La escena inicial muestra un vínculo siempre presente a lo largo de Sin fin (Bez końca, 1984), un nexo que une dos espacios: el externo y el interno de Urszula (Grazyna Szapalowska), la protagonista de este film determinante en la trayectoria cinematográfica de Krzysztof Kieslowski, ya que supuso su primera colaboración con Krzysztof Piesiewicz, quien, desde entonces, sería su coguionista habitual hasta Tres colores: Rojo (Trois couleurs: Rouge, 1994), su última película. Pero, además, este encuentro profesional es determinante para que Kieslowski se decante por un cine de mayor carga simbólica, aunque esto no quiere decir que pierda la capacidad combativa que venía mostrando en películas como El azar (Przypadek, 1981), al contrario, su critica se agudiza en su exposición de un sistema político represivo y de una sociedad quizá cómplice —en su insolidaridad, en su mirar hacia otro lado, por temor o por interés—, en los que apenas quedan opciones, salvo las asumidas por Deriusz (Artur Barcis) y por Urszula, el primero se condena al liberarse de prisión y la segunda se libera al condenarse a muerte. Esta postura abiertamente crítica con todos provocó que las autoridades prohibieran el film en Polonia. La escena inicial se abre mostrando velas en la oscuridad, en recuerdo de los muertos, en recuerdo de Antek (Jerzy Radziwilowicz), que se presenta ante la cámara vestido de traje negro. Nos habla en una habitación, donde dice que falleció cuatro días atrás. ¿Pero por qué nos habla, si está muerto? ¿Es un fantasma o la evocación de la viuda, recuerdo y necesidad, que se proyecta en el instante de duelo? El fantasma emplea un tono neutro, sin emociones vivas. Habla del instante de su muerte, de su entierro o de su mujer y de su hijo. Suena el teléfono, el sonido interrumpe su monólogo, la cámara se acerca a la mujer que despierta y contesta. Es Ulla, la viuda, y de ella es el fantasma. Le pertenece porque habita en su mente, en su nueva realidad, pertenece a las dos películas que hay en Sin fin, la intimista y la política, aunque ambas son indisociables, puesto que ninguna interioridad escapa al marco espacio-temporal al que pertenece.
Más allá de la intencionalidad crítica y del posicionamiento político de Kieslowski, hay algo universal en Sin fin, que no caduca, y es la inesperada llegada de la muerte y como esta solo concluye el camino, la lucha o el padecimiento de quien fallece, en este caso Antek, pero es una lucha que continúa para Ulla y su hijo. Se trata de la lucha por la vida, por resistir a las fuerzas que oprimen y reprimen, de intentar liberarse en un entorno que pide a gritos, de silencio, libertad. Sin fin es la situación de Polonia tras la ley marcial de 1981 vista desde la perspectiva de Labrador (Aleksander Bardini), un abogado a punto de retirarse, de su cliente Dariusz, prisionero por manifestarse, y Joanna (Maria Pakulnis), su mujer, y sobre todo a través de esa viuda que, tras la repentina muerte de su marido, despierta a la asfixia simbólica —que anuncia la que se materializará hacia el final del film. Entonces, empieza a tener contacto con una realidad hasta ese momento desconocida para ella, quizá no para Antek, de quien no deja de sentir su presencia, como si la acompañase o si lo viese en cada rincón del espacio donde no encuentra sosiego ni libertad, donde comprende que no las hay para los vivos, empujados a habitar en el miedo, en el aislamiento, en el silencio, en la rendición, para poder seguir mal viviendo o sobreviviendo.
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