Mentiría si escribiese que El hombre que viajaba despacito (1957) es una gran película o que por su título se trata de una adaptación de una novela de Wenceslao Fernández Flórez. Ni es lo uno ni lo otro, pero no considero exagerado afirmar que esta comedia de Joaquín Romero Marchent, de ritmo en ocasiones irregular y en otras puede que cansino, es especial. Lo es por el protagonismo de Miguel Gila, de su humanidad y su aire campechano, tirando hacia paleto, sobrado de ironía y del patetismo con los que observaba a aquella España anclada en su tradicionalismo y su eterna posguerra. <<Salvo El hombre que viajaba despacito, nunca tuve la oportunidad de hacer una película que me estimulara a seguir interesado por el cine y perdí, por completo, el poco interés que tenía por esta faceta del arte>>. El humorista recordaba esto en sus memorias, al aludir las oportunidades que pudieron ser pero que no fueron, oportunidades para protagonizar Mi tío Jacinto (Ladislao Vajda, 1956) y Plácido (Luis García Berlanga, 1961). Pero en esta comedia de recorrido, probablemente uno de los primeros films de carretera españoles, él es principio, medio y final, como ya lo había sido dos años antes en El ceniciento (Juan Lladó, 1955). Además de protagonizar, el famoso cómico fue coautor del guión y de los diálogos e ilustrador de los créditos que abren su desventura por el país de quijotes, buscones y doñas perfectas. El asumir varias facetas corrobora que existía un creador detrás de la imagen caricaturesca que observamos en la pantalla. Quien desconozca la importancia de Gila en la evolución del humor español de siglo XX, no comprenderá que su irrupción en el panorama cómico resultó clave, en monólogos, viñetas, textos, representaciones teatrales o en la creación de ese personaje reconocible y cercano, en quien se mezcla la sabiduría y la ignorancia popular, y en quien se dibuja el rostro de la derrota del eterno perdedor. En el cine no tuvo suerte, aunque ahí queda este título que nos presenta al humorista respondiendo a su apellido y a la identidad que cualquiera que la haya visto sabe inalterable, campechana, tranquila, entre desafortunada y resignada en su devenir por un espacio que interpreta mediante explicaciones que ni dicen ni desdicen, pero no por ello dejan de ser reflexiones que delatan ciertas dosis de crítica. Aunque antimilitarista por convicción y devoción, al inicio de la película descubrimos a Gila en el cuartel donde obtiene su primer permiso, porque va a casarse con Marta (Licia Calderón), y nueve meses después, su segundo, para visitar a su hijo recién nacido. Sin prisas, no vaya a cumplirse la predicción de la gitana que aún condiciona su pensamiento, el soldado pretende realizar su recorrido por aire, pero el aeroplano no despega, de modo que se apea y decide tomar el tren, medio de transporte que considera más seguro que el biplaza "sin techo" del cual, por fortuna para él, baja a tiempo. Como película de carretera, El hombre que viajaba despacito posibilita diferentes encuentros y varios espacios donde el humorista siempre es el centro exclusivo. Así lo observamos en sus encuentros con Luciano (Roberto Camardiel), opuesto en prisas a las tres extranjeras que recogen al protagonista, que las abandona para evitar pagar los "scotch" que consumen en un hotel con piscina; con el árbitro que ha sido arrojado al río por señalar una pena máxima contra el equipo local, con la familia gitana que recorre los pueblos ofreciendo números circenses a cambio de la voluntad o mismamente en su constante encuentro consigo mismo, con la caricatura y el costumbrismo de la época y de aquel país que en la pantalla resulta más paleto y patético que la imagen que el humorista asumió para dar vida a su inolvidable personaje.
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