miércoles, 25 de marzo de 2020

Cortina rasgada (1966)


Cincuenta años de profesión dan para mucho o para poco, según quien y qué tipo de trabajo, además, durante ese medio siglo lo lógico sería sufrir algún bajón de vez en cuando y no siempre alcanzar los objetivos que uno se propone; incluso, en ocasiones, se puede sentir desgana, poner el piloto automático y dejarse llevar por caminos conocidos sin más exigencia que llegar al final de la jornada. ¿Por qué negarlo, cuando esto puede ser positivo? Puede serlo por varias razones, una de ellas sería la autocrítica, una vía excepcional para que lo malo mejore y lo mejor alcance mayores cotas, aunque con el peligro de caer en una vía paralela que conduce a la búsqueda obsesiva de la inalcanzable perfección. Lo bueno y lo magistral prevalecen en la filmografía de Alfred Hitchcock, pero tampoco escapa a estos bajones puntuales que ni su merecido prestigio logran ocultar. Por mucha imagen que pueda brillar en la superficie, un film como Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966) es un punto muerto en el recorrido cinematográfico del realizador británico. Probablemente, lo sabía, como también sabría que la aceptación popular de su pareja protagonista, la impuesta por el estudio, no salvaría la función. Ni la presencia delante de las cámaras de Paul Newman y Julie Andrews, ni la de Hitchcock tras ellas, evitan que, en su conjunto, el film naufrague y deje la sensación de que el cineasta se aburre (o desconfíe del material que tiene entre manos) y consiga aburrir con su propuesta, algo inusual en su cine que, por otra parte, asumo magistral. No tengo la impresión de que se divierta, ni de que haga de las suyas. No duda de mi inteligencia, o no la pone a prueba, ni juega con mi percepción, ni me atrapa en su imaginario de imágenes visibles y ocultas. Además, la ausencia de colaboradores como el compositor Bernard Herrmann o el director de fotografía Robert Burks se echan en falta, pero más aún se nota la ausencia (o su presencia en dosis superficiales) de sus obsesiones, de su vital malicia, de su irónico y negro sentido del humor y de la agilidad con la que suele introducir todo ello en pantalla. Sus constantes dejan de serlo en Cortina rasgada para ser las de un Hitchcock que se queda en la superficialidad tanto de las imágenes como del conflicto que anida en sus personajes, lo cual me genera la sensación de que el film no va con él. Esto supone que encuentre fallida la película que, aunque transite por terreno conocido por el cineasta -como también transita Topaz (1969)- no genera la complicidad, la movilidad y el magnetismo del resto de sus producciones de espías, en las que estos no lo son hasta que las circunstancias (y Hitchcock) les obligan a serlo. Michael Armstrong es un profesor estadounidense y un científico de renombre, pero desde el inicio asume como si nada su aventura y su función de espía. Así lo elige y, como consecuencia, carece de la desorientación y de la irónica resignación con la que otros no espías hitchockianos asumen su viaje, uno con el que no contaban y que acaba modelando su nueva imagen. Armstrong sí cuenta con el trayecto desde el inicio, cuando se traslada a Noruega en compañía de su ayudante y prometida Sarah Sherman, quien ignora el fin perseguido por aquel, que no tarda en ser desvelado a quienes estamos al otro lado de la pantalla. El científico navega para pasar al otro lado del telón de acero, expresión acuñada por Churchill y rasgada en el título de la película, y conseguir la información que precisa para rellenar los huecos de su trabajo científico. Esta es la excusa propuesta por Hitchcock, pero lo que suele funcionar, y muy bien, en sus películas, me refiero a lo desvelado y lo que permanece oculto, vive en el desequilibrio y en la irregularidad a la que tampoco es inmune el supuesto conflicto que distancia y acerca a la pareja protagonista, aquel que se introduce cuando Sarah sospecha que el hombre amado no es quien había creído, sino un traidor a su patria. En realidad, ella se limita a aceptar que cuanto observa apunta a una traición, más si cabe al ser testigo, entre decepcionada y enamorada, de la rueda de prensa donde Michael habla de su cambio de bando. Pero el conflicto de Sarah no resulta conflictivo, salvo en el exterior, en el que ella asume seguirle a la República Democrática Alemana y reprocharle con su presencia un acto que ella da por hecho. Sin embargo, no hay pulsión ni tensión en su comportamiento, como tampoco existe en el film, puesto que apenas se dejan notar en un par de escenas que Hitchcock recupera de su imaginario e introduce, con desgana, en su viaje de ida y vuelta al otro lado del telón de acero.

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