Hay cineastas a quienes acabamos conociendo sobre todo por una película, aquella que, siendo o sin ser la mejor, puede llegar a eclipsar la totalidad de su obra. Este brillo que ensombrece no es exclusivo del cine, también es aplicable a novelistas y a otras personalidades artísticas cuyas creaciones abarcan mucho y más, pero que la mitificación y la popularidad de uno de sus títulos convierten al resto del conjunto en víctimas del ostracismo popular. Por fortuna para sus historias y posibles lectores, esto no sucede con la narrativa de Graham Greene; al menos hasta ahora. No obstante, cuando se habla de sus trabajos para el cine, inmediatamente, El tercer hombre (The Third Man, 1949) saca pecho y exclama "¡aquí estoy yo!", aunque haya más aportes y, quizá, alguno incluso mejor. En la misma ignorancia, aunque en menor medida, esta circunstancia —la de ser recordado entre los aficionados al cine por la aventura vienesa de Holly Martins— también es aplicable a Carol Reed, a pesar de que su filmografía se encuentra repleta de aciertos —y de algún desliz—, más allá de ser el máximo responsable de la inolvidable pérdida de la inocencia de Martins o, dicho de otro modo, de su descenso a las sombras donde el fantasma del hoy, ídolo del ayer, oculta su rostro. Antes escribía "quizá, incluso alguno mejor", para indicar posibilidad, esa posibilidad no se transforma en seguridad en el escritor, aunque sí en gusto, puesto que sus palabras así lo apuntaron, cuando indicó que su favorita era El ídolo caído (The Fallen Idol, 1948), su primera colaboración con Reed. Salvo las excepciones, decía que no le satisfacían las adaptaciones de sus novelas a la gran pantalla, ni se cansó de repetir que esta era su preferida <<porque es más la película de un escritor que de un director. The Third Man, aunque es más popular a causa de la canción, "The Third Man Theme", es principalmente acción con algunos personajes tan solo esbozados. Fue divertido hacerla, pero hay más trabajo de escritor en The Fallen Idol>>. Habrá quien se sorprenda de que así sea, pero no le faltan motivos para decantarse por el primer título de los tres en los que colaboró con Reed, ya que la psicología de los personajes son principio y fin de las imágenes que apuntan y guardan secretos, mentiras, lealtades divididas y demás aspectos humanos que forman parte de su obra literaria; y de sus guiones para Reed, uno de los más grandes cineastas que ha dado el cine británico.
Las historias de Greene alcanzan su máxima expresión cinematográfica bajo la dirección de Reed, que, sin duda, se enriqueció en su relación con el escritor, aunque, con anterioridad, había demostrado su enorme talento en producciones de la talla de Larga es la noche (1947), para quien escribe una de las grandes del cine británico de posguerra. En ella ya asoman rasgos de estilo que reaparecerán en El ídolo caído y El tercer hombre, las dos magistrales colaboraciones Reed-Greene, a las que una década después se sumaría una tercera, de menor enjundia, pero no exenta de interés y gracia en su parodia del espionaje y de la mentira, dos constantes en la obra del autor de The Quiet American. Pero Nuestro hombre en la Habana (Our Man in La Havana, 1959) se encuentra a años luz de El tercer hombre, la que se lleva mayor y quizá merecida fama, y El ídolo caído, que no desmerece respecto a la anterior, más aún, podría decirse que en ciertos aspectos la supera, como apuntan las palabras iniciales del escritor. La supera en la complejidad de sus protagonistas, el niño y el adulto, a quienes une la amistad, en muchos aspectos (como la admiración) antecede a la que une a Holly y a Harry Line, las historias inventadas por el adulto, la necesidad del juego en la infancia y la imparable sucesión de secretos que depararán las mentiras que Reed llevará al límite tras la muerte accidental de Mrs. Baines, poco después de que discuta con su marido. Phillipe, el niño, se encuentra atrapado entre su admiración hacia Baines y su incomprensión del mundo adulto que le rodea y retiene (ya que no tiene acceso a ningún ámbito infantil acorde a su edad), donde observa a un matrimonio roto o a dos amantes clandestinos. Para él, ajeno a los juegos de niños (salvo por su contacto con su serpiente), le resulta emocionante compartir un secreto con el adulto idolatrado, a quien debe lealtad precisamente por esa admiración que lo ha ascendido al pedestal de donde todo ídolo de barro acaba cayendo.
La mentira, los secretos o el miedo asoman en el mundo de Phil, aunque, en realidad, no es el suyo, es el de los adultos, el de la soledad de la que escapa en compañía de McGregor, su culebra, y de Baines, el amigo adulto que le cuenta historias que permite que ambos fantaseen (uno, al inventarlas; el otro, al escucharlas). Para el niño, ambos son fundamentales: el primero, por ser su compañero (su amigo casi imaginario); y el segundo, por ser la figura que admira, aquella a la que desea parecerse y a quien pretende complacer, y llegado el momento será la que anhela proteger, puesto que, en su mente, ha llenado los vacíos (aquello de lo que no ha sido testigo) con la idea de que la muerte de la Sra. Baines fue debido a un empujón de su marido. Desde ese momento, el tono del film cambia por completo, lo que había sido admiración pasa a ser sospecha y, poco a poco, decepción y finalmente será olvido: el final de un instante de la infancia...