es abrazar a Rosetta (Eliana Banducci), la hija de quien habla desde su primera aparición en la pantalla. Por su parte, Ernesto camina hacia la suya, pero no tarda en descubrir que fue barrida durante el bombardeo en el que falleció su madre. Nada resulta como pensaba, ni siquiera sabe dónde se encuentra Maria (Carla Del Poggio), su hermana; ha desaparecido, igual que las promesas e intenciones con las que inició el viaje de regreso, antes de enfrentarse a la realidad en la que se descubre como uno más entre los excombatientes que intentan cobrar la pensión de guerra o encontrar trabajo. Hasta aquí, Lattuada expone hechos; y a partir de aquí, cruza en el camino del protagonista el destino y la fatalidad que cobra forma corpórea en Lidia (Anna Magnani), trasunto de "mujer fatal" del cine negro estadounidense, y Maria, cuya muerte durante el reencuentro con su hermano -consecuencia del forcejeo que este mantiene con el proxeneta- provoca que El bandido cambie de registro y se decante por el género criminal, desde el cual desarrolla el ascenso y caída de Ernesto en los bajos fondos y la imposibilidad que sellará su destino; ese destino caprichoso que también deparará su violento encuentro con Rosetta y, gracias a la niña, con la redención.

sábado, 15 de junio de 2019

Los duelistas (1977)

El uno visceral y el otro racional, Gabriel Feraud (Harvey Keitel) y Armand d'Hubert (Keith Carradine) se baten durante quince años sin que nadie sepa el porqué de su disputa. Sus conocidos murmuran que si fue debido a alguna gravedad imperdonable, que si a una cuestión de honor o a un asunto de mujeres; cuando, en realidad, nada más lejos de dichas elucubraciones, pues simplemente fue fruto del arrebato del primero y de la respuesta del segundo, obligado a cruzar su espada con la de gascón después de acudir en su busca por orden de un superior. Como bien sabemos, la historia de Los duelistas (The Duellists, 1977) encuentra su inspiración en El duelo (The Duel, 1907) de Joseph Conrad y se desarrolla durante las guerras napoleónicas, periodo temporal suficiente para que el enfrentamiento se convierta en parte vital de la existencia ambos litigantes. Su lucha particular los mantiene unidos, en constante atracción-rechazo, alerta y, a pesar del riesgo mortal implícito, les permite sentirse vivos en la monotonía que se apodera de ellos durante la paz que separa cada nueva batalla y cada nuevo ascenso militar. Nadie lo entiende, quizá ni ellos mismos lo comprendan, ni comprendan su necesidad, al menos inicialmente, de su lucha encarnizada y de arriesgarse a heridas varias. Su violento antagonismo enraíza con el transcurso de los duelos y los años, como también lo ha hecho el misterio de su animadversión. Quizá sea la eterna contienda entre clases sociales que ellos heredan sin ser conscientes -el uno de origen humilde, de modales toscos y de escasa cultura; el otro, aristocrático y altivo, aunque no pretenda serlo-, quizá se trate de algo más humano, de los celos que Feraud muestra ante la distinción de d'Hubert, aquella que no posee ni poseerá, o simplemente se trate de una vía que permita exteriorizar la parte instintiva, el animal que habita en ellos y que en tiempo de paz se oculta bajo la racionalidad y el supuesto honor. Los duelistas fue un buen debut para Ridley Scott, aunque un debut que se ha magnificado con los años, quizá consecuencia del endiosamiento por parte del público de sus siguientes trabajos, Alien (1979) y Blade Runner (1982), pero sí es cierto que se trata de una película que destaca por su ambientación, por acercarnos a la época, pero sin insistir en ella; no necesita más que mostrar un par de escenas en la nieve rusa para transmitir el frío y la muerte que envuelven a la campaña invernal e infernal en la que los protagonistas se ven obligados a colaborar. Este es el único momento del film en el que, frente a frente, no se enfrentan, aunque el antagonismo no desaparece, tampoco remite la locura que implica la idea de honor que rige el comportamiento de ambos oficiales. Aunque guarde fidelidad al relato, Scott no se limitó a adaptarlo; introdujo cambios respecto a la obra literaria, aunque interpreto que estos restan fuerza emocional, sobre todo al personaje de d'Hubert, de quien borran cualquier rastro de su virginalidad al relacionarlo sexualmente con Laura (Diana Quick). El romance introduce una figura femenina de peso, al tiempo minimiza la total entrega del oficial al ejército, o lo que sería igual, mitiga la obsesión que ha guiado su vida: la guerra, la lucha, la marcialidad como principio y fin existencial o la idea de Napoleón, que en su violento e insistente oponente ha arraigado como la imagen del liberador de clases. La vida de d'Hubert ha sido eso, una existencia de exclusividad castrense, quizá por ello sus intermitentes encuentros con Feraud impliquen una vía de escape que en la película se establece primero en la presencia de Laura y, avanzado el metraje, en la de Adèle (Christine Raines), su joven esposa en la película -la única de Scott enteramente británica- y la prometida que en El duelo genera miedos e inseguridades humanas en el aristocrático oficial.

viernes, 14 de junio de 2019

Con la vida hicieron fuego (1957)


Interesada en desarrollar su faceta de cineasta, Ana Mariscal regresó a la dirección cinco años después de rodar el cortometraje documental Misa en Compostela (1952), película que realizó mientras promocionaba en Galicia Segundo López, aventurero urbano (1952), una de sus cumbres cinematográficas y un film que no obtuvo ni el éxito ni la distribución que merecía. Con el fin de no sufrir la misma calificación de tercera categoría, que reducía al máximo la exhibición en las salas comerciales, en Con la vida hicieron fuego (1957) la realizadora madrileña optó por abandonar el realismo descriptivo que sobresale en su primera película y se decantó por un drama conciliador que encuentra su mayor atractivo en los momentos que retraen la acción al pasado y en el tono espectral, más que nostálgico, de la voz de Quico (Jorge Rigaud), a quien no vemos al inicio, pero de quien escuchamos sus palabras sobre las imágenes de Ferraras, su pueblo natal, adonde regresa después de su larga ausencia. Se pregunta si ha cambiado, si aún viven las mismas gentes de su juventud y si lo recordarán. Quico no tarda en cobrar presencia, momento que sirve para mostrar la alegría que implica el retorno, pero también el motivo que precipitó el abandonó de su tierra: el dolor que enraizó en él tras la muerte de la mujer amada. Quiso poner un océano de por medio, pero esa aflicción la llevó consigo y aún no ha remitido. Intentó olvidar en el pasado y lo intenta de nuevo en el presente, sustituyendo la ausencia con la idea de un matrimonio con Armandina (Ana Mariscal), la viuda de su mejor amigo, y, ante el rechazo de esta, con Isabelita (Malila Sandoval), la hija de otro amigo, también víctima de la Guerra Civil. Como solía suceder con los personajes secundarios que la directora, guionista, productora y actriz se reservaba en sus películas, Armandina posee una sabiduría que no se observa en el resto, aunque más que sabiduría, en este caso, podríamos hablar de una interpretación moral del conflicto y, desde ella, reflexiona sobre los fantasmas pretéritos que los alcanza en el presente, espectros que se hacen más fuertes y cercanos con el regreso del hijo pródigo al hogar. La voz del protagonista sobre las imágenes es en sí misma un espectro del ayer, el primero de los que asoman en pantalla y de otros que se descubren en las alusiones de los personajes. Pero esto que apunta posibilidades, se queda en eso, ya que Con la vida hicieron fuego dista de ser un film redondo, lo más que puedo decir, es que se trata de una película que expone ideas pero que no se arriesga a cruzar límites, quizá por un talante conservador, por temor a un choque frontal con la censura, porque la adaptación a la pantalla de la novela de Jesús Evaristo Casariego en la que se basa -y que abarca una narración lineal que va desde 1913 a 1952- así lo exigía o por miedo a sufrir un nuevo fracaso comercial. Cualquiera de estas posibilidades u otras provocaron que lo que pudo haber sido un film que abordase las heridas de la Guerra Civil sin emitir juicios, se quedase en un intento moralizador de acercar las dos posturas representadas por las imágenes del pasado: la de la novia fusilada por el bando republicano, la de Falín (figura central de una de las analepsis), y aquella otra que Armandina retiene en su memoria, en su día a día, en el recuerdo de Rafael, su marido, diputado republicano fusilado y amigo de la infancia de Quico y de Fernando (Roberto Rey), quien también recuerda los sueños perdidos desde la amargura y el escepticismo con los que afirma que <<fuimos una generación trágica. Prendimos el fuego y ahora somos supervivientes del incendio>>.

jueves, 13 de junio de 2019

Mercenarios sin gloria (1968)


La postura antimilitarista y antibelicista asumida por André De Toth en Mercenarios sin gloria (Play Dirty, 1968) queda clara desde sus primeras imágenes. Desierto, arena, calor y suciedad, un jeep que transita a alta velocidad por el espacio inabarcable que será el escenario donde se desarrollará la que sería su última película -al menos en la que aparece acreditado como director-. El conductor apaga la radio, deja de sonar Lili Marlene, cambia de gorra, presenta los papeles que le exigen los guardias del puesto de control y llega al campamento británico donde no descubrimos a caballeros ni a oficiales pulcros y marciales, sino al coronel Masters (Nigel Green), vestido con una vieja chaqueta tres cuartos y ante su nuevo fracaso. Tras preguntar qué ha sucedido, acude ante su superior para escuchar como este le recrimina la ausencia de resultados, el dinero malgastado en gasolina, balas,... y la baja de media docena oficiales de carrera; por el resto de hombres fallecidos no muestra interés alguno. Son prescindibles y no cuentan para el brigadier Blore (Harry Andrews), salvo para enviarlos al matadero que descubrimos durante la misión que nos muestra la guerra tal cual es: sin honor ni gloria, un espacio ideal donde exteriorizar los más bajos instintos. La tropa del coronel está formada por despojos de la sociedad y, entre ellos, sobresale Leech (Nigel Davenport), el conductor que al inicio transporta en su vehículo el cadáver del último oficial británico que incluyeron en su grupo. Es expeditivo; como expeditiva es la exposición que el realizador de origen húngaro hace del entorno y de los personajes.


De Toth prescinde de cualquier adorno que endulce o ensalce los hechos o a alguno de sus protagonistas. No habrá engaños, habrá cine contundente y directo, como corresponde a un cineasta de la talla de André De Toth. Su postura crítica adquiere forma en imágenes que no disimulan la crudeza, el cinismo y la violencia que los personajes abrazan sin remordimientos, sin el menor disimulo, solo como parte natural de la guerra y de sí mismos. Son imágenes que destapan aspectos oscuros que otros films de escuadrones infiltrados tras las líneas enemigas suavizan, relegan a un plano secundario o al olvido. Aquí no se trata de crear héroes, inexistentes en la visión de la guerra ofrecida por De Toth en este excelente film bélico que transita por espacios que, en ocasiones, recuerdan al western, género en el que dejó constancia de su maestría, y por la aventura, entendida esta como un viaje de continua superación de obstáculos, que no siempre ha de conducir a una gesta heroica, pues la heroicidad brilla por su ausencia en Mercenarios sin gloria.


Al contrario que Robert Aldrich con sus patibularios en Doce del patíbulo (Dirty Dozen, 1967), el director de El día de los forajidos (Day of the Outlaw, 1959) no simpatiza con sus protagonistas, y esto provoca que tampoco nosotros lo hagamos; ni siquiera les ofrece el grado de antihérores, apenas son más que criminales reflejo del crimen que en sí mismo es el conflicto bélico, que elimina cualquier posibilidad ética o racional. El cineasta no pretende juzgar comportamientos o explicarnos por qué los personajes asumen ser como son, pues es innecesario. Los mostrará indisciplinados, desarraigados e inmorales, perfectos para matar y morir, sin que a nadie le importe lo más mínimo, incluso a ellos parece no importarles, tampoco si los que mueren son de un bando o de otro, si son mujeres, como la enfermera alemana a quien intentan violar, u hombres con quienes comparten uniforme o comida, mientras no sea uno mismo quien caiga. Salvo el capitán Douglas (Michael Caine), cuya ingenuidad remite a su inexperiencia en la lucha y a su educación universitaria y a su clase burguesa, el resto de los componentes de la misión que este cree comandar son mercenarios tan deshumanizados como el propio conflicto bélico, en el que ninguno de ellos deja de ser un peón en el juego organizado por sus superiores, un juego mortal e inmoral en el que las pérdidas humanas carecen de importancia. El alto mando solo presta atención a las cifras y al apuntarse méritos; esto lo sabe Leech, quien, como veterano y ex-convicto, asume que nada importa, salvo ver, oír y callar. En definitiva, lo importante es sobrevivir y no desentona en ese espacio que transita cual reverso de Douglas, a quien debe mantener con vida a cambio de las dos mil libras prometidas por Masters. Nada más le importa, consciente de que en la guerra no existe honor ni moral, y apenas una pequeña opción de salir de ella con vida o de cumplir esa misión suicida que no cambiaría el transcurso del conflicto.

miércoles, 12 de junio de 2019

Aflicción (1997)

Existen películas con alma y las hay que solo poseen fachada. En el primer caso, por ejemplo, se encuentran las de Paul Schrader y, como consecuencia, fondos y formas se corresponden y se necesitan porque obedecen al pensamiento y a las inquietudes del propio cineasta, las cuales cobran cuerpo en sus protagonistas y en sus historias personales. Las películas de Schrader no pretenden complacer ni conectar con el gusto mayoritario, aunque en casos alcancen dicha conexión, nacen de experiencias vitales y reflexiones existenciales propias, de gustos y fobias, de su cinefilia y de la creatividad que plasma en imágenes, silencios, palabras y comportamientos humanos. El carácter existencial impregna su obra y nos adentra en un tipo de cine que exorciza fantasmas al tiempo que enfrenta contradicciones que nos señalan el alma humana, aquella que sufre, que busca liberarse de dicha aflicción, que ahoga y condiciona sus relaciones consigo misma y con el entorno donde la mayoría de las veces se aísla o se encuentra aislada. Los protagonistas de Yakuza (Sydney Pollack, 1974), Taxi Driver (Martin Scorsese, 1977), Toro salvaje (Raging BullMartin Scorsese, 1980), Mishima (Mishima: A Life in Four Chapters, 1985), Sin posibilidad de escape (Light Sleeper, 1992) o El reverendo (First Reformed, 2017) son algunos de los personajes descritos por Paul Schrader, que encuentran un punto común en su interioridad atormentada, al límite o dentro del abismo oscuro y solitario donde se descubren atrapados, a la espera de hallar la vía que les permita escapar del tormento. Sus grandes personajes viven en un sin vivir, sin poder acariciar el equilibrio emocional y existencial que se niegan y les niegan las circunstancias que encierran en su interior y salen a la luz cuando ya son incapaces de contenerlas. Son seres heridos por el pasado, por malos tratos, por soledades hirientes, por fracasos personales o por una estricta educación, pero también por su tiempo presente, del cual no pueden desentenderse y apenas logran entender. Los demonios que habitan en ellos se agigantan en su intento de escapar de las dudas y de los espectros que siempre llevan a cuestas. Son tipos como Wade, el protagonista de Aflicción (Affliction, 1997), uno de los grandes títulos de Schrader y del cine estadounidense de la década de 1990. Apenas difiere que sea Scorsese o el propio Schrader quienes los lleven a la pantalla, todos buscan la redención, aunque apenas existe la posibilidad y esta se presenta en contadas ocasiones, la mayoría de las veces se confunde con la explosión de violencia que remite al desequilibrio emocional que no logran dejar atrás. Alguien como Wade no tiene oportunidad de liberarse de los recuerdos del ayer, de imágenes que regresan a su presente y que han hecho de él al hombre de quien nos habla su hermano (Willem Dafoe) al inicio y al final del film. Se trata de un individuo perdido, que ha perdido, un hombre que, como consecuencia, vive en el dolor, caminando sobre la nieve que observamos en el exterior donde hace las veces de policía local o chico para todo. Es un espacio blanco, frío e inhóspito que remite a la soledad, a la ausencia del calor que proporcionan las relaciones afectivas, a la imposibilidad de amar y de sentirse amado, a la hostilidad y al cabreo que le genera la imposibilidad de exorcizar los fantasmas y la aflicción que apenas logra contener; mientras, la teme y se teme a sí mismo, a ser como su padre (James Coburn), a la explosión de violencia que se aproxima y que pretende evitar aferrándose a circunstancias externas -a la resolución del asesinato que crea en su mente y a la ilusión de conseguir la custodia de su hija (Brigid Tierney)-. Son ilusiones que no logran suavizar su angustia vital, ni paliar la ansiedad y la desolación que imposibilitan su conexión con su hija, con su novia (Sissy Spacek) o con su hermano, a quien sirvió de parapeto humano ante los arrebatos de irá y golpes de su padre alcohólico, que apenas ha cambiado respecto al hombre que descubrimos en los breves recuerdos de Wade, destellos del ayer que, al prender fuego al granero donde yace el cadáver paterno, intenta reducir a cenizas.

martes, 11 de junio de 2019

El estafador (1960)

En su primera película con Dino RisiVittorio Gassman se transforma en cualquier personaje que le permita llevar a cabo sus timos. Su versatilidad no solo se encuentra en la facilidad con la que cambia de identidad según le convenga en cada momento del film, sino en satirizar la realidad que nos llega a través de su conversación con el hombre que ha pretendido timarlo a él, al rey de los estafadores, de los mentirosos, de los actores, porque al fin y al cabo, ¿qué es un actor, si no un experto en el embuste y el timo? En la jerga teatral "mattatore" alude al actor cuyas dotes interpretativas sobresalen sobre las resto de sus compañeros; además, dicho término sirvió de título para el exitoso programa televisivo que Gassman protagonizó a finales de la década de 1950 y para esta esplendida farsa que le unió profesionalmente a Risi. El estafador (Il mattatore, 1960) también fue la primera colaboración de Risi y Ettore Scola, dos nombres fundamentales de la commedia all'italiana, y la de este con Gassman, que, en su interpretación de Gerardo, dio rienda suelta a su capacidad camaleónica y la vis cómica que había despuntado bajo la dirección de Mario Monicelli -otro imprescindible del género- en Rufufú (I soliti ignoti, 1958) y La Gran Guerra (La Grande Guerra, 1959). Sin embargo, aquí asume un rol autoparódico de "mil rostros" que nos acerca a la realidad de un actor sin talento sobre las tablas -antítesis del prestigioso Gassman intérprete teatral-, pero sobrado para triunfar en las calles, restaurantes, joyerías, iglesias o en el ministerio de aviación donde realiza una de sus grandes estafas. La realidad es su escenario y en ella cambia de registro, de imagen, de acento, de profesión, y actúa con magistral desenvoltura en timos que encuentran sus víctimas en individuos que se dejan embaucar porque ambicionan sacar tajada de los supuestos negocios que les propone. La historia de Gerardo arranca en el presente, cuando llega a su hogar y habla con Annalisa (Ana Maria Ferrero), su mujer, de la precariedad en la que viven, consecuencia de su trabajo mal remunerado. Se queja y recuerda cuando vivía a lo grande, aunque todavía ignoramos si exagera y a qué se dedicaba antes de casarse y ser uno más entre tantos. Pronto lo sabremos, gracias al desconocido que llama a la puerta e intenta venderles un candelabro de plata, que no es más que el cebo para la estafa que Gerardo huele a distancia. No cae en la trampa, acusa al delincuente de falto de talento y le narra sus experiencias; desde su despido del teatro donde también trabajaba Annalisa hasta su último timo, del cual salió timado. Como cualquier otro personaje de la commedia all'italiana el protagonista de El estafador es la caricatura de un individuo corriente que, a base de mentiras, intenta apañárselas en su cotidianidad, aunque en su caso intenta amoldarla a su necesidad de alejarse del hombre corriente que es en el presente. Tras ser despedido del teatro acepta participar en el negocio que le propone un amigo, un negocio que da con sus huesos en la cárcel donde obtiene un enorme éxito al poner en escena el monólogo de Marco Antonio del Julio César shakespeariano. Entre rejas conoce a Chinotto (Peppino De Filippo), su compañero del celda, su mentor y su socio cuando ambos regresen a la calle tras una de tantas amnistías. Como buen ejemplo de comedia italiana, El estafador es un farsa corrosiva y desenfadada que satiriza situaciones y personajes para burlarse de la inmoralidad que impera en la cotidianidad que Risi parodia y adapta a la imagen de su cara dura protagonista: un individuo que se realiza en la mentira, en la interpretación de los más variopintos personajes con los que embauca a no inocentes. Ese es su arte, y lo maneja como nadie, cual "mattatore" del timo, para escapar de aquello que se espera de un tipo corriente: asumir un trabajo "normal", casarse y tener hijos. Él no pretende eso y, aunque no quiere perderla, tampoco duda en mentir a Annalisa, pues se niega a dar el paso que lo condene a la vida que descubrimos en su presente.

lunes, 10 de junio de 2019

La piel quemada (1966)



Desde sus inicios en la dirección, 
Josep Maria Forn mostró una intención creativa que lo distanciaba del gusto oficial. Esto era atípico, que no exclusivo, y salirse de la norma solía conllevar más de un encontronazo con la censura, como descubriría en más de una ocasión. Su intención de ir por libre se observa en su transitar por el cine negro —Muerte al amanecer (1959), ¿Pena de muerte? (1961) y Los culpables (1962)—, pero su obra más personal y, en la actualidad, la más reconocida es La piel quemada (1966), retrato de la inmigración y de las diferencias económicas y sociales de la España del desarrollismo; una España dividida en dos: la desarrollada y la subdesarrollada. El tema de la inmigración había sido uno de los ejes de Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951), aunque el realismo de Nieves Conde obedece más a una cuestión estética, que recoge influencias del neorrealismo, que a la necesidad ética de Forn de confrontar las dos realidades socio-económicas que encuentran en el viaje de la familia de José (Antonio Iranzo) el puente que acerca la segunda a la primera; pero solo a la promesa, no a la certeza, que costará mayor trabajo alcanzar, si es que en algún momento se logra. Las distancias no se cuentan en kilómetros, como comprobamos durante los primeros minutos de la jornada laboral de José en la construcción, a pie de playa, observando cuerpos tendidos al sol, cuerpos similares al suyo, salvo que su torso no se dora, se quema. Él trabaja, los bañistas descansan. Por la playa se escuchan conversaciones en catalán, en la construcción se oye el castellano con acento andaluz e incluso portugués. Son las voces de los trabajadores, de los inmigrantes, de los que se han visto obligados a abandonar su tierra por falta de oportunidades o por la explotación laboral. Lo comprendemos cuando José se toma un descanso, toca su guitarra y rememora su situación en Guadix, su pueblo natal, el mismo que en el presente andaluz abandonan su mujer, sus dos hijos y su hermano pequeño. La escena retrospectiva no necesita palabras, solo la breve sucesión de secuencias ambientadas en el pasado que las notas de la guitarra conectan con su presente catalán, con la España del boom turístico y del ladrillo. No se necesita más para hacer visible la falta de trabajo, el caciquismo y el abuso que precipitarían su salida. La música y las imágenes al tiempo nos acercan y separan dos zonas de un mismo país, que transita por sendas distintas: aquella en la que observamos a los turistas, el bullicio, el comercio y la diversión, y aquella otra donde impera la moral tradicional, el qué dirán y los temporeros que prácticamente viven esclavizados por los "dueños" de la tierra. Pero Forn no se limita a confrontar los espacios distantes en kilómetros, y en riqueza económica, pretende hacer lo propio con los que se encuentran en el Lloret de Mar, donde los inmigrantes apenas logran adaptarse, rechazados por unos y aceptados por otros. Sin posibilidad de acceso al paraíso, viven en el extrarradio, en barracas o en pensiones; condenados a ser marginados que, salvo excepciones, solo se relacionan entre ellos.


Sin caricaturas ni tópicos que desdibujen hechos y personajes, sin intención elitista ni ruptura formal que imposibiliten el acceso a su crítica expositiva,
La piel quemada se decanta por el realismo y, por momentos, sus imágenes podrían formar parte de un film documental. Así nos muestra sin adornos al inmigrante, sus condiciones laborales y humanas, el rechazo de la burguesía lugareña que se autojustifica en la simpleza del "llegan para quitarnos el trabajo", tras la cual se oculta la superioridad asumida que no se expresa a viva voz; solo en quejas puntuales, como las del encargado (Josep Castillo Escalona) de pagarles el jornal o los señoritos que el en bar se encaran con el grupo que celebra la despedida de José. La juerga encuentran su sentido en una bienvenida, la de su mujer e hijos, que llegarán al día siguiente para reunirse con él después de meses, quizá de un año o dos, de separación. Es otra de las realidades de la migración, y otra distancia a salvar en una película de distancias: la económica, la social y la que desmiembra familias o las condena a la espera de recomponerse, quizá de caminar por sendas distintas. Juana (Marta May), los niños y Manolo (Luis Valero) emprenden su viaje hacia la esperanza al tiempo que el marido inicia su jornada. Se trata de un día y una noche de autobuses y trenes, de descubrir Valencia, la gran ciudad que sorprende a Manolo, quien hasta entonces nunca había abandonado las cuevas donde se crió. El mundo es grande, más de lo que se imaginaba, las distancias también, y la noche cae para todos ellos, ya sea en el transporte hacia una nueva vida o en la nocturnidad durante la cual José disfruta como uno más de la fiesta costera que le descubre el placer y la libertad, inexistente en su tierra natal y en su cotidianidad laboral. Nosotros descubrimos sus circunstancias, las propias y las que le rodean, como esa presencia de los turistas en un entorno donde algunos seducen, roban o viven de las mujeres extranjeras. Es la España de los edificios a pie de playa que transforman el litoral con la única ambición del dinero; es la de los automóviles, los bikinis, las fiestas, el desenfreno y las resacas, pero existe aquella otra que la familia abandona, aunque no por ello desaparecerá en la tierra prometida, donde los niños o el tío quizás podrían llegar a integrarse y formar parte de los privilegiados que no se queman la piel bajo el sol, pues, para ellos, es símbolo de evasión, de descanso, y no el astro abrasador que castiga a los obreros durante su jornada laboral.