martes, 28 de agosto de 2018
Vivir y morir en Los Ángeles (1985)
lunes, 20 de agosto de 2018
Los inundados (1961)
La irrupción de Fernando Birri en el cine argentino fue fundamental para su modernización y también para revitalizar el cine social que Mario Soffici en Kilómetro 111 (1938) o Prisioneros de la tierra (1939) y Hugo del Carril en Las aguas bajan turbias (1951) habían impulsado años atrás. Pero, a diferencia de estos dos también imprescindibles de la cinematografía argentina, Birri no se limitó a señalar deficiencias sociales, sino que introdujo una dimensión combativa (política e ideológica) en sus películas documentales y en el que quizá sea su film de ficción más popular. En Los inundados (1961), su primer largometraje, Birri se alejaba del documento para realizar una crítica satírica que señala a la burocracia y a los políticos como agentes que imposibilitan la mejora social y el bienestar que, salvo en un breve suspiro cómico, nunca se encuentra al alcance de sus marginados protagonistas. Para hacer hincapié en el subdesarrollo y en las diferencias sociales, el inicio de Los inundados introduce el tono neorrealista que, rompiendo con las formas y el contenido del cine argentino de la época, dominará su metraje, aunque se trata de un neorrealismo más cercano al expuesto por De Sica en Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951) que al dramático que impera en su Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) o en la viscontiana La terra trema (1948). La comicidad y la picaresca empleada por el realizador santafesino potencian la precaria realidad en la que descubrimos a la familia Gaitán. Víctimas de las inundaciones provocadas por la crecida del río Salado, ellos y otros vecinos son reubicados en viejos vagones que malamente logran adaptar a sus necesidades y, cuando lo hacen, pretenden echarlos de allí. Pero la familia se niega y despierta viajando por las vías que la conducen hacia un lugar donde experimenta la mejora social que concluye repentina, apenas unas horas que a sus miembros saben a gloria, y da paso a la realidad que siempre los inunda. ¿A quién culpar del subdesarrollo que los anega más que las aguas? <<Si a nosotros, si al destino,...>>, duda la señora Gaitán (Lola Palombo). <<Al gobierno>>, asume Dolorcito Gaitán (Pirucho Gómez). <<Todos son iguales, puras promesas, nada más>>, concluye la primera. Si en Prisioneros de la tierra, los trabajadores de mate son prácticamente esclavizados por los dueños de las plantaciones, en Los inundados los marginados encuentran su imposible en la burocracia y en la falta de acción, la suya y la de los responsables del desarrollo que brilla por su ausencia. Como consecuencia, los Gaitán deambulan cual pícaros que prefieren aprovechar las circunstancias que les depara su accidental viaje que regresar al entorno de miseria donde nada cambia y donde comprenden que tarde o temprano volverán a sufrir otra inundación, real o simbólica.
sábado, 18 de agosto de 2018
Winter Sleep (Sueño de invierno) (2014)
Hay realizadores que encuentran en los certámenes internacionales un aliado para darse a conocer y promocionar sus películas, y que estas llamen la atención de distribuidores que las estrenen lejos de las fronteras de los respectivos países de producción. Este es el caso del cineasta turco Nuri Bilge Ceylan cuyo idilio con el festival de Cannes le ha proporcionado diversas nominaciones y distintos premios, entre los cuales destaca la Palma de Oro recibida por Sueño de invierno (Kis uykusu, 2014). Sus más de tres horas de duración la convierten en la película de mayor metraje que, hasta la fecha, se ha alzado con el máximo galardón del mediático festival francés. Son ciento noventa y cinco minutos de silencios, de aparente inmovilidad, de reflexiones y conversaciones, complejas, sencillas y todas ellas esclarecedoras, que permiten a quien las contempla y escucha acercarse a la interioridad de personajes como Aydin (Haluk Bilginer), el protagonista masculino, cuya altivez menosprecia la valía de Nihal (Melisa Sözen), su joven mujer, y el pensamiento crítico de su hermana Necla (Demet Akbag) o a cualquiera que no considere a su altura moral. Y por supuesto, nadie está a la altura de su pensamiento, de su manera de interpretar el entorno, el cual considera suyo, un espacio donde el virtuosismo por él asumido lo distancia del exterior que contempla desde el plano teórico e idealizado que le permite reflexionar sobre aspectos de la vida que mantiene fuera de su despacho-refugio, donde da la espalda a las palabras de Necla y desde donde rehuye el contacto con el paisaje desolado que delega en su escudero Hidayet (Ayberg Pekcan). <<Un necio es para mí este sabio, con sus cuarenta pensamientos. Creo, sin embargo, que entiende bien de dormir. [...] Un dormir como el suyo es contagioso, incluso a través de un espeso muro>>. Zaratustra habló para sí mismo, para unos pocos y para multitudes que no escuchaban sus palabras, aunque las aquí entrecomilladas son las que Nietzsche atribuyó al personaje homónimo de su obra más popular, palabras que me sirven para definir, mejor o peor, a Aydin y al sueño invernal que contagia a Nihal y a Necla. Su voz interior nos descubre la soledad y el aislamiento que cobran cuerpo en su hotel, espacio físico cerrado, donde el vacío y la distancia entre los distintos personajes, y entre estos y el paisaje humano que se contempla fuera del recinto, nublan la realidad circundante que, rodeado de libros y de escritos, el protagonista ignora, quizá rechace, convencido de la superioridad moral e intelectual que se atribuye. Su alejamiento de las dos mujeres, que se marchitan en su prisión de insatisfacción, y del mundo exterior se evidencian a lo largo de más de tres horas de un metraje que fluye sin prisa, pero armonioso y elegante, frío y estático como frío y estático es el reino de Aydin, un reino donde lo tangible y lo intangible se equilibran con gran acierto en las palabras y en las emociones que, sin necesidad de ser expresadas de viva voz, desvelan las interioridades de espectros humanos frente a la inmensidad del paisaje existencial que los amenaza y los separa.
lunes, 13 de agosto de 2018
Diario de invierno (1988)
Hubo quien llegó a decir de él que era el heredero cinematográfico de Luis Buñuel, aunque el cine del realizador aragonés es inimitable y decir que el de Francisco Regueiro está influenciado por el de Calanda es como decir nada. <<Mi acercamiento a Buñuel fue tardío, y ya es muy difícil que a esa edad, a los cuarenta años, pudiera alimentarse creativamente>>*. Las palabras de Regueiro dejan clara su postura respecto a la etiqueta <<hijo de Buñuel>> que alguien quiso endosarle, aunque nunca ha negado su admiración hacia el responsable de Tristana (1970). Ya desde Angelina, Virgen (1962), su práctica de fin de carrera en la Escuela Oficial de Cinematografía, y sobre todo desde su primer largometraje El buen amor (1963), el director, guionista y dibujante vallisoletano se desmarcó de influencias -que sí las tiene, no solo del aragonés, sino también de otros cineastas- para crear un universo fílmico complejo, imaginativo, independiente, rico, poético, de raíces culturales reconocibles, a veces surrealista, esperpéntico y otras impregnado de humor negro y de cierto pesimismo, aunque en la actualidad dicho universo ha caído en el olvido. Común a muchos de los miembros del llamado Nuevo Cine Español de la década de 1960, este ninguneo-olvido no empaña su carrera artística, más intermitente de lo que algunos hubiéramos deseado porque nos quedamos con la duda de ¿hasta dónde habría llegado un cineasta del talento e independencia de Francisco Regueiro si hubiera contado con mayores facilidades para desarrollar su obra fílmica? La pregunta carece de respuestas que nos alejen de las conjeturas del dónde, pero ninguna podría negar su personalidad artística ni su creatividad, la cual reivindicó tras una década de ostracismo cinematográfico en Padre nuestro (1985) y en las posteriores Diario de invierno (1988) y MadreGilda (1993). Exigente con el espectador, simbólica, alucinada, pesimista y sin complejos, la segunda película de las nombradas sobresale por su valentía y por su ruptura con el cine de la época para exponer las relaciones paterno-filiales y, en menor medida, cuestiones como la eutanasia en un país cuyo presente es todavía como un niño asustado por la sombra de un espectro pasado. Además, Diario de invierno se puede interpretar como el reverso oscuro de Padre nuestro, a la cual complementa sustituyendo el protagonismo del padre (el cardenal interpretado por Fernando Rey en aquella) por el del comisario de policía, hijo atormentado, atrapado en su contradictorio deambular entre el hoy y el ayer, un tiempo indefinido y de pesadilla que opone al adulto y al niño, al hermano, al hijo y al parricida frustrado que habitan en la mente que desequilibran. La pesadilla del comisario León (Eusebio Poncela) se gesta en el desequilibrio entre la infancia y la madurez que recorre el invierno aludido por el título, un invierno de fantasmas pretéritos que existen en la mente de quien, con su voz, nos entremezcla realidad y delirio. Diario de invierno se divide en dos partes diferenciadas por la aparición de la figura paterna (en un cementerio donde surge cual emisario de la muerte, no en vano poco después nos aclara su trabajo: yo doy muerte dulce a los que por delante la tienen amarga) y por el disparo que traslada la acción de la ciudad al campo, espacio que devuelve a León a la infancia y lo aleja de la pesadilla urbana donde, mediante la voz en off del protagonista, Regueiro introdujo a los personajes, patéticos y espectrales, las obsesiones, las raíces y los demonios del policía que nos introduce en su subjetividad, en su estado de eterna lactancia y en su obsesiva intención de matar a su padre (Fernando Rey), parricidio que él supone le permitiría alcanzar la paz que nunca ha sentido.
*Barbáchano, Carlos. Francisco Regueiro. Filmoteca Española, 1989
*Barbáchano, Carlos. Francisco Regueiro. Filmoteca Española, 1989
viernes, 10 de agosto de 2018
La ola (2008)
miércoles, 8 de agosto de 2018
Raw Deal (1948)
lunes, 6 de agosto de 2018
Tierra generosa (1946)
En su ciclo de terror para la RKO, Jacques Tourneur demostró que era un cineasta de recursos, capaz de sacar adelante proyectos de muy bajo presupuesto con excelentes resultados, y lo hacía dotando a sus historias de poesía y de una psicológica rica y adulta. Su habilidad para narrar sin necesidad de alardear de su espléndido manejo del tempo narrativo, de las luces y de las sombras en las que se mueven los personajes (claroscuros que remiten al interior del alma humana) o de la sutileza con la que muestra las emociones también se observa en sus películas de presupuestos holgados, películas como su primer western, producido por Walter Wanger para Universal Pictures, en el que combinó a la perfección aspectos del género con su maestría para dotar de alma a personajes e imágenes que invitan a sumergirse en lo visible y en aquellas cuestiones omitidas aunque nunca escondidas. Pero quizá Tierra generosa (Canyon Passage, 1946) destaque a primera vista por el tono pictórico empleado por Tourneur para dibujar y colorear (en su primer film en color) un paisaje humano donde los deseos silenciados y las ambiciones personales nos adentran en la intimidad de un western que encuentra su razón de ser en los sentimientos y en las conflictivas relaciones que se producen en el entorno natural al que Logan Stuart (Dana Andrews) regresa tras su estancia en Portland, donde al inicio del film se encuentra con Lucy Overmire (Susan Hayward) y sufre el ataque nocturno de Bragg (Ward Bond). Su vuelta a Jacksonville nos descubre su relación con Lucy, George Camrose (Brian Donlevy) y Caroline Marsh (Patricia Roc), o mejor escrito, nos descubre la pasión silenciada, la amistad, el desencanto y la envidia, el hogar o las costumbres que marcan el ritmo de la película y el comportamiento de los protagonistas, condicionados por las emociones contenidas y por las distintas circunstancias que inevitablemente remiten a las sombras internas y a las externas que amenazan la armonía de la comunidad en construcción de la cual forman parte. Tierra generosa es un film de hombres y de mujeres que habitan un espacio salvaje que han convertido en su hogar, que funciona y progresa si cada miembro acepta el compromiso que posibilita el equilibrio que desaparece cuando Camrose traiciona la confianza de sus clientes o cuando Bragg da rienda suelta al salvajismo que provoca la ira de los vecinos indios. La ruptura de la armonía inicial, aquella que se observa en la casa de los Dance o en el campo donde se celebra la boda, marcan parte de los intereses de la película, aunque Tourneur nunca olvida la importancia del individuo e indaga en aquellos aspectos que lo afectan (deber, deseo, ideales, contradicciones, individualidad,...) y lo enfrentan a las costumbres establecidas por y para el beneficio de la comunidad que le exige renunciar a parte de la libertad que Logan desea mantener intacta, pues esa libertad a la que se aferra son sus inquietudes y sus sueños.
domingo, 5 de agosto de 2018
La isla mínima (2014)
En ocasiones el aspecto externo de una película condiciona y atrae de manera consciente la atención del público, con el fin de desviar su mirada sobre posibles vacíos o carencias que la música, las imágenes, los paisajes preciosistas, los efectos especiales o la exageración dramática o cómica de los actores y actrices, intentan ocultar. Lo ideal (uno de los posibles) sería equilibrar los aspectos formales y las actuaciones con el contenido perseguido por los distintos realizadores, pero ese ideal de armonizar los diferentes componentes de un film sin condicionar la mirada de quien lo observa no siempre se logra, e incluso a menudo no interesa lograrlo. Sin embargo Alberto Rodríguez sí lo logró en La isla mínima (2014), pues, tanto el fondo musical, compuesto por Julio de la Rosa, como la ambientación en las marismas del Guadalquivir, fotografiadas por Alex Catalán, y las convincentes interpretaciones de sus protagonistas se encuentran al servicio de la desorientación expuesta por el cineasta sevillano y de la incómoda atmósfera que envuelve el viaje a una España espectral donde confluyen presente y pasado, dos tiempos que en el ahora de 1980 (y también en el actual) cohabitan en busca de su equilibrio. Desde su apariencia de thriller por momentos fantasmagórico, La isla mínima transita por la desolación externa e interna que se descubre durante la investigación que Pedro (Raúl Arévalo) y Juan (Javier Gutiérrez) inician a raíz de la desaparición de dos hermanas, una investigación que se desarrolla en los alrededores del aislado pueblo andaluz donde la opacidad silenciosa agudiza el deambular desorientado de la pareja de investigadores, que inicialmente asume su traslado como su paso por el purgatorio que los devolverá a Madrid. Ellos representan dos polos opuestos de un país que continúa su tránsito del pasado hacia el futuro, amenazado por los fantasmas de la dictadura y por las incógnitas del presente que asoman en el nuevo periodo político-social, y, al igual que en su interior, en el exterior pervive ese pasado que Pedro juzga y rechaza, ya que él representa el progreso democrático en el que Juan, reliquia del antiguo régimen, busca su lugar (y su redención), aunque el camino para lograrlo es tan sinuoso como el asentamiento definitivo de las libertades y del bienestar social inexistentes durante el franquismo. La circunstancia de que ambos coincidan en el tiempo y en el espacio definidos de La isla mínima (e indefinidos si se proyectan más allá del 1980 en el que nos sitúa la acción) opone métodos y comportamientos, ajenos entre sí, y marca las distancias entre dos personajes que ni simpatizan ni presenten rasgos comunes más allá del trabajo policial que no tarda en convertirse en una búsqueda obsesiva, quizá no de la verdad que nadie parece conocer o no desea reconocer, sino de sí mismos (como individuos y como miembros de una nación dominada por las sombras), de la redención de Juan y de su lugar en esa nueva España que, sin expresarlo, Pedro idealiza durante parte del film. A medida que la pareja se adentra en ese entorno ambiguo y opaco (reflejo humano) donde el caciquismo pervive y sobrevive a las huelgas obreras que se dejan notar, sus diferencias se diluyen, como si el pasado y el presente estuvieran condenados a entenderse para enfrentarse al ahora de la investigación y de sus aspectos más escabrosos. Sin necesidad de exteriorizar las inquietudes de los protagonistas, estas salen a relucir en sus miradas, en sus métodos de trabajo o en las escuetas conversaciones que mantienen (entre ellos y con quienes se encuentran por el camino), sin forzar las ideas contenidas en el film y encontrando aliados en personajes secundarios como Rocío (Nerea Barros), que sufre en silencio su dolor por la pérdida de sus hijas, su sumisión y el maltrato de su marido (Antonio de la Torre), o el reportero (Manolo Solo) en quien prima el periodismo sensacionalista, Rodríguez dio forma a una gran película de género y a un panorama nada amable, oscuro y sórdido del ayer, del hoy y quizá del mañana de un país a la deriva que necesita conocerse y aceptarse para poder avanzar.
sábado, 4 de agosto de 2018
Martín (Hache) (1997)
La mediocridad y la hipocresía no son rasgos sociales exclusivos del hoy, sino del siempre, pues siempre se han impuesto con mayor facilidad en la sociedad que quienes intentan trasgredir los límites aceptados y establecidos por las mismas. Esta transgresión suele convertir a quienes la pretenden consciente o inconscientemente en individuos incomprendidos, cuando no marginales o marginados por el sistema; y Dante (Eusebio Poncela) es lo uno y lo otro porque ha dejado de mentirse y ha dado la espalda a una sociedad en extremo alienada y consumista que premia la medianía y fomenta los hábitos cotidianos que en el teatro califica de farsa existencial, una farsa que rechaza con su comportamiento, con su pensamiento y con sus palabras. A pesar de su coqueteo controlado —así lo afirma— con las drogas que para el resto de personajes mal funcionan como vía de escape a la insatisfacción y a la desorientación vital, la decisión y la postura existencial de Dante nos descubren a un hombre lúcido, por tanto, contradictorio (o a la inversa), a quien le encanta oírse y que se ha liberado de los prejuicios y los convencionalismos sociales que le habrían imposibilitado ver y comprender cuanto es, cuanto le rodea y cuanto son su amigo Martín (Federico Luppi), Hache (Juan Diego Botto) y Alicia (Cecilia Roth), la familia que, a su manera, intenta proteger del "asesino difuso" que la amenaza desde que el segundo sufre una sobredosis.
Como conciencia de Martín (Hache) (1997), Dante es la voz desde la que Adolfo Aristarain introduce la perspectiva liberadora, crítica, incómoda para algunos y a contracorriente que también se erige en la conciencia de ambos Martín, padre e hijo, a quienes el inolvidable personaje interpretado por Poncela intenta hacer comprender el nexo (el amor) que les une, pero que callan entre la confusión, el miedo y los temores, la insatisfacción, la incomunicación y la desorientación. Amistad, reflexiones y diálogos que suena honestos, soledad, miedos, la sombra del suicidio, que no solo amenaza a Hache, son algunos ingredientes que hacen de Martín (Hache) una de las mejores y más personales películas de Adolfo Aristarain y un punto de inflexión en su carrera cinematográfica. El film encuentra su filón y su razón de ser en los intérpretes, espléndidos en su labor, en las conversaciones que mantienen —es un film en el que la palabra se revela vital—, en sus enfrentamientos dialogados, en sus temores y en el humanismo que destilan los mejores largometrajes del cineasta argentino. Pero, por encima de todo, Martín (Hache) es una certera reflexión sobre el individuo y la sociedad, sobre la vida y las amenazas que se ciernen sobre la misma y sobre quienes, como Hache, buscan su lugar y se encuentran con las sombras que impiden reconocer y reconocerse o expresar aquellos sentimientos y emociones que Martín padre silencia por miedo y porque quizá no se sepa como expresarlos más allá del papel donde escribe sus guiones y las razones para vivir que entrega a su hijo. En contraposición, Dante destaca por haber equilibrado quien es y quién desea ser, por ello resulta el personaje más lumínico, sincero y generoso, aunque no carente de cierto egocentrismo, un personaje que intenta mitigar el dolor y la pérdida que observa en los Martín o en Alicia, tres almas amenazadas por el difuso asesino que acecha durante el reflexivo y valiente discurso desarrollado por Aristarain a lo largo de su espléndida película.
viernes, 3 de agosto de 2018
Shoah (1985)
Escribió José Martínez Ruiz "Azorín" en El buen Sancho que <<no hacer nada, para un escritor, es hacer mucho>> y, tras esta contradicción que suscribo, el bueno de Azorín explica que <<no hacemos nada en apariencia; pero nuestro subconsciente continúa trabajando. Y cuando volvemos al tablero, con las cuartillas y la pluma, nos encontramos con gérmenes de libros o de artículos, de novelas o de poemas, que no teníamos>>. Esta vagancia común a quien escribe es un periodo de supuesta inacción que no lo es, pues, detrás del momento de espera, se esconde el desarrollo de pensamientos y de ideas, búsquedas, recopilaciones, reflexiones y evocaciones, que posteriormente darán su fruto. La vagancia del escritor no es exclusiva de las letras, también la encontramos en quien pinta, esculpe, compone o en cualquiera que dé forma a un algo imaginado durante ese supuesto tiempo de no hacer. Aplicado al cine esto se relativiza en su vertiente más industrializada, aunque no desaparece en los cineastas convencidos y conscientes de querer crear o contar algo. Pueden pasar meses, quizá un año o varios, pero es inusual que transcurra más de una década entre las películas que estrena un mismo realizador, aunque a veces sucede porque el proyecto (u otras circunstancias) lo exige. Ese tiempo de ausencia de las pantallas no es un tiempo de ocio, sino de trabajo, tanto mental como físico, y así fue para Claude Lanzmann y su visión del holocausto, la cual cobró forma en la monumental e imprescindible Shoah (1985). Lanzmann pasó más de diez años indagando y entrevistando a diferentes testigos, víctimas y verdugos, de los campos de exterminio nazi. La cuantiosa información reunida posibilitó su segundo largometraje, estrenado doce años después de su primer documental, aunque más que un largometraje, Shoah es un ejercicio de evocación que, partiendo de una premisa similar a la expuesta por Alain Resnais en la magistral Noche y niebla (Nuit et Brouillard, 1955), obliga al espectador a imaginar, a no olvidar y a pensar sobre el pasado que se recuerda a través de las entrevistas que se suceden a lo largo de su metraje. El pasado evocado en Shoah es un tiempo pretérito que no se muestra empleando imágenes de archivo, sino usando las actuales de los lugares donde se produjeron los hechos que, desde las entrevistas realizadas, el documentalista pretende hacer llegar al espectador que los contempla desde un plano subjetivo, aquel que genera en su mente, aunque condicionada por la propuesta y por la perspectiva asumida por Lanzmann. <<No hay, en las nueve horas y media de la película, ni una sola imagen de archivo. La memoria no pasa por imágenes ya hechas. Estas últimas son la pantalla donde se proyecta el vacío, mientras que esa brecha es precisamente lo que funda la memoria>>. La memoria a la que se refiere Jean Breschand en El documental. La otra cara del cine revive el trauma que, incurable, se prolonga en el tiempo y alcanza el presente en el que Lanzmann empuja a sus entrevistados a revivir el pasado. Insiste en ello, y obtiene los resultados que desea, entre ellos el obligar a quien contempla su film a imaginar, sin caer en sentimentalismos, el horror de los campos de exterminio por donde la cámara parece flotar en determinados momentos de la película. Combinando silencios, palabras, posturas incómodas y la poética de imágenes que evocan el dolor, los fantasmas del ayer y la frialdad de un genocidio perfectamente estudiado y ejecutado por los nazis, el documentalista se sumerge en los hechos ocurridos en los campos de exterminio sin necesidad de representarlos en la pantalla. Pues, para el cineasta francés, resulta más interesante apuntarlos desde los recuerdos del presente que se acumulan en este trabajo documental que puede definirse como uno de los más complejos y contundentes acercamientos cinematográficos a la sinrazón y a la barbarie institucionalizada, a los prejuicios, a ignorancia, al miedo y a la aberrante ideología que precipitó la "shoá" (vocablo hebreo que vendría a significar catástrofe o aniquilación y posteriormente empleado para referirse al genocidio), de la cual Shoah tomó su título. De regreso a Azorín, y apropiándome de su reflexión, no hacer nada, para un cineasta como Lanzmann, es hacer mucho, ya que su ausencia de las pantallas no fue un tiempo de ocio o de inactividad, sino un periodo de investigación, de entrevistas, algunas tomadas sin conocimiento de los entrevistados, de filmación y del montaje de las imágenes que recorren los rostros, el silencio y los espacios donde se desarrollaron los hechos evocados en este documento único que quiso ser el film definitivo sobre la memoria y el holocausto.