jueves, 31 de enero de 2019

La última noche del Titanic (1958)


Hechos históricos son que el 10 de abril de 1912 el transatlántico Titanic zarpaba del puerto inglés de Southamton rumbo a Nueva York y que la medianoche del 14 chocó con un iceberg que flotaba a la deriva a menos de mil kilómetros al sur de Terranova. Dos horas y media después, el buque se hundía en las profundidades del océano Atlántico. El viaje se convirtió en tragedia; más de mil quinientos muertos, muchos de los cuales perecieron congelados en el agua a la espera del milagro, que no se produjo. Estos son hechos que han pasado a la Historia y que la
Última noche del Titanic (A Night to Remember, 1958) recoge en su metraje, el cual, salvo los minutos iniciales que dedica al personaje de Kenneth Moore, es una espléndida crónica cinematográfica de los sucesos acaecidos la noche a la que remite el título del film. Si bien es cierto que la película se inicia con el viaje en tren de Charles Lightoller (Moore) que, acompañado por su mujer (Jane Downs), se burla del jabón de los camarotes de primera clase que señala diferencias sociales que posteriormente se harán visibles en el barco donde ejerce de segundo oficial. Mas allá de esa personalización, Roy Ward Baker se decanta por el reparto coral y concede su interés a los hechos que se produjeron entre el avistamiento de los primeros bloques de hielo y el hundimiento del famoso transatlántico.


Lejos del tono melodramático de otras producciones que abordan el accidente, Baker pretende acercarse a la realidad y, para ello, opta por la minuciosa reconstrucción del momento. Las 
imágenes intentan reproducir la trágica travesía tomando como base la exhaustiva investigación y las entrevistas a los supervivientes llevadas a cabo por Walter Lord, de ahí que La última noche del Titanic priorice circunstancias y casualidades, previas y posteriores al accidente, aunque no por ello prescinda de relaciones y reacciones humanas de pasajeros o tripulantes. Entre las unas y las otras, hay dos cuestiones que la película apunta claves: la convicción de que el buque era insumergible, debido a sus dieciséis compartimentos estancos, y el doble error del telegrafista del barco siniestrado —se despista y no entrega un comunicado del Californian y posteriormente corta la señal de advertencia que el mismo navío le envía sobre la presencia de icebergs por la zona. Lo demás surge como consecuencia de ambas: el exceso de velocidad, los botes insuficientes, los justos para cumplir con la normativa vigente, la radio desconectada del navío que, situado a solo veinte millas de distancia, no responde porque su telegrafista —cansado de radiografiar sin respuesta— duerme a pierna suelta, las millas imposibles de salvar a tiempo por parte del Carpathia, el único buque que acude a la llamada de socorro, o la desafortunada interpretación de los vigías del Californian cuando observan en la nocturnidad los cohetes de socorro lanzados desde la cubierta del gigante acuático.


Aunque ni fue la primera ni sería la última película en abordar el hundimiento, el film de
Baker sí puede considerarse el que ha mostrado mayor interés por centrarse en los hechos en sí, ya que no los minimiza, algo que sí hizo Allan Dwan en East Side, West Side (1927), ni los emplea como parte del discurso propagandístico que encierra el Titanic (1943) de Herbert Selpin, ni cae en la ensoñación empalagosa y cursi propuesta por James Cameron en su Titanic (1997) y, aunque en ocasiones dramatice, no concede el protagonismo al melodrama que Jean Negulesco asume para El hundimiento del Titanic (Titanic, 1953), pues, como crónica que reconstruye el momento, La última noche del Titanic centra su atención y su interés en mostrar hechos y comportamientos, manteniéndose fiel a los datos existentes por aquel entonces. Por ello, aún hoy, el film de Roy Ward Baker continúa siendo la versión cinematográfica que mejor se aproxima a la tragedia del insumergible que aquel fatídico 15 abril de 1912 marcaba el final de una época y del sueño de controlar la imprevisibilidad del azar, de los humanos y de la naturaleza, quizá, consciente de esto, Lightoller concluye que ha vivido otros naufragios, pero que tras este nunca más se sentirá seguro.

miércoles, 30 de enero de 2019

La doble vida de Verónica (1991)


<<No necesito tener millones de espectadores, pero quiero tener la sensación de que alguien me necesita para algo. Incluso cuando hago películas —como todos mis compañeros— para mí mismo, busco a alguien que, como una quinceañera de Francia, me diga: "He visto La doble vida de Verónica y he sentido que existe algo con alma". Si no tengo en cuenta lo que dice esta chica, no tiene sentido sacar la cámara del cajón...>>

Krzysztof Kieslowski*


El poeta surrealista 
Paul Éluard escribió que <<hay otros mundos pero están en este. Hay otras vidas, pero están en ti>>. Su cita parece encajar en un cineasta tan personal y honesto con su cine como lo fue Krzysztof Kieslowski, y encaja porque todos los mundos expuestos en las películas del realizador polaco y todas las vidas de sus personajes remiten a las inquietudes éticas, morales y existenciales de un mismo ser: el propio cineasta, aquel que evoluciona por etapas: de la Escuela de Cine de Lodz al cine documental, dando paso a la ficción realista y social que registra la realidad de su país de origen, y posteriormente al grado de abstracción que alcanza su máxima en La doble vida de Verónica (La double vie de Véronique, 1991). Esto lleva a la existencia del Krzysztof Kieslowski realizador de documentales y del director de largometrajes de ficción, como también hubo un Kieslowski anterior y posterior a su encuentro con quien sería su guionista habitual, Krzysztof Piesiewicz, desde Sin fin (Bez Konkca, 1984) hasta Tres colores: Rojo (Trois couleurs: Rouge, 1994). También podríamos distinguir entre el cineasta que hizo cine y televisión en Polonia y el que filmó en Francia tras la caída del sistema comunista o entre aquel Kieslowski que concedió el protagonismo de sus primeros films a personajes masculinos y aquel otro que se decantó por los femeninos en su última etapa cinematográfica, aunque unos y otros representan lo mismo: el individuo y su continúa búsqueda. Por el camino rodó cortometrajes, documentales, se produjo su debut en largometrajes de ficción con La cicatriz (Blizna, 1976) o alcanzó otras de sus cimas creativas en su prestigiosa serie televisiva Decálogo (Dekalog, 1989), de la cual La doble vida de Verónica podría ser una prolongación.


Fue el primer título que filmó fuera de Polonia, pero esto no cambia que contenga las inquietudes existenciales de su obra, aunque la película no expresa en viva voz preguntas metafísicas, salvo el <<¿qué quiero realmente?>> de la Verónica polaca, en sí mismas las imágenes cuestionan y, sobre todo, muestran la complejidad interior de las dos Verónicas protagonistas. Ambas son mujeres iguales en aspecto, también en intenciones (buscan su lugar), gustos (la música), experiencias (ambas han perdido a la madre) y dudas similares, pero con distinta fortuna y elecciones opuestas. Mientras la Weronica polaca se decanta por el arte y pierde la vida en el intento, la Véronique francesa lo abandona para vivir, aunque sin saber hacia dónde le conduce su existencia, al menos ignorándola hasta que comprende cuál es la finalidad de su búsqueda. Respecto a la obra de
Kieslowski, la realizadora Agnieszka Holland, que trabajó como actriz en La cicatriz, escribió en la introducción del libro que El festival de San Sebastián dedicó al director que <<todas las películas de Kieslowski —desde sus primeros documentales hasta Tres colores son en lo más íntimo de su naturaleza la expresión viva de lo inefable. El misterio del destino de cada hombre>>*. Y ese misterio de la existencia, de cada individuo, aunque se encuentre conectado con el resto de los individuos, como sería el caso de las dos Verónicas, es desconocido y misterioso, en ocasiones incluso mágico y siempre imprevisible. El uso de la fotografía, con presencia dominante de tonos verdes y rojos, la música que se repite alterando sus acordes, los silencios que remiten a la interioridad, la subjetividad de la cámara y la doble presencia de Irene Jacob, dando vida a las dos Verónicas, nos abren la puerta a un mundo intangible real donde el azar —ya presente en la espléndida El azar (1981), título que el realizador había rodado diez años antes—, el vacío, el amor o las dudas existenciales como <<¿qué quiero realmente?>> forman parte de los individuos, quizá marionetas en manos del tiempo y del espacio, pero marionetas con alma, con anhelos, que buscan y a veces comprende que el objetivo de la vida consiste en vivirla.



*Colección Nosferatu nº 12: La doble vida de Krzysztof Kieslowski. Donostia Kultura, Euskadino Filmategia-Filmoteca Vasca. Donostia/San Sebastián, 2015

martes, 29 de enero de 2019

El despertar de una nación (1932)



Existen películas lucidas que, tras su brillo superficial, apenas dicen y, por tanto, a nadie molestan, y las hay lúcidas que, debido a su osadía crítica y expositiva, incomodan y corren el riesgo de ser incomprendidas o malinterpretadas. Postergado su estreno comercial hasta la salida de la Casa Blanca del presidente Herbert Hoover, El despertar de una nación (Grabriel over the White House, 1932) es un buen ejemplo de película incómoda que pudo molestar en su momento, porque nunca oculta su intención de señalar diferentes circunstancias socio-políticas de la época —desempleo, hundimiento financiero, rearme, leyes que abren posibilidades al crimen organizado, pasividad o intervencionismo político e incluso el paso de la democracia a la dictadura—, pero que la traspasan para perpetuarse en el tiempo y en cualquier espacio. En sí mismo, el discurso crítico, pacifista y social de La Cava es una reflexión nada amable sobre su tiempo de rodaje (la Gran Depresión), aunque esto no ha hecho mella en su vigencia ni en el debate que pueda generar entre el público actual, ya que la perspectiva asumida por el cineasta plantea complejidades del ayer y del hoy, poniendo en tela de juicio a la clase política, si realiza sus funciones de acuerdo con la democracia que representa o, por contra, emplea los cargos públicos en propio beneficio, lo que implica que los problemas sociales que asoman por la pantalla no sean prioritarios para sus miembros. Desde dicha perspectiva, inusual a la asumida por otros grandes realizadores que trataron la Gran Depresión que siguió a la caída de la bolsa en 1929, La Cava se evade de la realidad para ahondar en ella y, aunque a simple vista pueda parecer que apunta soluciones a problemas concretos, no las busca, ya que las soluciones expuestas en su film o son evidentes o improbables y las presenta como parte de un presumible milagro divino o de la locura visionaria de un hombre que asume ser el salvador del mundo. Con su planteamiento, El despertar de una nación se aproxima a posibles causas que dificultan las soluciones reales e invita al espectador a intervenir, a plantearse cierto número de interrogantes más allá de los expuestos durante el presente distópico protagonizado por Judson Hammond (Walter Huston), un presidente recién electo que pasa de ser marioneta política al líder de fuerte personalidad y convicciones que pretende transformar la sociedad y devolver la democracia a la ciudadanía. Inicialmente, el dignatario no presta atención al malestar popular, ni pretende hacerlo, prefiere jugar con su sobrino, asumir la inacción política que perpetúe los intereses y los errores de los suyos o reunirse con su gabinete para hablar de los nombramientos que nada tienen que ver con la apremiante necesidad de recuperar la economía de un país ahogado en la crisis financiera y en el elevado índice de desempleo.


El comportamiento inicial del dirigente niega lo evidente: la precariedad que afecta a gran parte de la nación. Quizá debido a su negativa solo el espectador y oyente escuche las palabras emitidas por la radio, aquellas que nos hablan de la elevada tasa de desempleo entre la población activa y de la miseria que asola la nación, sumergida en la depresión económica y humana que se observa en las calles por donde marchan los parados liderados por el sindicalista John Bronson (
David Landau). Pero a Hammond nada de esto le interesa y disfruta pisando el acelerador del automóvil presidencial que se siniestra fuera de campo para dar paso al cambio radical en su comportamiento. El presente de El despertar de una nación arranca en el instante durante el cual el nuevo presidente promete cumplir su cometido, pero ¿cuál es este? En las escenas sucesivas nos queda clara su pasividad y comprendemos que las cuestiones que necesitan mayor atención no la tienen para él, y nada apunta que busque soluciones ni cambios, solo transitar la senda política que conduce a los mismos errores y a los mismos beneficiarios. Pero algo sucede tras sufrir el siniestro automovilístico: se produce el milagro y, contra todo pronóstico, Hammond salva la vida y, renacido, asume una política intervencionista que genera empleo, legaliza la venta de alcohol para invertir los beneficios en el estado de bienestar o, a cambio de perdonar deudas internacionales, invita (obliga) a las potencias mundiales al desarme. El problema resulta que, para curar la democracia, establece una dictadura, la suya, lo cual resulta incongruente y peligroso para cualquier sistema democrático, como poco después demostraría la realidad alemana, sin embargo, en la utopía crítica de La Cava, quien ostenta el poder no es un desequilibrado, sino un político que, al no recibir el apoyo del congreso, cruza una línea que no debería ser traspasada. De tal manera, la lucha de Hammond plantea la incongruencia de asumir una dictadura para restablecer los principios democráticos (el pueblo como centro de la política), generar empleo, legalizar la venta de alcohol y así obtener los beneficios que hasta entonces llenaban el bolsillo de hampón Nick Diamond (C.Henry Gordon), ir en contra de los intereses de la clase política y todo ello para beneficiar al pueblo o quizá debido a la aparición (solo insinuada por La Cava) del ángel mensajero que hipotéticamente guía sus pasos. ¿Se trata de un iluminado, de un político en quien despierta la conciencia social o de alguien que vive un desvarío de grandeza que podría acabar provocando un desastre mayor que aquel que pretende evitar? La respuesta está abierta a las distintas interpretaciones, pero sí resulta y resalta unánime la capacidad de El despertar de una nación para analizar comportamientos políticos (pasivo y activo) desde un discurso que no disimula su crítica a la ausencia de compromiso, puede que de ética, a la falta de reacción y al rechazo de responsabilidades ante las crisis que se repiten y despiertan a la población de los sueños, un despertar que plantea numerosas dudas y que, en algunos casos, el paso del tiempo se ha encargado de responder en respuestas que, recuperado el sueño, inmediatamente se olvidan.

viernes, 25 de enero de 2019

Desayuno en Plutón (2005)


Probablemente Neil Jordan sea el cineasta de mayor talento creativo que ha dado el cine irlandés hasta la fecha, capaz de aprovecharlo en En compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984), Mona Lisa (1986), Juego de lágrimas (The Crying Game, 1992), Entrevista con el vampiro (Interview with the Vampire; 1994), entre otros, o desaprovecharlo en El hotel de los fantasmas (High Spirits, 1988), Nunca fuimos ángeles (We're No Angels, 1989) o Dentro de mis sueños (In Dreams, 1999). En lo que nunca ha presentado altibajos es en la fidelidad hacia las ideas que dan forma a la representación y la fantasía con las que su cine analiza circunstancias y comportamientos humanos. Otra de sus constantes es Irlanda, con sus tradiciones, contradicciones y problemáticas, su país natal aparece como fondo de la representación de la realidad que afecta a los protagonistas de muchas de sus películas, en la mayoría de las cuales dicha representación llega a nosotros en forma de sueños, cuentos o fábulas fantasiosas que nos introducen en el drama, en la búsqueda de identidad, en la ensoñación como medio de sobrevivir a las hostilidades externas o en el complejo y no siempre exitoso tránsito de la infancia a la ambigüedad adulta. Estos temas son recurrentes en Jordan desde sus inicios en Danny Boy (Angel, 1982) y, a lo largo de los años, el realizador y novelista no ha hecho sino regresar a dichas constantes en lo que, sin miedo a errar, podríamos considerar un discurso coherente, personal y creativo que profundiza en la estrecha, y no siempre amistosa, relación entre realidad y fantasía como parte de la vida. En la desapercibida, pero lúcida y desbordante de ingenio, Desayuno en Plutón (Breakfast on Pluto, 2005) esto se evidencia más si cabe que en otras producciones, ya que su protagonista inventa su propia realidad para sobrevivir a la que nosotros, como espectadores, observamos en un segundo plano, porque él o ella, así lo desea.


Pero ahí está, siempre amenazante, en artefactos explosivos que acaban con la vida de su amigo Lawrence (Seamus Reilly) o con las de decenas de jóvenes que bailan en la discoteca londinense, en la represión, incomprensión e intolerancia de una realidad ubicada entre la Irlanda y el Reino Unido de la década de 1970, en un entorno donde el abandono, la tradición, el conflicto británico-irlandés o la constante de la lucha armada forman parte visible de la cotidianidad de la que Patrick "Kitten" Braden (Cilliam Murphy) huye para sobrevivir. Pero al tiempo que su imaginación e inventiva le posibilitan la huida del dolor, estas le permiten rebelarse contra lo establecido, como ya corrobora su primera imagen, aquella que al inicio del film lo muestra travestido y empujando el carricoche donde descansa el bebé a quien habla. Desde ese presente recuerda su pasado y la historia retrocede hasta el mismo instante en el que otro bebé, él mismo, es abandonado por su madre delante de la puerta del padre Liam (Liam Neeson). En ese momento la película adquiere su forma de fantasía o quizá de fábula, así parece apuntarlo la pareja de pájaros que comenta la presencia del recién nacido ante el hogar de su padre natural. Patrick crece dentro de una familia adoptiva, pero lo hace con la sensación de abandono, de desarraigo y del dolor que pretende borrar con la negación de la existencia de dicha sensación. Para lograrlo da rienda suelta a la fantasía de vivir la realidad alternativa, en la que idealiza a su madre desconocida y culpa al padre, pero sobre todo es la realidad que construye para dar cabida a la feminidad que, dominante en su interior, lo transforma en Paddy la "Gatita". A priori, para un muchacho irlandés, educado en la tradición y el catolicismo, no resulta sencillo asumir y exteriorizar su condición femenina en un entorno en constante lucha de contrarios, de la que saldrá herido, pero victorioso. Aunque su sufrimiento es constante, a lo largo de su odisea existencial su perspectiva vital, la que le permite ver el mundo de manera distinta a la del resto, le ayuda a sobrevivir e incluso a ganarse las simpatías de los distintos personajes que asoman durante su búsqueda, aquella que en apariencia apunta a la de su madre, a quien apoda "la dama desconocida", pero, en realidad, Patrick o Patricia busca construir su propia identidad en un mundo hostil y a la vez no exento de ternura y esperanza: su amiga Charlie (Ruth Negga), el amor que su padre le confiesa o decisión de asumir el apodo que había conferido a su madre, una figura que ya no importa, porque, durante su escabroso camino hacia sí mismo o misma, Patrick "Kitten" Braden sobrevive, madura y se reafirma.

miércoles, 23 de enero de 2019

Grease (1978)


Ejemplos de grandes películas incomprendidas y rechazadas en el momento de su estreno hay muchos y, como mínimo, llenarían las páginas de un grueso volumen que ahondase en el asunto. Otro libro, igual de voluminoso, podría escribirse a partir de aquellas producciones que han pasado a formar parte del imaginario popular gracias a su comunión con el público, sea por su llamativa apariencia o por un sentimentalismo que solo es parte del barniz con la que los responsables encargados del acabado dan brillo al producto. De esta popularidad gozan películas como Grease (1978), un éxito de taquilla gracias a la conexión que sus canciones y sus personajes establecieron con la juventud de la época, comunión que, aunque evidente y mayoritaria, nunca he compartido. No comulgo con su total entrega al kitsch ni con sus personajes, que me resultan estereotipos sin atractivo o sin un “algo” al que prestar mayor atención
. No encuentro en ellos rasgos que despierten mi interés. El gusto mayoritario confirma o niega el éxito de cualquier película estrenada en cines, pero esto no deja de ser más que un éxito o un fracaso comercial. No implica que el juicio popular valore la calidad intrínseca del film. De otro modo, ¿qué valoración merecerían Intolerancia (Intolerance, David Wark Griffith, 1916), La regla del juego (La regle du jeu, Jean Renoir, 1939), La fiera de mi niña (Bringing Up, Baby, Howard Hawks, 1938), La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955), Monsieur Verdoux (Charles Chaplin, 1947), El gran carnaval (Ace in the Hole, Billy Wilder, 1951) o La puerta del cielo (Heaven’s Gate, Michael Cimino, 1980)? En este punto, el de juzgar la calidad de un film, entran factores ajenos al gusto del espectador y a la imposición de las modas de cada época, las cuales, aparte de condicionar, no dejan de ser una consecuencia del negocio, de los cambios sociales y culturales, de los intereses políticos y comerciales que se imponen mediante campañas publicitarias. Insisten en ello y van determinando lo que es aceptable y el gusto mayoritario. Se le impone mediante la seducción y la comodidad. De ahí una de las razones para decantarse por la comodidad y no interesarse por las complejidades cinematográficas y creativas que determinan la calidad de una película, pues resulta más sencillo aceptar que profundizar y mostrarse crítico o que distinguir aquellos factores que a menudo pasan desapercibidos para quienes aplauden y encumbran producciones como Grease


Probablemente, se me escape algo o mucho, no en pocas ocasiones acabo descubriendo que así es. Tal vez por eso no vea en ellos a adolescentes, menos aún a rebeldes y soñadores disconformes en su etapa vital hacia la madurez, puede que hacia su rendición. Son exclusivamente imágenes que, como Danny Zucco (John Travolta) y Sandy (Olivia Newton-John), brillan superficiales como la propia película, y esta relación de igualdad posibilita que ninguno desentone (ni destaque) en esta comedia musical y sin gracia, realizada por Randal Kleiser a partir del musical original de Jim Jacobs y Warren Casey. Bien es cierto que no tendría el menor sentido que las caricaturas de adolescentes que campan, bailan, se besan y cantan a sus anchas a lo largo del film fuesen chicas y chicos problemáticos como el interpretado por James Dean en Rebelde sin causa (Rebel Without Cause; Nicholas Ray, 1955) o el de John Cassavestes en Crimen en las calles (Crime in the Street; Don Siegel, 1956), pero sí habría sido más interesante si les hubieran ofrecido algo más que simple apariencia, quizá algo de fondo o de sustancia como sí la tienen los protagonistas de West Side Story (Robert Wise y Jerome Robbins, 1961), enfrentados por sus orígenes étnicos. De tal manera, ninguno de los muchachos y muchachas que se dejan ver por el instituto Rydell pueden presumir más que de lo puesto, a lo sumo de un peine, de una camisa o de un vestido rosa como el tono de la película, un rosa hortera y empalagoso que anula cualquier intento de conferir personalidad a quien asoma por la pantalla, lo cual elimina de un plumazo cualquier opción de descubrir un mundo interior que haga plausibles comportamientos y sentimientos. Pero nada de esto importa porque, en realidad, en Grease solo interesa eliminar cualquier intención de conflicto (lo hace con el embarazo de Rizzo) y dar valor a la imagen externa, aquella que sin disimulo prioriza las canciones, los bailes o la cursi relación entre la pareja protagonista, un romance que, como mandan los cánones de la reiteración, del kistch y del no digo nada, no presenta mayor novedad que el no haberla. Lo que prima es la presencia física de esos jóvenes que bailan y cantan entre peleas y chistes que busquen ustedes la gracia (que para muchos la tiene), pero así es el cine o, mejor dicho, así son las películas carentes de significado y de significante, películas que no molestan, salvo a aquellos que, como uno que desespera, esperamos encontrar un algo más que imágenes en las que no vemos nada.

martes, 22 de enero de 2019

Las cruces de madera (1932)

Me gusta creer que el belicismo y la fuerza bruta no forman parte de la naturaleza humana, pero los hechos y la historia parecen apuntar que sí forman parte de la humanidad. Lo apuntan las guerras armadas que se desatan de manera visible e incluso global cada cierto tiempo, pero también aquellas menos mediáticas y más frecuentes que igualmente conllevan víctimas. Entonces, ¿se encuentran en nuestra naturaleza o nacen de factores externos? Salvo excepciones, en el individuo se equilibra racionalidad e irracionalidad y, en su cotidianidad, dicho equilibrio rechaza el conflicto bélico, pero en ocasiones este se pierde y se producen enfrentamientos particulares o batallas campales o verbales en patios de colegios, en calles de cualquier ciudad, en hogares, en salones democráticos o en estadios deportivos. Así que, sea por ignorancia, intereses, intolerancias o frustraciones varias, el conflicto violento puede estallar a la vuelta de la esquina, incluso puede que en uno mismo, pero este es más controlable y efímero que aquel que se generaliza y legitima para obligar a una mayoría a formar parte de una lucha armada en la que ninguno de los participantes anónimos saldrá vencedor. Aquí entraríamos en una complejidad que escapa a mi comprensión y que el cine suele justificar o rechazar desde dos posturas antagónicas que, claro está, se contradicen en su mensaje. Una nace de la necesidad propagandística, de una ideología o de un momento histórico concreto, que justifique, atraiga o ensalce una postura excluyente o una contienda bélica como parte de la heroicidad e identidad nacional de determinado grupo, pueblo o nación durante la guerra en el que se ubica la acción. La segunda asume como credo el antibelicismo, este es su razón de ser, y suele producirse en periodos de paz, de posguerra y de hipotéticas amenazas de futuras contiendas. Dicha postura señala la inutilidad, los intereses de una minoría y un alto coste en vidas humanas y es la asumida por Raymond Bernard para dar sentido al mensaje que impera en Las cruces de madera (Les croix des bois, 1932), un mensaje que ya se hace visible en los planos de apertura, cuando, mediante sustitución, se realiza la analogía visual entre los soldados y las cruces de madera que poblarán cementerios como aquel donde se desarrolla una de las secuencias fantasmales y nocturnas del film. Establecida la sinonimia soldados=cruces=muertos se expone con brevedad el talante festivo y popular del primer momento, un instante que desaparece para dar paso al grupo de veteranos al que se une Gilbert. Los primeros rasgos visibles de este joven soldado son su inocencia, el desconocimiento de la realidad a la que se enfrenta, la pulcritud de su uniforme, en oposición a la suciedad de sus compañeros, y su constante de presentarse voluntario, algo que ninguno más tiene intención de hacer. Esto sucede porque ignora qué es la guerra y cuál es el precio para quienes, como él, combaten o aguardan la orden de hacerlo, pero la propia contienda enseña a quienes no perecen durante su primera escaramuza que lo único importante es sobrevivir, o al menos no perder la esperanza de seguir respirando. La guerra plasmada por Bernard en Las cruces de madera se observa desde dos planos que en apariencia se oponen: el realismo del fragor de la batalla y la irrealidad espectral de los tiempos muertos, cuando los obuses y las balas se calman, aunque no la lucha interior de cada individuo al leer cartas de seres queridos, al sentir como se agudiza la nostalgia del hogar, al silenciar dudas, temores, angustias o el dolor que produce la baja de un compañero mientras esperan regresar a la acción o a que detone la mina que los alemanes cavan al otro lado de una roca que no impide el paso del sonido de la muerte que camina hacia ellos. Es el miedo, el miedo a perder lo único que comprenden que poseen, la vida, y convertirse en cruces de madera que adornen los espacios espectrales que dominan parte del metraje de esta sobresaliente película que no suele ser nombrada al numerar los mejores títulos ambientados en la Primera Guerra Mundial, y sin embargo sí es uno de los grandes films que abordan el conflicto; lo es por su capacidad de equilibrar sonidos ambientales, silencios e imágenes que, desde su explícito antibelicismo, nos muestra la naturaleza humana de individuos corrientes que no buscan la guerra, ni la contemplan como suya, solo buscan sobrevivir a ella.

El sentido de la vida (1983)


La primera de las dos conclusiones alcanzadas en el estudio realizado por la empresa financiera abordada por el bravo y rebelde cortometraje que precede a El sentido de la vida (The Meaning of Life, 1983) informa que "no toda la población usa sombrero". Aunque esta negación carezca de sentido, bien analizada, resulta que sí lo tiene, pues, como cualquier máxima sobre el tema estudiado, responde malamente al interrogante cuál es el sentido de la vida. Quizá esta primera respuesta no satisfaga a presumibles mentes lógicas y políticamente correctas, pero, para el humor absurdo e irreverente de los Monty Python, esta no podría ser más adecuada, ya que la disconformidad en el uso de sombreros apunta hacia la suya propia y hacia la inexistencia de un absoluto que explique las dudas existenciales que no asoman por la pantalla. Evidenciando creencias, conocimientos y alguna que otra verdad que, en algún momento, podría ser rebatida, los inolvidables Graham Chapman, John Cleese, Terry Gilliam, Terry Jones (quien asumió la dirección del film), Eric Idle y Michael Palin se decantaron en la que sería su última película grupal por regresar a sus orígenes televisivos, es decir, a la sucesión de sketches, algunos logrados, otros no tanto, que parodian distintas etapas de la vida humana, desde el nacimiento hasta la aparición de la muerte, y la posterior estancia en un cielo de cinco estrellas donde la Navidad se festeja a diario. Pero antes de presenciar los chistes que conforman el film, se introduce el espléndido cortometraje realizado por Terry Gilliam, un instante cinematográfico que despliega su velamen de ingeniosa rebeldía y navega por el humor, el ritmo y la originalidad que observamos en lo que considero una de las cotas cinematográficas e hilarantes de la legendaria troupe cómica. Expuesto el amotinamiento y la breve aventura pirata de los trabajadores de la compañía de seguros que se liberan de las cadenas de un trabajo esclavo, El sentido de la vida se inicia con el nacimiento, momento que conlleva la primera diferencia en la existencia humana, puesto que no es lo mismo nacer rodeado de costosas máquinas, de profesionales y de público que graba el momento, que ver luz en el tercer mundo de una barriada obrera de Yorkshire, en el seno de una familia católica, numerosa y vecina de un matrimonio protestante que, desde la apatía del marido y la apetencia de la esposa, comenta la ventaja anticonceptiva del credo que profesan. Estos serían los dos primeros sketches de una comedia que no pretenden dar respuestas a cuestiones existenciales, pues los Monty Python se decantan por el absurdo y lo subversivo para burlarse del enigma vital que los peces del acuario del restaurante donde se desarrolla una escena vomitiva esperan aclarar. ¿Somos como esos peces? ¿Y si lo somos? ¿Aguardamos una respuesta concreta que nos explique el sentido de la existencia? Pero ¿cómo es posible dar una respuesta que contente a todos, si no toda la población usa sombrero? Habrá quien se decante por su uso, por modelos diferentes o por su desuso y, aquí, entran en juego gustos, inquietudes, creencias o conocimientos, entre otras circunstancias que remiten a las diferentes interpretaciones de la realidad que cada quien observa y vive. La conclusión de los humoristas es clara y cómica, e implica vivir y reírse de la propia existencia, de la familia, de la religión, del ejército o de la incomunicación que ni el camarero encargado de servir conversaciones es capaz de solucionar.

sábado, 19 de enero de 2019

Ali Babá y los cuarenta ladrones (1954)

Para quien pretende poner en práctica ideas propias resulta complicado encontrar el equilibrio entre llevarlas a cabo y mantenerse fiel a ellas dentro de ámbitos como el cinematográfico -aunque esto valdría para cualquier otro, sea personal o profesional-, que parece validar y recompensar la mediocridad y la repetición. Es difícil porque, en un primer momento, no siempre aquello que uno pretende despierta el interés de quien pone el dinero y quizá tampoco la curiosidad del potencial espectador que acude a las salas comerciales en busca de historias que apenas difieren entre sí. Como consecuencia hubo y hay cineastas que han tenido que apartarse de sus intenciones y asumir proyectos de otros. Lo hicieron Luis Buñuel, John FordFritz Lang o Kenji Mizoguchi, por citar cuatro ejemplos ilustres de genios cinematográficos que tuvieron que aceptar encargos ajenos a sus intenciones e intereses creativos, aunque esto solo forma parte de la supervivencia dentro de la industria y de la certeza de que el cine, o gran parte de su conjunto, tiene y encuentra su principal razón de ser en su aspecto comercial, siendo claros, en el dinero que las películas producidas puedan proporcionar. Así de simple y así de compleja es la ambigua relación entre arte e industria, de tal manera, también es innegable que los grandes directores, la mayoría por no decir todos, en alguna ocasión, con mayor o menor fortuna, se han visto obligados a rodar por contrato, encargo o mandato. Algunos hicieron suyo el material ajeno e incluso lograron obras maestras propias del algo inicialmente impersonal, pero este último no es el caso de Jacques Becker y su Ali Babá y los cuarenta ladrones (Ali-Baba et les 40 voleurs, 1954), comedia y fantasía que nunca llega a funcionar, aunque, por momentos, cumple y entretiene. Su apariencia colorista, de parodia a mayor gloria del gestual Fernandel, su ubicación lejos de Francia, en el lejano Oriente de Las mil y una noches, y un tono que apunta optimismo, no indican que Ali Babá y los cuarenta ladrones sea obra del responsable de la magnífica París bajos fondos (Casque d'Or, 1952) y sin embargo, lo es, como también lo es la espléndida Montparnasse 19 (1958), encargo que Becker heredó de Max Ophüls. Si miramos más allá de la superficie cómica y de la exageración que define al protagonista, descubrimos que se trata de un individuo corriente, incluso podríamos calificarlo de desheredado, perdedor o antihéroe, como tantos otros personajes que pueblan las películas de Becker. En el caso de Ali, como parte del humorístico que domina el film, podrá dejar de serlo gracias a su fortuito encuentro con los ladrones y la cueva donde estos guardan los botines de robos y asaltos, tesoros que le permiten acceder a un final negado a otros perdedores del realizador francés. No obstante, es una conclusión que apunta necesidades humanas y, sobre todo, señala y evidencia la ambición que mueve a amos, ladrones y mendigos, como queda señalado en la secuencia en la que prácticamente estos últimos aplastan a Ali, impacientes por tomar posesión del tesoro que les permitirá abandonar su condición mendicante. La primera imagen del antihéroe cómico puede generar rechazo, al menos en mi caso, ya que resulta en exceso artificial y busca la simpatía inmediata del espectador sin habérsela ganado. Cantando, sonriente y caricaturesco, trota sobre su mula camino del mercado donde minutos después puja y compra a Morgiane (Samia Gamal), la joven de quien se enamora. Por este motivo amoroso, también por su humanidad, engaña y droga a su amo (Henri Vilbert) con el fin de evitar que este la fuerce y la obligue a mantener relaciones carnales, evidentemente indeseadas por la silenciosa muchacha que acaba de ser vendida por su propio padre (Édouard Delmont). La venta paterna y el deseo-abuso del poderoso apuntan un entorno hostil para la pareja protagonista, un espacio que, expuesto entre la irrealidad y el naturalismo, encuentra en el dinero y en la riqueza las máximas aspiraciones de quienes lo habitan. El afán de lucro puede aplicarse a todos los personajes de importancia salvo a la pareja de enamorados, que priman los sentimientos en sus comportamientos, en sus palabras y en la atracción que, como únicos en su especie, sienten el uno hacia el otro. Lejos de lo mejor de BeckerAli Babá y los cuarenta ladrones no es un título redondo, pero desentona menos de lo que a primera vista pueda parecer dentro de la obra del cineasta, sea por la meticulosidad expositiva del espacio donde se desarrolla o por introducir circunstancias en las que entran en juego la fortuna, el engaño o las diferentes cotidianidades que empujan a sus personajes hacia situaciones límite, en Ali, límite-cómicas, como la traición de su amo, <<cruel con los pequeños, servil con los grandes>>, o la amenaza que se cierne sobre él cuando Abdel (Dieter Borsche), el jefe de los ladrones, se gana su confianza para vengarse y recuperar la parte del tesoro sustraída por un don nadie que ha dejado de serlo y que, generoso en grado superlativo, reparte alegría y dinero porque lo primero forma parte de sí mismo y lo segundo no tiene cabida en su comprensión humana, salvo para comprar la libertad de Morgiane -y así posibilitarle que sea ella misma quien elija su destino- o conceder a los mendigos la oportunidad de transformar sueños en realidad.

jueves, 17 de enero de 2019

Drifters (1929)



Si los cineastas soviéticos de la década de 1920 se decantaron por el uso del cine de ficción y del documental para divulgar la propaganda revolucionaria, el escocés John Grierson no desechó la posibilidad divulgativa y propagandística para crear un tipo de documento cinematográfico realista y social con el cual exponer realidades obreras e industriales de su país de origen o, como apunta Román Gubern, <<con Grierson nace y se desarrolla el documental de información laboral, comercial y social>>*. Dejando en su sitio las palabras de Gubern y tomando de referencia a Natalia Aradanaz, este nuevo tipo de documento fílmico encuentra su origen en el objetivo del cineasta de <<registrar, abordar la situación en la que se encontraba la sociedad británica tras la Revolución Industrial y el consecuente nacimiento del capitalismo>>**, intención que convenció al gobierno para subvencionarle Drifters (1929), su primer film y, como consecuencia, título seminal de la Escuela Documental Británica, de la que Grierson, como máximo responsable teórico, digamos, sentó las bases, pues en
 esta producción encontramos evidencias de las características definitorias del documentalismo británico, pero también de la poética hombre y naturaleza del estadounidense Robert Flaherty —lirismo que en posteriores películas el escocés sustituiría por una exposición más didáctica—, y del uso de las técnicas de montaje de Dziga Vertov, entre otros destacados realizadores soviéticos.


Más que por los fines sociológicos y educativos de Grierson, las influencias de FlahertyVertov, dos imprescindibles pioneros del cine documental, provocan que, ajena a la intención didáctica-divulgativa, descubramos a lo largo de las imágenes de Drifters una mixtura poética, naturalista y humanista, quizá intencionada o quizá no, pero ahí se encuentra, en la yuxtaposición de planos de rostros, maquinaria, mar, horizonte, gaviotas, redes, peces y demás protagonistas de una película que nos acerca a la cotidianidad laboral de anónimos pescadores de arenques que faenan en el mar del Norte, a quienes la cámara acompaña desde que abandonan la calma y la protección portuaria hasta la posterior subasta, limpieza y conservación de la captura, la cual será distribuida y comercializada en diferentes puntos del globo. Cuanto observamos en pantalla se reduce a una única jornada pesquera, que Grierson dividió en cuatro partes: la salida a mar abierto, el banco de arenques en el Mar del Norte y su captura, la recogida de la pesca y la arribada al puerto donde, aparte de la subasta, se prepara la conservación de "la cosecha del mar" con salazón o hielo -según su destino final- para su comercialización internacional. Sus escasos cincuenta minutos de duración sintetizan la cotidianidad pesquera en el suspiro laboral que se abre al espectador mediante rótulos que explican que la pesca tradicional ha sido transformada por los avances tecnológicos en industria pesquera, modernizando las embarcaciones con la maquinaria que facilita a la labor humana. Pero la ayuda mecánica no evita que cada uno de los miembros de la tripulación se entreguen a un trabajo que comprendemos duro e imprescindible para el éxito en la pacífica lucha que mantienen con el medio acuático, una lucha sin más enemigos que los inconvenientes que se presentan sea en forma de depredadores marinos (tiburones o congrios que aguardan su festín) o de alteraciones marinas, consecuencia de los caprichosos cambios atmosféricos que provocan la marejada y los vaivenes expuestos avanzado el metraje.


*Román Gubern. Historia del cine. Editorial Anagrama, Madrid, 2014

**Natalia Ardanaz. La escuela documentalista británica (1929-1950). Historia del cine británico. T&B Editores. Madrid, 2013

miércoles, 16 de enero de 2019

Narciso negro (1947)

Desconozco qué pertenece a Michael Powell y qué a Emeric Pressburger, pero lo que sí sé es que sus películas comunes funcionan como un todo homogéneo que no invita a plantearse cuál era la función de cada uno de ellos, pues, a buen seguro, ambos participaban en todas las decisiones de los films en los que colaboraron. Esto último quizá no sea del todo cierto para sus tres primeras colaboraciones, El espía negro (The Spy in Black, 1939), Contraband (1940) y Los invasores (49th Parallel, 1941), -anteriores a la creación de su productora The Archers-, en las que Powell aparecía acreditado como director y Pressburger como guionista, pero sí tiene validez a partir de One of Our Aircraft Is Missing (1942), la primera vez que compartieron créditos de dirección, producción y guión. Esta unión artística total se prolongó durante catorce largos y un mediometraje y, escudándome en mi ignorancia, no haré distinciones sobre las aportaciones de cada cual a su obra fílmica ni al resultado final de Narciso negro (Black Narcissus, 1947). Sí diré que la estética del film remite a su cine, visiblemente reconocible por su aspecto formal, que en esta producción destaca a primera vista por el uso de la fotografía en color, que resalta los estados de ánimo de los personajes, por la atmósfera irreal o poco realista que los envuelve y por las breves analepsis que introducen en la historia principal aspectos del pasado de la hermana Clodagh (Deborah Kerr). Este atractivo drama, de gran carga psicológica y ambientado en un Himalaya de decorado, toma su título del perfume usado por el joven general interpretado por Sabú, pero el interés de los directores no se centra en el heredero himalayo y sí en el espacio donde las monjas pretenden abrir una escuela y un hospital. Ese espacio adquiere vital importancia en la narración, pues es parte responsable de desencadenar los distintos conflictos que las hermanas llevan en su interior, sobre todo la joven superiora Clodagh, de quien iremos descubriendo circunstancias pretéritas que nos plantean el por qué de su decisión de abandonar su Irlanda natal, y la hermana Ruth (Kathleen Byron), que vive entre el desequilibrio que le produce su imposibilidad de pertenencia grupal y la pasión que en ella despierta Dean (David Farrar), el escéptico y carnal asistente del general (Esmond Knight) que ha cedido a las religiosas el viejo palacio que estas intentan adaptar a imagen de la congregación monacal a la que pertenecen. Si la belleza visual confiere atractivo físico a Narciso negro, es el conflicto interior el que desde las primeras imágenes dota de sentido a lo expuesto en la pantalla y, aunque latente, durante los minutos iniciales, que se desarrollan en un convento de Calcuta, ya se intuye en la ausencia de la hermana Ruth o en las dudas que la madre superiora expresa ante la decisión de conceder a Clodagh el mando de la misión. Así pues, desde el comienzo de la película, el conflicto existe y afecta a la psicología de las religiosas, pero no se exterioriza hasta que ocupan su nuevo hogar, ajeno a sus costumbres culturales y religiosas y limpio de la represión de la que inconscientemente son portadoras. Sea el aroma del perfume del joven general, la presencia indomable y adolescente de Kachi (Jean Simmons), la belleza de las flores cultivadas por la hermana Philippa (Flora Robson) o el omnipresente viento de montaña, que no deja de silbar y de acariciar con su aliento cortinas y vestimentas, (re)descubren el mundo físico que habían apartado de sus vidas, un mundo donde la pasión y la sensualidad se despiertan para chocar con las frustraciones contendidas previo a su llegada al "palacio de las mujeres", de donde la hermana Philippa pide su traslado, ya que siente el placer (no carnal) de la belleza y este atenta contra lo que se espera de ella, "Honey" intenta salvar a un niño inconsciente del riesgo y de las posteriores implicaciones de su decisión o Ruth se deja arrastrar por su obsesión hasta límites abisales. También la superiora tiene su propia lucha interna, la más visible, al ofrecernos las imágenes parte de su pasado irlandés. En Clodagh, la protagonista del film de Powell-Pressburger, descubrimos fortaleza, determinación, duda, sensibilidad y miedo, quizá debido al desengaño amoroso pretérito que la convenció para abandonar su querida tierra natal y asumir los votos que renueva anualmente, como si su unión religiosa le permitiera huir de sí misma (de emociones y sensaciones que vuelven a fluir en la montaña) y del dolor pretérito que aún retiene, huida en todo caso que le impide aceptar a la mujer que se esconde tras el hábito.

martes, 15 de enero de 2019

Sombras en el paraíso (1986)


Las películas de Aki Kaurismäki protagonizadas por miembros de la clase obrera rompen el tópico (meridional) del bienestar y equilibrio social de los países del norte de Europa. También en latitudes septentrionales existen crisis económicas y circunstancias socio-políticas que parecen encaminar a la sociedad hacia la deshumanización que el cineasta señala desde su desencanto y su humor irónico. A la hora de exponer en la pantalla la Finlandia que conoce, Kaurismäki apuesta por la contención expresiva de sus protagonistas, en las antípodas de la verborrea que emplean los personajes de comedias mediterráneas que aborden cuestiones sociales similares a las señaladas por el realizador en su "trilogía del proletario" o, como prefiere llamarla, "trilogía de los perdedores", <<porque, si se mira a los protagonistas, más que obreros son ante todo perdedores>>*. Para empezar, y dejando a un lado aspectos culturales propios de su país, Kaurismäki no emplea situaciones hilarantes, que den pie a la carcajada, ni abusa de adornos ni del chiste dialogado, de hecho, no los necesita y, por lo tanto, prescinde de ellos. Sus protagonistas expresan lo justo, incluso menos de lo que tienen que decir sobre su estado emocional o sobre aquello que evidentemente les afecta y silencian, además, cuando hablan, emplean un finlandés literario con el que el realizador de Hamlet va de negocios (Hamlet liikemaailmassa, 1987) pretende resaltar la pérdida de identidad cultural que observa en su país de origen. Para quienes desconocemos la cultura finlandesa, aunque sí conozcamos que en nuestro entorno también se produce una hibridación cultural, los matices verbales nos pasan desapercibidos, pero no ocurre lo mismo con el personal humor que Kaurismäki introduce en sus películas, desde el cual hace hincapié en las distintas circunstancias sociales (alienación, desempleo, deshumanización, liberalismo económico extremo o pérdida de identidad individual y colectiva) que afectan a los hombres y a las mujeres en quienes centra su atención y su simpatía. En Sombras en el paraíso (Varjoja paratiisissa, 1986) -primer título de la trilogía que completan Ariel (1988) y La chica de la fábrica de cerillas (Tulitikkutehtaan tyttö, 1990)- Nikander (Matti Pellonpää) e Ilona (Kati Outinen) son los lacónicos sufridores del desamparo del cual solo logran escapar al final del film, cuando asumen definitivamente su unión y deciden aventurarse en busca del bienestar y de la comunicación que no han encontrado hasta entonces (y puede que no encuentren). <<¿De qué viviremos>>, pregunta ella, a pesar de que resulta evidente que no pretende más respuesta que el <<¿qué importa?>> que recibe de su compañero. Es un final liberador y abierto al optimismo, pero la liberación de ambos solo se produce con la ruptura total con el medio donde han trabajado, y a duras penas sobrevivido, aunque su huida no les asegura un porvenir más digno que su presente dentro de las fronteras finlandesas. Así pues, es posible que su situación no mejore, pero saben que estarán juntos, y esto les posibilita una vía hacia la solución, quizá la única posible en el cine de Kaurismäki, pues son las relaciones humanas, el amor o la amistad, las que abren una ventana a la esperanza. Pero lo que importa no es el final de Sombras en el paraíso, ya que el interés de la película reside en cuanto sucede durante el tiempo previo, de modo que carece de importancia que el cierre del film sea o no feliz. La exposición de las circunstancias que ahogan a Nikander, que trabaja recogiendo basura, y a Ilona, que hace lo propio en el supermercado donde ambos se conocen y de donde la despiden porque el gerente tiene la intención de colocar a su hija, forman parte de la sombría cotidianidad que, como la falta de ética del superior de la cajera, confirman el desamparo y la condena de los de su clase. La situación social y humana expuesta por Kaurismäki nace de su contacto con el ámbito laboral finlandés de mediados de la década de 1970, aquel que él mismo reconoce haber vivido antes de producirse su salto al cine. <<Quiero precisar que el país del que habla la trilogía es la Finlandia de los años setenta, que es la que yo conocí. La de los ochenta no la conocí, bien porque ya hacía cine, o bien porque estaba fuera, pero la Finlandia de los años setenta, cuando era un trabajador manual, la conozco muy bien>>*. Kaurismäki, como los protagonistas de Sombras en el paraíso y Ariel, abandonó su lugar de origen con una decepción similar a la que se descubre en sus films, pero no por ello ha dejado de ser un cineasta combativo y crítico, que expone en sus películas aquellas situaciones que contempla desde el pesimismo que se mitiga en los finales de las dos primeras entregas de su "trilogía de los perdedores" y desaparece en Nubes pasajeras (Kauas pilvet karkaavat, 1996) y Un hombre sin pasado (Mies vailla menneisyyttä, 2002), títulos en los cuales el realizador invita a sus personajes, también desheredados de clase trabajadora, al optimismo y a la esperanza.

*Aki Kaurismäki en diversas entrevistas recogidas en Carlos F. Heredero (editor). Emociones de contrabando. El cine de Aki Kaurismäki. pp. 71-104. Filmoteca de la Gerenalitat Valenciana, Valencia, 1999. 

domingo, 13 de enero de 2019

Las damas del bosque de Bolonia (1945)


Finalizada la Segunda Guerra Mundial, el cine francés miraba con nostalgia su etapa muda y el realismo poético de la década de 1930 al tiempo que intentaba reconstruir y recuperar el esplendor de una cinematografía rota por el conflicto bélico y por la ocupación alemana, y amenazada en aquel presente de posguerra por la supremacía de las producciones hollywoodienses. Algunos de los directores que, durante los años treinta, habían posicionado el cine francés entre los más punteros, caso de Jean Renoir, Julien DuvivierRené Clair o el centroeuropeo Max Ophüls, se encontraban en el exilio cuando se inició la reconstrucción cinematográfica de la mano de Claude Autant-LaraHenri-Georges Clouzot, Jacques Becker, Jacques TatiRené ClémentRobert Bresson entre otros realizadores. Pero, al contrario que sucedía en Italia o Japón, donde se realizaba un cine más realista y comprometido socialmente, en Francia predominaban las adaptaciones de obras literarias, aunque no todos los cineastas las planteaban desde el clasicismo narrativo que en los años venideros sería sustituido por la ruptura que, presente en Becker y sobre todo en Bresson, llevaron a cabo Jean-Pierre Melville, Alain Resnais, Agnes Vajda y demás predecesores de la Nouvelle Vague. Bresson no fue ajeno a ese cine literario, pero en él observamos un distanciamiento y un estilo, propio y novedoso, que remite a su personalidad y a su intención cinematográfica. <<Cabeza y corazón, riñones, hígado, manos y pies de su película, él quería ser todo y todos a la vez, interpretar todos los personajes, escribir el texto, encuadrar, fotografiar, hacer los trajes, fabricar los accesorios. Sospecho que incluso ser la cámara>>*. Las palabras de María Casares no hacen más que confirmar la personalidad cinematográfica de Robert Bresson, la cual mantuvo insobornable durante toda su obra fílmica. No cabe duda de que su intención de desprenderse de lo superfluo para centrarse en lo esencial ya se observa en títulos tempranos como Las damas del bosque de Bolonia (Les dames du bois de Bologne, 1945), su segundo largometraje, iniciado durante la ocupación y concluido en un París liberado, pero su interpretación del cinematógrafo se fue agudizando y perfeccionando con el paso del tiempo, hasta convertirlo en uno de los cineastas más personales y precisos que ha dado el cine. Su estilo puede o no conectar con el espectador, pero es innegable que su intención de transmitir sensaciones y emociones veraces despoja a sus películas de artificios y obliga a abandonar la comodidad del todo hecho. En la obra de Bresson no hay espacio para el clasicismo ni para explicar con palabras y exageraciones cuanto sienten los personajes, tampoco para la (sobre)actuación y lucimiento personal de actores y actrices y sí para individuos que rezuman veracidad en sus comportamientos, en sus silencios y en su contención expresiva, aunque en este melodrama no encuentro los modelos de los que posteriormente hablaría en su Notas sobre el cinematógrafo, ya que, a riesgo de equivocarme, los protagonistas son actores, y como tales actúan, mas no por ello los sentimientos que expresan u omiten resultan menos creíbles que aquellos que descubrimos en posteriores modelos humanos de la obra bressoniana. Inspirada en una de las historias que se narran en Jacques el fatalista, el realizador de Al azar Baltasar (Au hasard, Balthazar, 1966) sintetizó lo expuesto por Diderot en las páginas centrales de la novela prescindiendo del presente literario -durante el cual la mesonera narra los hechos, expuestos en la película, a Jacques y a su amo- y trasladando la historia del siglo XVIII al XX. No por la supresión de los tres personajes que hablan de la señora de la Pommeraye mientras vacían varias botellas de vino o por la transposición temporal Las damas del bosque de Bolonia deja de ser fiel a la esencia del texto, tampoco hay infidelidad en los diálogos firmados por Jean Cocteau, ni en la síntesis ni omisiones que atrapan y desnudan los sentimientos de los personajes a través de la, en apariencia, austera mirada de la cámara, la mirada del cineasta. La honestidad cinematográfica de Bresson es uno de los grandes aciertos de la película, otro, indudable, es la magnética presencia de Casares dando vida a Hélène, la mujer que por despecho amoroso, ha sido traicionada por el hombre a quien se ha entregado en cuerpo y alma, pretende vengarse del amante (Paul Bernard) que la abandona porque se ha aburrido de ella. Para llevar a cabo su venganza, Hélène manipula y utiliza a dos mujeres, madre e hija, que desean abandonar la vida licenciosa a la que han estado condenadas desde tres años atrás. En el presente de Las damas del bosque de bolonia comprendemos las emociones que impulsan a los cuatro personajes sin necesidad de que sean expresadas más allá del me "vengaré" de la vindicativa protagonista, de nuevo deseo que despierta en Jean o de la decisión de Agnés (Elina Labourdette) y su madre (Lucienne Bogaert) de alejarse del ambiente donde la primera baila y recibe amantes. Su pasión por el baile ha dado paso a la prostitución y a la desesperación, por ello desea huir y dejar atrás la podredumbre en donde solo ha sido el objeto que permite su supervivencia y la materna. Sin embargo, cuando aceptan la generosa y en apariencia inocente propuesta de Hélène, madre e hija desconocen que son las marionetas que su atormentada y vengativa protectora emplea para castigar a Jean, a quien empuja hacia esa joven de quien se enamora, ajeno al pasado que su antigua amante pretende como arma para hacerle sentir un tormento como el que ella sufre tras la ruptura. 



*María Casares. El comediante frente a la cámara. Revista Nuestro Cine, nº 42, Madrid, 1965