lunes, 10 de junio de 2019

La piel quemada (1966)



Desde sus inicios en la dirección, 
Josep Maria Forn mostró una intención creativa que lo distanciaba del gusto oficial. Esto era atípico, que no exclusivo, y salirse de la norma solía conllevar más de un encontronazo con la censura, como descubriría en más de una ocasión. Su intención de ir por libre se observa en su transitar por el cine negro —Muerte al amanecer (1959), ¿Pena de muerte? (1961) y Los culpables (1962)—, pero su obra más personal y, en la actualidad, la más reconocida es La piel quemada (1966), retrato de la inmigración y de las diferencias económicas y sociales de la España del desarrollismo; una España dividida en dos: la desarrollada y la subdesarrollada. El tema de la inmigración había sido uno de los ejes de Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951), aunque el realismo de Nieves Conde obedece más a una cuestión estética, que recoge influencias del neorrealismo, que a la necesidad ética de Forn de confrontar las dos realidades socio-económicas que encuentran en el viaje de la familia de José (Antonio Iranzo) el puente que acerca la segunda a la primera; pero solo a la promesa, no a la certeza, que costará mayor trabajo alcanzar, si es que en algún momento se logra. Las distancias no se cuentan en kilómetros, como comprobamos durante los primeros minutos de la jornada laboral de José en la construcción, a pie de playa, observando cuerpos tendidos al sol, cuerpos similares al suyo, salvo que su torso no se dora, se quema. Él trabaja, los bañistas descansan. Por la playa se escuchan conversaciones en catalán, en la construcción se oye el castellano con acento andaluz e incluso portugués. Son las voces de los trabajadores, de los inmigrantes, de los que se han visto obligados a abandonar su tierra por falta de oportunidades o por la explotación laboral. Lo comprendemos cuando José se toma un descanso, toca su guitarra y rememora su situación en Guadix, su pueblo natal, el mismo que en el presente andaluz abandonan su mujer, sus dos hijos y su hermano pequeño. La escena retrospectiva no necesita palabras, solo la breve sucesión de secuencias ambientadas en el pasado que las notas de la guitarra conectan con su presente catalán, con la España del boom turístico y del ladrillo. No se necesita más para hacer visible la falta de trabajo, el caciquismo y el abuso que precipitarían su salida. La música y las imágenes al tiempo nos acercan y separan dos zonas de un mismo país, que transita por sendas distintas: aquella en la que observamos a los turistas, el bullicio, el comercio y la diversión, y aquella otra donde impera la moral tradicional, el qué dirán y los temporeros que prácticamente viven esclavizados por los "dueños" de la tierra. Pero Forn no se limita a confrontar los espacios distantes en kilómetros, y en riqueza económica, pretende hacer lo propio con los que se encuentran en el Lloret de Mar, donde los inmigrantes apenas logran adaptarse, rechazados por unos y aceptados por otros. Sin posibilidad de acceso al paraíso, viven en el extrarradio, en barracas o en pensiones; condenados a ser marginados que, salvo excepciones, solo se relacionan entre ellos.


Sin caricaturas ni tópicos que desdibujen hechos y personajes, sin intención elitista ni ruptura formal que imposibiliten el acceso a su crítica expositiva,
La piel quemada se decanta por el realismo y, por momentos, sus imágenes podrían formar parte de un film documental. Así nos muestra sin adornos al inmigrante, sus condiciones laborales y humanas, el rechazo de la burguesía lugareña que se autojustifica en la simpleza del "llegan para quitarnos el trabajo", tras la cual se oculta la superioridad asumida que no se expresa a viva voz; solo en quejas puntuales, como las del encargado (Josep Castillo Escalona) de pagarles el jornal o los señoritos que el en bar se encaran con el grupo que celebra la despedida de José. La juerga encuentran su sentido en una bienvenida, la de su mujer e hijos, que llegarán al día siguiente para reunirse con él después de meses, quizá de un año o dos, de separación. Es otra de las realidades de la migración, y otra distancia a salvar en una película de distancias: la económica, la social y la que desmiembra familias o las condena a la espera de recomponerse, quizá de caminar por sendas distintas. Juana (Marta May), los niños y Manolo (Luis Valero) emprenden su viaje hacia la esperanza al tiempo que el marido inicia su jornada. Se trata de un día y una noche de autobuses y trenes, de descubrir Valencia, la gran ciudad que sorprende a Manolo, quien hasta entonces nunca había abandonado las cuevas donde se crió. El mundo es grande, más de lo que se imaginaba, las distancias también, y la noche cae para todos ellos, ya sea en el transporte hacia una nueva vida o en la nocturnidad durante la cual José disfruta como uno más de la fiesta costera que le descubre el placer y la libertad, inexistente en su tierra natal y en su cotidianidad laboral. Nosotros descubrimos sus circunstancias, las propias y las que le rodean, como esa presencia de los turistas en un entorno donde algunos seducen, roban o viven de las mujeres extranjeras. Es la España de los edificios a pie de playa que transforman el litoral con la única ambición del dinero; es la de los automóviles, los bikinis, las fiestas, el desenfreno y las resacas, pero existe aquella otra que la familia abandona, aunque no por ello desaparecerá en la tierra prometida, donde los niños o el tío quizás podrían llegar a integrarse y formar parte de los privilegiados que no se queman la piel bajo el sol, pues, para ellos, es símbolo de evasión, de descanso, y no el astro abrasador que castiga a los obreros durante su jornada laboral.

No hay comentarios:

Publicar un comentario