martes, 31 de marzo de 2020

Soledad (1928)

Sabía que aquel regalo era un libro, aunque desconocía cuál e ignoraba que, junto al título, descubriría un marcapáginas con la siguiente cita de Umberto Eco: <<El mundo está lleno de libros preciosos, que nadie lee>>. Nunca había prestado atención a los marcapáginas, sencillamente porque uso trozos de papel para señalar las páginas, pero a este sí se la presté y pensé en la certeza de las palabras del escritor italiano. Las relacioné con el cine, donde proliferan los olvidos, los estrenos industriales y las listas populares que numeran títulos que expresan gustos y quizá también desconocimiento. El cine ya tiene un largo recorrido, más de ciento veinte años, millares de títulos, falta de memoria, intereses e inquietudes dispares, según quien sea su creador y su consumidor, por eso el mundo está lleno de películas preciosas, que nadie ve o que son disfrutadas por una minoría. Películas como Soledad (Lonesome, 1928), que son "preciosas" no por un preciosismo de postín, sino porque su valor supera las barreras temporales, la mitificación popular y listas que, en su realidad oculta, no recuerdan las mejores películas, recuerdan lagunas cinematográficas y la necesidad de etiquetar para sentir la comodidad consecuente a tener una referencia a la que recurrir. Soledad no responde a una etiqueta, responde a lo que cuenta y a cómo lo cuenta sin apenas necesidad de palabras (escritas). Lo hace mediante su montaje e imágenes que expresan las emociones de un instante que transciende el momento, puesto que el film de Paul Fejos no solo habla de una jornada ni de dos individuos concretos que gritan en silencio y entre la multitud de un sábado cualquiera, aunque este sea distinto para ellos, durante el cual viven ignorándose, buscándose, amándose, sufriendo su ausencia y la sospecha de que no volverán a encontrarse. Fejos habla de los individuos y de su estilo de vida urbano, neoyorquino, de días programados, de la soledad en multitud, de ritmo veloz, voraz y repetitivo. Habla de una jornada que apenas presenta variaciones respecto a otras tantas que también podrían iniciarse en el cuarto de Mary (Barbara Kent) para, poco después, introducirse en la habitación de Jim (Glenn Tryon). Ambos se asean y se visten, dispuestos a encarar un nuevo y viejo día en la que salen a la calle, se confunden entre el gentío que se hace masa en el transporte público que los conduce al trabajo donde se entregan al frenético ritmo laboral. Este ritmo impide a los protagonistas pensar en la soledad que les golpeará a la salida de la fábrica, cuando, por separado, observan que son los únicos sin pareja y, en su interpretación, asumen que no podrán disfrutar el fin de semana en compañía. Jim y Mary se cruzan y no se reconocen, desayunan en el mismo local o caminan juntos y junto a anónimos como el matrimonio de ...Y el mundo marcha (The Crowd; King Vidor, 1928), sin verse en una ciudad ideal para una sinfonía urbana. Pero esta ciudad no es el Berlín de Gente en domingo (Menschen am Sonntag; Robert Siodmak y Edgar G. Ulmer, 1929), es la Nueva York frenética, viva, imparable en su tránsito humano por calles sin nombre donde rutinas, esperanzas y frustraciones se empequeñecen entre rascacielos y multitudes que no se detienen. Jim y Mary forman parte de este entorno al tiempo humano y deshumanizado, un entorno donde no encuentran más compañía que los muebles de sus minúsculos apartamentos, a los que regresan derrotados e inconscientes de su proximidad, con la soledad para ellos indeseada, porque ni la escogen ni la acogen. La sienten hiriente, quizá no sepan convivir consigo mismos, o quizá les recuerde la distancia que les separa de la felicidad que han creído ver en las amistades de las que se despiden para encerrarse entre paredes de aburrimiento y victimismo, a la espera de que se reinicie la siguiente semana laboral. ¿Cuáles son sus inquietudes y sus deseos? ¿Quieren amar o sentirse amados y reconocidos? ¿Qué esperan de la vida? ¿Trabajo, breves paréntesis de ocio siempre iguales, compañía, matrimonio, consumo, aceptación, hijos? A diferencia del protagonista masculino de la película de Vidor, ninguno de los personajes de Fejos siente la necesidad de ser uno entre la multitud, de hecho, asumen satisfechos sus empleos corrientes. Mary y Jim sueñan con la compañía que rompa su aislamiento y su monotonía. La música suena en la calle y ambos se asoman a sus respectivas ventanas. Observan el camión orquesta que anuncia fiesta en las atracciones del parque al que Harold Lloyd acude en Relámpago (Speedy; Ted Wilde, 1928). La idea festiva les anima a salir de casa y, ya en la feria y entre la multitud, se reconocen iguales en su soledad, se aproximan, tantean, intiman y, finalmente, comparten la ilusión amorosa que podría formar parte de una película de Frank Borzage, salvo por el hecho de que en Soledad el amor nace como vía de escape. Transitan por las atracciones o por la playa sin prestar atención a cuanto les rodea. Ya no están solos, se han conocido. Disfrutan y sonríen sin sentir que la noche cae e ilumina el firmamento para ellos. Es una nocturnidad idílica, hasta que Fejos la rompe y eleva la tensión dramática, introduce la desesperación ante la pérdida de su unión entre el gentío (y el policía que aparta al protagonista masculino) que acabará por interponerse. A lo largo de sus diferentes etapas: antes, durante y después del encuentro de los dos desconocidos, Soledad capta y transmite las distintas emociones de sus personajes, desde la cotidianidad solitaria hasta la que se sospecha será compartida, pasando por la ilusión de ya no estar solos o por la desesperación que conlleva su separación. Fejos expone todo esto con un ritmo entre pausado (en instantes idílicos) y vertiginoso, similar al que se vive en la gran ciudad, escenario de la casualidad y la imposibilidad, de la búsqueda y la pérdida, de la desesperanza y la esperanza de dos seres que viven sin conocerse y se conocen para vivir y, así, compartir alegrías y tristezas, compartir la soledad que en mutua compañía dejaría de serlo.

domingo, 29 de marzo de 2020

Yasujiro Ozu: Me gustaría retratar la flor de loto en medio del barro



El siguiente texto fue publicado por primera vez en noviembre de 1949, en Asahi Geino Shinbun. Por aquel entonces, Yasujiro Ozu ya era considerado uno de los grandes maestros del cine japonés, con más de veinte años de cine a la espalda y títulos tan importantes como Nací, pero (Umarete wa mitakeredo, 1932), Historia de un vecindario (Nagaya shinshiroku, 1947) o Primavera tardía (Banshun, 1949), sin embargo todavía era un perfecto desconocido fuera del archipiélago nipón.

<<¿Qué intenciones tengo? Nada de particular. Hago las cosas a mi manera, como acostumbro. En otras palabras: ruedo como me sale, espontáneamente. Pero eso es una cuestión de método... si quiere que le diga algo con más fundamento no sabría que decirle, la verdad. Tengo que pensarlo un poco.
Me gustaría mucho, eso sí, que la gente me juzgara en función de las películas que he hecho después de la guerra, aunque tal vez no sea del todo honesto al decir eso.
Sea como fuere, lo más importante, lo primero que pienso cada vez que ruedo una película, es que con ella quiero reflexionar a fondo sobre algo y recuperar la humanidad que la gente tiene por naturaleza. Es verdad que, después de la guerra, las costumbres e incluso el modo de sentir de ese periodo llamado après-guerre [tras la Primera Guerra Mundial] ya no serán como antes, pero a mí me gustaría ver cómo se puede expresar en una película, de la mejor manera posible, lo que sucede en el fondo de una sociedad. Tal vez suene abstracto si digo que lo que quiero plasmar es la humanidad, ese calor humano que me conmueve... Siempre lo he tenido en la cabeza, y eso es lo que me gustaría conseguir.
La flor de loto en medio del barro. Ese barro es una realidad, y la flor de loto, naturalmente, lo es también. El barro es sucio y la flor de loto es bellísima. Pero la flor tiene sus raíces en el barro... Creo que en un caso como este hay una manera de realzar la flor retratando solo sus raíces y el barro en el que se hunden. Pero también se puede hacer lo contrario, y retratar solo la flor sugiriendo la existencia del barro y las raíces.
Las costumbres de la posguerra son realmente sucias: prevalecen por todas partes el caos y la degradación. Yo las detesto, pero la realidad es eso. En el mundo hay personas que viven con limpieza, de manera sobria y bella, y la realidad también es eso. Es preciso considerar los dos aspectos juntos: si no, uno no puede decir que sea autor de nada. Como he explicado poco antes con la metáfora del barro y el loto, hay dos formas posibles de retratar la realidad.
En este último caso, sin embargo, si trato de transmitir la esfera de los buenos sentimientos, enseguida me dicen que soy demasiado nostálgico o lírico. El clima de la posguerra, ¿no nos impulsa, precisamente, a tener una única visión de las cosas? No creo que ahí esté toda la verdad. Mis películas, como Primavera tardía o Una gallina en el viento (Kaze no naka no mendori, 1948) y antes aún Historia de un vecindario se basan justamente en esta idea.
El guion no funciona, la cámara cinematográfica está destrozada... ¿cómo puede uno expresar la riqueza de los matices en estas condiciones deplorables?... Por esta razón hay que prestar atención a todos y cada uno de los fotogramas. Quizá de ahí me venga esa fama de perfeccionista que me han atribuido...>>

(Publicado originalemente en Asahi Geino Shinbun, 8 de noviembre de 1949
Yasujiro Ozu. La poética de lo cotidiano, traducción Amelia Pérez de Villar, Gallo Nero, Madrid, 2017, pág. 92-93) 

viernes, 27 de marzo de 2020

La condesa de Hong Kong (1966)


<<Una sonrisa, quizá una lágrima>> promete
Charles Chaplin previo a la primera imagen de El chico (The Kid, 1921). La promesa introduce su combinación de risa y llanto, su interpretación de la vida, introduce a su vagabundo, en quien aúna comedia y drama. Esta es la constante de su filmografía y, sin embargo, en La condensa de Hong Kong (A Countess from Hong Kong, 1966) no se cumple, al menos a simple vista. Chaplin no reniega de ver la vida como una tragicomedia, solo que el impacto desaparece entre el romance y el enredo de situaciones que suavizan la realidad de la que Natacha (Sophia Loren), la protagonista femenina, intenta escapar. Para conseguirlo, se oculta en el armario del multimillonario Odgen Mears, personaje interpretado por Marlon Brando, solo en presencia, puesto que el mejor Brando brilla por su ausencia. No pongo en duda el talento dramático del actor, aunque sí su lado cómico, que asoma limitado y forzado durante La condesa de Hong Kong. Pongo en duda sus ganas para la comedia y su sentido cómico, sin entrar a considerar que quizá no se encontrase cómodo a las órdenes del responsable de Tiempos modernos (Modern Times, 1936) o quizá no concediese al género de la risa la importancia y el prestigio que sí le otorgaba al dramático.


Aquí juzga (y juzgo) mi mirada, que ve a
Brando y lo compara con el recuerdo del Brando de sus mejores interpretaciones, aquel que experimenta emociones hirientes que exterioriza convencido de sentirlas. Pero sus actuaciones cómicas no son experiencias fluidas. Resultan en extremo forzadas, y esto no solo lo noto en el multimillonario que interpretó para Chaplin. Tampoco veo a este en su mejor versión, aunque, como ya he escrito arriba, lo cómico sí formaba parte del cineasta inglés, pues lo sentía indisociable de lo dramático. Su genial combinación comedia y drama, esperanza y desesperanza, luminosidad y miseria, alegría y tristeza, despuntan en sus largometrajes y los hace grandes. En La condensa de Hong Kong apenas se combinan, salvo por omisión. Excepto su inicio y su final, el film se encierra en el camarote de Odgen —dos habitaciones, un cuarto de baño y varias puertas que constantemente se abren y se cierran para potenciar y dar vida al enredo— y en el barco de lujo donde el drama queda fuera, en la realidad que Natacha abandona (y la película también) tras colarse de polizón en busca de su América, del sueño que la aparte de locales nocturnos donde vende su compañía para poder sobrevivir. Lo dramático también está ausente en Odgen, aunque se apunte en su sumisión a la imagen que se espera de él e incluso en su matrimonio con Martha (Tippi Hedren).


Junto con la espléndida
Una mujer de París (A Woman of Paris, 1923), La condensa de Hong Kong no presenta la mezcla <<una sonrisa, quizá una lágrima>>, pero existe otra ausencia determinante. A pesar de que exista una figura errante, falta un guía, un vagabundo existencial que recorra la alegría y la tristeza. Natacha es el personaje chaplinesco de la función, pero se le niega la esencia chaplinesca, aunque asuma la dignidad y la picaresca heredada del vagabundo. También tiene hambre y da buena cuenta de un desayuno, incluso su ropa no es de su talla y su presencia se antoja liberadora dentro de un entorno ordenado e infeliz. No obstante, Natacha, paria sin hogar al que ir o regresar, no funciona y cumple su función caótica a medias: irrumpe en la vida del multimillonario, la desordena y destruye las cadenas de esnobismo e insatisfacción de Odgen, pero resulta forzado y, en esta ocasión, sin responsabilidad de Brando. Quizá el problema ya no resida en los personajes, ni en si se trata de una comedia de otra época rodada en otra distinta, sino en que felicidad e infelicidad no se suceden como en la mayoría de las películas de Chaplin, donde ambas cobran protagonismo, pues de otro modo sería imposible reconocerlas; y no reconocerlas implicaría su inexistencia. Esa combinación se pierde en La condesa de Hong Kong, aunque apunte fuera de situación, pues ya no se trata de dónde y cómo se desarrollan, sino en la inexistencia de alternativas al lujo y la ensoñación sentimental que une a la pareja protagonista. Cierto es que no impresiona como el resto de títulos del autor de Luces de ciudad (City Lights, 1931), pero, aun así, tiene encanto, tiene la presencia de Sophia Loren, ella sí se desenvuelve en la comedia, y la de tres secundarios que aportan dosis de comicidad al asunto: Harvey (Sidney Chaplin), Hudson (Patrick Cargill), el amigo y el ayuda de cámara de Odgen, respectivamente, y la otra Natacha, en la breve pero impagable intervención de Margareth Rutherford.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Cortina rasgada (1966)


Cincuenta años de profesión dan para mucho o para poco, según quien y qué tipo de trabajo, además, durante ese medio siglo lo lógico sería sufrir algún bajón de vez en cuando y no siempre alcanzar los objetivos que uno se propone; incluso, en ocasiones, se puede sentir desgana, poner el piloto automático y dejarse llevar por caminos conocidos sin más exigencia que llegar al final de la jornada. ¿Por qué negarlo, cuando esto puede ser positivo? Puede serlo por varias razones, una de ellas sería la autocrítica, una vía excepcional para que lo malo mejore y lo mejor alcance mayores cotas, aunque con el peligro de caer en una vía paralela que conduce a la búsqueda obsesiva de la inalcanzable perfección. Lo bueno y lo magistral prevalecen en la filmografía de Alfred Hitchcock, pero tampoco escapa a estos bajones puntuales que ni su merecido prestigio logran ocultar. Por mucha imagen que pueda brillar en la superficie, un film como Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966) es un punto muerto en el recorrido cinematográfico del realizador británico. Probablemente, lo sabía, como también sabría que la aceptación popular de su pareja protagonista, la impuesta por el estudio, no salvaría la función. Ni la presencia delante de las cámaras de Paul Newman y Julie Andrews, ni la de Hitchcock tras ellas, evitan que, en su conjunto, el film naufrague y deje la sensación de que el cineasta se aburre (o desconfíe del material que tiene entre manos) y consiga aburrir con su propuesta, algo inusual en su cine que, por otra parte, asumo magistral. No tengo la impresión de que se divierta, ni de que haga de las suyas. No duda de mi inteligencia, o no la pone a prueba, ni juega con mi percepción, ni me atrapa en su imaginario de imágenes visibles y ocultas. Además, la ausencia de colaboradores como el compositor Bernard Herrmann o el director de fotografía Robert Burks se echan en falta, pero más aún se nota la ausencia (o su presencia en dosis superficiales) de sus obsesiones, de su vital malicia, de su irónico y negro sentido del humor y de la agilidad con la que suele introducir todo ello en pantalla. Sus constantes dejan de serlo en Cortina rasgada para ser las de un Hitchcock que se queda en la superficialidad tanto de las imágenes como del conflicto que anida en sus personajes, lo cual me genera la sensación de que el film no va con él. Esto supone que encuentre fallida la película que, aunque transite por terreno conocido por el cineasta -como también transita Topaz (1969)- no genera la complicidad, la movilidad y el magnetismo del resto de sus producciones de espías, en las que estos no lo son hasta que las circunstancias (y Hitchcock) les obligan a serlo. Michael Armstrong es un profesor estadounidense y un científico de renombre, pero desde el inicio asume como si nada su aventura y su función de espía. Así lo elige y, como consecuencia, carece de la desorientación y de la irónica resignación con la que otros no espías hitchockianos asumen su viaje, uno con el que no contaban y que acaba modelando su nueva imagen. Armstrong sí cuenta con el trayecto desde el inicio, cuando se traslada a Noruega en compañía de su ayudante y prometida Sarah Sherman, quien ignora el fin perseguido por aquel, que no tarda en ser desvelado a quienes estamos al otro lado de la pantalla. El científico navega para pasar al otro lado del telón de acero, expresión acuñada por Churchill y rasgada en el título de la película, y conseguir la información que precisa para rellenar los huecos de su trabajo científico. Esta es la excusa propuesta por Hitchcock, pero lo que suele funcionar, y muy bien, en sus películas, me refiero a lo desvelado y lo que permanece oculto, vive en el desequilibrio y en la irregularidad a la que tampoco es inmune el supuesto conflicto que distancia y acerca a la pareja protagonista, aquel que se introduce cuando Sarah sospecha que el hombre amado no es quien había creído, sino un traidor a su patria. En realidad, ella se limita a aceptar que cuanto observa apunta a una traición, más si cabe al ser testigo, entre decepcionada y enamorada, de la rueda de prensa donde Michael habla de su cambio de bando. Pero el conflicto de Sarah no resulta conflictivo, salvo en el exterior, en el que ella asume seguirle a la República Democrática Alemana y reprocharle con su presencia un acto que ella da por hecho. Sin embargo, no hay pulsión ni tensión en su comportamiento, como tampoco existe en el film, puesto que apenas se dejan notar en un par de escenas que Hitchcock recupera de su imaginario e introduce, con desgana, en su viaje de ida y vuelta al otro lado del telón de acero.

martes, 24 de marzo de 2020

Huracán sobre la isla (1938)


La primera escena de Huracán sobre la isla (The Hurricane, 1938) encuadra al doctor Kersaint (Thomas Mitchell) en la cubierta de un barco que navega por los mares del sur. En ese instante, se desconoce que es el personaje fordiano del film (también el más afín al guionista Dudley Nichols), aquel que, entre borracheras, asume lucidez y espíritu crítico, mediador y humano. Este doctor, que apunta al que un año después el propio Mitchell llevaría a su mejor versión en La diligencia (Stagecoach, 1939), contempla desde la distancia un islote desierto, sin prestar atención a la mujer que se le acerca y le habla, e interrumpe sus pensamientos. Ahora es él quien toma la palabra y la irrupción femenina en la pantalla adquiere sentido. Su aparición obedece a la intención narrativa de hacer audible la evocación de Kersaint, quien, de ese modo, rememora en voz alta la época en la que ese trozo de tierra formaba parte del paraíso asolado por el huracán que alude, pero quizá no se refiera al natural que cobra protagonismo en la media hora final del film y que fue desarrollado por James Basavi, quien <<concibió el huracán en sí y de hecho hizo toda la parte mecánica>>.1 En definitiva, Kersaint evoca un tiempo pretérito del que fue testigo y John Ford lo aprovecha para trasladar la acción al pasado, a ese mismo espacio que, en el presente, la pareja observa muerto. Entonces la isla era un entorno vivo, como también lo era el pueblo minero idealizado por Huw en ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1940). La alegría, la armonía y la luz brillan ajenas a los hechos de la sala donde el gobernador Delaage (Raymond Massey) condena a un nativo a treinta días de cárcel por robar una canoa, antes de que Kersaint intervenga y logre que el encierro se conmute por treinta días de trabajo. Queda establecido el carácter de ambos, Ford no necesita más para definir a los personajes e introducir el conflicto, no el que establece entre ambos europeos, sino el enfrentamiento entre quien impone la justicia legal francesa y los nativos, bajo el yugo del orden colonial representado, establecido e impuesto por el gobernador que, inflexible en su defensa del código, recuerda al rígido coronel interpretado por Henry Fonda en Fort Apache (1948). Además, la escena señala que el doctor comprende que los habitantes de la isla son individuos naturales y libres, por lo tanto, incapaces de vivir encerrados o sometidos a normas que carecen de sentido para ellos; de ahí que intervenga en favor del condenado, quien apenas puede entender de qué se le acusa y por qué se le castiga. Superado este primer momento y olvidado el isleño anónimo, Huracán sobre la isla sale al exterior donde Marama (Dorothy Lamour) aguarda a Terangi (Jon Hall), los dos jóvenes nativos a quienes la justicia del colonizador separará después de que el segundo sea condenado a seis meses de prisión durante un juicio amañado por las influencias de un racista blanco (aquel a quien Terangi golpea en una taberna de Tahití). Pero Huracán sobre la isla no centra su atención en el romance de la pareja, tampoco en el racismo, sino en la negativa y en la intolerancia del gobernador, que rechaza interceder por el joven porque este ha sido condenado por el sistema legal que él defiende hasta el extremo de alejarse de cuantos le rodean. Aunque Delaage no fue responsable del encierro (ya que los hechos se producen a mil kilómetros de sus dominios), sí lo es de justificar la injusticia cometida contra Terangi. La ingenuidad de este sale a relucir antes de partir hacia Tahití (donde será juzgado), cuando confiesa a Marama que su gorra de contramaestre lo iguala al hombre blanco. Pero, poco después de defenderse de la agresión, las autoridades francesas le condenan a seis meses de presidio y latigazos, que aumentarán a dieciséis años. Como consecuencia, Terangi pierde su libertad física, aunque no por ello deja de ser un hombre libre, puesto que su inocencia y su naturaleza sobreviven a los castigos físicos, a las cadenas y a los distintos intentos de fuga fallidos que Ford expone en breves secuencias, en las que prevalecen las sombras que apuntan influencias expresionistas y oposición a la luminosidad del espacio isleño a donde el personaje anhela regresar -y acabará regresando después de una travesía de mil kilómetros de hambre y de soledad física-. No obstante, esas imágenes también funcionan para avanzar el tiempo, así como para evolucionar e intensificar la obsesiva negación del gobernador, su aislamiento y su alejamiento de su mujer (Mary Astor). Esta actitud implica su condena, pues Delaage puede experimentar cuanta libertad física desee, incluso puede presumir de su dominio político y judicial sobre el entorno, pero su mente vive encerrada en inamovibles como la superioridad e infalibilidad que se atribuye y atribuye a la justicia colonial que se desentiende de la justicia moral de la que le hablan (y reclaman) Germaine Delaage, el doctor, el padre Paul (C. Aubrey Smith) y el capitán Nagle (Jerome Cowan).


1.John Ford, en Bogdanovich, P: John Ford (traducción Fernando Santos Fontela). 2ª edición. Fundamentos, Madrid, 1983

domingo, 22 de marzo de 2020

La soledad del corredor de fondo (1962)


La renovación propuesta por el free cinema no se reducía a una cuestión de formas cinematográficas que rompiesen con el cine británico de la época, sino que tenía un carácter social, de ahí que sus protagonistas asuman la condición de soñadores frustrados, frustración que aviva su rechazo, en apariencia irracional, a la razón dominante (que desvela la racionalidad del individuo frente a lo irracional del orden establecido), así como su pertenencia a las clases desfavorecidas. Colin Smith (
Tom Courtenay), el protagonista de La soledad del corredor de fondo (The Loneliness of the Long Distance Runner, 1962), es uno de los jóvenes más representativos de este tipo de cine y, consecuente a su origen, su rechazo implica distanciamiento de la realidad en la que vive y de la que intenta escapar corriendo.


Colin corre contra todo tipo de autoridad, corre sin meta, corre por instinto de supervivencia y de resistencia. Corre en soledad, para huir del cerco invisible que lo atrapa en la parte baja de un sistema social que propone e impone a los "descarriados" la condición de <<si jugáis a nuestro juego, nosotros jugaremos al vuestro>>. Pero el solitario corredor de fondo no acepta el juego ni fuera ni dentro del reformatorio adonde llega encadenado y donde debe cumplir su condena por el robo de 71 libras. Lo hace en apariencia, pero es precisamente en ese centro reformador donde cobra conciencia del por qué de su rebeldía y le reafirmar en su negación, al encontrarle sentido pleno en la carrera final, cuando se le exige continuar avanzando hacia una meta impuesta que no es la suya. En ese instante, comprende que si da un paso más en la dirección señalada habrá perdido, habrá dejado de ser el soñador de larga distancia que corre en el presente durante el cual el director del reformatorio (
Michael Redgrave) señala que allí les convertirán en ciudadanos honrados y trabajadores. Aunque no con palabras, les está anunciando que borrarán rebeldías, espíritus críticos y resistencias para convertirlos en piezas del engranaje.


En su narrativa anacrónica,
Tony Richardson intercala una y otra vez presente y pasado para mostrar la cotidianidad familiar y en cautiverio del protagonista, su vitalidad juvenil, las relaciones con su madre (Avis Bunnage), con su amigo Mike (James Bolam) o con Audrey (Topsy Jane), su novia, así como la falta de aspiraciones, más allá de seguir resistiendo. Las escenas en tiempo pretérito, que en su mayoría asumen el desenfadado juvenil del protagonista, desvelan carencias afectivas y materiales, ausencias a las que Colin está acostumbrado desde su nacimiento. El protagonista de La soledad del corredor de fondo toma el testigo de su homólogo en otra producción de RichardsonMirando hacia atrás con ira (Look Back in Anger, 1959), pero, su carrera en soledad, le permite alejarse de la decepción que a Jimmy, el personaje interpretado por Richard Burton, le genera saber que las promesas de mejora ni se han cumplido ni se cumplirán. El enfado social de este encuentra su origen en dicho incumplimiento. Mire a donde mire, Jimmy no ve el progreso humano en el que depositó sus esperanzas tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, promesas de un futuro más justo que un presente de trabajos mal pagados y de diferencias socioeconómicas que limitan el bienestar a la minoría a la que aspira pertenecer el arribista de Un lugar en la cumbre (Room of the Top; Jack Clayton, 1958). Por su parte, Colin no siente decepción ni desea trepar a lo más alto, quizá porque nunca ha creído en el sistema, al nacer en el seno de una familia obrera ahogada por la falta y la necesidad de dinero y por las consecuencias que deparan la ausencia y la necesidad. Sencillamente, antes de rechazar, Colin fue rechazado. Ni a la sociedad ni a los funcionarios del reformatorio les preocupan los Smith, la primera los aparta y los segundos los modelan hasta que acepten su realidad dentro del orden: nacer, crecer, sudar sangre por un salario irrisorio, beneficiar a la parte alta, mantener una familia sin apenas medios y morir en la miseria en la que fallece el señor Smith. Colin no está dispuesto a rendirse, aunque lo parezca cuando asume correr para el director del penal —que, en su paternalismo, le concede privilegios con los que pretende domesticarlo y obtener beneficios— en una competición donde comprende que su derrota deportiva, el negarse a continuar corriendo para quienes le condenan a correr, es su victoria moral y vital.

viernes, 20 de marzo de 2020

Las cuatro plumas (1939)


La predilección de Zoltan Korda por los espacios abiertos la afirman sus películas ambientadas en India, Nigeria, Sudán o Sahara donde desarrolla aventuras y, en ocasiones, el imperialismo británico que se impone e impone el orden defendido por los oficiales retirados que se reúnen al inicio de Las cuatro plumas (Four Feathers, 1939). Aunque el film luce mejor en los escenarios africanos, la introducción de estos personajes en un salón cerrado y muy inglés resulta fundamental para el devenir de la trama, puesto que sus palabras determinarán el futuro del niño que los escucha. Reunidos alrededor de la mesa presidida por el general Faversham (Allan Jeayes), los distinguidos caballeros rechazan la cobardía y ensalzan el honor, la valentía y el patriotismo, entre otras señas de identidad que consideran indispensables e inherentes a los oficiales y al imperio británicos. Se precian de ser lo uno y de pertenecer a lo otro, lo asumen y presumen como hace el general Burroughs (C. Aubrey Smith) cuando exagera su heroicidad y su importancia durante la carga que lideró años atrás en Crimea. La conversación no funciona como suma de anécdotas de viejas glorias militares, establece el orden de clase que condiciona el pensamiento del niño que, sin pestañear, escucha como su padre sentencia que <<no hay cabida en Inglaterra para cobardes>>. La negación paterna establece los inamovibles (valor, patria, ejército, deber) que años después convierten a Harry Faversham (John Clemens) en paria, cuando presenta su renuncia militar y, sin ser consciente, reniega de su identidad heredada. Antepone su vida personal, al lado de Ethne (June Duprez), a una carrera militar que inició por no contrariar ni decepcionar a su padre. Pero muerto este, no encuentra sentido al militarismo, hasta que siente el rechazo social, representado en las tres plumas que le entregan sus compañeros y en el disgusto que evidencia Ethne cuando le informa de su proceder. En ese instante, Harry comprende que también ella piensa que su comportamiento responde a un acto de cobardía, cuando, en realidad, tiene su origen en el deseo de compartir una vida común y prioritaria a la tradición y al código de honor que, hasta sentir la decepción de su prometida, considera impuestas y prescindibles. ¿Ama al hombre o ama la imagen que proyecta sobre él, aquella que se rompe tras conocer su renuncia? La reacción de Ethne simboliza la cuarta pluma, que se une a las anteriores que, si bien resultaban insuficientes para despojarle de su identidad, ahora cobran fuerza con la cuarta, la cual provoca que Harry dude de sí mismo y ponga en entredicho los motivos que le llevaron a abandonar el regimiento. Como consecuencia, cree que es un cobarde y necesita probar que no lo es. De modo que necesita la aprobación externa para recuperar su autoestima y el lugar que le corresponde dentro del orden que puso en duda, y que ahora duda de él. Esta idea precipita su aventura en Sudán, donde las tropas anglo-egipcias se preparan para reconquistar el territorio perdido años atrás, pero no lo hace como militar británico, no puede, ya que ha perdido su identidad. De hecho, no se identifica con nada y quizá por ello se haga pasar por un Sangali, errante, sin voz y sin uniforme. El disfraz no esconde, sino que evidencia su inexistencia, al tiempo que le permite transitar por un entorno bélico como si fuese invisible. Ubicada la acción en Sudán, el mediano de los hermanos Korda no insistirá en este aspecto psicológico del héroe, sino en la odisea durante la cual recupera el lugar que le corresponde dentro del imperialismo al que intenta regresar. El cineasta prima los espacios que la fotografía de Georges Perinal capta en todo su esplendor -las naves navegando el Nilo o el desierto por donde Harry guía a John (Ralph Richardson), sin que este pueda saber quién es su salvador-, busca autenticidad -en las batallas y en los nativos- y emplea sucesivas (y breves) secuencias en Inglaterra para introducir otras psicologías, otro tipo de valor -el de John asumiendo su ceguera y Ethne afrontando lo que considera su deber- que intercala con la épica búsqueda de redención de Faversham por los escenarios sudaneses que finalmente conceden mayor encanto a Las cuatro plumas, la cuarta versión de la novela de A. E. W. Mason llevada a la pantalla y una de las producciones más dinámicas de la London Films.

jueves, 19 de marzo de 2020

Caras y lugares (2017)


En el cine, en su intimidad, hay dos miradas: la de quien filma y la de quien interpreta lo filmado. Ambas presentan variantes, según quién, qué y cómo mire. La mirada cinematográfica de Agnès Varda se reconoce al instante, no trata de imponerse ni se queda en la superficie de lo contemplado. Busca, e intenta encontrar y encontrarse. Como consecuencia, sus películas son humanas y curiosas, cuestionan y cobran forma de experiencias, ella las llamó propuestas, más que de documentos o ficciones cinematográficas. En el cine de Varda no hay artificio, no lo contempla como una posibilidad, como tampoco abraza los juicios absolutos, sino que recoge las posibilidades que se abren ante su cámara. Son las formas vistas por una cineasta honesta que mira, recuerda, descubre, capta, refleja e invita a mirar y a interpretar lo observado. Caras y lugares (Visages Villages, 2017), propuesta que dirigió junto al fotógrafo y muralista JR, no se aparta de ese camino artístico y vital iniciado en su época de fotógrafa, un camino al que, una y otra vez, regresa para transitar senderos que la conducen y nos conducen a nuevos y viejos espacios donde descubre rostros físicos que tienen sus propias historias interiores.


A lo largo de la película, 
Agnès pide a su compañero que se quite las gafas de sol tras las que oculta sus ojos. Son unas gafas que, junto a su sombrero, forman parte de su imagen, quizá una que le sirva para afirmarse, distinguirse u ocultarse, pero que no impiden el contacto entre la realizadora y quien siempre las lleva puestas. Varda no ignora que hay una mirada artística y humana detrás de las lentes oscuras, pero desconoce qué les deparará su recorrido común. Ambos representan dos tiempos diferentes, la veteranía de la directora y la juventud del muralista, que se unen para caminar juntos durante un viaje a la imaginación, a la memoria, a la amistad y a la complicidad que ya se afianzan durante el prólogo en el que se cruzan o encuentran en distintos lugares, para insistir en que ninguno fue donde se conocieron. Su recorrido es descrito por sus voces, que se van conociendo y que vamos conociendo. Hablan de que no siguen un plan concreto, ni tienen itinerario fijo, que dejarán obrar al azar. Pero ¿qué y quién define el azar? ¿Se presenta sin más? ¿Se busca? ¿Se fuerza? ¿Forma parte de nuestras vidas o simplemente creemos que está ahí, aguardando a que salgamos a su encuentro? Quizá obedezca a una combinación, a intencionalidad y sorpresa, o forme parte de aquello que todavía se encuentra velado y que se irá desvelando a medida que se avanza en el viaje. Dice que el azar es importante para ella, pero más importante es iniciar el recorrido, dar ese paso inicial que la pone en marcha y le permite encontrar una patata con forma de corazón en Los espigadores y la espigadora (Les glaneurs et la glaneuse, 2000) o a la protagonista de Sin techo ni ley (Sans Toit ni loi, 1985) sus diferentes encuentros con los desconocidos que el destino pone en su transitar. El azar forma parte de los espacios y de los rostros, rostros con su historia, como el hombre que se jubilará al día siguiente sin saber qué será de él mañana —puesto que es la primera vez que se jubila—, y que ellos retratan en el interior del camión-fotomatón de JR o en los exteriores transitados durante su recorrido por una Francia distinta a la de postal. En compañía del fotógrafo, la cineasta continua siendo la entrañable espigadora que recoge fragmentos de vida y de memoria, ajena y propia. En la suya, siempre presente Jacques (Demy), regresan Henri Cartier-Bresson, Martine Franck, Guy Bourdin, Ana Karina o Jean-Luc Godard, a quien homenajea en la secuencia del Louvre y a quien pretende visitar, aunque el realizador no los recibe. Este hecho entristece a Agnés, sus rostro y las lágrimas apuntan dolor y deparan un emotivo final frente al lago Leman, donde JR la arropa con comprensión y ternura, con el gesto que, desvelando su rostro, reconforta a la entrañable cineasta con quien ha compartido experiencias y un espléndido trayecto artístico, cinematográfico y fotográfico.



martes, 17 de marzo de 2020

Vida bohemia (1926)


Hollywood no inventó el sistema de estrellas de la nada, lo hizo a partir de la demanda del público que observaba a actores y actrices anónimos en la pantalla, pero que empezaban a resultarles familiares. Los espectadores querían saber más de aquellos rostros y, para conseguirlo, querían sus nombres. Omito los distintos por qué, pero les atraía conocer cómo se llamaban fulanos y menganas, y los avispados de Hollywood les dieron lo que pedían; incluso inventando algunos para que sonasen más atrayentes que los reales. Conscientes de que según quien actuase en las películas, se vendían mejor las protagonizadas por este que las interpretadas por aquel, satisfacer la demanda popular más que lógico resultaba beneficioso para el negocio. Los nombres de los actores y actrices favoritos en carteles y marquesinas generaban interés por tal o cual película, reclamaban la asistencia e incluso podrían derivar en negocios alternativos y lucrativos —revistas de cine o juguetes como un muñeco de Charlot— o mismamente crear departamentos de publicidad donde modelar astros de celuloide, también destruirlos, sustituirlos u olvidarlos cuando dejasen de ser rentables. Desde entonces, la industria hollywoodiense ha girado en torno al reclamo mediático de sus estrellas, engrandecidas por el febril deseo popular y la constante publicidad cinematográfica. El público obtuvo su recompensa y pudo llamar a los rostros por los nombres que aparecían en los créditos; quizá les gustase cotillear sobre las vidas de los actores y actrices o quizá idealizar sus imágenes y fantasear con ellas. Pero lo seguro fue que establecieron una relación indisociable entre los intérpretes y los personajes de ficción en historias de amor, dramas, aventuras o comedias que, más allá de los avances tecnológicos, poco han variado desde el nacimiento de aquellos grandes estudios como MGM, posiblemente el que mejor supo vender el glamour de sus estrellas.


Fue también en la
Metro-Goldwyn-Mayer donde los ejecutivos asumieron el control total de las producciones, aunque, a veces, dejasen cierta libertad a sus directores, quienes, salvo excepciones, habían sido relegados a la condición de simples asalariados, sin opción a intervenir en más proceso de producción que el atribuido por quienes pagaban sus sueldos. Era el tiempo del "ten este o aquel guion y haz una película sin exceder el presupuesto y el tiempo de rodaje; puesto que menos es más", "esta estrella te quiere como director; esta otra ha dicho que te sustituyamos por alguien de su gusto", "la iluminación del operador que realce la belleza de nuestras estrellas" o del "no tienes derecho sobre el montaje, de eso se encargan los del departamento de edición, que cortarán o emplearán el material que les indiquemos"...  No obstante, cineastas personales y creativos como King Vidor encontraron mayor libertad, puesto que aportaban un plus de calidad cinematográfica a las películas que realizaban, fuesen de su propia cosecha o encargos como Vida bohemia (La bohème, 1926). Estos realizadores aseguraban cierto grado de éxito, aunque no siempre tan colosal como el que deparó El gran desfile (The Big Parate, 1925). Gracias a su masiva aceptación, que se tradujo en dólares para el estudio, Vidor era una apuesta segura. Tenía la confianza de mandamases como Irving Thalberg y la de ganchos comerciales como Lilliam Gish y John Gilbert, convertido en estrella de primer orden tras el estreno del film anteriormente nombrado. Pero existe una diferencia entre ambos interpretes que se evidencia durante todo el metraje de Vida bohemia. La estrella femenina es al tiempo una actriz melodramática de pies a cabeza, mientras que en el astro masculino refleja la imagen de ese nuevo Hollywood donde la MGM reinaría durante años vendiendo imagen, escapismo, glamour y banalidad, más o menos el contendido del cine hollywoodiense que todavía prima en nuestros días. En Vida bohemia, el rostro y el cuerpo de Gish hablan y trasmiten cuanto siente y padece su personaje, algo que Gilbert no logra, por muchos aspavientos, muecas o poses que intente a lo largo del film. Respectivamente, dan vida a Mimí, la costurera, y a Rodolfo, el aspirante a escritor, vecinos en un viejo edificio del barrio latino de París y amantes trágicos inspirados en Scènes de la vie de bohème, del escritor francés Henri Murger. Escrita a mediados del siglo XIX, la novela serviría de base para que otros autores realizasen su particular visión de la bohemia parisina por donde transita la película de Vidor o, décadas después, la personal perspectiva expuesta por Aki Kaurismäki en La vida de bohemia (Boheemielämää, 1992). Aunque, quizá, la inspiración más sonada se encuentra en la ópera de Giacomo Puccini.


Vidor no compuso opera, pero componía imágenes; y sus mejores películas son composiciones visuales que fluyen armoniosas durante todo su metraje. Mas esto no sucede en Vida bohemia; al contrario que El gran desfile o la posterior —y uno de los puntos culminantes en la historia del cine— ...Y el mundo marcha (The Crowd, 1928), sufre las consecuencias de no saber si es un film de estudio, de sus estrellas o de su realizador, lo cual deja poco margen a que Vidor, menos "Vidor" que en otras ocasiones, pueda desarrollar con mayor independencia y consistencia el melodrama de la costurera en su relación con el aspirante a escritor. El problema que arrastra la película no son tanto los destacados trabajos de Gish y, a su manera, de Gilbert, sino la creencia de que su sola presencia -y el dejarla en manos de un gran cineasta- bastaba para salvar las múltiples lagunas sustanciales de los personajes principales y la inoperancia de los secundarios que, más que jugar a favor de la trama, son meros adornos que están ahí, pero que no encajan ahí. Mimí es principio y fin; y como principio y fin, evoluciona. Primero se descubre triste y derrotada por la miseria en la que vive en soledad, aunque la alternancia de secuencias (entre su piso y el vecino) anuncia que su vida cambiará al contactar con el espacio contiguo, similar al que ella ocupa, pero opuesto, debido a la actitud de los bohemios que asumen su miseria con humor, ironía y esperando que el éxito llame a su puerta. A partir del contacto de Mimí con estos jóvenes, la vida de la triste costurera cobra luz y sonrisas, puesto que se enamora y sublima su amor por Rodolfo hasta cotas que aquel quizá no comprenda, ni llegue a comprender. Mimí y Rodolfo se aman y, en su generosidad y sacrificio, ella antepondrá las necesidades y el sueño del amado a las suyas, o puede que convierta la ilusión de éxito del amante en su propia necesidad vital, de ahí que su tragedia sea al tiempo su victoria, la de su amor depurado de cualquier egoísmo.

domingo, 15 de marzo de 2020

Te querré siempre (1953)


Los espacios (vivos y muertos) y las gentes que asoman por Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1954) son tan reales que incluso podrían formar parte de un documental o confundirse entre los hombres, las mujeres y las calles que asoman por un film que asume un supuesto neorrealismo ortodoxo, pero ni son lo uno ni lo otro. No están ahí para documentar, aunque pueden hacerlo, sino para influir y alterar el pensamiento de los protagonistas, su realidad humana, ese interior donde debaten e interpretan, donde se esconden, se frustran o guardan silencio. Dicha realidad se encuentra en constante cambio, existe en la negación y en la búsqueda desde las cuales reflexionan sobre sus existencias y su relación presente, pasada y quizá futura, exteriorizando apenas una parte de sí mismos, lo cual establece distancias que, en su incomunicación, parecen insalvables. Durante una entrevista,1 Roberto Rossellini apuntó tres elementos fundamentales de Te querré siempre, dos visibles y un tercero intangible. Son el matrimonio Joyce, Italia, en concreto el área napolitana donde al tiempo son pareja, no lo son y podrían serlo (puesto que allí se mezcla pasado, presente y un futuro incierto) y la influencia dramática que el segundo ejerce sobre el primero. Dicha influencia altera una realidad previa, que deja su lugar a la consecuente que les afecta sin que sepan cómo encararla, de ahí que el viaje físico propuesto por el cineasta sea la excusa para el existencial del matrimonio inglés que llega a la zona de Nápoles con la intención de arreglar asuntos relacionados con una herencia. La combinación de los tres elementos (individuo, medio e influencia de este sobre aquel) asoma en Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1947), se hace claustrofóbica en el primer episodio de El amor (L'amore, 1947) y entra en erupción en Stromboli (1950). Estas películas apuntan una transformación en el cine de Rossellini, aunque su cine vive en constante experimentación y mutación, que pasa de la realidad externa expuesta en La nave blanca (La nave bianca, 1942) o mismamente en Paisà (1946) a la interior del niño cuyo pensamiento va unido a la Alemania de posguerra y de las dos mujeres atrapadas en el dolor, la soledad y el rechazo; una, en la habitación que la encierra; y la otra, en la isla volcánica que le impide liberarse. Son espacios hirientes para los personajes, puesto que son los detonantes que abren heridas internas. Esto también se contempla en Te querré siempre, pero aquí las interioridades de Alex (George Sanders) y de Katherine (Ingrid Bergman) son el punto de mira de la observación rosselliniana. La pareja llega a Italia para vender una villa heredada en las cercanías de Nápoles, pero ya por el camino que los conduce hasta ella, la distancia que les separa se deja notar en el interior del automóvil. Hay una especie de vacío que los separa, que les impide conectar, quizá sea fruto de una ausencia comunicativa similar a otra experimentada en Londres. Sin embargo, en su cotidianidad inglesa, la distancia formaba parte de la monotonía asumida por ambos. Por contra, el viaje a Italia cambia el escenario, trastoca hábitos y les obliga a reconocerse, aunque cada uno deambule en soledad por espacios que parecen no tener nada en común. Las interioridades y los exteriores se relacionan y así lo descubrimos cuando, por ejemplo, Katherine observa en la distancia las figuras de madres empujando carritos de bebés y esas figuras le recuerdan su no maternidad; de modo similar actúan las parejas que descubre durante ese mismo tránsito en automóvil, aunque en este caso le generan cierto temor, al creer ver en una de ellas a Alex y, por tanto, intuye una posible infidelidad y, sobre todo, el final de un matrimonio que en ese instante apunta a roto. En el caso de Alex, la soledad del bar donde se aburre, su rostro, entre decepcionado y resignado, cuando descubre que Maria está casada o su contacto con la prostituta tienen mucho que ver con su propia sensación de soledad y distanciamiento, que esconde detrás de su cínica fachada de superficialidad. Dentro y fuera parece ligados, incluso, al final, semejan fundirse en uno solo, en la multitud que arrastra a la pareja, aunque esto, contrariamente, les brinda la oportunidad de que cada uno se encuentre y puedan encontrar al otro, encuentren lo que creían perdido y valoren aquello que quizá nunca había llegado a valorar.



1. <<En Te querré siempre convenía reflejar un ambiente. Lo importante no era tanto el descubrimiento de un país como su influencia dramática sobre los dos personajes. Era el tercer elemento: por un lado, una pareja; por otro, Italia>>. Publicada en Rossellini, R.: El cine revelado (traducción Clara Valle T. Figueras). Paidós, Barcelona, 2000

sábado, 14 de marzo de 2020

Vem Dömer (1921)


Tras el éxito internacional de La carreta fantasma (Körkalen, 1920), a Victor Sjöström le tocó sentir la indiferencia con Vem Dömer (1921), su tercera colaboración con el escritor Hjalmar Bergman y un film donde lo sobrenatural dejaba su lugar a la superstición. Esta queda señalada de forma tangible en la prueba de fuego, el supuesto juicio divino, exigida por la multitud y los religiosos para dictaminar la culpabilidad o la inocencia de Úrsula (Jenny Hasselquist) después de que varios monjes, los que amortajan al marido de la acusada, crean ver lágrimas en el rostro de la figura de Cristo crucificado y lo interpreten como la señal de la culpabilidad de la viuda, quien, al inicio del film, pedía auxilio a ese mismo icono porque no desea un matrimonio impuesto. Aunque en su apariencia difieren, ambas producciones encuentran su nexo en la culpa y la inocencia, en la vida y la muerte, en la idea de purificación del alma y del equilibrio que libere a los protagonistas del sufrimiento que les condena al sinvivir. La redención de los personajes forma parte de la esencia del cine de Sjöström, pero, en ese primer momento, la presencia de la muerte se afianza sobre la vida. El cineasta sueco encierra a sus personajes en interiores, entre sombras, que remiten a la psique humana, puesto que es ahí donde se desarrolla en conflicto de Ursula, su lucha entre la vida que le niegan y la muerte que inicialmente ve como única vía de escape. El enfrentamiento entre opuestos es constante en la joven, que vive en el dolor que para ella implica su inminente matrimonio con Maese Anton (Ivan Hedquist), un hombre mayor a quien odia por verse obligada a ser su mujer. Encuentra en él y en la imposición matrimonial algo peor que la muerte, encuentra su encierro en la inexistencia, ya que la ausencia de libertad de elección, la aparta de la existencia que anhela compartir con Bertram (Gösta Ekman), el joven a quien ama. La primera secuencia la muestra arrodillada frente al Cristo crucificado; apela a su piedad y reza por su liberación, le pide escapar al destino que han elegido por y para ella, el cual considera peor que la muerte. Sin embargo, rebosa vida, lo anuncia su encuentro con Bertram en el jardín que separa sus casas y a ellos les une en un suspiro que concluye con la aparición del ya marido. Ni ella ni su enamorado, hijo del alcalde (Tore Svennberg), han podido evitar el enlace ni podrán evitar la tormenta que se avecina ni el tormento que comparten en la distancia. El enfrentamiento parece decantarse una vez más hacia la parca que ahora se hace real, aunque no para los amantes, sino para el marido. Pero este fallecimiento no libera a Úrsula, sino que la atrapa en la culpabilidad, la cual surge de la sospecha de que ella ha sido la causa. ¿Quién juzga? ¿La justicia legal que representa el alcalde? ¿La popular, que clama febril y hostil por un culpable? ¿La divina, asumida por los religiosos que decretan la prueba de fuego? ¿o la que ella misma busca en compañía del monje que, en lugar de veneno, le vendió los polvos inofensivos que demuestran su inocencia legal? En Vem Dömer todos esos juicios salen a relucir a lo largo de su metraje, pero es el de Úrsula aquel que Sjöström expone con mayor acierto e intensidad. Ella debate su culpa o inocencia en un abismo tan sombrío como los espacios que la encierran, el lugar inmaterial donde sufre su alma atormentada y donde surge su necesidad de purificarla, la redención que posibilite la victoria de la vida sobre la muerte. En este juicio psicológico reside la grandeza de la película y del talento del cineasta sueco para transmitir mediante imágenes esa lucha interna que, una y otra vez, aparece en sus películas, sean anteriores o posteriores, sin ir más lejos, aparece en la citada La carreta fantasma o, ya asentado en Hollywood, en El que recibe el bofetón (He Who Gets Slapped, 1924) o La mujer marcada (The Scarlett Letter, 1927), una lucha que, siendo interna, encuentra su origen en los convencionalismos morales y religiosos que han establecido y determinado los conceptos de bien y mal como referentes del comportamiento y pensamiento de los personajes.