En ese espacio ajeno al avance del tiempo, a las ambiciones materiales y a las diferencias de clases, la libertad y la alegría se imponen sin que los personajes sean realmente conscientes de ello, pero ahí se encuentran, para marcar la diferencia respecto a existencias como la del yerno del abuelo "ranita" o la del siempre cabreado Joe Sardi (Éric Cantona), el boxeador que pierde todas sus posesiones tras la trifulca que se desata en su primer encuentro con Riton. Estos aspectos de la vida, que a menudo no se valoran por ser cotidianos (de algún modo siempre han estado ahí) o porque no se ha buscado tiempo para abonarlos, los descubre George Bailey durante su inexistencia, el protagonista de Kurosawa a raíz de su enfermedad terminal y la narradora del film de Becker en su infancia, de la cual nos habla desde su presente. Cri Cri (Suzanne Flon) recuerda con nostalgia y afecto aquel año de su niñez cuando la marisma era el reducto de libertad y de calor humano, un espacio protegido de las inclemencias de la modernidad, de los egoísmos extremos y de las diferencias sociales que se imponen fuera de sus límites. Era el momento de Garriss, de Riton, su padre, del "abuelo ranita" (Michel Serrault) y de Amédée (André Dussollier), los cuatro niños adultos del pantano donde algunos curan sus heridas y juntos comparten la armonía que la niña (Marlene Balfier), ya anciana, nunca ha olvidado.
En La fortuna de vivir, Becker llevó su humanismo cinematográfico, constante en sus películas, a su máxima expresión, llamando la atención sobre esos pequeños gestos y sentimientos comunes que en la pantalla no ocultan la enormidad de su significado. En ese escenario natural y con esos personajes, el realizador compuso un emotivo canto a la amistad, a la vida y a la sencillez que cobra cuerpo en sus protagonistas, adultos que recuperan el gusto por vivir y la inocencia en el paraíso, niños que se alejan de los prejuicios y de las distancias que prevalecen fuera de la marisma donde Garriss representa la generosidad, Ritón, la inocencia en estado puro y primitivo, el "abuelo ranita", la nostalgia y el deseo de sentirse de nuevo vivo, y Amédée, la amabilidad y la necesidad de formar parte de la complicidad que dibuja en su rostro la alegría que encuentra junto a sus amigos.
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