Para quien pretende poner en práctica ideas propias resulta complicado encontrar el equilibrio entre llevarlas a cabo y mantenerse fiel a ellas dentro de ámbitos como el cinematográfico -aunque esto valdría para cualquier otro, sea personal o profesional-, que parece validar y recompensar la mediocridad y la repetición. Es difícil porque, en un primer momento, no siempre aquello que uno pretende despierta el interés de quien pone el dinero y quizá tampoco la curiosidad del potencial espectador que acude a las salas comerciales en busca de historias que apenas difieren entre sí. Como consecuencia hubo y hay cineastas que han tenido que apartarse de sus intenciones y asumir proyectos de otros. Lo hicieron Luis Buñuel, John Ford, Fritz Lang o Kenji Mizoguchi, por citar cuatro ejemplos ilustres de genios cinematográficos que tuvieron que aceptar encargos ajenos a sus intenciones e intereses creativos, aunque esto solo forma parte de la supervivencia dentro de la industria y de la certeza de que el cine, o gran parte de su conjunto, tiene y encuentra su principal razón de ser en su aspecto comercial, siendo claros, en el dinero que las películas producidas puedan proporcionar. Así de simple y así de compleja es la ambigua relación entre arte e industria, de tal manera, también es innegable que los grandes directores, la mayoría por no decir todos, en alguna ocasión, con mayor o menor fortuna, se han visto obligados a rodar por contrato, encargo o mandato. Algunos hicieron suyo el material ajeno e incluso lograron obras maestras propias del algo inicialmente impersonal, pero este último no es el caso de Jacques Becker y su Ali Babá y los cuarenta ladrones (Ali-Baba et les 40 voleurs, 1954), comedia y fantasía que nunca llega a funcionar, aunque, por momentos, cumple y entretiene. Su apariencia colorista, de parodia a mayor gloria del gestual Fernandel, su ubicación lejos de Francia, en el lejano Oriente de Las mil y una noches, y un tono que apunta optimismo, no indican que Ali Babá y los cuarenta ladrones sea obra del responsable de la magnífica París bajos fondos (Casque d'Or, 1952) y sin embargo, lo es, como también lo es la espléndida Montparnasse 19 (1958), encargo que Becker heredó de Max Ophüls. Si miramos más allá de la superficie cómica y de la exageración que define al protagonista, descubrimos que se trata de un individuo corriente, incluso podríamos calificarlo de desheredado, perdedor o antihéroe, como tantos otros personajes que pueblan las películas de Becker. En el caso de Ali, como parte del humorístico que domina el film, podrá dejar de serlo gracias a su fortuito encuentro con los ladrones y la cueva donde estos guardan los botines de robos y asaltos, tesoros que le permiten acceder a un final negado a otros perdedores del realizador francés. No obstante, es una conclusión que apunta necesidades humanas y, sobre todo, señala y evidencia la ambición que mueve a amos, ladrones y mendigos, como queda señalado en la secuencia en la que prácticamente estos últimos aplastan a Ali, impacientes por tomar posesión del tesoro que les permitirá abandonar su condición mendicante. La primera imagen del antihéroe cómico puede generar rechazo, al menos en mi caso, ya que resulta en exceso artificial y busca la simpatía inmediata del espectador sin habérsela ganado. Cantando, sonriente y caricaturesco, trota sobre su mula camino del mercado donde minutos después puja y compra a Morgiane (Samia Gamal), la joven de quien se enamora. Por este motivo amoroso, también por su humanidad, engaña y droga a su amo (Henri Vilbert) con el fin de evitar que este la fuerce y la obligue a mantener relaciones carnales, evidentemente indeseadas por la silenciosa muchacha que acaba de ser vendida por su propio padre (Édouard Delmont). La venta paterna y el deseo-abuso del poderoso apuntan un entorno hostil para la pareja protagonista, un espacio que, expuesto entre la irrealidad y el naturalismo, encuentra en el dinero y en la riqueza las máximas aspiraciones de quienes lo habitan. El afán de lucro puede aplicarse a todos los personajes de importancia salvo a la pareja de enamorados, que priman los sentimientos en sus comportamientos, en sus palabras y en la atracción que, como únicos en su especie, sienten el uno hacia el otro. Lejos de lo mejor de Becker, Ali Babá y los cuarenta ladrones no es un título redondo, pero desentona menos de lo que a primera vista pueda parecer dentro de la obra del cineasta, sea por la meticulosidad expositiva del espacio donde se desarrolla o por introducir circunstancias en las que entran en juego la fortuna, el engaño o las diferentes cotidianidades que empujan a sus personajes hacia situaciones límite, en Ali, límite-cómicas, como la traición de su amo, <<cruel con los pequeños, servil con los grandes>>, o la amenaza que se cierne sobre él cuando Abdel (Dieter Borsche), el jefe de los ladrones, se gana su confianza para vengarse y recuperar la parte del tesoro sustraída por un don nadie que ha dejado de serlo y que, generoso en grado superlativo, reparte alegría y dinero porque lo primero forma parte de sí mismo y lo segundo no tiene cabida en su comprensión humana, salvo para comprar la libertad de Morgiane -y así posibilitarle que sea ella misma quien elija su destino- o conceder a los mendigos la oportunidad de transformar sueños en realidad.
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