domingo, 31 de marzo de 2019

Grizzly Man (2005)


Se dice que en ocasiones la realidad supera a la ficción, también que cualquier ficción encuentra su inspiración en la realidad o que a veces se encuentra mayor veracidad en la ficción que en la propia realidad. Cualquiera de las opciones arriba apuntadas sirven para acercarse a lo expuesto por Werner Herzog en Grizzly Man (2005), un documental donde la realidad del personaje central se convierte en ficción y, desde esta, surge la nueva realidad del protagonista, en la que asume la identidad de héroe, de amante y protector de los osos pardos de Alaska. Las primeras palabras de Herzog nos presentan a Timothy Treadwell y nos informan de que los últimos trece veranos de su vida los pasó entre grizzlies, cinco de los cuales grabando sus experiencias en más de cien horas de metraje, que el cineasta alemán aprovecha e introduce en el montaje de su película. Combinando lo filmado por Treadwell y material original, Herzog, cineasta aventurero y viajero incansable, se adentra en un espacio salvaje para acceder a la naturaleza del protagonista de su historia, trágica en su desenlace, pues sabemos que tanto él como Annie Huguernard, su compañera durante ese último viaje, perecieron bajo las garras de un oso. Dicha interioridad sale a relucir a lo largo de este cuando menos curiosa y estimulante reflexión antropológica. ¿Héroe, ecologista u obsesionado? ¿Se trata de un enamorado de los osos o de alguien en quien su yo individual y su yo social se desequilibran? ¿En qué punto rompe con la realidad hiriente y acepta su ficción salvadora? ¿Qué precipita su rechazo hacia la civilización? ¿Los fracasos que intenta olvidar en su cruzada protectora? ¿Quién es este hombre? ¿Por qué crea su papel de señor de los osos? Acaso ¿quiere ser uno de ellos, porque en ellos y entre ellos no sufre rechazo? Las imágenes expuestas por Herzog no buscan respuestas concretas y únicas, buscan comprender los motivos y al hombre que nos habla a través de sus filmaciones, que nos descubre su relación con el espacio y con los animales a los que se acerca como si fueran sus iguales. En Alaska, Timothy asume estar entre amigos, que los osos le necesitan y le respetan, porque no muestra señales de temor ni debilidad, lo que no comprende es el origen salvaje de sus compañeros estivales, de un salvajismo distinto al entorno invernal del que escapa. Herzog no pretende juzgar a su personaje, de quien admira la coherencia y la metodología de sus grabaciones. Desde esta perspectiva documentalista, el cineasta siente simpatía hacia el personaje, pero, cuando se trata de mostrar su lado humano, se mantiene alejado, aunque no indiferente. Quizá herido, quizá superado por sus experiencias del pasado, Treadwell lleva al filo de lo imposible su búsqueda de un lugar, puede que también de la notoriedad que le compense de la indiferencia que ha sentido. A este respecto, su relación con los osos le proporciona el éxito del que no ha disfrutado en su vida social; le proporciona la atención, la certeza de que su peculiar cometido lo posiciona en el punto de mira, de ahí que busque el protagonista exclusivo de sus grabaciones, las cuales aprovecha para alabarse y expresar sus opiniones. Pero él no es el único individuo curioso que asoma por Grizzly Man, pues nos encontramos con entrevistados que también llaman nuestra atención, desde sus opiniones dispares y enfrentadas respecto al (anti)héroe de la película, de su propia película, porque, al fin y al cabo, Timothy Treadwell es el todo sobre el cual gira esta inteligente y entretenida propuesta documental, por momentos surrealista, que expresa mucho más de lo que expone a simple vista.

sábado, 30 de marzo de 2019

La Pointe Courte (1954)



<<El cine viene de la vida y es por eso por lo que todo mi cine viene de mi vida como mujer, pero también como ciudadana, como madre o abuela. Todo lo que está en la vida se puede transformar y más en este mundo que es un caos y un horror. Yo no busco éxitos comerciales, ni dinero con mi cine, lo que quiero crear como artista son vínculos y sentimientos de fraternidad y ternura entre la gente>>

Agnès Varda (1)


La evolución cinematográfica llevada a cabo por los miembros de la Nouvelle Vague no fue un proceso espontáneo, ni único en su momento. Fue fruto de ideas y de necesidades personales y cinematográficas, entre estas la de renovar un cine que quizá se repetía y necesitase nuevos bríos y vías de desarrollo apenas transitadas. Pero antes de producirse lo que no supuso una revolución, pero sí un cambio de rumbo, y de que los Chabrol, Rohmer, Truffaut o Godard realizasen su primera película, ya existían signos de transformación y realizadores diferentes —desde Robert Bresson a Alain Resnais, pasando por Jacques Becker o Georges Franju— con films en los que apuntaban el nuevo despertar del cine francés. Tras la Segunda Guerra Mundial, la industria cinematográfica gala se encontraba reducida a la práctica nada, por lo que se vio obligada a reinventarse para sobrevivir y recuperar parte del esplendor pasado. Y en parte lo hizo mediante ayudas estatales y medidas proteccionistas, subvenciones que aportaban liquidez a las producciones. La nueva política cinematográfica posibilitó que algunos jóvenes sin experiencia obtuviesen ayudas económicas, cuando no ellos mismos financiaban sus películas, o una mezcla de ambas. Y este fue el caso de La Pointe Courte (1954), el debut en la dirección de largometrajes de la hasta entonces fotógrafa Agnès Varda, un film que ella misma produjo y que en su momento apenas generó poco más que indiferencia, quizá por falta de perspectiva histórica y puede que de visión por parte de crítica y público. Pero, aunque pocos podrían haberlo dicho en aquel momento, su debut era precursor directo de la nueva ola de realizadores que debutarían en el largometraje hacía finales de la década de 1950, un “grupo” heterogéneo en el que la cineasta nacida en Bélgica entraría como miembro de pleno derecho con su espléndida Cleo de 5 a 7 (Clèo de 5 à 7, 1962).


Sin apenas conocimientos cinematográficos, en su primera película, Varda tuvo la osadía y el acierto de recrear en un mismo espacio dos realidades que se combinan, sin imponerse la una a la otra. La íntima, también la más ficticia, nos muestra las dudas y la relación de la pareja interpretada por Philippe Noiret y Silvia Monfort, ajena a las vivencias del resto del pueblo, el conjunto humano que nos lleva directamente a la otra realidad expuesta, casi documental. En apariencia influenciada por el neorrealismo italiano, la mirada antropológica y etnográfica de Varda muestra la cotidianidad de los hombres y mujeres de la villa pesquera La Pointe Courte, el pequeño pueblo de mariscadores que se ve condicionado por la prohibición de pescar en la laguna que lo baña, su medio de subsistencia. La cámara de Varda remarca la diferencia entre ambas desde el inicio, pues los movimientos, según sea una u otra, son acordes con las situaciones que observa, más idílica en su observación de la pareja y más objetiva en su acercamiento a los habitantes de la villa marinera. Estas dos miradas son imprescindibles para hacer de La Pointe Courte un film diferente, que anuncia y confirma el doble interés de la realizadora; el cine de ficción y el documental. Son las dos formas de mirar de una única mirada: la suya, humana y comprometida con los marginados y con su condición femenina en un entorno de mayoritaria presencia masculina, la mirada lúcida y original de una de las grandes creadoras cinematográficas de todos los tiempos. Y, como ya se ha dicho arriba, en ciertos aspectos, este primer trabajo anuncia la ruptura llevada a cabo por la nueva ola que eclosionaría para dar forma a Le bel âge (Pierre Kast, 1958), El bello Sergio (Le beau Serge; Claude Chabrol, 1958), Hiroshima, mon amour (Alain Resnais, 1958), Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups; François Truffaut, 1958), El signo del león (Le signe du lion; Eric Rohmer, 1959), Al final de la escapada (À bout de souffle; Jean-Luc Goddard, 1959) entre otros títulos que rompían con el periodo precedente.


(1) Declaración extraído del artículo de Rocío García, publicado en el diario El país, 24-9-2017.

viernes, 29 de marzo de 2019

A. K. (Akira Kurosawa) (1985)


Imprescindible para cualquiera que disfrute de los films de Akira Kurosawa y de la habilidad audiovisual de Chris Marker, A. K. (1985) no es un "Cómo se hizo..." de Ran (1985) al uso. No podía serlo, eso estaba claro para quien tuviese una noción mínima de las películas realizadas por Marker, el responsable al frente de este documental producido por Serge Silberman que nos descubre algunos aspectos de la superproducción de 
Kurosawa, la cotidianidad del rodaje y del propio cineasta. No me cabe la menor duda de que tanto Silberman como el realizador japonés eran conscientes de que Marker no iba a realizar una película impersonal, que publicitase aquella de la que muestra parte de su rodaje, sino que el autor del prestigioso cortometraje La Jetée (1962) crearía un film propio y personal, con poética propia y que encuentra su eje principal en la figura legendaria de aquel a quien en un momento puntual compara con el centro de un sistema solar, formado por su equipo de trabajo, hombres y mujeres como Ishiro Honda, el responsable de la exitosa Godzilla (Japón bajo el terror del monstruo) (Gojira, 1954), o Teruyo Nogami, la supervisora de guiones de Kurosawa desde Rashomon (1950) hasta Madadayo (1993), entre otros habituales colaboradores del cineasta a quien observamos en el film dar órdenes, aguardar o fumar un cigarrillo mientras observa en la distancia la escena que se está filmando.


<<Un director de cine tiene que convencer a un gran número de gente a que lo siga y trabaje con él. Yo a menudo digo, aunque sin lugar a dudas no soy nada militarista, que si se compara la unidad de producción con un ejército, el guión es la bandera, y el director es el comandante del frente de línea. Desde el momento en que empieza la producción hasta el momento en el que acaba, no se puede decir qué va a pasar. El director debe ser capaz de responder a cualquier situación, y debe tener capacidad de liderazgo para hacer que toda la unidad marche.>>

Akira Kurosawa: Autobiografía (o algo parecido)

La mirada del cineasta japonés, oculta tras sus gafas de sol y bajo su gorra, es la mirada de un creador consciente de estar creando, y también consciente de la importancia de saber liderar al grupo humano, numeroso en el caso de
Ran, debido a la envergadura de la producción, que lo admira y acata sus órdenes sin ponerlas en duda. Marker incluido, se refieren a él como "Sensei", por el magisterio ganado e impartido a lo largo de los años en títulos fundamentales como aquellos que asoman en la pantalla cuando el fondo rojo sustituye a las imágenes del set de rodaje, ubicado este al pie del siempre reconocible monte Fuji. En ese momento que el documento de Marker se aleja del tiempo y del espacio concretados por la filmación de Ran, observamos un pequeño televisor y el aparato de vídeo que reproduce las emblemáticas Los siete samuráis (Shichinin no samurai; 1953) o Trono de sangre (Kumonosu-jo; 1957). Es entonces cuando el pasado se acerca al presente para hacer de A. K. un viaje al mundo del cine, al mundo de Kurosawa, a su reino de poesía y humanidad, de imágenes y de sonidos, pero también de inconvenientes durante el rodaje, de imprevistos, de soluciones y de pausas que retrasan la filmación y provocan la inacción de los numerosos colaboradores del realizador, actores, técnicos o extras vestidos con ropas de época; todos ellos a la espera de abandonar de nuevo el presente y regresar al pretérito ficticio en el cual Kurosawa recreó su espectacular, pictórica y épica visión de la shakespeariana El rey Lear.

miércoles, 27 de marzo de 2019

El hombre que viajaba despacito (1957)



Mentiría si escribiese que El hombre que viajaba despacito (1957) es una gran película o que por su título se trata de una adaptación de una novela de Wenceslao Fernández FlórezNi es lo uno ni lo otro, pero no considero exagerado afirmar que esta comedia de Joaquín Romero Marchent, de ritmo en ocasiones irregular y en otras puede que cansino, es especial. Lo es por el protagonismo de Miguel Gila, de su humanidad y su aire campechano, tirando hacia paleto, sobrado de ironía y del patetismo con los que observaba a aquella España anclada en su tradicionalismo y su eterna posguerra. <<Salvo El hombre que viajaba despacito, nunca tuve la oportunidad de hacer una película que me estimulara a seguir interesado por el cine y perdí, por completo, el poco interés que tenía por esta faceta del arte>>. El humorista recordaba esto en sus memorias, al aludir las oportunidades que pudieron ser pero que no fueron, oportunidades para protagonizar Mi tío Jacinto (Ladislao Vajda, 1956) y Plácido (Luis García Berlanga, 1961). Pero en esta comedia de recorrido, probablemente uno de los primeros films de carretera españoles, él es principio, medio y final, como ya lo había sido dos años antes en El ceniciento (Juan Lladó, 1955). Además de protagonizar, el famoso cómico fue coautor del guión y de los diálogos e ilustrador de los créditos que abren su desventura por el país de quijotes, buscones y doñas perfectas. El asumir varias facetas corrobora que existía un creador detrás de la imagen caricaturesca que observamos en la pantalla. Quien desconozca la importancia de Gila en la evolución del humor español de siglo XX, no comprenderá que su irrupción en el panorama cómico resultó clave, en monólogos, viñetas, textos, representaciones teatrales o en la creación de ese personaje reconocible y cercano, en quien se mezcla la sabiduría y la ignorancia popular, y en quien se dibuja el rostro de la derrota del eterno perdedor. En el cine no tuvo suerte, aunque ahí queda este título que nos presenta al humorista respondiendo a su apellido y a la identidad que cualquiera que la haya visto sabe inalterable, campechana, tranquila, entre desafortunada y resignada en su devenir por un espacio que interpreta mediante explicaciones que ni dicen ni desdicen, pero no por ello dejan de ser reflexiones que delatan ciertas dosis de crítica. Aunque antimilitarista por convicción y devoción, al inicio de la película descubrimos a Gila en el cuartel donde obtiene su primer permiso, porque va a casarse con Marta (Licia Calderón), y nueve meses después, su segundo, para visitar a su hijo recién nacido. Sin prisas, no vaya a cumplirse la predicción de la gitana que aún condiciona su pensamiento, el soldado pretende realizar su recorrido por aire, pero el aeroplano no despega, de modo que se apea y decide tomar el tren, medio de transporte que considera más seguro que el biplaza "sin techo" del cual, por fortuna para él, baja a tiempo. Como película de carretera, El hombre que viajaba despacito posibilita diferentes encuentros y varios espacios donde el humorista siempre es el centro exclusivo. Así lo observamos en sus encuentros con Luciano (Roberto Camardiel), opuesto en prisas a las tres extranjeras que recogen al protagonista, que las abandona para evitar pagar los "scotch" que consumen en un hotel con piscina; con el árbitro que ha sido arrojado al río por señalar una pena máxima contra el equipo local, con la familia gitana que recorre los pueblos ofreciendo números circenses a cambio de la voluntad o mismamente en su constante encuentro consigo mismo, con la caricatura y el costumbrismo de la época y de aquel país que en la pantalla resulta más paleto y patético que la imagen que el humorista asumió para dar vida a su inolvidable personaje.

martes, 26 de marzo de 2019

Todos lo saben (2018)

Hitchcock empleaba en sus películas <<un rodeo, un truco, una complicidad>>* al que llamó macguffin; y aunque no fuese significativo, funcionaba como excusa argumental que le permitía atrapar la atención, entretener y, desviando la atención de su público, introducir aspectos de mayor interés para él. Una excusa argumental que llama nuestra atención la observamos en Todos los saben (2018), en el secuestro de Irene (Carla Campra). Su desaparición es el cebo y sirve como detonante para que Ashgar Fahardi dé rienda suelta a las reacciones humanas que desarrollará a lo largo de su película. El secuestro, al tiempo capta el interés de quien observa el drama, introduce los secretos ocultos, las verdades que afloran a raíz del funesto acontecimiento, recelos y asuntos del pasado que salen a relucir en el presente. Inicialmente las relaciones y las costumbres del entorno familiar sonríen a Laura (Penélope Cruz) y a sus dos hijos a su llegada al pueblo. Ella es la mediana de las hijas de Antonio (Ramón Barea), que regresa de Argentina para estar presente en la boda de Ana (Inma Cuesta), su hermana pequeña. Durante los primeros compases, la armonía y la felicidad reinan en el ambiente, como también prevalece durante los minutos iniciales de A propósito de Elly (2008), en la que varios amigos se reúnen en la costa para pasar un fin de semana que guarda no pocos puntos comunes con los aquí expuestos. Se trata de un momento durante el cual no existe cabida para sensaciones que, aunque no asomen, están ahí, a la espera de salir a la luz. Con el secuestro de la adolescente, se da vía libre a la interioridad de los personajes y el tono de la película sufre un vuelvo drástico, que de nuevo remite al film anteriormente nombrado, no por la desaparición en sí misma, que evidentemente transforma la cotidianidad de la familia, afectando a unos y a otros, y en grado asumo a una madre que no puede más que sufrir la impotencia y el dolor, consciente de que las exigencias de los secuestradores se encuentran fuera de su alcance. El cambio tonal provoca que los hechos que se desarrollan en el presente revivan el pasado, un tiempo en el que Paco (Javier Bardem) y Laura mantenían la relación amorosa que no pudo sobrevivir a las circunstancias, fuesen estas consecuencia de las diferencias sociales que todavía sobreviven en la mente de Antonio o a la aparición de Alejandro (Ricardo Darín), el hombre con quien se casó. Quizá poco importe, lo que sí interesa más allá de la intriga planteada, es ese pasado silenciado, que no solo oculta el origen de Irene, sino que precipita que resurjan las diferencias, las heridas y las frustraciones, así como el recuerdo familiar de la pérdida de sus posesiones. En un primer momento, Farhadi describe con precisión a los personajes y el espacio donde ser reúnen, sin prisa, lo cual le permite detenerse en los protagonistas, conferirles personalidad y humanidad, antes de que surja el conflicto que provoca las distancias y obliga a diferentes personajes a tomar decisiones que, sin el drama, nunca se habrían planteado o enfrentado. Ahí se encuentra la sustancia de Todos lo saben, en la toma de decisiones, en los interrogantes que sus protagonistas dejaron de responderse en el pasado y puede que dejen de hacerlo en el futuro, pues el film solo cierra uno de los aspectos planteados, el relacionado con el secuestro, pero deja en el aire las posteriores decisiones y relaciones de las que solo podemos conjeturar, nunca adivinar, porque, como personajes del cineasta iraní, los aquí expuestos son seres con luces y sombras que viven vidas condicionadas por claroscuros.

*François Truffaut. El cine según Hitchcock. Alianza Editorial S. A., Madrid, 1999

lunes, 25 de marzo de 2019

Setsuko Hara. La sonrisa serena


La sonrisa suele ser uno de los primeros rasgos que captan la atención de propios y extraños. El arte y la cultura nos han deparado algunas como la de La Gioconda, la más ambigua, famosa y valorada de la historia, La sonrisa etrusca, título de la espléndida novela de José Luis Sampedro, o la permanente del antagonista del hombre murciélago en las viñetas, en la televisión y en la gran pantalla. Pero en el cine, una de las sonrisas inolvidables la encontramos en Setsuko Hara. Su gesto amable, emotivo y sincero permanece en la memoria de quienes la han visto dando vida a las Noriko, al tiempo iguales y distintas, que protagonizan tres películas de Yasujiro Ozu. Nacida como Masae Aida en 1920, además de esta magistral trilogía compuesta por Primavera tardíaPrincipios de verano y Cuentos de Tokio, la actriz de estatura superior a la media y de aspecto euroasiático protagonizó a las órdenes de Ozu Crepúsculo en Tokio, Otoño tardíoEl otoño de los Kohayagawa, películas que unidas a las anteriores la convirtieron en una leyenda del cine. Pero como todas las leyendas y todas las carreras cinematográficas, la suya tiene un principio y un final, el cual se produjo por decisión propia en 1963, cuando, para sorpresa y decepción del público japonés, anunció que se retiraba. Su retiro voluntario privó al cine de uno de sus rostros más luminosos y serenos, el rostro de una mujer que debutó en 1935 y que prolongó su trabajo delante de las cámaras durante veintiocho años y un centenar de títulos. Desconozco la mayoría, pero no aquellos que interpretó para cineastas indispensables como Akira Kurosawa -No me importa el mañana y El idiota-, Hiroshi Inagaki -Tres tesoros y 47 ronin, y Mikio Naruse en cinco títulos entre los cuales se cuentan La calle sin piedadLa voz de la montaña, Hijas, esposas y una madre. Pero, sobre todo, su presencia cobra inusual brillo en los films de Ozu, quien no dudó en escribir <<llevo más de veinte años haciendo cine pero es raro que una actriz entienda realmente lo que busco e interprete de esa manera soberbia que tiene Setsuko Hara de hacerlo. Su gama expresiva es restringida, pero es un tipo de actriz cortada a medida para determinados papeles, y esos los desarrolla hasta el último detalle. [...] Sostengo, sin embargo, y sin exagerar, que es la mejor actriz de cine que tiene Japón>>*. Y aunque esto pueda ser cuestión de gusto y de afinidades, las palabras del responsable de Cuentos de Tokio no resultan exageradas a la hora de valorar a la protagonista de las seis magistrales producciones que inmortalizaron la sonrisa y la humanidad de esta mujer cuya presencia traspasa la pantalla y hace real la imagen femenina de la posguerra japonesa: mujeres como Noriko, en quienes habitan modernidad y tradición, opuestos que cobran suma relevancia en la obra del inimitable realizador japonés. La carrera de Setsuko Hara se inició años antes de protagonizar Primavera tardía, comenzó cuando entró en Nikkatsu, donde su cuñado Hisatora Kunagai trabajaba dirigiendo películas, aunque no tardaría en firmar por el estudio Toho. Seguramente no fue una decisión fácil para una adolescente de quince años que casi tres décadas después, en el momento de decir adiós al cine, confesó que dedicar su vida a la actuación no fue una elección que la llenase, sino una solución para ayudar a mantener a su familia numerosa; con ella, eran ocho hermanos. El celuloide se presentó como un medio, aunque no para alcanzar la fama; de hecho, recuperó su nombre real y se apartó de la escena pública para vivir el resto de su existencia en la tranquilidad del anonimato. A pesar de ser la actriz preferida del público y de su enorme éxito profesional, nunca fue una apasionada de su profesión, menos aún del revuelo mediático que esta genera. De ahí que, aunque se convirtió en una de las grandes estrellas de la pantalla, guardó con celo su intimidad y privacidad. Quizá por todo ello, representase mejor que ninguna otra compañera de profesión a la heroína anónima y corriente, a la mujer, a la hija e incluso a la madre, a mujeres que sufren en silencio y al tiempo poseen gran entereza y equilibrio entre pasado y presente, mujeres que, en el cine de Naruse y Ozu, conviven y se debaten entre la tradición largamente arraigada en la sociedad japonesa y la modernidad que, durante la posguerra, empieza a florecer para generar conflictos generacionales y personales.



Filmografía parcial

Kochiyama Soshun (Sadao Yamanaka, 1936)

La hija del samurái (La nueva tierra) (Atarashiki tsuchi; Arnold Fanck y Mansaku Itami, 1937)

Chûshingura (Kajirô Yamamoto, 1939)

Hebihimesama (Teinosuke Kinugasa, 1940)

Futurai no sekai (Yasujirô Shimazu, 1940)

Soplos de aire juvenil (Seishun no kyriu; Osamu Fushimizu 1942)

Neppû (Satsuo Yamamoto, 1943)

No añoro mi juventud (Waga sishun ni kuinash; Akira Kurosawa, 1946)

El baile en la casa Anjo (Anjô-ke no butôkai; Kôzaburô Yoshimura, 1947)

Taifuken no onna (Hideo Ôba, 1948)

Ojôsan kanpai (Keisuke Kinoshita, 1949)

Blue Mountains (Aoi sanmyaku; Tadashi Inai, 1949)

Primavera tardía (Banshun; Yasujiro Ozu, 1949)

La calle sin piedad (Ikiri no machi; Mikio Naruse, 1950)

El almuerzo (Meshi; Mikio Naruse, 1951)


El idiota (Hachuki; Akira Kurosawa, 1951)

Tokyo no koibito (Yasuki Chiba, 1952)

La torre de los lirios (Himeyuri no Tô; Tadashi Imai, 1953)

Cuentos de Tokio (Tokyo Monogatari; Yasujiro Ozu, 1953)

La voz de la montaña (Yama no oto; Mikio Naruse, 1954)

Aijo no keesan (Shin Saburi, 1956)

Chaparrón (Shû u; Mikio Naruse, 1956)

Crepúsculo en Tokio (Tokyo Boshuku; Yasujiro Ozu, 1957)

Tres tesoros (Nippon tanjo; Hiroshi Inagaki, 1959)

Hijas, esposas y una madre (Musume tsuma haha; Mikio Naruse, 1960)

Otoño tardío (Akibiyori; Yasujiro Ozu, 1960)

El otoño de los Kohayagawa (Kohayagawa ke no aki; Yasujiro Ozu, 1961)

47 Ronin (Chûshingura; Hiroshi Inagaki, 1962)

*Yasujio Ozu (de la traducción de Amelia Pérez de Villar). La poética de lo cotidiano. Escritos sobre cine. Gallo Nero Ediciones, S. L., Madrid, 2017

domingo, 24 de marzo de 2019

Regeneration (1997)


<<Tengo una cita con la Muerte
en una trinchera disputada
cuando regrese la primavera, con su sombra susurrante
y los manzanos en flor perfumen el aire;
tengo una cita con la Muerte
cuando la primavera nos devuelva sus días alegres y azules>>

Alan Seeger


Alrededor de diez millones de soldados acudieron a su cita en los campos de batalla de la Gran Guerra (1914-1918) y nunca regresaron vivos a sus hogares. Otros pudieron retrasarla y sobrevivir a ese encuentro indeseado, convocado por decisiones, errores e intereses de unos pocos que no se vieron citados. Regeneration (1997) no se centra en ese encuentro mortal, que apenas asoma en la pantalla a través de los recuerdos del teniente Billy Pryor (Jonny Lee Miller) o al inicio, aunque la presencia de la guerra y de la muerte no desaparece. No lo hace porque el film que Gillies MacKinnon realizó a partir de la novela homónima de Pat Baker se desarrolla durante un momento concreto de la Gran Guerra que, física y anímicamente, asoló Europa y otros puntos del globo. El conflicto armado, el más sangriento hasta entonces, se alargó durante cuatro años que acabaron con una generación de jóvenes de distintas nacionalidades, entre ellos los poetas Wilfred Owen, a quien Stuart Bunce da vida en la película, y el estadounidense Alan Seeger, a quien pertenecen los versos que abren la entrada.


El inicio del film, ubica la acción en una batalla, posiblemente la del Somme, cuya jornada más sangrienta para los británicos se saldó con cerca de veinte mil muertos y más de treinta y cinco mil heridos en combate. La introducción muestra al segundo teniente Siegfried Sassoon (James Wilby) luchando y viendo como sus hombres caen inútilmente. Es un momento de suma importancia en el devenir de los hechos posteriores, pues, poco minutos después, de regreso a Inglaterra, lo descubrimos ante un comité militar leyendo su "declaración de un soldado". La realidad vivida en las trincheras obliga a Sassoon a realizar su comunicado, que no sienta bien entre los oyentes porque, en palabras del autor, se trata de <<un acto de desafío consciente a la autoridad militar, porque, a mí juicio, aquellos con el poder necesario para poner fin a la guerra están alargándola intencionadamente>>. El desafío del poeta y militar no es una argucia para no regresar al frente, ni mucho menos cobardía, se trata de un posicionamiento contra lo que considera <<una guerra de agresión y conquista>>. Pero Sassoon no es el protagonista de esta historia, lo es la recuperación psíquica de los soldados llevada a cabo por el capitán Rivers (Jonathan Pryce), un prestigioso neurólogo que no ha ido al frente, aunque trabaja con las impresiones y sus consecuencias inmediatas, las cuales observa en sus pacientes y le replantean aspectos que daba por válidos.


La historia narrada tanto por la escritora en su novela como por MacKinnon en la película nos traslada a 1917, a un hospital escocés, en un momento puntual en el que la guerra ya no es la promesa de una victoria rápida y de una liberación de los países aliados. En ese instante se ha cobrado miles y miles de víctimas, ha dejado heridos físicos y secuelas psicológicas, las mismas con las que Rivers convive a diario y a las que intenta poner fin. Su misión es regenerar las mentes dañadas, como las de Pryor, para devolverlas a los campos de batalla o lidiar con ese oficial y poeta cuyo equilibrio no se le escapa, y por eso mismo le genera dudas respecto a su propio pensamiento. Con el contacto que el doctor, imagen paterna para sus pacientes, mantiene tanto con Pryor como con Sassoon comprendemos la magnitud del dolor y del sufrimiento al que han sido y son sometidos los soldados por quienes el segundo se enfrenta sin éxito al sistema, político y militar, un sistema que prefiere apartarlo, como también prefiere apartarse de las cuestiones planteadas "la declaración de un soldado".

sábado, 23 de marzo de 2019

La noche de los muertos vivientes (1968)


Se ha hablado tanto de La noche de los muertos vivientes (The Night of the Living Dead, 1968) que parece que ya se ha dicho todo acerca del primer largometraje de George A. Romero. Puede ser, aunque también son posibles tantas aportaciones e interpretaciones como sujetos haya dispuestos a plantearse qué le ha aportado y por qué. En este sentido, ni el film de Romero ni cualquier otro encuentran una última palabra o un punto final para las sensaciones que transmiten, puesto que la conclusión depende del individuo, de su reflexión, de sus conocimientos, de su mirada, del momento en el que piensa y siente. Esto lleva a la necesidad de poseer opinión propia y pensamiento crítico y constructivo, respecto a uno mismo y a cuanto uno experimenta en su relación con el entorno. Ambos resultan imprescindibles si pretendemos evitar ser muertos vivientes como los que caminan acompasados por los exteriores de la película, sin que apenas sus pasos se distingan unos de otros, o como los personajes vivos que se encierran junto a sus miedos y su conformismo entre las cuatro paredes donde pierden su capacidad de pensar, y con ella la libertad de hacerlo, justamente por rendirse a esos temores que habitan dentro, dejándose engullir por la apatía y la sumisión que pasean su amenazante indiferencia por el espacio externo.


La capacidad de sentir y reflexionar sobre cuanto recibimos es un tesoro, que la empleemos o ignoremos es decisión de cada uno. Por otra parte, quien lo hace, suele interiorizar la información que le transmiten sus sentidos y le da forma de idea, que obviamente puede enriquecerse con otras ajenas, cuando no rebatida e invitada a ser replanteada. Quizá por ello, decir que La noche de los muertos vivientes es un film subversivo disfrazado de fantástico y de terror pueda chocar a unos y nada a otros. Para los primeros probablemente se trate de un film de zombies (aunque dicha palabra no suena durante el metraje) que marca las pautas del subgénero. Mientras los segundos, quienes acepten la invitación del realizador, quizá encuentren en el entretenimiento una metáfora sobre el ser humano, puede que sobre sí mismos, sobre su presente y un mundo uniforme, de pautas, conductas y modas impuestas, plagado de caminantes alienados, irreflexivos, unos temerosos y otros indiferentes ante la pérdida de su identidad individual.


Nazcan de uno mismo o sean impuestos por las circunstancias que rodean, el miedo y la paranoia son agentes que controlan los comportamientos de los protagonistas de este film independiente, financiado con el dinero de unos cuantos amigos, que puede interpretarse de múltiples maneras, así pues, lo que aquí escribo también puede tener la misma validez que actualmente posee el geocentrismo. Pero lo que sí parece evidente es la situación en la que Romero encierra a sus personajes no infectados: un espacio delimitado por paredes, dos puertas y varias ventanas que ellos mismos se encargan de apuntalar con madera para permanecer seguros del exterior, al margen de la amenazadora impersonalidad que amenaza con destruirlos. Su conocimiento de la realidad, de los hechos que suceden fuera, les llega desde la emisión radiofónica y más adelante por la televisiva que la sustituye. Poco más saben acerca de los caminantes, salvo sus experiencias previas y aquellas que comunican los medios. El grupo, que inicialmente creemos compuesto por dos personas, vive en un espacio cerrado donde ellos mismos deben solucionar la situación, pero sin ser capaces de hacerlo, sin llegar a confiar y sin que la colaboración sea plena. Su desarrollo en un lugar acotado por momentos recuerda a los escenarios limitados del cine de Howard Hawks, aunque los protagonistas de Hawks viven conscientes de su individualidad, asumiendo sus circunstancias y actuando en consecuencia. El film de Romero encuentra un contacto inmediato en El último hombre vivo sobre la Tierra (The Last Man on Earth, 1964), la película que Ubaldo Ragona y Sidney Salkow realizaron a partir de la novela Soy leyenda, de Richard Matheson, y otros posibles y más distantes en el tiempo en El gabinete del doctor Caligari (Das cabinet des Dr. CaligariRobert Wiene, 1919) y La legión de los hombres sin alma (White Zombie, Victor Hapelrin, 1932), por ser esta la primera película de zombies. Pero más allá de similitudes que pueden ser rebatidas o inexistentes, nos encontramos ante una descarada muestra de terror, vísceras y paranoia que no esconde su mensaje, ni su rebeldía ni su convencimiento de que no existe diferencia entre los muertos del exterior y los vivos que intentan sobrevivir dentro del edificio, pues no son conscientes de que ya estaban muertos antes de esconderse o, dicho de otra manera, que no tienen posibilidad de escapar de su muerte en vida, algo que se confirma hacia el final del metraje y en la figura del supuesto héroe, que sobrevive a los acosadores nocturnos para ser igualado a estos por la expeditiva violencia de la cuadrilla que, guardiana de la protección del sistema, se dedica a exterminar a cualquier bicho viviente o pensante.



viernes, 22 de marzo de 2019

La fortuna de vivir (1999)


Los temas planteados en las películas se repiten a lo largo de los años con mayor, menor o ningún acierto, pero se repiten adaptados a las características de la época de rodaje y desde la diversidad de sus creadores, que escogen cuáles les interesan mostrar y el cómo plantearlos. Esto provoca que existan films de denuncia y otros de evasión, obras personales y obras populares, algunas manipuladoras y otras honestas. Las hay que buscan sonrisas y aquellas que pretenden lágrimas; encontramos superficialidades, imposturas, reflexiones, fantasías, realidades. El cine es un abanico de posibilidades limitadas —por nuestra propia limitación creativa e inventiva— que, en ocasiones, nos recuerda que, lejos de la espectacularidad o de temas en apariencia más trascendentes, existen aspectos humanos que podrían pasar desapercibidos en las distintas cotidianidades. Son esas pequeñas (grandes) cosas de las que nos hablan 
Frank Capra en Vive como quieras (You Can't Take It with You, 1938) y ¡Qué bello es vivir! (It's a Wonderful Life, 1946), Akira Kurosawa en la magistral Vivir (Ikiru, 1952) o Jean Becker en la más cercana a nuestros días La fortuna de vivir (Les enfants du marais, 1999), cuatro ejemplos diferentes que invitan a recordar durante sus metrajes que en la sencillez y en las relaciones hay grandeza. Sin entrar en si unas son mejores que otras, en general, este tipo de películas gustan porque se hacen cercanas, porque hablan de sentimientos comunes; hablan de amistad, de generosidad, de amabilidad o del despertar a la vida, aunque en apariencia (como le sucede a George Bailey) esa vida sea insatisfactoria e insignificante, pero de gran significado para aquellos con quienes comparten momentos y los lazos que les unen. En esos lazos y en esos instantes vitales reside la riqueza que viven y comparten los protagonistas del film de Becker en el reducto de libertad que descubrimos en la marisma donde Garriss (Jacques Gamblin) y Riton (Jacques Villeret) han forjado su amistad, tema recurrente en la obra fílmica del cineasta desde su debut en Un tal la Rocca (Un nommé La Rocca, 1961).


En ese espacio ajeno al avance del tiempo, a las ambiciones materiales y a las diferencias de clases, la libertad y la alegría se imponen sin que los personajes sean realmente conscientes de ello, pero ahí se encuentran, para marcar la diferencia respecto a existencias como la del yerno del abuelo "ranita" o la del siempre cabreado Joe Sardi (Éric Cantona), el boxeador que pierde todas sus posesiones tras la trifulca que se desata en su primer encuentro con Riton. Estos aspectos de la vida, que a menudo no se valoran por ser cotidianos (de algún modo siempre han estado ahí) o porque no se ha buscado tiempo para abonarlos, los descubre George Bailey durante su inexistencia, el protagonista de Kurosawa a raíz de su enfermedad terminal y la narradora del film de Becker en su infancia, de la cual nos habla desde su presente. Cri Cri (Suzanne Flon) recuerda con nostalgia y afecto aquel año de su niñez cuando la marisma era el reducto de libertad y de calor humano, un espacio protegido de las inclemencias de la modernidad, de los egoísmos extremos y de las diferencias sociales que se imponen fuera de sus límites. Era el momento de Garriss, de Riton, su padre, del "abuelo ranita" (Michel Serrault) y de Amédée (André Dussollier), los cuatro niños adultos del pantano donde algunos curan sus heridas y juntos comparten la armonía que la niña (Marlene Balfier), ya anciana, nunca ha olvidado.


En La fortuna de vivirBecker llevó su humanismo cinematográfico, constante en sus películas, a su máxima expresión, llamando la atención sobre esos pequeños gestos y sentimientos comunes que en la pantalla no ocultan la enormidad de su significado. En ese escenario natural y con esos personajes, el realizador compuso un emotivo canto a la amistad, a la vida y a la sencillez que cobra cuerpo en sus protagonistas, adultos que recuperan el gusto por vivir y la inocencia en el paraíso, niños que se alejan de los prejuicios y de las distancias que prevalecen fuera de la marisma donde Garriss representa la generosidad, Ritón, la inocencia en estado puro y primitivo, el "abuelo ranita", la nostalgia y el deseo de sentirse de nuevo vivo, y Amédée, la amabilidad y la necesidad de formar parte de la complicidad que dibuja en su rostro la alegría que encuentra junto a sus amigos.

jueves, 21 de marzo de 2019

Sinfonía de la vida (1940)


En momentos puntuales de las películas que protagonizaba junto a sus hermanos, 
Groucho Marx abandonaba su papel en la trama, miraba al objetivo y hablaba a la cámara, es decir, nos hablaba a nosotros para hacernos partícipes de sus ingeniosas ocurrencias. La primera vez que empleó este recurso teatral en el cine, llamó la atención, pues no era corriente que un personaje de la pantalla se dirigiera al público de la sala donde se proyectaba la película para verbalizar y compartir alguno de sus alocados pensamientos. En el silente, esto era imposible por razones evidentes y durante los primeros años del sonoro, muy pocos tendrían en mente la posibilidad de romper la distancia entre ficción cinematográfica y la realidad de quien la observaba. Pero si en Groucho era rasgo y capricho de su ingenio y de su formación cómica en los espectáculos de variedades, acercarse al público de forma directa se convirtió en recurso narrativo fundamental de Sinfonía de la vida (Our Town, 1940), donde la proximidad entre emisor y receptor aumenta en presencia del señor Morgan (Frank Craven), el narrador que camina por una colina desde la cual contemplamos por primera vez su pequeña localidad. No se trata de un narrador omnisciente convencional, que cuenta y guía la historia sin advertir la presencia de público. Se trata de alguien consciente de formar parte de una película y de ser el hilo conductor de las historias y del costumbrismo que ese mismo público observará y escuchará. Por ello, saluda, pregunta qué tal, da el nombre de su ciudad, Grovers Corners, el número de habitantes (con nacimientos y defunciones), su ubicación geográfica y nociones de su estructura urbana. En ese instante de acercamiento inicial se dirige a alguien que no vemos en el encuadre y que no es ni espectador ni espectadora, alguien que muchas veces pasa desapercibido para cualquiera de ellos, porque es el director del film y su puesto se encuentra detrás de la cámara. "Muy bien, realizador. Podemos empezar", le dice Morgan, y así llama la atención de que entre él y nosotros existe un autor, aunque no el buscado por los personajes de Pirandello, por lo que comprendemos que estamos ante una doble presentación: metacinematográfica, que introduce cuestiones relacionadas con el cine, y humana, que transmite complicidad y quizá una invitación al público de la época a escapar de la realidad (de la guerra europea y de la posibilidad de su país entrase en ella) y adentrarse junto a él por esas calles y hogares que observamos poco después, cuando el director, Sam Wood, acepta el reto y traslada la acción, sin moverse del decorado diseñado por ese gran decorador llamado William Cameron Menzies, de 1940 a 1901. El nuevo ahora nos ubica temporalmente en los albores de un nuevo siglo que no ha trastocado la cotidianidad y las tradiciones de la localidad. Morgan lo sabe cuando nos presenta a los personajes, de algunos incluso nos adelanta hechos que sucederán años más tarde, porque, como ya hemos dicho, han sucedido y forman parte de sus recuerdos, de las vidas y hechos que Wood expone a través de su presencia conductora. Nos hallamos en una pequeña localidad de Nueva Inglaterra, tradicional y tranquila, y en un pretérito que nos familiariza con la apacible y hogareña cotidianidad de una comunidad donde apenas se percibe más movimiento que la propia vida inconsciente de su caminar. Podría ser la historia de una comunidad cualquiera del entorno, pero es sobre todo la historia de George Gibbs (William Holden) y de Emily Webb (Martha Scott), la de sus familias, la de su amor y sus vidas, que transcurren sin percatarse de las diferentes etapas que van quedando atrás, de su enamoramiento y de las pequeñas cosas que forman parte de existencias que avanzan y concluyen sin opción a regresar. "Nunca me di cuenta de que la vida estaba transcurriendo. Nadie se dio cuenta", reflexiona la imagen espectral de la joven, que ha vivido sin ser consciente del avance que sí comprende cuando ha pasado. De igual modo que antes que ellos lo hicieron sus padres y sus abuelos, George y Emily forman una familia en esa ciudad donde gente del ayer desparece y nuevos seres asoman por la pantalla de la existencia, así avanza Sinfonía de la vida, como la realidad del público, que, invitado a formar parte de la historia, quizá pueda sentir la suya; con alegrías y tristezas, con adioses y bienvenidas, pero la mayoría de las veces inconscientes de la transitoriedad del momento, quizá porque "las cosas no cambian demasiado por aquí", lo cual crea a los habitantes de Grovers Corners el falso espejismo de eternidad y quietud que se resquebraja ante las muertes de los seres queridos, aunque no impide que la sinfonía continúe sonando.

miércoles, 20 de marzo de 2019

La mitad de Óscar (2010)


<<[...] Los separaré en dos; así se harán débiles [...] Hecha esta división, cada mitad hacía esfuerzos para encontrar la otra mitad de que había sido separada; y cuando se encontraban ambas, se abrazaban y se unían, llevadas por el deseo de entrar en su antigua unidad, con un ardor tal, que abrazadas perecían de hambre e inacción, no queriendo hacer nada la una sin la otra [...] De aquí procede el amor que tenemos naturalmente los unos a los otros; él nos recuerda nuestra naturaleza primitiva y hace esfuerzos para reunir las dos mitades y para restablecernos en nuestra antigua perfección. Cada uno de nosotros no es más que una mitad de hombre, que ha sido separada de su todo, como se divide una hoja en dos. Estas mitades buscan siempre sus mitades>>

Platón. El banquete o del amor (380 a. C.)


Lejos del cine más comercial y mediático, hay películas que no adornan, ni necesitan ni quieren emplear fondos sonoros que condicionen emociones, ni imágenes preciosistas o artificiosas que rellenen historias y personajes vacíos. Rehuyen los movimientos de cámara ostentosos que, sospecho, solo sirven para indicar que hay alguien detrás, alguien que necesita que sepamos que está ahí. Esta no sucede en el cine de Bresson, Rohmer, Ozu, Kaurismäki y de cualquier otro cineasta que prescinda de lo innecesario, del ruido pirotécnico, pues, para ellos, lo superfluo no tiene cabida en sus discursos, ideas, modelos ni películas, films que depuran la imagen de bisutería u oropel. Dicha desnudez la observo en la presentación de Óscar (Rodrigo Sáenz de Heredia), en la salina almeriense donde, en la distancia, el encuadre lo define como parte de la soledad que lo rodea y atrapa, soledad que irremediablemente también habita en él. La introducción de La mitad de Óscar (2010) anuncia el estilo depurado que Manuel Martín Cuenca desarrollará hasta sus últimas consecuencias a lo largo de un metraje compuesto de planos estáticos, ajenos a los primeros planos, a travellings, zooms, a cualquier angulación de cámara, porque, como en Hawks u Ozu, el objetivo se posiciona a la altura de los personajes que el cineasta andaluz observa en la cercanía o en la distancia no intrusivas, sin intervenir en la acción y sin contaminar la atmósfera que refleja el vacío interior del protagonista masculino. Martín Cuenca se acerca a los personajes dentro y fuera de campo, empleando elipsis, prescindiendo de fondo musical, de diálogos de relleno, dejando que sean los sonidos reales o el silencio los que envuelvan los espacios por donde apenas se aprecia movimiento. En La mitad de Óscar los sonidos y los espacios son reales, son sonidos y espacios almerienses donde el mar es mar y suena a mar, el viento silba como silba el viento y las pisadas de María (Verónica Echegui) sobre las rocas o las de Jean (Denis Eyriey) en la arena de la playa suenan a pasos en rocas y arenas costeras. También la agonía del abuelo (Salvador Gavilán Ramos) de las dos mitades protagonistas se muestra en pantalla como un último suspiro real, pero este realismo no pretende mostrarnos una realidad tangible, sino abrirnos una vía de acceso al vacío y al amor de Óscar, al menos, a la ausencia de la mitad de la que habla Aristófanes en el libro de Platón, una mitad que en el film de Martín Cuenca tiene nombre propio: María. Ella y Óscar son hermanos separados por la distancia física y por los dos años que llevan sin saber el uno del otro. Solo la inminente muerte del familiar los vuelve a reunir, aunque algo sucede durante los días de su encuentro. ¿Qué? ¿Por qué Óscar no puede vivir sin ella? "Te he echado de menos", le dice, y ella responde "yo también". Más de lo que estas dos frases dicen son los pensamientos que no se exteriorizan en palabras los que nos dan la información que, poco a poco, descubrimos en acciones como las que Oscar asume al comprender que, tras el entierro, María regresará con Jean a su vida parisina y él volverá a vivir una existencia medio vacía a la no quiere regresar.

martes, 19 de marzo de 2019

La casa del ángel (1957)



Su compatriota
Fernando Birri pregunta en su libro Por un nuevo nuevo cine latino americano 1956-1991 (ed. Cátedra, 1999) <<¿De qué se libera el cine argentino con Torre Nillson?>> No tarda en responder: <<De su incultura genérica. Al cine comercial pone el cine-expresión. Históricamente su aporte es válido. pero insuficiente, y sobre todo, equívoco>>. Se esté o no de acuerdo con la valoración final de Birri no existe disensión a la hora de aceptar la importancia de Leopoldo Torre Nilsson dentro de la cinematografía argentina, ni de la proyección internacional que La casa del ángel (1957) implicó para el cine del país americano. En esta su sexta película en solitario, el realizador de La mano en la trampa (1961) se adentraba en un espacio burgués en decadencia, que forma parte de su crítica hacia la oligarquía que intenta perpetuar su poder, sus tradiciones, mientras insiste en cometer los mismos errores del pasado, en su superficialidad moral, sustentada en la religiosidad, en la falsa creencia de superioridad y en la intransigencia, y en su pasmosa capacidad para eludir la realidad que se vive y sufre fuera de sus lujosas existencias. Sin duda se trataba de un film complejo, elitista en cuanto a su posible decodificación por parte de un público mayoritario, que a nivel técnico recibió influencias expresionistas, habrá quien diga de Bergman y seguro que de Orson Welles. Mientras que en su dimensión crítico-psicológica, resulta opresiva y lejana a las cotidianidades populares de la época, y quizá con aspiraciones intelectuales que provocarían el elitismo arriba mencionado.


No fue su primer intento de alejarse del cine industrial, de la evasión y el escapismo, y ofrecer mayor densidad psicológica a personajes y trama, algo que ya había intentado en
Graciela (1956). Su adaptación de Nada, de la barcelonesa Carmen Laforet, podría verse (en retrospectiva) como un ensayo que el cineasta bonaerense perfeccionó en este largometraje, el primero en el que contó con la colaboración de Beatriz Guido en la escritura del guión (que trasladaba a la pantalla la novela de la escritora). La relación entre ambos continuó en el plano personal, con su matrimonio, y en el profesional, se prolongó en el tiempo hasta el último trabajo de Torre Nilsson. Sin duda, la presencia de Guido fue determinante para que La casa del ángel fuese un punto de inflexión en la carrera de Torre Nilsson, y una primera piedra en la construcción de un nuevo cine, que encontraría en Birri, y su realismo social y popular, otro nombre indispensable en la evolución y renovación de la cinematografía argentina. Al tiempo que apuntaba modernidad, el realizador se distanciaba de la realidad de las clases menos favorecidas y de las producciones en las que había realizado su aprendizaje al lado de su padre, Leopoldo Torres Ríos, y de su tío, Carlos Torres Ríos. Del primero tomó nota de la importancia de los personajes y del segundo, el manejo de la cámara, y las múltiples posibilidades que esta le ofrecía. Dichas influencias se aprecian a lo largo de la película, en la atmósfera espectral y enrarecida, expresionista y recargada, que se ve potenciada por la cámara que persigue, oprime, atrapa y condena a su protagonista a las sombras del caserón donde la descubrimos en compañía de dos fantasmas de carne y hueso: su padre (Guillermo Battaglia) y su marido Pablo Aguirre (Lautaro Murua). En ese primer instante Ana Castro (Elsa Daniel) carece de voz, solo posee su pensamiento, el cual se hace audible para hablarnos del silencio, de la distancia y del pasado, de aquella adolescencia en la que una niña de catorce años despertaba a la sexualidad contemplando una película protagonizada por Rodolfo Valentino en un entorno tradicional, de represión moral, religiosa y sexual, un despertar que implicó para ella el final de la inocencia y el inicio de su deambular por el espacio enfermizo que de nuevo nos lleva al presente, del cual no puede escapar.