La casa del ángel (1957)
Su compatriota Fernando Birri pregunta en su libro Por un nuevo nuevo cine latino americano 1956-1991 (ed. Cátedra, 1999) <<¿De qué se libera el cine argentino con Torre Nillson?>> No tarda en responder: <<De su incultura genérica. Al cine comercial pone el cine-expresión. Históricamente su aporte es válido. pero insuficiente, y sobre todo, equívoco>>. Se esté o no de acuerdo con la valoración final de Birri no existe disensión a la hora de aceptar la importancia de Leopoldo Torre Nilsson dentro de la cinematografía argentina, ni de la proyección internacional que La casa del ángel (1957) implicó para el cine del país americano. En esta su sexta película en solitario, el realizador de La mano en la trampa (1961) se adentraba en un espacio burgués en decadencia, que forma parte de su crítica hacia la oligarquía que intenta perpetuar su poder, sus tradiciones, mientras insiste en cometer los mismos errores del pasado, en su superficialidad moral, sustentada en la religiosidad, en la falsa creencia de superioridad y en la intransigencia, y en su pasmosa capacidad para eludir la realidad que se vive y sufre fuera de sus lujosas existencias. Sin duda se trataba de un film complejo, elitista en cuanto a su posible decodificación por parte de un público mayoritario, que a nivel técnico recibió influencias expresionistas, habrá quien diga de Bergman y seguro que de Orson Welles. Mientras que en su dimensión crítico-psicológica, resulta opresiva y lejana a las cotidianidades populares de la época, y quizá con aspiraciones intelectuales que provocarían el elitismo arriba mencionado.
No fue su primer intento de alejarse del cine industrial, de la evasión y el escapismo, y ofrecer mayor densidad psicológica a personajes y trama, algo que ya había intentado en Graciela (1956). Su adaptación de Nada, de la barcelonesa Carmen Laforet, podría verse (en retrospectiva) como un ensayo que el cineasta bonaerense perfeccionó en este largometraje, el primero en el que contó con la colaboración de Beatriz Guido en la escritura del guión (que trasladaba a la pantalla la novela de la escritora). La relación entre ambos continuó en el plano personal, con su matrimonio, y en el profesional, se prolongó en el tiempo hasta el último trabajo de Torre Nilsson. Sin duda, la presencia de Guido fue determinante para que La casa del ángel fuese un punto de inflexión en la carrera de Torre Nilsson, y una primera piedra en la construcción de un nuevo cine, que encontraría en Birri, y su realismo social y popular, otro nombre indispensable en la evolución y renovación de la cinematografía argentina. Al tiempo que apuntaba modernidad, el realizador se distanciaba de la realidad de las clases menos favorecidas y de las producciones en las que había realizado su aprendizaje al lado de su padre, Leopoldo Torres Ríos, y de su tío, Carlos Torres Ríos. Del primero tomó nota de la importancia de los personajes y del segundo, el manejo de la cámara, y las múltiples posibilidades que esta le ofrecía. Dichas influencias se aprecian a lo largo de la película, en la atmósfera espectral y enrarecida, expresionista y recargada, que se ve potenciada por la cámara que persigue, oprime, atrapa y condena a su protagonista a las sombras del caserón donde la descubrimos en compañía de dos fantasmas de carne y hueso: su padre (Guillermo Battaglia) y su marido Pablo Aguirre (Lautaro Murua). En ese primer instante Ana Castro (Elsa Daniel) carece de voz, solo posee su pensamiento, el cual se hace audible para hablarnos del silencio, de la distancia y del pasado, de aquella adolescencia en la que una niña de catorce años despertaba a la sexualidad contemplando una película protagonizada por Rodolfo Valentino en un entorno tradicional, de represión moral, religiosa y sexual, un despertar que implicó para ella el final de la inocencia y el inicio de su deambular por el espacio enfermizo que de nuevo nos lleva al presente, del cual no puede escapar.
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