sábado, 30 de septiembre de 2023

Two much (1995)

Los rasgos de comedia española que pueden observarse en Belle Epoque (1992), ambientación y situación, desaparecen en Two Much (1995) para dejar su lugar a las características de un enredo hollywoodiense, algo así como una “screwball comedy” apurada en un intento de alcanzar el ritmo de Billy Wilder. Y es que, al igual que millones en el anonimato de sus cotidianidades, Fernando Trueba admira la comedia hecha en el Hollywood dorado y disfruta el cine de Wilder. Lo presumió agradecido en público. Pero una cosa son las palabras de gratitud y otra distinta es demostrar con hechos que se ha aprendido algo del inspirador. Trueba lo intentó en Two Much realizando una comedia que, partiendo de la novela de Donald E. Westlake, bebe de la falsa identidad de Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959) —puede que de Huella de luz (1942), una comedia de Rafael Gil influenciada por la comedia norteamericana de finales de los años treinta y principios de los cuarenta del pasado siglo—, pues el protagonista asume doble identidad, como también hace el Lemmon de Irma, la dulce (Irma la douce, 1961), y forma un triángulo amoroso con dos hermanas, invirtiendo los géneros de Sabrina (1954). Pero el enredo que propone en su película dista de las cotas de genio e ingenio logradas en la comedia “wilderiana”. Two Much entretiene como un enredo previsible, cargado de situaciones típicas, que no incomoda ni arriesga, pero, aun sin excesiva originalidad, no resulta en exceso cansina. Juega sobre seguro, de ahí que quede en el simple divertimento para lucimiento de sus protagonistas y sus personajes de reparto. Pero es innegable, a veces no incomoda volver sobre terreno conocido; y este es uno de esos casos que, a pesar de la sensación de ya haber visto algo similar antes, uno se deja llevar y (en ocasiones) sonríe ante los intentos (forzados) de Art Dodge (Antonio Banderas) de poner en orden el caos que va creando en relación a dos hermanas, Betty (Melanie Griffith) y Liz (Darryl Hannah), por las que siente atracción y por las que se desdobla en dos hermanos de personalidad opuesta; mas, como suele suceder, en su intento genera mayor lío. Como cualquier alumno que asista o que no se quede dormido en clase, Trueba también sabe que los papeles de reparto son fundamentales para sostener el peso de la comedia, de ahí que la fotografía de la esquela que inicia el enredo sea la de Eugene Pallette, imprescindible rostro de la comedia hollywoodiense clásica —Al servicio de las damas (Gregory La Cava, 1936), Caballero sin espada (Frank Capra, 1939) o Las tres noches de Eva (Preston Sturges, 1941)— y un guiño a ese tipo de cine. En la mayor parte de las películas cómicas, es en ese tipo de personajes en los que recae la responsabilidad de hacer reír y de desahogar la acción principal, en este caso, la relacionada con el triángulo amoroso. Esos “secundarios”, de los que se vale el responsable de Two much —Danny Aiello, Eli Wallach, Joan Cusack y Gabino Diego— están a la altura de las circunstancias y cumplen su cometido. Aportan comicidad al asunto; que no deja de ser el de un caradura que se desdobla en su afán de no enfrentarse a la decisión de ser el mismo, más allá de que ande de un lado a otro, de cama en cama mientras se enamora de una de las hermanas…



viernes, 29 de septiembre de 2023

De Bach a McFly, y después, las prisas

En sus orígenes y siglos más tarde, el arte era para las élites; de ahí que fuese minoritario y más elaborado que cuando se hizo popular e hijo de la inmediatez y del mercado. Esto es innegable, no se trata de opinar si era mejor o peor, solo que resultaba más complejo e inaccesible para las masas. Con el paso de los años y siglos, con la democratización, industrialización y mecanización del arte se produjo un acelere que exigía inmediatez, un ejemplo lo escuchamos en la música. Si comparamos una composición de Bach con alguna de los más famosos cantantes o músicos de la actualidad, los sonidos en la mente del artista dan paso a los fabricados y filtrados por programas tecnológicos. En la música actual prima la repetición de formas hechas y de letras que reducen el mensaje y las posibilidades a su mínima expresión. En un musical, un concierto, un vídeo promocional; el vestuario, los peinados, los cuerpos, la coreografía, lenguaje corporal que se supone se adaptada a la música que la inspira, parecen imponerse. ¿Se pretende hacer de la música algo visual? ¿Quizá porque la vista sea el sentido de lo inmediato? Es el que tenemos más desarrollado, al que más atención prestamos. Así alguien asegura que una imagen vale más que mil palabras. ¿Seguro? ¿O no deja de ser un tópico y, como tal, ni siquiera una verdad a medias?

La sospecha me puede, pero no la de si hoy un “meme” cualquiera tiene más lectores que Guerra y paz, de eso no tengo duda, sino si cualquier imagen de memos vale más que mil palabras de Tolstoi o de tantos otros. Divago, y mi tiempo me ha costado. Pero ya no parece haber tiempo para la creatividad musical de quien escucha, siente, reflexiona la música que luego germina y da su fruto maduro y jugoso que se saborea sin engullir, disfrutando las notas que ya no lo son. Son la milagrosa combinación artística que suena dentro del artista y despierta la sensibilidad del oyente cuando este lo escucha, incluso con los ojos cerrados. De ese ejercicio de pausa, que permite indagar en el fondo y las formas musicales, en sus posibilidades, sale la idea sobre la que, una y otra vez, un artista como Bach o Beethoven trabajarán hasta dar con su obra, entregados en cuerpo y alma a ella.

En la época de Bach, previa al romanticismo, existía en la música una intención más allá de las ventas —estas carecían de importancia, pues ningún músico pretendía tener un avión privado ni millones de fanáticos que quisieran un hijo o una abuela suya—. Había emoción en la composición; un tipo como Johann Sebastian Bach no buscaba irrumpir en un mercado y llevárselo de calle. De hecho, a Bach, aunque venerado en su época dentro de un pequeño círculo, se le conoce desde el siglo XIX, cuando Mendelssohn lo redescubre para la posteridad. Sin embargo, en la época de los “Dj”, raperos, traperos y demás a quienes también respeto, pero con quienes no comulgo musicalmente hablando, la música busca y prioriza frases pegadizas, compuestas por tres o cuatro palabras, incluso habrá quien las estire hasta cinco y seis, que su público pueda repetir aunque no las sienta. ¿O les hace sentir? He de suponer que sí, también a quien le hace sentir ganas de salir pitando de donde suenen voces y un ritmo insistente que ya apenas se distingue de otro. En la música actual, la que se consume como churros los domingos y fiestas de no guardar, que para algo son fiesta y hay que gastarlas, no existe lugar ni tiempo para lo sublime: el elevar la creatividad y dejarla volar, quizá en un vuelo que se estrelle, que en la colisión también puede existir arte, o que alcance horizontes de comunión entre la corporeidad de las formas y lo que trasciende a los sentidos. Hay una constante hoy, la de bombardear al público para que este consuma sin exigencia aparente, una constante que quizá provoque que ya ni siquiera se pueda hablar de un tipo de música que exprese el alma de un grupo o de un individuo. Que, en cualquiera de los casos, hable universal, que hable y emocione a la interioridad más profunda; allí donde arte e individuo conectan y se produce el conflicto y comunión entre lo tangible y lo inasible, digamos que en musica sería un instante que acerca lo sensorial a lo emocional.

El fenómeno de inmediatez no es exclusivo del hoy, empezó antes. Una prueba es el rock, nacido más o menos en la década de 1950, de una combinación de distintos ritmos y expulsado al mundo por la necesidad juvenil de rebelarse. En aquel momento, el sentido era distanciarse de la apatía y conformismo de sus mayores; crear un lenguaje musical propio, pero, aparte de esa intención y de que sus ritmos fuesen ruidosos y pegadizos, sencillos de recordar y de acompañar con bailes, ¿qué? Pregunten a Marty McFly, un adolescente de los ochenta, que fue uno de sus inspiradores; y ya sabemos qué pasó con la música, el cine y otros medios en esa década tan recordada en la actualidad —los grandes consumistas de hoy, éramos los niños y los adolescentes entonces—. Pero Marty regresó al futuro, después de que su viaje al pasado originase un sonido que ya denotaba prisa y que hoy es un clásico en la historia de la música. Apuntaba hacia esa necesidad de reducir las notas, apurar las voces y acompañar con bailes que, años después, derivarían en los pasos discotequeros que Manero se marca en su fuga de la realidad —y que tanto éxito habrían de proporcionar a Travolta—. Finalmente, es cuestión de gustos, personalmente, soy de barra más que de pista, el rock me gusta, igual que el jazz o las partituras de Ennio Morricone, Miklós Rózsa, Nino Rota y otros grandes compositores de cine —obviamente, la música hecha para el cine también ha sufrido su transformación desde los tiempos de Serguéi Prokófiev a los de Hans Zimmer—; pero, por supuesto, también es una cuestión de educación y de sensibilidad artísticas (pictórica, musical, literaria, cinematográfica, arquitectónica,…).



jueves, 28 de septiembre de 2023

Licorice Pizza (2021)


Imagino a dos o más viejos colegas reunidos después de largo tiempo sin verse, quizá desde su juventud común. Se saludan efusivamente, se reconocen, se ilusionan por reencontrarse, a pesar de que poco antes uno o todos ellos hubieran tenido que superar la pereza que les sujeta a sus monótonas cotidianidades. Allí, cara a cara, sus rostros iluminan alegria, la de volver a verse. Piden unos vinos, cervezas, cafés o lo que fuera que quisieran tomar, y rompen su inseguridad inicial rememorando experiencias y vivencias comunes que, en ese instante, comprenden excepcionales, aunque en aquel entonces no se lo planteaban. Formaban parte de su realidad juvenil y del nudo vital que, sin ser conscientes, se estaba tejiendo en sus mentes. Pues, en cierto modo, eso es Licorice Pizza (2021), una sucesión de anécdotas que van dibujando una época juvenil y jovial que gira en torno a la relación de Gary (Cooper Hoffman) y Alana (Alana Haim). La narración propuesta por Paul Thomas Anderson no se desarrolla como evocación desde un bar en el presente de los protagonistas, pero tiene cierto aire anecdótico, sin nostalgia, pues son fragmentos del ahora vital de los dos jovenes; es decir, la película se construye en la suma de instantes que ambos viven y que podrían evocar en su madurez, después de años sin verse. ¿Sabes qué fue de Lance (Skyler Gisondo)? ¿Recuerdas los colchones de agua? ¿Y tu caída de la moto de Jack Holden (Sean Penn)? ¿O cuando reventaste el Ferrari de Jon Peters (Bradley Cooper)?…


Como guionista, Paul Thomas Anderson trabaja el guion a fondo, sin dejar nada al azar. Todo está escrito en su cine, pero es en las imágenes donde cobra magia y hace emocionalmente creíble cualquiera de sus historias, por muy extrañas que parezcan a simple vista, como las ubicadas en la década de 1970 —Boogie Nights (2003), Puro vicio (Inherent Vice, 2014) y Licorice Pizza—. Son films que no solo comparten su aspecto “setentero”, sino que también se ambientan en el mundo del espectáculo y de los negocios. La ubicación temporal es parte del decorado donde la realidad fantaseada y la psicología de los personajes cobran forma. En Boogie Nights se desarrolla dentro de la industria pornográfica, en Puro vicio desciende a los bajos fondos y Licorice Pizza se desenvuelve en ambientes televisivo-cinematográficos, pero, sobre todo, en un ámbito festivo-juvenil, pues, para Gary y Alana, todo son oportunidades. En Licorice Pizza, incluso las fallidas son soplos de aire fresco para esos personajes que se conocen por casualidad, en un instituto donde uno estudia y la otra trabaja. Ya desde ese instante, Anderson parece preguntarse quiénes son.


En toda su filmografía, se aprecia el interés del cineasta en el comportamientos de sus personajes. Ellos son su historia, pues su cine gira en torno a los comportamientos humanos. Aunque la ambientación y las formas son partes destacadas del resultado fílmico, Alana y Gary son el centro de interés: cómo son y cómo se relacionan entre sí y con el entorno; en cualquier caso, son menos extraños de lo que aparentan a simple vista. Todos somos “raros” a ojos ajenos; y en Licorice Pizza quienes asoman por la pantalla lo son, aunque también, como cualquier extraño, sus emociones no se diferencian sustancialmente de las de otros. Solo son raros en nuestro desconocimiento, pero existe afinidad en sentimientos. Debido a eso, dejan de serlo, pues Anderson nos los da a conocer más allá de la apariencia. Y así simpatizamos con los dos jóvenes protagonistas. Alana, sensacional personaje, y Gary, que no le anda a la zaga, cruzan sus vidas en una sesión de fotos donde ella trabaja como ayudante del fotógrafo que se encarga del anuario del instituto donde ya se intuye que Gary, de quince años, es un buscavidas y un pajillero. En todo caso, se prenda de ella. Alana le dice que tiene veinticinco años y que no se haga ilusiones. Sin embargo, inician una relación de amistad que no esconde que se trata de un amor complicado, quizá por ser el primero importante o, inicialmente, por la distancia de edad, que asoma como un muro —ella le deja claro que solo serán amigos, sin saber que se enamorará de él—. Lo cierto es que su amistosa intimidad les deparará encuentros y desencuentros, a cada cual más sorprendente, que fluyen sin aparente final, pues la juventud siempre es momento de empezar. Los cambios, los supuestos fracasos y éxitos, no son definitivos, solo son pasos que preceden a otros. ¿Sucede lo mismo con la relación de Alana y Gary? La suya se prolonga por todos esos momentos que componen Licorize Pizza, ya sea en la proximidad como en la distancia de una amistad/amor vital, rebosante de optimismo, de rebeldía, de confusión y de satélites extraños como el actor Jack Holden o el peluquero y productor Jon Peters, personajes que elevan la sensación de estar ante la evocación de dos colegas que llevan largo tiempo sin verse las jetas. Pues los momentos que se ven en pantalla bien podrían ser aquellos que la memoria retendrá y reconstruirá con el paso de los años; instantes que se fugan hacia un adelante todavía sin límites en el horizonte…



miércoles, 27 de septiembre de 2023

El trasero de Harry Cohn, por Fritz Lang

<<Quiero contarle una anécdota: tiene algo que ver con cuanto puede soportar el público. Durante mi último contrato por periodo con un estudio (siempre amé demasiado mi libertad y nunca quise tener contratos por periodos), Harry Cohn [entonces director de Columbia Pictures] me mandó un día una nota: “El señor Cohn espera su presencia en la sala de proyecciones mañana por la mañana a las diez en punto”. De acuerdo. (De pasada, soy una de las personas que estimaba a Harry Cohn, fue siempre muy amable conmigo; generalmente se le odiaba, muy irrazonablemente.) De cualquier forma, no tenía nada que hacer, no era mi película, me importaba un comino. Naturalmente, sentados por allí estaban el director, el productor y el guionista, no recuerdo qué película era. Por supuesto, a las diez en punto, ¿quién falta sino Harry Cohn? Todos “sabemos” eso: hay que llegar siempre un poco tarde; toda mujer sabe que cuando tiene una cita con su amante no debe ser puntual. Finalmente, llega y dice: “De acuerdo, proyecten”. Se sienta en la primera fila; la película se proyecta; ni una palabra, ni una respiración. La película acaba, luces, todo el mundo se queda sentado, inmóvil. No se oye el menor ruido. Harry Cohn se levanta, anda hacia la pantalla —sin decir una palabra—, vuelve, se queda de pie frente a la primera fila, gira, va de nuevo a la pantalla. Y yo pensé: “¿Qué tiene en la cabeza este hijo de tal?” De pronto se volvió y dijo: “Es una película muy buena”. Gran suspiro de toda la audiencia. “Pero…” Todo el mundo deja de respirar. (Me dije: “Ahora viene”.) “Pero —dijo— es exactamente diecinueve minutos demasiado larga”. ¡Aja! No creo que el productor o el director se hubieran atrevido a decir nada: estaban todos bajo contrato, pero el guionista no lo estaba, así que, finalmente, dijo: “Perdone, señor Cohn, ¿por qué dice “exactamente diecinueve minutos”? ¿Por qué no dice media hora, un cuarto de hora, veinte minutos, aproximadamente?” Y Harry Cohn le miró —estaba muy tranquilo— y dice: “Joven, exactamente hace diecinueve minutos empezó a dolerme el trasero, y justo ahí sé que el público sentiría lo mismo”. ¡Y tenia razón! En el momento en que el público empieza a sentirse dolorido, uno sabe que lo ha perdido. Hay una ley no escrita —es algo que hay que sentir— sobre cuánto puede uno estirar una escena, una situación, cuánto tiempo puede mantenerse la tensión.>> (1)

La anécdota contada por Fritz Lang a Peter Bogdanovich dice mucho más que lo relacionado con el público y con el buen ojo que tenía el trasero de Harry Cohn para calcular la duración exacta de una película, exactitud de metraje para no poner a prueba el aguante máximo de los cuerpos (y mentes) que pagaban su entrada a salas (originariamente) de asientos de madera, ignoro si de abeto, eucalipto, alcornoque o bonsái. El público daba gracias a Cohn por la capacidad extraordinaria de sus posaderas para el cálculo, algunos incluso ponían en las tarjetas de los preestrenos: “Ya las querrían muchos matemáticos para sí”. Pero lo importante era que la precisión milimétrica de su trasero le había ayudado a llevar su estudio, inicialmente de segunda —su superficie no era más grande que la de un plató gigante de la MGM—, a la primera división de Hollywood donde, por fin, pudo competir con las grandes “majors” y codearse de igual a igual con los magnates de Paramount, MGM, Universal, Fox y Warner. Cierto que su trasero no lo hizo solo. Tuvo la colaboración de su genio y de su tosquedad. Antes de ser dueño de Columbia Pictures, Cohn había sido conductor de tranvías, pinchadiscos y marido. El cine entró en su vida como un arrebato pasional, tomó el dinero de su mujer, que supongo le dio permiso, y, junto a Joe Brandt y a Jack Cohn, su hermano mayor, creó una pequeña compañía cinematográfica a la que llamaron C. B. C. Productions, semilla de Columbia. Así, además de trasero y mala leche, demostraría que tenía olfato para el negocio de las películas. Convertido en empresario cinematográfico, no tardó en ser magnate y, en todo momento, el tipo duro autodidacta a quien no le iban las florituras ni las delicadezas. Si había que morder, mordía; y si no, también. Sus empleados y desempleados le temían; les presionaba hasta el límite y no dudaba en el trato que debía darles; a menudo el de un tirano. Tampoco daba mejor trato a sus películas, solo le importaba que costasen poco y produjesen beneficios. Pero no era nada tonto, al contrario, como demuestra que, aunque a regañadientes, dejase hacer un tipo de cine más caro y arriesgado a un cineasta del talento de Frank Capra, cuya aportación a la Columbia fue fundamental para sembrarla de éxitos comerciales, de premios Oscar y de calidad. Sus producciones de la década de 1930 lo confirman: una de ellas, Sucedió una noche (It Happened One Night, 1934) fue la primera película en ganar los premios más importantes de la Academia fundada unos años atrás (en 1927): película, dirección, guion adaptado, actriz y actor principal. Pero de regreso a la anécdota de Lang, y sin necesidad de leer entre líneas, queda claro quien mandaba en Columbia Pictures, el estudio de la Dama que empuña la antorcha de la libertad. La palabra del “gran jefe” iba a misa, salvo para unos pocos que se la jugaban y replicaban, priorizando cuestiones creativas y otras relacionadas con el ego, o quienes, como el guionista del cuento, no estaban bajo contratos que les daban cierta estabilidad, pero que, inconscientemente, generaban miedo a perder el empleo (es decir, a dejar de cobrar a final de semana) y el sometimiento a la autoridad, en este caso la de Harry Cohn, <<uno de los más malditos, uno de los más grandes, y uno de los más controvertidos personajes que Hollywood haya conocido nunca.>> (2) Posiblemente, habrá más ideas escondidas en la anécdota, pero cierro el texto con <<es algo que hay que sentir>>; pues ahí, en la sensibilidad de quien crea cine, radica la diferencia y es donde Lang, LubitschHitchcock, Renoir, Walsh, Capra o Ford se convierten en maestros en narrar cinematográficamente.


(1) Fritz Lang: Fritz Lang en América (traducción de Miguel Marías). Editorial Fundamentos, Madrid, 1984.

(2) Frank Capra: El nombre delante del título. Autobiografía (traducción de Domingo Santos). T&B Editores, Madrid, 2007.

martes, 26 de septiembre de 2023

El santuario no se rinde (1949)

El asedio del Alcázar de Toledo dio la vuelta al mundo gracias a la propaganda de ambos bandos enfrentados. Una prueba de ello son los titulares de la prensa, otra sería las memorias de Winston Churchill, en las que hace eco de la resistencia de los asediados, apuntándola como un hito en la historia militar. En realidad, fue uno más de los hechos insólitos que componen las páginas de la historia sobre la guerra civil española, hechos que el político británico posiblemente desconociese o ignorase deliberadamente. Lo cierto es que alabó aquella resistencia que fue recreada por la propaganda cinematográfica franquista en una de las primeras producciones bélicas de la dictadura. Producida en la inmediata posguerra, y rodada en la Italia fascista, Sin novedad en el Alcazar (Augusto Gettina, 1940) detalla a su manera la victoriosa resistencia de los sitiados. Hubo más resistencias épicas, y también de mayor duración. Por ejemplo, la del santuario de la Virgen de las Cabezas, en la provincia de Jaén. Pero, al contrario que la victoria narrada en el film de Gettina, la resistencia expuesta por Arturo Ruiz-Castillo en El santuario no se rinde (1949) fue una derrota del bando franquista, tras nueve meses de cerco. No obstante, nada impide hacer victoria de la derrota; tal como años después haría John Wayne en su debut en la dirección en El Álamo (The Alamo, 1960), otro film que tampoco pretende objetividad histórica. Ambas son partidistas, también la película de Gettina o la soviética Días y noches (Dni i nichi, Aleksandr Stolper, 1944), que narra la resistencia de Stalingrado. La realidad siempre es más compleja, pues en ella interviene el factor humano que la determina y no la imagen pretendida por la propaganda, sea esta de la ideología que sea.

Basada en el hecho real, El santuario no se rinde no pretende rigurosidad histórica y tiende a la exaltación más nacionalcatólica, que era lo habitual en el cine bélico español de los primeros años cuarenta, a la entrega de la guardia civil. Narrativamente, la verborrea en pro de lo que se considera el deber supone un lastre para el desarrollo del film de Ruiz-Castillo, pues la exaltación y los diálogos cartón-piedra juegan en contra de la narración, ya desde su inicio, cuando suena la voz de la protagonista, que habla desde el presente y evoca el pasado, pero, más que en su memoria, parece leer sus recuerdos en un folleto. Marisa (Beatriz de Añara) recuerda los hechos y también los diálogos, incluso aquellos de los que no fue testigo. Pase como licencia narrativa, pero lo que no pasa inadvertido es que resultan excesivos y discursivos. Intentan ser poéticos y pronunciados para la gloria, pero caen en la “teatralidad” que empaña los logros visuales, que pierden protagonismo y vigor en beneficio del verbo que domina la película. Ruiz-Castillo recrea la resistencia de más de mil quinientos asediados que aguantan el hambre, la enfermedad, los ataques, centrando su interés en un puñado de héroes y heroínas, en su negativa a rendirse y en el romance que mantienen Luis (Alfredo Mayo) y Marisa, cuyo regreso al santuario de la Virgen de las Cabezas es el detonante que aviva la memoria de la chica. Marisa, condesa de Puerta Real, evoca para nosotros, más que para sí misma. Todo regresa a ella, cuando acude a poner flores sobre la tumba del capitán Cortés (Tomás Blanco), el heroico guardia civil que lideró la desesperada defensa expuesta en la pantalla por Ruiz-Castillo, que se encargó del guion técnico y de la dirección del film, y contó con el guion literario de José María Amado, de quien partió la idea de realizar la película. Pero si la parte técnica, fotografía, ambientación, iluminación, funcionan; la literaria, no. Aburre con tanta exaltación heroica y del deber.

El 1º de mayo de 1937, los sitiados del santuario de la Virgen de la Cabeza se rendían tras nueve meses. Las negociaciones iniciales habían sido rotas por el capitán Cortés, quien no estaba satisfecho con el trato que los milicianos habían dado a mujeres y niños. De modo que retomando las armas, decretó que nadie saliese ni entrase en el viejo monasterio, que había quedado vacío después de las violentas muertes de los monjes que lo habían ocupado. El film recuerda la situación desesperada. Lo hace, como ya se ha dicho, desde la memoria de Marisa, que vivió el largo asedio. En realidad, Ruiz-Castillo lo cuenta acorde a la visión del orden reinante en 1949, exaltando la marcialidad, la superación y la entrega hasta la última gota de sangre. Las palabras de Marisa son evocadoras porque se pronuncian en el presente, mas su evocación es de poética forzada. Su voz, y la cámara acercándose a la tumba de Cortes, inician El santuario no se rinde. En ese instante, la memoria actúa, reconstruye y las imágenes regresan al pasado, a un tiempo inmediatamente anterior a la resistencia numantina que ella misma vivió después de que Luis la salvase de los milicianos, con quienes este simpatiza por ideología (contraria a la de los los terratenientes y caciques). Pero eso no impide que la salve de quienes, reclamando justifica, están dispuestos a pasar por las armas a cualquier sospechoso de haberles oprimido. Y Marisa y su padre, el conde de Fuente Real, lo son debido a su cuna aristocrática y a su hacienda. Luis la salva y emprenden juntos su viaje hacia el santuario donde cree que ella estará a salvo. Viajan de noche, se ocultan donde pueden y, apunto de llegar a su destino, él es alcanzado por una bala. Ya en la fortaleza, Marisa se erige en su salvadora; con su declaración, le devuelve el favor y los sitiados permiten que el republicano se quede entre ellos. De ese modo, el amor entre la pareja —que representan dos posturas que se acercan— crece al tiempo que se gesta la caída del antiguo santuario, transformado en fortaleza desde prácticamente el instante del alzamiento, y el paso ideológico de Luis o, si se prefiere, su entendimiento con Cortés tras estar media película si no enfrentados, sí en lados ideológicos distantes. Luis es quien cambia, pasa de sospechoso a héroe, mientras que Cortés no se moverá de su postura; él es guardia civil y su deber es velar por el orden y por aquellos que piden la protección de la benemérita.



lunes, 25 de septiembre de 2023

Carl Mayer, hojas de cine


A quien lo lea. Me llamo Carl Mayer (1), y seguramente la mayoría de ustedes no me conozcan, pero hubo un momento durante el cual mi nombre sonaba en boca de todos los profesionales del cine alemán. ¿Por qué? Algunos dirían que por mis guiones y por mi intención de ir un paso más allá. Si realmente lo hice, como hubo quien dijo, me alegro, pero, en todo caso, me siento satisfecho con mi trabajo porque lo hice lo mejor que supe y siempre asumiendo riesgos, explorando posibilidades. Quizá mi escasa estatura me empujó a querer ser más grande en mi profesión. Lo ignoro, pues soy mejor psicólogo de mis personajes que de mí mismo. Nací en Graz, en la actual Austria, aunque en 1894 todavía pertenecía al Imperio Austrohúngaro, Imperio que, como todos los que le precedieron, dejó de existir. El mundo se transforma, nosotros también; aunque no lo pensemos en el momento del cambio. En mi caso, la bancarrota y el suicidio de mi padre me llevaron de la adolescencia a la madurez, pues, a los dieciséis años, me vi obligado a dar un paso adelante y asumir la responsabilidad de cuidar a mis tres hermanos pequeños y sacar la familia adelante. Lo hice como buenamente pude, vendiendo barómetros, cantando en coros, trabajando en esto y en aquello, incluso llegué a probar suerte en el teatro, desempeñando labores de extra. Fue allí donde empecé a tomar conciencia de lo que quería ser, pero no fue en casa donde escribí mi primer guion. Lo escribí en Alemania, después de la Gran Guerra. Mas fue el siguiente el que supuso una revolución estética. Lo escribí al lado del gran Hans Janowitz, a quien conocí en Berlín poco después de concluir la guerra del 14, y el resultado visual convirtió a El gabinete del Doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, Robert Wienne, 1919) en abanderada de un tipo de cine que asumía características expresionistas.


El expresionismo se había iniciado a finales del siglo XIX, pero alcanzó su mayor esplendor en el XX. En el cine, su época dorada, arranca con El gabinete del doctor Caligari. No pretendo alardear del éxito de la película ni de mi contribución, porque tampoco estoy del todo satisfecho de su resultado. Hans y yo protestamos por el cambio en nuestra historia, pues aquello de convertirla en un sueño, eliminaba nuestra denuncia, la invertía; pero ni Pommer ni Wiene nos hicieron caso. Lo único que pretendíamos era hacer visible nuestro malestar y criticar abiertamente a la autoridad que nos había empujado a morir y a matar en la Gran Guerra. Hans había participado en la guerra y la odiaba, odiaba la autoridad porque enviaba a la muerte; y a mí, quizá por declárame pacifista, me habían sometido a constantes evaluaciones psiquiátricas. Acabé por desconfiar de los psiquiatras militares, también por aborrecerlos, y ese sentimiento lo quise expresar en Caligari. Puede que aquel bombardeo de supuestos expertos en mentes me inspirase, pero era exasperante. ¿Qué pretendían? ¿Por qué no intentaban comprender mi punto de vista, en lugar de juzgarme e imponer su “verdad” como única opción válida de cordura? ¿Qué querían de mí? Nunca he llegado a saberlo, pero eso también quedó atrás, mas no la autoridad destructiva y la guerra, que parece que nos persigue. De lo que me siento más orgulloso es de haber dotado de psicología a mis personajes y, aunque suene presumido por mi parte, fui uno de los máximos responsables de lo que se dio en llamar kammerspiel. Digamos que se trataba de un cine psicológico que encuentra en Sylvester (Lupu Pick, 1924), otro de mis guiones, su punto de arranque; pero su mejor ejemplo es El último (Der letzte mann, 1924), que escribí para Murnau, con quien ya había colaborado con anterioridad en tres películas y con quien volvería a colaborar en otras tres. En total, fueron siete las que escribí para él. Uno de esos guiones se lo llevó a Hollywood cuando William Fox le ofreció la oportunidad y el dinero para dirigir sin reparar en gastos. Por entonces, pocos rechazaban la llamada del dólar, pero dudo que Murnau decidiese cruzar el charco por lo que pudiese decirle la moneda. Más bien, creo que lo hizo por el reto, por filmar algo distinto, en un país distinto, para rodar un poema cinematográfico en las mejores condiciones posibles, pues era consciente de que Fox pondría a su disposición todos los medios de su gran empresa cinematográfica. Por supuesto que a muchos no le sonará de nada, pero Amanecer (Sunrise, 1927) marcó un hito en el cine silente, y quizá no sea exagerado decir que es una de las cumbres del cine. Mi siguiente trabajo con Murnau, que sería el último, también la rodó para la Fox. Se trataba de Los cuatro diablos (4 Devils, 1928), una película que se ha perdido, quizá para siempre.


Podría continuar numerando mis guiones, como la idea desarrollada junto Karl Freund y Walter Ruttman en Berlín sinfonía de una ciudad (Berlin - Die sinfonie der 
Großstädt, 1927), pero no le encuentro mayor sentido. En fin, la vida no siempre sonríe, y no me refiero a la pérdida de una película, sino a la propia existencia en manos de fuerzas ajenas, como pueda ser el devenir histórico que aupó al nacionalsocialismo al poder en Alemania. Entre otros factores, el miedo de los empresarios al comunismo, la fácil manipulación de la baja clase media, la crisis económica de finales de la década de 1920 posibilitaron al partido nazi el control de Alemania; así que decidí escapar antes de que fuese demasiado tarde. Me fui en 1932 y me trasladé a Francia donde participé en la película de Paul Czinner Mélo (1932). Tres años después, en 1935, me instale aquí, en Inglaterra, y desde entonces he escrito tres películas más —dos de ellas dirigidas por Paul y el documental de Rotha, cuyo nombre de pila también es Paul— y he intentado adaptarme; la verdad creo que lo he hecho. No me cuesta amar la vida. Me gustan las personas, tratarnos de tú a tú, en distancias cortas, alejados de las multitudes que imposibilitan el trato individual que posibilita el conocimiento y el reconocimiento. Pero, ahora, la vida que he construido en Inglaterra se ve amenazada, con la de millones más, por otra gran guerra. No llegaba una grande que ahora el mundo se ve envuelto en otra más letal, porque las armas y la locura desatada son más letales. Las sirenas ya no se escuchan en la noche, las bombas de la Luftwaffe ya no caen sobre un Londres que ahora se encuentra abarrotado de uniformes estadounidenses. Algunos domingos, las calles y los pubs se llenan de soldados yanquis, también los cines y los parques se convierten en los lugares donde intentan olvidar la distancia que les separa de sus hogares, de sus gentes, de sus ilusiones. A la espera de su entrada en combate, dan colorido juvenil a la ciudad, que vuelve a rebosar de vida y de ganas de vivir. Atrás queda el tiempo del terror nocturno y del miedo a la invasión. Ahora nos sentimos esperanzados, aunque todavía queda un largo camino por delante. Me pregunto si mi enfermedad me permitirá ver el final de todo esto; de cualquier modo espero que sea un final feliz. Lo que quiero decir con “feliz” es que espero que no volvamos a caer en la locura, que aprendamos de tanta muerte y destrucción y no volvamos a dejarnos arrastrar por nuevos mesías. ¡Ay, qué mundo este! ¡Cuantas lágrimas y sangre derramadas! ¡Qué mundo, cuando un solo hombre puede llevar al matadero a millones! Pero ya sé, basta de suspiros, rápido olvidamos y todo cae en el olvido, más si cabe las personas, nuestros nombres, nuestros hechos, cotidianidades, éxitos y fracasos. Lo sé, nos volvemos anónimos, somos futuros olvidos. Todo tiene su momento y el mío pasó hace tiempo, pero no por ello mi nombre deja de ser Carl Mayer y que un día fui uno de los más grandes guionistas del cine alemán. Hoy <<soy una hoja de otoño flotando sobre viento suave>> (2) que sonríe porque la noche empieza a clarear, anunciando el despertar de nuevo día en el que el mundo volverá a estar en paz.

Londres, a 4 de febrero de 1944

(1) Aunque basado en la realidad de Carl Mayer, el texto es de mi invención. Mayer nunca escribió esto; de haberlo hecho, probablemente lo haría en alemán y mucho mejor.

(2) Así lo definió Paul Rotha, cineasta inglés con quien Carl Mayer trabajó en The Fourth State (1940), la última película escrita por el guionista austriaco

domingo, 24 de septiembre de 2023

Las calles de la ciudad (1931)


Su procedencia teatral no se dejó notar cuando llegó al cine en tiempos de la transición del silente al sonoro, pues su interés no estaba en los diálogos, sino en el uso de la cámara, en sus movimientos como parte fundamental para narrar, en su combinación con los sonidos. Fue entonces cuando Rouben Mamoulian destacó como uno de los cineastas más innovadores y que mejor partido supo sacar a las imágenes y al sonido en los albores del sonoro. Ejemplar en la combinación audiovisual fue Aplauso (Aplause, 1929), su primer largometraje, también El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1931), quizá su obra más arriesgada y lograda, y Las calles de la ciudad (City Streets, 1931), un film gansteril que parte de una historia de Dashiell Hammett, uno de los grandes de la serie negra, en el que Mamoulian introduce y deja oír la voz interior (el pensamiento) por primera vez en la pantalla, cuando Nam (Sylvia Sidney) está en prisión y recuerda algunos de los momentos previos a su ingreso en el correccional. La película contó con el protagonismo de Gary Cooper, en el papel de gánster, que no deja de ser el del héroe ingenuo que luce estampa sonriente, imagen heroica que perdería sonrisa y ganaría en laconismo con los años; Sylvia Sydney, quien dio vida a Nam, inicialmente igual de inocente, aunque no tarda en sufrir el desengaño de verse entre rejas, después de ser abandonada por la banda; y Paul Lukas dando vida al refinado, mujeriego, falso y letal jefe de la organización criminal. También destaca la presencia de Guy Kibbee en un papel opuesto al que se le asocia comúnmente; magnífico en cuanto se relaciona al asesinato de Blackie (Stanley Fields).


Como otras producciones que asumen características de las crook stories, literatura negra que surge a finales de la década de 1920, consecuencia y reflejo del malestar social y moral generado por la Gran Depresión, Las calles de la ciudad presenta una narración lineal, que va al grano, para sumergirse en el submundo del hampa, pero, a diferencia de Hampa dorada (Little Caesar, Mervyn LeRoy, 1931) o Scarface (Howard Hawks, 1932), su protagonista no es un gánster propiamente dicho, ni alcanza el grado de megalomanía y violencia que Edward G. Robinson y Paul Muni confieren a sus personajes, sino un cowboy de feria que se ve obligado a dar el paso de la legalidad a la ilegalidad que inicialmente rechaza. La acepta después de que su novia sea arrestada y encarcelada. Tanto Kid como Nam son engañados por Pop (Guy Kibbee), el padrastro de la chica y uno de los esbirros del gran tipo (Paul Lukas), el jefe de la banda de traficantes de cerveza, un tipo que, más que grande, es un criminal sin el menor miramiento a la hora de ordenar eliminar a sus hombres, por ejemplo a Blackie, para allanar el camino a sus conquistas y a sus ambiciones. Mamoulian emplea elipsis y otros saltos temporales menos sutiles para avanzar velozmente la acción sin profundizar en la psicología de los personajes; todavía no hay necesidad, está llegará en la década de 1940, con el cine negro propiamente dicho. Dos ejemplos de elipsis empleadas por el cineasta de origen georgiano serían el sombrero de uno de los rivales del gran jefe, que permite conocer parte de la naturaleza del “villano”, o la ventana de la celda donde Nam es confinada después de su arresto, por no delatar a Pop, que le entregó el arma homicida. Nam calla para protegerlo, pero su padrastro, un asesino de la banda del “gran tipo”, no tiene la menor intención de ayudarla, ni de ser sincero con Kid, a quien, debido a su excepcional manejo de las armas de fuego, engaña para que trabaje con ellos, algo que entristecerá a la protagonista cuando descubra que su chico se ha unido a los traficantes de cerveza.



sábado, 23 de septiembre de 2023

Providence (1977)

<<En los términos más sencillos posibles, Providence trataba de una larga noche en la vida de un novelista agonizante que, agobiado por el dolor, se atracaba de píldoras y bebidas, luchando para crear una nueva obra. Utiliza a los miembros de su familia como personajes; confunde el pasado, aterrorizado por el futuro, lleno de ira, melancolía y culpa, consciente de que la muerte se acerca rápidamente>>. (1) Este resumen de Dirk Bogarde, que daba vida a Claude Langham en Providence (1977), aproxima la superficie de la película de Alain Resnais, cuyo guion corrió a cargo de David Mercer, e introduce su fondo: la memoria del subjetivo que recuerda, inventa y olvida, quien da forma a la realidad imaginada. En ella, Clive Langham (John Gielgud), <<el novelista agonizante>>, introduce a los miembros de su familia; crea la imagen que tiene de ellos o la que desea, pero sin poder impedir la intervención del subconsciente que, de cuando en cuando, asoma en el consciente en forma de intrusos, como el futbolista, o perdiendo el control sobre sus personajes, como sucede con Helen (Elaine Stritch), reflejo de Maureen, su mujer fallecida, que toma el control del personaje para reprocharle una relación que le hizo sentir una sombra de sí misma, para culparle de su suicidio. Ahí, actúa la culpa del escritor, la que silencia en la realidad consciente, pero que surge en su mente, proveniente de algún lugar donde aguardaba agazapada, a la espera de salir.

Aparte de un film sobre la memoria, Providence también lo es acerca del tiempo y de la creatividad, la cual guarda estrecha relación con la primera, pues, el subjetivo, la mente del pensante, es el constructor de un espacio abierto a las posibilidades. Inicialmente oscuro y vacío, de la nada (la ausencia) se pasa al todo (la presencia). Pero Providence también es una de las obras más irónicas de Resnais, que no solo lleva al límite la memoria y el olvido, el paso del tiempo y su ausencia como dimensión física en el pensamiento, sino que muestra al pensante caricaturizando a los suyos, al tiempo que esas relaciones y personalidades proyectadas en Claude, Sonia (Ellen Burstyn), Henry (David Warner) y Helen, la mujer moribunda, remiten a las propias. De ese modo, más que de invención literaria, Clive realiza un ejercicio de memoria, quizá un exorcismo que elimine fantasmas y culpas ante la proximidad de la muerte, ejercicio retrospectivo en la que el ayer no existe salvo como el ahora en el que se construye.

Inventar y recordar pueden ser sinónimos, si aceptamos que ambos verbos son la acción de crear la imagen de algo que, aunque extraído de una realidad pasada o soñada, no existe hasta que se inventa o se recuerda. No existe pasado inamovible en la memoria, ni futuro en la imaginación, solo sus múltiples posibilidades cambiantes. El autor juega con eso, inventa a partir de los posibles que se presentan. La mente acerca el ayer al hoy, donde también se construye la imagen del mañana, pero en el caso del escritor la posibilidad futura desparece ante la imagen de la muerte que siente y sabe próxima. En la memoria los colores se olvidan, de ahí que la fotografía empleada por Resnais en gran parte de Providence —fotografía obra de Ricardo Aronovich— carezca de colorido, o este se atenúe; en contraste con la vivacidad de los tonos en la realidad que cobra protagonismo en la parte final. Nadie piensa en color, tampoco en blanco y negro (hagan la prueba, si lo desean), sino en la ausencia de tonalidades. Al contrario que los objetos, los paisajes o las personas en la realidad física, sus imágenes en la memoria carecen de corporeidad (atributos físicos), igual que el olvido y su posterior reconstrucción cuanto se recuerda. Aunque se base en experiencias vividas, el recuerdo no es otra cosa que la invención de lo olvidado, de lo ya pasado y de lo que nunca pasó, como es el caso de la memoria que se introduce en la novela que Clive escribe en su noche de agonía. La construye en el presente, condicionado por el miedo, la culpa y las relaciones personales, que siente fallidas; y así, Resnais nos introduce en la vida y en la mente de un novelista anciano que construye un espacio imaginario que puebla con sus familiares, con su visión subjetiva de ellos. Son apenas fantasmas, caricaturas o personajes cuya existencia depende del escritor que los inventa y recuerda, pues son una mezcla de ambas cosas. Al tiempo que relata, Clive realiza un ejercicio de introspección que nace inconsciente en esa imaginación que construye a partir de lo que conoce. Como autor, se toma sus licencias, cambia la realidad conocida y crea algo diferente, pero no por ello, su esbozo literario carece de verdad, ni está exento de imprevistos, ni de reproches que se cuelan en su historia. La exposición de Resnais indica que en Providence existen diferentes espacios mentales; uno de ellos, el subconsciente, es responsable de despertar la culpabilidad que devuelve situaciones y presencias que proporcionan al escritor material para construir su obra, la que le permite asomarse al no tiempo, a la memoria, a la creación artística y, finalmente, a sí mismo.


(1) Dirk Bogarde: Un hombre ordenado (traducción de Javier Alfaya y Bárbara McShane). Espasa-Calpe, Madrid, 1985.

viernes, 22 de septiembre de 2023

Frente al amor y a la muerte (1966)


Milanés, hijo de un lechero, criado en un barrio violento, Luciano (Robert Hoffmann) aspira a otro tipo de vida. Es un joven a quien le gusta el lujo y la buena vida, y no le importa delinquir para lograr ambas. Inspirada en la vida de Luciano Lutring, conocido por Il solista del mitra, Ugo Pirri y Carlo Lizziani escriben el guion llevado a la pantalla por el segundo en Frente al amor y a la muerte (Svegliati e uccidi, 1966). El resultado es un film pasional y violento, sensacionalista como los titulares que encumbran al protagonista a lo más alto de la criminalidad, que narra el romance al límite de Yvonne/Cándida (Lisa Gastoni) y Luciano, así como la carrera criminal de este último. Joven de clase trabajadora, las aspiraciones de Luciano consisten en pasarlo lo mejor posible sin pegar palo al agua, tomando aquello que se lo permita y sintiéndose el dueño del mundo, del suyo, uno tan pequeño que le viene grande cuando fuerzas ajenas a él entran en juego. Respecto a la criminalidad del protagonista, Lizziani deja claro que su delincuente es un don nadie, atrapado entre la violencia de su elección de delinquir y el entorno donde solo es una marioneta sin importancia, un tipo prescindible con un final predecible. La historia de Frente al amor y a la muerte se desarrolla desenfrenada entre el amor a quemarropa, en el que Yvonne, la máxima protagonista del film (y también el personaje más positivo, aunque se vea en la tesitura de engañar a su marido para salvarle), desea a toda costa salvar a Luciano, incluso, para salvarle la vida, traicionándole entregándole a la policía, y la criminalidad en la que se descubre la turbiedad y la ambigüedad del inspector Moroni (Gian Maria Volonté) o de la policía internacional, de los delincuentes que aprovechan el nombre de Luciano para dar sus golpes, de la televisión y la prensa escrita, cuyo sensacionalismo no informa de los hechos, sino que inventa la realidad que conviene a sus intereses: el aumento de las ventas y el control de la realidad; el poder de transformarla en otra. Los titulares del periódico cambian la imagen de Luciano, omiten que se trata de un ladrón de poca monta, le inventan un apodo pegadizo y lo convierten en una especie de enemigo público número uno. Algo similar podría decirse del programa televisivo, al que solo le importa los índices de audiencia y, para elevarlos, saben que no hay nada mejor que vender la vida de otros, de ahí que insistan y paguen a Yvonne para que salga en antena. En su inocencia y en su amor, ella acepta. ¿Qué no estaría dispuesta a hacer para salvarlo? Pirro y Lizzeti no justifican a sus víctimas, pero sí critican el sistema que les acorrala y empuja a Luciano a ser lo que inicialmente no es: “el solista de la metralleta”.



jueves, 21 de septiembre de 2023

Spy Game (Juego de espías) (2001)


La industria de Hollywood siempre apuesta sobre seguro, aunque a veces pierda en su apuesta y sufra un descalabro, que no fue el caso de Juego de espías (Spy Game, 2001), aunque no dio todo el buen rendimiento económico que se esperaba. Recuerdo haberla visto en el cine, cuando se estrenó por aquí. ¿Por qué acudí a verla? Es evidente, por su pareja protagonista, Robert Redford y Brad Pitt, y por la trama, aunque no por el cómo se desarrolla, pues todavía no tenia una idea clara de ese cómo. Hoy, sí. Más que un film de espionaje, se trata de una película de acción o, si se prefiere, como apunta el título, de un juego de despiste visto desde la perspectiva del espectáculo ruidoso, la mayoría de veces vacío, que puede encontrarse en una película dirigía por Tony Scott. Esto no quiere decir nada en contra del director de Enemigo público (Enemy of the State, 1998) ni de los films de consumo inmediato en los que, sin duda, era un experto. Véase para corroborar lo dicho Top Gun (1985), Días de trueno (Days of Thunder, 1990) o Marea roja (Crimson Tide, 1995). Las ideas que esboza en sus películas se pierden a ritmo del montaje y de la cámara, priorizando el impacto audiovisual que caduca en la siguiente escena para dar paso inmediato a la próxima. No hay tiempo para plantear dudas existenciales, ni el por qué ni el para qué del oficio, o si hay algo más que lo evidente; en eso no se diferencia demasiado al ritmo de la actualidad real, en la que tampoco parece haber cabida para detenerse y contemplar la imagen de la realidad en la que vivimos o para regalarnos un instante de autocrítica y de cordura, si es que alguien sabe qué es esto. Pero por arte de la personalidad de sus protagonistas y de la habilidad de Scott para alargar el videoclip, Spy Game supera algunas de sus carencias y logra su propósito de hacer negocio y de entretener a un público adaptado al ritmo voraz actual, cuando todo es entretenimiento de consumo rápido y a otra cosa después, que hay más temas que esbozar en la superficie. Vamos, que hay que producir más y más, llenar las arcas y la cotidianidad.


Alguien dijo “la vida es sueño, azar y juego, trabajo y negocio, amor, deseo, frustración y un poco de rabia, también descanso, pausa, contemplación, dolor, miedo, gotas de belleza y tormentas de terror; también el saborear los instantes, el querer apurarlos, el quedarse con las ganas, el querer más y el no poder empezarla de nuevo”, pero seguro que no fue el mismo que aseguró por primera vez que el cine es industria. Este último no andaba desencaminado, pues, para que haya películas, hace falta dinero y para que este llegue y llene los bolsillos de los empresarios hay que llenar las salas con productos vendibles, atrayendo al público con estrellas o con historias que prometan evasión, con mucho artificio y haciendo tanto ruido que supere los decibelios de mil bocas masticando palomitas. Bromas aparte, que cada cual mastique lo que quiera o pueda, pero no bromeo respecto a lo del negocio y lo del ritmo. Es así de sencillo y complejo, y a veces lo olvidamos: sin dinero ni beneficios, no hay películas. Hollywood (y otros lugares) así lo entiende. No ve el cine como el público y mucho menos como lo hace la crítica o los cineastas cuya personalidad les apura a crear su obra tal como la conciben; o al menos a luchar por ello, aun a riesgo de perecer en el intento. Para la industria, una mala película es la que no aporta beneficios, es la que genera pérdidas, tal como sucedió con La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955) o La puerta del cielo (Heaven’s Gate, Michael Cimino, 1980). Mientras que un film mediocre o pésimo, pero rentable en taquilla, es una gran película. Esto siempre ha sido así; no es un fenómeno actual. ¿Cuándo predominó en una empresa algo que no fuese la rentabilidad del producto a vender? ¿De cuantos directores y films magistrales estamos hablando desde que se creó la industria cinematográfica? Lo que sí ha cambiado son las formas cinematográficas, la velocidad de la narración, la ausencia de serenidad, de un instante de pausa que permita componer las ideas o hacerse una idea, como si todo el rato hubiese que llenarlo con estruendo audiovisual. El cine se repite y en la repetición parece ser donde mejor se desenvuelve este tipo de acción-espectáculo hecho en Hollywood, y que Tony Scott sabía manejar. Eso es indudable, aquí lo demuestra dando una capa de barniz —el doble juego, el engaño y la historia común que une a los protagonistas— que oculte que bajo la superficie de Spy Game hay el mismo suelo de siempre, aquel por donde pisan la mayoría de este tipo de producciones.


Quizá los máximos responsables de Spy Game hayan visto la espléndida y gris El espía que surgió del frío (The Spy Who Come in from the Cold, Martin Ritt, 1965) y no les gustó la quietud ni el gélido mundo del espionaje expuesto por Ritt en su adaptación de John Le Carré, un mundo de guerra fría ya inexistente cuando Reford y Pitt se cruzaron por primera vez, en El río de la vida (A River Runs Through It, Robert Redford, 1991), película dirigida por el primero y protagonizada por el segundo, cuando Pitt todavía no era una estrella. El de Redford es un film que se toma su tiempo para desarrollar la historia que quería contar, pues tenía una que exigía tranquilidad, detenerse en las pequeñas cosas, que suelen ser las más grandes. Aquí, en estas líneas, no hay tiempo para eso; hay que apurar, impresionar, jugar, quizá no tan bien como Scott lo hace con la cámara y el montaje para impedir que el público piense. Yo pretendo lo contrario: pensar, que lo consiga es otro cantar. El año que ambos ruedan El río de la vida es el presente de Spy Game; no es capricho que el film de Scott se desarrolle en ese momento ya sin guerra fría, un instante en el que el conflicto entre el bloque soviético y el capitalista es historia. Tras la caída del “telón de acero”, algunos se preguntarían ¿y ahora qué? ¿Oriente próximo? ¿Oriente Medio? ¿China?, pero no Nathan Muir (Robert Redford), que ese mismo día se retira de la profesión sin saber que todavía le queda una última misión. En la actualidad, tenemos algunas respuestas, pero entonces el panorama para los espías era una incógnita. Había que adaptarse a una nueva era en la política internacional, quizá por ello Nathan Muir se jubile dando una lección de cómo se juega al despiste. Es 14 de abril de 1991, señala el rótulo sobre fondo negro que abre el film en la cárcel de Su Chou, en China. También informa que acude personal internacional tras saltar la alarma de un brote de cólera en el presidio. El brote sirve de tapadera para realizar una misión de rescate llevada a cabo por Tom Bishop (Brad Pitt), pero lo atrapan y Nathan, en su último día en la agencia, tiene 24 horas para rescatarlo y superar las trabas que la Agencia le pone, pues pretende dejar que ejecuten a Bishop y no arriesgarse a un conflicto con los chinos. Con tal acelere, el montaje de Scott no podía serlo menos, así que el film avanza por el pasado, desde que se conocieron en Vietnam hasta que lo recluta en Berlín, le enseña y pasa a la acción, etc., que tengo prisa, y el presente, todo ello a ritmo de veloz ingesta y con acompañamiento musical. Y el desenlace, igual de previsible que el resto del metraje.



miércoles, 20 de septiembre de 2023

Sneakers (Los fisgones) (1992)


El mayor reclamo de Sneakers (Los fisgones) (1992) era contar con el protagonismo de Robert Redford, quien por primera y última vez compartía escenas con Sidney Poitier, otro de los grandes iconos del Hollywood de la segunda mitad del siglo XX. Pero eso no era todo para atraer al público a este entretenimiento hecho a la medida de Redford. También había anzuelo juvenil en la presencia de River Phoenix, que venía de protagonizar la más compleja e intimista Mi Idaho privado (My Own Idaho, Gus Van Sant, 1991). Además, al tratarse de un film lúdico, sin apenas más tema que divertir desde la intriga, se contó con Dan Aykroyd para darle un toque cómico y paranoico en su otra especialidad: las teorías de la conspiración. Y ya que se estaba tirando la casa por la ventana, había que presentar un villano a la altura de las circunstancias y este rol cayó en Ben Kingsley. Claro está que a la historia le faltaba algo; y ese algo era una presencia femenina elegante y atractiva que no desmereciese frente a Redford. Así que Mary McDonnell fue un buen fichaje para este thriller cuyo protagonismo se completa con David Strathairn y que fue realizado por Phil Alden Robinson, cuyo anterior trabajo tras las cámaras había sido la fantasía protagonizada por Kevin Costner Campo de sueños (Field of Dreams, 1989).



La trama de Los fisgones es sencilla, bastante eficaz, no se complica y se ubica en un periodo inmediato a la caída del bloque comunista, un momento de supuesta paz, pero que dejó intranquilos a quienes aplicaban el dicho “mejor malo conocido que bueno por conocer”. Resumiendo: el fin de la guerra fría dejaba al bloque occidental sin un enemigo concreto; sin olvidar que el mundo estaba cambiando a pasos tecnológicos que se abrían a la era de la información a raudales, cuyo torrente tiende a desinformar. El nuevo siglo se iniciaba antes de su comienzo cronológico y la geopolítica dibujaba un panorama diferente cuyo horizonte era complicado vislumbrar. El orden de medio siglo se derrumbó con la caída del bloque soviético y los agentes de ambos bandos veían su futuro “de patitas en la calle”. Las nuevas tecnologías empezaban a determinar el nuevo orden, algo que Los fisgones apunta en su inicio, en la introducción que Phil Alden Robinson ubica en 1969, cuando dos jovenes universitarios y activistas hackean los ordenadores de varias instituciones para repartir el dinero entre organizaciones activistas y necesitadas de impulso financiero. La suerte de estos amigos es dispar. Martin Brice logra evitar a la policía, mientras que Cosmo es arrestado y condenado a doce años de presidio. En el presente, Martin oculta su verdadera identidad bajo el apellido Bishop y se dedica a supervisar la seguridad de los bancos y de quien contrate a su equipo de expertos; pero el pasado le encuentra. La excusa para dar rienda suelta al entretenimiento asoma cuando dos supuestos agentes del gobierno lo chantajean para que trabaje para ellos y robe la tecnología desarrollada por el doctor Janek (Donal Logue), la cual, una vez robada, descubren que permite decodificar cualquier código cifrado, lo que supone que ningún secreto, ni siquiera los de Estado, esté a salvo…




martes, 19 de septiembre de 2023

Portero de noche (1973)

La casualidad llevó a Dirk Bogarde a ver Galileo (Liliana Cavani, 1968), la película que aquella noche estaban emitiendo en una cadena de televisión francesa. Las imágenes llamaron su atención y removieron su memoria. Conocía el nombre que estaba leyendo en los títulos de crédito. Lo había visto con anterioridad en alguna parte. ¿Dónde? De pronto, recordó la pila de guiones recibidos y desechados, sin apenas ojearlos, durante los últimos dos años. Había decidido apartarse del cine y de su ritmo estresante de vida, pero en aquel instante, la necesidad económica apuraba y lo que vio en la pantalla le convenció de que era el momento de regresar a la actuación. Habían pasado dos años desde el rodaje de Muerte en Venecia (Luchino Visconti, 1971) hasta aquel momento en la soledad de su salón y de su búsqueda entre los guiones rechazados e ignorados. Como sospechaba, allí encontró aquella historia que a simple vista le había parecido una más sobre individuos raros. Temía que le encasillasen en ese tipo de personajes, pero recordaba que había algo más en aquellas páginas tituladas Il portiere di notte. El nombre de la autora era Liliana Cavani, el mismo que firmaba la película que acababa de ver sobre Galileo Galilei. Leyó el guion y confirmó sus sospechas: en aquellas páginas había algo más que lo aparente. Había una historia de amor que le gustaba, al menos él consideraba amor a la relación entre su personaje y el de Charlotte Rampling, y esa impresión le decidió a contactar con la directora italiana. El resultado de aquel encuentro fue Portero de noche (Il portiere di notte, 1973), una película que también se desarrolla a partir de una casualidad: el inesperado reencuentro de Max (Dirk Bogarde) y Lucía (Charlotte Rampling).

Corre el año 1957, doce años después de la conclusión de la guerra y del descubrimiento de los campos de exterminio nazis donde ambos coincidieron la última vez que se vieron. Entonces, ella era una prisionera y él, un oficial de la SS que aprovechaba su autoridad para dar rienda suelta a su excitación. La forzaba y sometía, pero al tiempo algo sucedía en él, una especie de dependencia. Así surgió su relación más allá de la víctima y el victimario, más allá del horror y del dolor, en un terreno quizá sadomasoquista, quizá a las puertas de un amor diferente. Su reencuentro revive el pasado, pero se invierte en el presente, pues, en una relación de dominio y sometimiento, ¿quién domina y quien se somete? Acaso ¿no son ambos extremos el reflejo de lo mismo? El dominador es sumiso y el sumiso se trasforma en dominador —tema que Roman Polanski desarrolla en La Venus de las pieles (2013)—, puesto que quien somete necesita alguien a quien dominar, lo cual lo transforma. Domina en la apariencia, pero al tiempo es dominado. Bajo la piel de Max existe la culpabilidad y la necesidad, y esta última solo se calma con Lucía, a quien llama “su niña” al recordar el pasado en el que ella fue la víctima a someter, pero no una más entre tantas, sino, de alguna manera, quien le influyó de tal modo que no ha podido olvidarla. Más o menos, esto sucede en Portero de noche, después de que Lucía y Max se reconozcan en el hotel donde la memoria devuelve el pasado común al presente. En realidad, no lo devuelve, pues ese tiempo pretérito ha estado ahí desde la guerra. Les ha acompañado hasta ese momento en el que vuelven a cruzarse. Lucía, única superviviente de Max, ya no es la joven que fue objeto de deseo, de los abusos y de la manipulación llevada a cabo por el oficial de la SS, que se hacía pasar por doctor para experimentar, excitarse y satisfacer sus deseos y perversiones. Ahora, él se oculta en el anonimato y ella es la única que puede declarar en su contra y poner en peligro al grupo de nazis al que Max pertenece y que se oculta en la sombra, entre los ciudadanos corrientes y respetables.

¿Cuántos nazis y simpatizantes, privilegiados durante el totalitarismo nacionalsocialista, se vieron obligados a huir, o a esconderse en la nueva normalidad, tras la caída del “III Reich”? ¿Cómo lo lograron o cómo se les permitió lograrlo? La mayoría pasaron al anonimato, aceptando que su rol dominante había concluido; otros aguardarían el momento de recuperar lo perdido, como alguien dice en la reunión del grupo de nazis en el hotel. Y para Max, lo perdido se reduce a esa mujer que reaparece en su vida. Quizá sea amor, como apunta Bogarde cuando habla de una historia amorosa, pero ¿qué es el amor, o mejor dicho, qué entiende cada persona por amor? En el caso de Max y Lucía, ¿un nudo irrompible como el suyo, de deseo, excitación, sexo, enlazado con el pasado y sin futuro aparente? ¿O sienten algo más? En todo caso, ¿cómo definen el amor? Hay una definición de Bertrand Russell que expresa que <<el amor es una experiencia en la que todo nuestro ser se renueva y refresca como las plantas cuando llueve después de la sequía. En el acto sexual sin amor no hay nada de esto>>. (1) El encuentro, ¿les renueva y refresca? ¿Se puede hablar de amor en su acto sexual y en su relación, nacida del sometimiento, la violencia, el sufrimiento? Lo que parece evidente es que su contacto (en el presente) refuerza ese nexo del pasado, que ahora, en su reencuentro, para ellos resulta vital y al tiempo se antoja destructivo, por todo cuanto implica: la posibilidad de sacar a la luz ya no solo los crímenes del pasado, sino el destapar y sacar a la luz la existencia y convivencia de antiguos nazis dentro de la comunidad. En uno de sus ensayos, Erich Fromm escribe que <<por lo que se refiere al amor, todo estriba en saber qué se entiende con esa palabra>>, cierto, aunque, más allá del significado que cada quien quiera darle, <<el amor se funda en la igualdad y la libertad>>. (2) Pero Portero de noche no solo es la historia de un romance imposible, sino también la del fascismo encubierto, el que de algún modo sobrevivió a la guerra, se ocultó en la sombra y, en algunos casos, permaneció en las esferas cercanas al poder y es ahí donde Caviani encontró su mejor baza.


(1) Bertrand Russell: La conquista de la felicidad (traducción de Juan Manuel Ibeas). DeBolsillo, Barcelona, 2012

(2) Erich Fromm: El miedo a la libertad (traducción de Gino Germani). Paidós, Barcelona, 2011.