Sabía que aquel regalo era un libro, aunque desconocía cuál e ignoraba que, junto al título, descubriría un marcapáginas con la siguiente cita de Umberto Eco: <<El mundo está lleno de libros preciosos, que nadie lee>>. Nunca había prestado atención a los marcapáginas, sencillamente porque uso trozos de papel para señalar las páginas, pero a este sí se la presté y pensé en la certeza de las palabras del escritor italiano. Las relacioné con el cine, donde proliferan los olvidos, los estrenos industriales y las listas populares que numeran títulos que expresan gustos y quizá también desconocimiento. El cine ya tiene un largo recorrido, más de ciento veinte años, millares de títulos, falta de memoria, intereses e inquietudes dispares, según quien sea su creador y su consumidor, por eso el mundo está lleno de películas preciosas, que nadie ve o que son disfrutadas por una minoría. Películas como Soledad (Lonesome, 1928), que son "preciosas" no por un preciosismo de postín, sino porque su valor supera las barreras temporales, la mitificación popular y listas que, en su realidad oculta, no recuerdan las mejores películas, recuerdan lagunas cinematográficas y la necesidad de etiquetar para sentir la comodidad consecuente a tener una referencia a la que recurrir. Soledad no responde a una etiqueta, responde a lo que cuenta y a cómo lo cuenta sin apenas necesidad de palabras (escritas). Lo hace mediante su montaje e imágenes que expresan las emociones de un instante que transciende el momento, puesto que el film de Paul Fejos no solo habla de una jornada ni de dos individuos concretos que gritan en silencio y entre la multitud de un sábado cualquiera, aunque este sea distinto para ellos, durante el cual viven ignorándose, buscándose, amándose, sufriendo su ausencia y la sospecha de que no volverán a encontrarse. Fejos habla de los individuos y de su estilo de vida urbano, neoyorquino, de días programados, de la soledad en multitud, de ritmo veloz, voraz y repetitivo. Habla de una jornada que apenas presenta variaciones respecto a otras tantas que también podrían iniciarse en el cuarto de Mary (Barbara Kent) para, poco después, introducirse en la habitación de Jim (Glenn Tryon). Ambos se asean y se visten, dispuestos a encarar un nuevo y viejo día en la que salen a la calle, se confunden entre el gentío que se hace masa en el transporte público que los conduce al trabajo donde se entregan al frenético ritmo laboral. Este ritmo impide a los protagonistas pensar en la soledad que les golpeará a la salida de la fábrica, cuando, por separado, observan que son los únicos sin pareja y, en su interpretación, asumen que no podrán disfrutar el fin de semana en compañía. Jim y Mary se cruzan y no se reconocen, desayunan en el mismo local o caminan juntos y junto a anónimos como el matrimonio de ...Y el mundo marcha (The Crowd; King Vidor, 1928), sin verse en una ciudad ideal para una sinfonía urbana. Pero esta ciudad no es el Berlín de Gente en domingo (Menschen am Sonntag; Robert Siodmak y Edgar G. Ulmer, 1929), es la Nueva York frenética, viva, imparable en su tránsito humano por calles sin nombre donde rutinas, esperanzas y frustraciones se empequeñecen entre rascacielos y multitudes que no se detienen. Jim y Mary forman parte de este entorno al tiempo humano y deshumanizado, un entorno donde no encuentran más compañía que los muebles de sus minúsculos apartamentos, a los que regresan derrotados e inconscientes de su proximidad, con la soledad para ellos indeseada, porque ni la escogen ni la acogen. La sienten hiriente, quizá no sepan convivir consigo mismos, o quizá les recuerde la distancia que les separa de la felicidad que han creído ver en las amistades de las que se despiden para encerrarse entre paredes de aburrimiento y victimismo, a la espera de que se reinicie la siguiente semana laboral. ¿Cuáles son sus inquietudes y sus deseos? ¿Quieren amar o sentirse amados y reconocidos? ¿Qué esperan de la vida? ¿Trabajo, breves paréntesis de ocio siempre iguales, compañía, matrimonio, consumo, aceptación, hijos? A diferencia del protagonista masculino de la película de Vidor, ninguno de los personajes de Fejos siente la necesidad de ser uno entre la multitud, de hecho, asumen satisfechos sus empleos corrientes. Mary y Jim sueñan con la compañía que rompa su aislamiento y su monotonía. La música suena en la calle y ambos se asoman a sus respectivas ventanas. Observan el camión orquesta que anuncia fiesta en las atracciones del parque al que Harold Lloyd acude en Relámpago (Speedy; Ted Wilde, 1928). La idea festiva les anima a salir de casa y, ya en la feria y entre la multitud, se reconocen iguales en su soledad, se aproximan, tantean, intiman y, finalmente, comparten la ilusión amorosa que podría formar parte de una película de Frank Borzage, salvo por el hecho de que en Soledad el amor nace como vía de escape. Transitan por las atracciones o por la playa sin prestar atención a cuanto les rodea. Ya no están solos, se han conocido. Disfrutan y sonríen sin sentir que la noche cae e ilumina el firmamento para ellos. Es una nocturnidad idílica, hasta que Fejos la rompe y eleva la tensión dramática, introduce la desesperación ante la pérdida de su unión entre el gentío (y el policía que aparta al protagonista masculino) que acabará por interponerse. A lo largo de sus diferentes etapas: antes, durante y después del encuentro de los dos desconocidos, Soledad capta y transmite las distintas emociones de sus personajes, desde la cotidianidad solitaria hasta la que se sospecha será compartida, pasando por la ilusión de ya no estar solos o por la desesperación que conlleva su separación. Fejos expone todo esto con un ritmo entre pausado (en instantes idílicos) y vertiginoso, similar al que se vive en la gran ciudad, escenario de la casualidad y la imposibilidad, de la búsqueda y la pérdida, de la desesperanza y la esperanza de dos seres que viven sin conocerse y se conocen para vivir y, así, compartir alegrías y tristezas, compartir la soledad que en mutua compañía dejaría de serlo.
martes, 31 de marzo de 2020
domingo, 29 de marzo de 2020
Yasujiro Ozu: Me gustaría retratar la flor de loto en medio del barro
El siguiente texto fue publicado por primera vez en noviembre de 1949, en Asahi Geino Shinbun. Por aquel entonces, Yasujiro Ozu ya era considerado uno de los grandes maestros del cine japonés, con más de veinte años de cine a la espalda y títulos tan importantes como Nací, pero (Umarete wa mitakeredo, 1932), Historia de un vecindario (Nagaya shinshiroku, 1947) o Primavera tardía (Banshun, 1949), sin embargo todavía era un perfecto desconocido fuera del archipiélago nipón.
<<¿Qué intenciones tengo? Nada de particular. Hago las cosas a mi manera, como acostumbro. En otras palabras: ruedo como me sale, espontáneamente. Pero eso es una cuestión de método... si quiere que le diga algo con más fundamento no sabría que decirle, la verdad. Tengo que pensarlo un poco.
<<¿Qué intenciones tengo? Nada de particular. Hago las cosas a mi manera, como acostumbro. En otras palabras: ruedo como me sale, espontáneamente. Pero eso es una cuestión de método... si quiere que le diga algo con más fundamento no sabría que decirle, la verdad. Tengo que pensarlo un poco.
Me gustaría mucho, eso sí, que la gente me juzgara en función de las películas que he hecho después de la guerra, aunque tal vez no sea del todo honesto al decir eso.
Sea como fuere, lo más importante, lo primero que pienso cada vez que ruedo una película, es que con ella quiero reflexionar a fondo sobre algo y recuperar la humanidad que la gente tiene por naturaleza. Es verdad que, después de la guerra, las costumbres e incluso el modo de sentir de ese periodo llamado après-guerre [tras la Primera Guerra Mundial] ya no serán como antes, pero a mí me gustaría ver cómo se puede expresar en una película, de la mejor manera posible, lo que sucede en el fondo de una sociedad. Tal vez suene abstracto si digo que lo que quiero plasmar es la humanidad, ese calor humano que me conmueve... Siempre lo he tenido en la cabeza, y eso es lo que me gustaría conseguir.
La flor de loto en medio del barro. Ese barro es una realidad, y la flor de loto, naturalmente, lo es también. El barro es sucio y la flor de loto es bellísima. Pero la flor tiene sus raíces en el barro... Creo que en un caso como este hay una manera de realzar la flor retratando solo sus raíces y el barro en el que se hunden. Pero también se puede hacer lo contrario, y retratar solo la flor sugiriendo la existencia del barro y las raíces.
Las costumbres de la posguerra son realmente sucias: prevalecen por todas partes el caos y la degradación. Yo las detesto, pero la realidad es eso. En el mundo hay personas que viven con limpieza, de manera sobria y bella, y la realidad también es eso. Es preciso considerar los dos aspectos juntos: si no, uno no puede decir que sea autor de nada. Como he explicado poco antes con la metáfora del barro y el loto, hay dos formas posibles de retratar la realidad.
En este último caso, sin embargo, si trato de transmitir la esfera de los buenos sentimientos, enseguida me dicen que soy demasiado nostálgico o lírico. El clima de la posguerra, ¿no nos impulsa, precisamente, a tener una única visión de las cosas? No creo que ahí esté toda la verdad. Mis películas, como Primavera tardía o Una gallina en el viento (Kaze no naka no mendori, 1948) y antes aún Historia de un vecindario se basan justamente en esta idea.
El guion no funciona, la cámara cinematográfica está destrozada... ¿cómo puede uno expresar la riqueza de los matices en estas condiciones deplorables?... Por esta razón hay que prestar atención a todos y cada uno de los fotogramas. Quizá de ahí me venga esa fama de perfeccionista que me han atribuido...>>
(Publicado originalemente en Asahi Geino Shinbun, 8 de noviembre de 1949
Yasujiro Ozu. La poética de lo cotidiano, traducción Amelia Pérez de Villar, Gallo Nero, Madrid, 2017, pág. 92-93)
viernes, 27 de marzo de 2020
La condesa de Hong Kong (1966)
miércoles, 25 de marzo de 2020
Cortina rasgada (1966)
martes, 24 de marzo de 2020
Huracán sobre la isla (1938)
1.John Ford, en Bogdanovich, P: John Ford (traducción Fernando Santos Fontela). 2ª edición. Fundamentos, Madrid, 1983
domingo, 22 de marzo de 2020
La soledad del corredor de fondo (1962)
viernes, 20 de marzo de 2020
Las cuatro plumas (1939)
jueves, 19 de marzo de 2020
Caras y lugares (2017)
martes, 17 de marzo de 2020
Vida bohemia (1926)
Hollywood no inventó el sistema de estrellas de la nada, lo hizo a partir de la demanda del público que observaba a actores y actrices anónimos en la pantalla, pero que empezaban a resultarles familiares. Los espectadores querían saber más de aquellos rostros y, para conseguirlo, querían sus nombres. Omito los distintos por qué, pero les atraía conocer cómo se llamaban fulanos y menganas, y los avispados de Hollywood les dieron lo que pedían; incluso inventando algunos para que sonasen más atrayentes que los reales. Conscientes de que según quien actuase en las películas, se vendían mejor las protagonizadas por este que las interpretadas por aquel, satisfacer la demanda popular más que lógico resultaba beneficioso para el negocio. Los nombres de los actores y actrices favoritos en carteles y marquesinas generaban interés por tal o cual película, reclamaban la asistencia e incluso podrían derivar en negocios alternativos y lucrativos —revistas de cine o juguetes como un muñeco de Charlot— o mismamente crear departamentos de publicidad donde modelar astros de celuloide, también destruirlos, sustituirlos u olvidarlos cuando dejasen de ser rentables. Desde entonces, la industria hollywoodiense ha girado en torno al reclamo mediático de sus estrellas, engrandecidas por el febril deseo popular y la constante publicidad cinematográfica. El público obtuvo su recompensa y pudo llamar a los rostros por los nombres que aparecían en los créditos; quizá les gustase cotillear sobre las vidas de los actores y actrices o quizá idealizar sus imágenes y fantasear con ellas. Pero lo seguro fue que establecieron una relación indisociable entre los intérpretes y los personajes de ficción en historias de amor, dramas, aventuras o comedias que, más allá de los avances tecnológicos, poco han variado desde el nacimiento de aquellos grandes estudios como MGM, posiblemente el que mejor supo vender el glamour de sus estrellas.
Vidor no compuso opera, pero componía imágenes; y sus mejores películas son composiciones visuales que fluyen armoniosas durante todo su metraje. Mas esto no sucede en Vida bohemia; al contrario que El gran desfile o la posterior —y uno de los puntos culminantes en la historia del cine— ...Y el mundo marcha (The Crowd, 1928), sufre las consecuencias de no saber si es un film de estudio, de sus estrellas o de su realizador, lo cual deja poco margen a que Vidor, menos "Vidor" que en otras ocasiones, pueda desarrollar con mayor independencia y consistencia el melodrama de la costurera en su relación con el aspirante a escritor. El problema que arrastra la película no son tanto los destacados trabajos de Gish y, a su manera, de Gilbert, sino la creencia de que su sola presencia -y el dejarla en manos de un gran cineasta- bastaba para salvar las múltiples lagunas sustanciales de los personajes principales y la inoperancia de los secundarios que, más que jugar a favor de la trama, son meros adornos que están ahí, pero que no encajan ahí. Mimí es principio y fin; y como principio y fin, evoluciona. Primero se descubre triste y derrotada por la miseria en la que vive en soledad, aunque la alternancia de secuencias (entre su piso y el vecino) anuncia que su vida cambiará al contactar con el espacio contiguo, similar al que ella ocupa, pero opuesto, debido a la actitud de los bohemios que asumen su miseria con humor, ironía y esperando que el éxito llame a su puerta. A partir del contacto de Mimí con estos jóvenes, la vida de la triste costurera cobra luz y sonrisas, puesto que se enamora y sublima su amor por Rodolfo hasta cotas que aquel quizá no comprenda, ni llegue a comprender. Mimí y Rodolfo se aman y, en su generosidad y sacrificio, ella antepondrá las necesidades y el sueño del amado a las suyas, o puede que convierta la ilusión de éxito del amante en su propia necesidad vital, de ahí que su tragedia sea al tiempo su victoria, la de su amor depurado de cualquier egoísmo.
domingo, 15 de marzo de 2020
Te querré siempre (1953)
1. <<En Te querré siempre convenía reflejar un ambiente. Lo importante no era tanto el descubrimiento de un país como su influencia dramática sobre los dos personajes. Era el tercer elemento: por un lado, una pareja; por otro, Italia>>. Publicada en Rossellini, R.: El cine revelado (traducción Clara Valle T. Figueras). Paidós, Barcelona, 2000
sábado, 14 de marzo de 2020
Vem Dömer (1921)
Tras el éxito internacional de La carreta fantasma (Körkalen, 1920), a Victor Sjöström le tocó sentir la indiferencia con Vem Dömer (1921), su tercera colaboración con el escritor Hjalmar Bergman y un film donde lo sobrenatural dejaba su lugar a la superstición. Esta queda señalada de forma tangible en la prueba de fuego, el supuesto juicio divino, exigida por la multitud y los religiosos para dictaminar la culpabilidad o la inocencia de Úrsula (Jenny Hasselquist) después de que varios monjes, los que amortajan al marido de la acusada, crean ver lágrimas en el rostro de la figura de Cristo crucificado y lo interpreten como la señal de la culpabilidad de la viuda, quien, al inicio del film, pedía auxilio a ese mismo icono porque no desea un matrimonio impuesto. Aunque en su apariencia difieren, ambas producciones encuentran su nexo en la culpa y la inocencia, en la vida y la muerte, en la idea de purificación del alma y del equilibrio que libere a los protagonistas del sufrimiento que les condena al sinvivir. La redención de los personajes forma parte de la esencia del cine de Sjöström, pero, en ese primer momento, la presencia de la muerte se afianza sobre la vida. El cineasta sueco encierra a sus personajes en interiores, entre sombras, que remiten a la psique humana, puesto que es ahí donde se desarrolla en conflicto de Ursula, su lucha entre la vida que le niegan y la muerte que inicialmente ve como única vía de escape. El enfrentamiento entre opuestos es constante en la joven, que vive en el dolor que para ella implica su inminente matrimonio con Maese Anton (Ivan Hedquist), un hombre mayor a quien odia por verse obligada a ser su mujer. Encuentra en él y en la imposición matrimonial algo peor que la muerte, encuentra su encierro en la inexistencia, ya que la ausencia de libertad de elección, la aparta de la existencia que anhela compartir con Bertram (Gösta Ekman), el joven a quien ama. La primera secuencia la muestra arrodillada frente al Cristo crucificado; apela a su piedad y reza por su liberación, le pide escapar al destino que han elegido por y para ella, el cual considera peor que la muerte. Sin embargo, rebosa vida, lo anuncia su encuentro con Bertram en el jardín que separa sus casas y a ellos les une en un suspiro que concluye con la aparición del ya marido. Ni ella ni su enamorado, hijo del alcalde (Tore Svennberg), han podido evitar el enlace ni podrán evitar la tormenta que se avecina ni el tormento que comparten en la distancia. El enfrentamiento parece decantarse una vez más hacia la parca que ahora se hace real, aunque no para los amantes, sino para el marido. Pero este fallecimiento no libera a Úrsula, sino que la atrapa en la culpabilidad, la cual surge de la sospecha de que ella ha sido la causa. ¿Quién juzga? ¿La justicia legal que representa el alcalde? ¿La popular, que clama febril y hostil por un culpable? ¿La divina, asumida por los religiosos que decretan la prueba de fuego? ¿o la que ella misma busca en compañía del monje que, en lugar de veneno, le vendió los polvos inofensivos que demuestran su inocencia legal? En Vem Dömer todos esos juicios salen a relucir a lo largo de su metraje, pero es el de Úrsula aquel que Sjöström expone con mayor acierto e intensidad. Ella debate su culpa o inocencia en un abismo tan sombrío como los espacios que la encierran, el lugar inmaterial donde sufre su alma atormentada y donde surge su necesidad de purificarla, la redención que posibilite la victoria de la vida sobre la muerte. En este juicio psicológico reside la grandeza de la película y del talento del cineasta sueco para transmitir mediante imágenes esa lucha interna que, una y otra vez, aparece en sus películas, sean anteriores o posteriores, sin ir más lejos, aparece en la citada La carreta fantasma o, ya asentado en Hollywood, en El que recibe el bofetón (He Who Gets Slapped, 1924) o La mujer marcada (The Scarlett Letter, 1927), una lucha que, siendo interna, encuentra su origen en los convencionalismos morales y religiosos que han establecido y determinado los conceptos de bien y mal como referentes del comportamiento y pensamiento de los personajes.