martes, 28 de diciembre de 2021
Juárez (1938-1939)
lunes, 27 de diciembre de 2021
Schiller y la libertad del Arte
(Retrato obra de Ludovike Simanowitz)
<<El arte, como la ciencia, está liberado de todo lo positivo y de todas las convenciones humanas; el uno y la otra gozan de una inmunidad absoluta ante la arbitrariedad humana. El legislador político puede prohibirlos, pero no reinar en sus ámbitos. Puede proscribir al amante de la verdad, pero la verdad permanece; puede humillar al artista, pero no adulterar el arte. Cierto que nada hay más habitual que el homenaje de ciencia y arte al espíritu de la época, y que el gusto creador asuma el criterio crítico. En las épocas en que el carácter se vuelve riguroso y severo, la ciencia vigila rigurosamente sus fronteras y el arte se somete a las pesadas cadenas de la regla, mientras que en las épocas en que el carácter se relaja y se debilita, la ciencia se esfuerza por agradar y el arte por complacer. A lo largo de siglos enteros tanto los filósofos como los artistas se preocuparon por inculcar la verdad y la belleza en lo más hondo de la humanidad común; los filósofos fracasaron en el intento, pero los artistas, gracias a la indestructible vitalidad, se alzan victoriosos.>>2
1,2.Friedrich Schiller: Cartas sobre la educación estética de la humanidad (traducción de Eduardo Gil Bera). Acantilado, Barcelona, 2018.
domingo, 26 de diciembre de 2021
Los pazos de Ulloa (1985)
El cineasta asturiano abre la primera parte de Los pazos de Ulloa (1985) allí donde lo hace Pardo Bazán, con la figura de Julián (José Luis Gómez) camino del señorío que da nombre a la película. Este arranque muestra la desorientación del capellán en el rural, que le es totalmente desconocido, pues el espacio natural difiere del compostelano del que procede y a donde regresará en compañía de don Pedro (Omero Antonutti) al final del primer capítulo, cuando el marqués decide que ha llegado la hora de un matrimonio que le depare el heredero legítimo que perpetúe el linaje de los Moscoso. Don Julián llega a Ulloa cual niño ingenuo, sin más conocimiento que su religiosidad y la imaginen idealizada del título nobiliario que admira, y que le supone la superioridad moral que no encuentra en don Pedro Moscoso. De ese modo ya se produce el primer choque. Se encuentra a un hombre vulgar y grotesco, interesado en la caza y en satisfacer su carnalidad. Pero sus mayores sorpresas son Sabel (Charo López), la criada y la amante del señor de Ulloa, y Perucho (Lucas Martín), el hijo Ilegítimo, cuyo asilvestrado comportamiento llama su atención —el pequeño viste harapos, su piel se oculta entre capas de mugre, bebe vasos de vino, duerme entre los animales del pazo, roba huevos, caza pequeños animales campestres. Las costumbres que observa, tanto en el señor de Ulloa, como en los siervos y en los religiosos del lugar, chocan con la comprensión burguesa y su ortodoxia católica. En su ingenuidad y en su inamovible idea de civismo, moral y caridad, Julián va descubriendo un mundo “salvaje”, ajeno al suyo, un mundo donde su pensamiento se enfrenta a costumbres que difieren de las civilizadas y católicas en las que se ha educado, las únicas a las concede validez y las únicas que brillan por su ausencia en el señorío.
Los dos espacios, ciudad y campo, se enfrentan visibles en los dos primeros episodios. Las diferencias entre el ambiente rural y la burguesía urbana quedan perfectamente establecidas en los paisajes, en el comportamiento y en las formas de los habitantes de dos lugares opuestos y, por lo que se verá, irreconciliables. En Compostela, en casa de su tío (Fernando Rey), el bravío y montaraz marqués tiene que decidir cuál entre sus primas le conviene y aquí se enfrenta el deseo que le despierta la vivaz Rita (Pastora Vega) y Nucha (Victoria Abril), delicada y etérea, a quien finalmente desposa porque se convence de que el fuego y la belleza de Rita, que le despierta el deseo, podría despertar el de otros hombres. El tercer episodio también presenta el enfrentamiento entre dos espacios aunque se produzca en uno. Los valores de la burguesía de provincias que Nucha lleva consigo a Ulloa, son los mismos que los de Julián, cuya idealización de la recién casada se evidencia en su devoción hacia la muchacha, a quien aprueba como la mejor candidata a ser la señora marquesa. Aunque casi siempre pasivo, convencido de que todo es designio divino, Julián asume que ese matrimonio cristiano podrá poner fin al barbarismo que atribuye a los modos y costumbres que caracterizan el entorno rural en el que se enfrentan liberales y carlistas, donde los caciques son amos y señores y el campesinado vive entre la ignorancia, la tradición, la (semi)esclavitud y también bajo el dominio silencioso de Primitivo (Raúl Fraile), el mayordomo de los pazos, cuya presencia resulta tan amenazante para el cura como la de la sensual y terrenal Sabel, la madre de Perucho, la amancebada del señor de Ulloa y, aunque de forma distinta a Nucha, también víctima del patriarcado.
1.Gonzalo Suárez. Revista Fotogramas núm. 1713. Noviembre de 1985.
2.Gonzalo Suárez en Los “nuevos cines” de España. Ilusiones y desencantos de los años sesenta (ed. Carlos F. Heredero y José Enrique Monterde). Institut Valencià de Cinematografia Ricardo Muñoz Suay. Valencia, 2003.
jueves, 23 de diciembre de 2021
¡Peligro… Línea 7000! (1965)
La temática que vertebra la filmografía de Howard Hawks está ahí: un oficio de riesgo, que puede ser mortal, la amistad/rivalidad entre hombres, las relaciones hombre-mujer, la figura femenina que llega a un espacio donde desconoce las reglas y las circunstancias, pero donde se queda y se convierte en una más del grupo. En ¡Peligro… linea 7000! (Red Line 7000, 1965) son dos mujeres las que acceden a la acotación espacio-laboral que, en este caso, se descubre en la competición automovilística. Junto a la aviación, las carreras era otra de las pasiones de Hawks, siempre revolucionando sobre los mismos temas, en gran medida, gracias a su independencia. La coherencia y homogeneidad de su obra fílmica parece indudable. Mucho tuvo que ver en ello su actitud, su deseo de independencia creativa, que fue posible desde prácticamente sus inicios profesionales. Hawks quiso el control sobre sus films y lo logró, al menos hasta donde pudo lograrlo un cineasta que iba por libre en Hollywood del sistema de estudios —sin ligarse a ninguno en concreto, lo que le permitía mayor libertad para escoger qué filmar. Pero, aún teniendo el control sobre la producción, ¡Peligro… línea 7000! no aporta nada nuevo a esa temática tan suya de relaciones que se desarrollan lejos de cualquier zona confortable y convencional de la clase media estadounidense. Sirvan de ejemplo de dicha distancia las ubicaciones espaciales y los oficios de Barbary Coast (1935), Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wins, 1939), Bola de fuego (Ball of Fire, 1941), Río Bravo (1959) o Hatari! (1962). Pero lo peor no es que no aporte, sino que el film ofrece una imagen de Hawks que desmerece al enorme cineasta, uno de los más grandes que ha dado el cine estadounidense. Al error en la elección del reparto —James Caan todavía carecía de la presencia de la década siguiente—, que no ayuda a superar las carencias de sus personajes, apenas esbozos, se le suma la dispersión consecuencia de querer realizar un retrato coral de las diferentes historias de amor que el cineasta establece fuera de pistas y que de haber sido llevadas a la televisión, habrían podido dar como resultado un culebrón ambientado en la NASCAR. Como en otras de sus producciones, hay un punto de encuentro para todos los personajes principales, en ¡Peligro… Línea 7000!, el bar de Lindy (Charlene Holt) donde los pilotos, novias, mujeres o amigas se reúnen para charlar, bailar, beber, ligar,… El inicio del film no puede ocultar su origen, más allá de que los títulos de crédito ya apunten que se trata de una película producida y dirigida por Howard Hawks. Lo hacen dos amigos, Mike (James Caan) y Jim, que acaba de regresar de competir en California y que sufrirá un accidente mortal durante la carrera. Así queda establecido que ser piloto de carreras es un oficio peligroso. Durante los primeros minutos de metraje, también se establecen los tres escenarios principales: el velódromo, el motel y el bar donde Holly (Gail Hire), que llega a Daytona con la intención de casarse con Jim, se asocia con Lindy después de recibir la noticia del fallecimiento y de decidir quedarse. Posteriormente, se enamora de Dan (Skip Ward), pero teme iniciar una nueva relación, al creer que es portadora de mala suerte. Lo escrito hasta ahora, unido a la alta velocidad en las carreras, anuncian un film cien por cien Hawks. Y lo es, pero su desarrollo se encuentra entre lo más flojo del director de La fiera de mi niña (Bring Up Baby, 1938), aunque sea el señor Howard Hawks en su salsa quien falle en la puesta a punto de un film que nunca llega a carburar del todo.
miércoles, 22 de diciembre de 2021
Emilia Pardo Bazán: naturalismo “a su manera”
Salvo su origen, al que nadie del momento original dio importancia ni nombre, nada en el Arte surge de modo espontáneo ni por capricho, sino que sigue una evolución que a menudo pasa desapercibida para quien limita los periodos artísticos a compartimentos estanco, para quien no intenta ensanchar perspectivas o para quien no vive la transición donde se mezclan variedades y enfrentan el continuismo y su oposición. Es una especie de darwinismo de estilos que se adaptan o que van surgiendo acordes a las distintas ideas y realidades sociales, y a las psicologías de cada época, y que deparan el múltiple enfrentamiento que dará como resultado la suavidad de una evolución continuista o la supuesta revolución cultural y social. Los cambios en las distintas artes son transformaciones que se van gestando en el tiempo, aunque es en un momento “puntual” cuando empiezan a ser notables para el propio Arte y para el público y la crítica que las aceptan o las rechazan: se escandalizan o regocijan y, en su febril e inconstante juicio, elevan a la gloria o hunde en el abismo a los artistas. El impresionismo pictórico no se inició de golpe y porrazo, sino que encuentra antecedentes en Delacroix y otros pintores que, a su vez, tendrían los suyos. Tampoco el naturalismo literario de Zola surge de la nada, pues este aparece cuando Zola, individualidad consciente, mira a su tiempo y encuentra un entorno nihilista donde situaciones y comportamientos le animan a posicionarse, a mostrar la “realidad” en sus novelas —<<me sumí en la tarea de copiar la vida con precisa minuciosidad, me entregué por entero al análisis de la maquinaria humana>>, escribe en el prólogo de la segunda edición de Thérèse Raquin—, y a la denuncia social en sus escritos. Pero lo dicho no desvela ningún secreto, como tampoco lo hace decir que no existiría el autor de Nana, y del resto de su obra, sin el positivismo ni el rechazo al romanticismo previo, sin el Segundo Imperio Francés (1852-1870), sin la guerra franco-prusiana (1870-1871), sin Balzac, Stendhal ni Flaubert, sin el artículo periodístico y, en definitiva, sin esa misma época en la que se dan los abusos sociales contra los cuales el escritor nacido en 1840 (fallecido en 1902) alza su voz y pone en movimiento su estilográfica, fuese para describir la situación sufrida por el proletariado —Germinal— o la de minorías acosadas por el orden, cuyo ejemplo más impactante en su obra se particulariza en Yo acuso, cuando denuncia la intolerancia y el antisemitismo que descubre en el ejército y en el gobierno francés, a raíz del caso Dreyfus que investiga, destapa y le conduce a su exilio británico.
<<Hemos visto cuan efímero fue el triunfo del romanticismo, y registrado las diversas fases y direcciones de la transición. Una va a imponerse, con violencias de pirata que entra a saco en la ciudad, y contribuirán a su pasajero dominio, la difusión del positivismo científico, el cual, ya veremos si con fundamento, se afiliaba el naturalismo literario: la influencia póstuma de Balzac, que, como nuestro Felipe el Hermoso, anduvo más camino muerto que en vida; y las circunstancias sociales e históricas que prepararon el advenimiento de la tercera república>>, apunta Emilia Pardo Bazán en el tercer volumen de su estudio Literatura moderna francesa, que dedica al naturalismo, que sería una de las influencias literarias de la escritora gallega, pero no la única, como corrobora su gusto por los clásicos rusos: Gógol, Tolstoi, Turguénev, Dostoievski… ¿Habría una Emilia Pardo Bazán (1851-1921) escritora como hoy la conocemos, sin su tiempo histórico, de continuo toma y daca entre conservadores y liberales? Dudo que fuese la misma, como tampoco lo sería sin su descubrimiento del naturalismo y de su tocayo Zola. Emilia es la autora que introduce las obras del escritor francés en el panorama literario español en el “escandaloso” ensayo La Cuestión Palpitante, que genera inusitada expectación y ataques contra la literata, a quien algunos de sus contemporáneos tachan de <<sectaria del naturalismo>> y de otras cosas. Pero el libro fue un éxito, posiblemente la polémica que despertó ayudó lo suyo, que corroboraba que la artífice de Memorias de un solterón iba un par de pasos por delante de los carcas y de los puristas de su época, que, más o menos, interpretan el movimiento francés como inmoral, tal como hicieron los franceses con Zola y su Thérèse Raquin. Y aunque sea de manera inconsciente, quizá sufran inferioridad intelectual respecto a la creadora de Los pazos de Ulloa, quien ya de joven siente la necesidad de romper con el orden que le espera o que le exigen. A pesar de casarse a los dieciséis años, desde su mocedad, la escritora nacida en A Coruña apunta independencia y dará el paso que la libere de las cadenas paternalistas que todavía aprietan entonces. Padrón Bazán, Emilia, se aparta del camino señalado por la sociedad decimonónica, que contempla para la mujer una vida de esposa, madre y mente pasiva, en la que la escritora no concibe vivir, pues ella siente la suya desbordante, activa y deseosa de más y mayor actividad intelectual y pasional.
Superando obstáculos y temores, aprovechando su educación privilegiada —considero fundamental para su formación y su pensamiento la posición económica y aristocrática de la familia, pues le posibilita comodidad económica y el acceso a una mejora educativa impensable para la mayoría de las mujeres y hombres de entonces— y fortaleciendo su carácter, da la espalda al patriarcado de entonces, aunque se mantenga conservadora respecto a sus creencias religiosas. Emilia, Pardo Bazán por parte de padre, de la Rúa-Figueroa por lado materno, mujer, novelista, ensayista, editora, hija, esposa desde los 16 años, madre de tres hijos, separada, amante, creyente, descreída, genuina, pasional, intelectual, precursora feminista, liberada y atrapada, vive el conflicto que le hace crecer y alcanzar la suficiente confianza para lanzarse a una aventura de la vida más allá de lo pensado y presumido por sus contemporáneos, incapaces de aceptar cuanto escapa a su comprensión y a su orden. La primera catedrática universitaria de la historia de España, cátedra que nunca llega a ocupar debido a las presiones de la sociedad del momento, también se queda fuera de la Real Academia Española, cuyo acto simbólico de aceptarla un siglo después de su muerte, más que a disculpa suena a vergüenza tardía. La memoria de la autora la reivindica su obra y la historia viva de las letras; y los gestos solo son eso, aunque quizá sirvan para contentar al hoy y calmar las conciencias. Lo cierto es que el “pago” de la impagable deuda histórica, a ella nada le reporta, ni le compensa el ninguneo sufrido. Como mujer emancipada e intelectual, consciente de su sexo y de su intelecto, Emilia significa un cambio para el cual su época no está ni preparada ni dispuesta. Puede que la humanidad, la amplitud de miras, la cultura, el desarrollo intelectual, el deseo ser ella misma, Emilia, y no la mujer sometida o limitada a su hogar y a la familia, por muy condesa que sea, no guste a las mentes guardianas de la época, igual que quizá resulte un personaje en ciertos aspectos escandaloso, sencillamente, porque opta por vivir a su manera, mucho antes de que Paul Anka, Sinatra, Elvis, Julito o Los Piratas entonen sus My Way. Lo hace en conflicto —sociedad e individuo— y en la negación que le permite ser más de lo establecido por el orden que trasgrede, cuando esta extraordinaria autodidacta decide aprender y pensar por su cuenta; y lo hace de tal modo, que llega a convertirse en una de las mujeres (y de los hombres) con mayor erudición de España; y también con más valor, pues, dentro de lo posible, ella decide su conducta, la cual, en muchos aspectos, la sitúan por delante de su tiempo histórico y quizá también del nuestro.
martes, 21 de diciembre de 2021
Indianápolis (1950)
La agilidad narrativa de Indianápolis (To Please a Lady, 1950) corresponde al equilibrio que alcanzan las escenas de competición automovilística y las más íntimas, que desarrollan la evidente atracción y tensión entre la pareja interpretada por Clark Gable y Barbara Stanwyck. Sus tres primeros encuentros detallan la evolución, del choque de egos inicial a la cercanía que comparten en la pista donde Mike comprueba el terreno sobre el que competirá al día siguiente. Dicho equilibrio no sorprende a quien sepa de la experiencia en la dirección de Clarence Brown: más de tres décadas de cine avalaban su buen hacer tras las cámaras, cuando se produjo su acercamiento a los circuitos del Campeonato Nacional de la AAA y a la intimidad donde su narrativa fluye, la ralentiza o acelera según necesidades del momento expuesto, sin apenas altibajos. El plano secuencia introductorio lo confirma. Su uso no es caprichoso ni persigue un fin únicamente estético. Precisa información con elegancia. En apenas un par de minutos, el director de Ana Karenina (Anna Karenina, 1935) presenta dos ambientes —automovilístico y periodístico— que opone en el despacho donde conocemos a tres personajes; también a un cuarto en ausencia, mediante los comentarios del locutor televisivo y el diálogo que mantienen los presentes. El momento cinematográfico no es insistente, sino fluido: primero encuadra un cartel promocional de Regina Forbes, periodista con cuarenta millones de lectores —estableciendo de ese modo el poder de la prensa—, antes de recorrer la habitación y llegar al trío que comenta sobre las imágenes emitidas por el televisor —el medio televisivo se ha convertido en presencia dominante en los hogares estadounidenses adonde lleva las retransmisiones deportivas, entre otros eventos y espectáculos—; fragmentos de carreras de coches donde, finalmente, se descubre al objetivo de la famosa columnista: Mike Brannan, piloto de carreras y héroe de guerra. Todo funciona al servicio de la narración que Brown maneja con acierto en la competición en pista y fuera de ella, donde prioriza la atracción/tensión de la pareja protagonista.
La ausencia de pretensiones, que no sean las de conferir realismo a la competición y deseo a la relación de pareja, es parte de la firma de una dirección elegante y sencilla que busca resultados que establezcan y faciliten la comunicación de la historia al público que la recibe. En su ritmo ligero, Indianápolis tiene cosas interesantes, como comprobar que pocos actores lo eran menos que Clark Gable, quien, más que actor, era la imagen del galán seductor cínico, viril, peligroso, seguro de sí, que remite al individualismo del héroe estadounidense. La imagen que gusta al público que acudía a las salas de proyección y la que suele ser predominante en las películas del actor, aunque en algunas hubo más que eso. Hubo la simbiosis entre el personaje fílmico y el personaje Gable, la que dio sus mejores frutos en Sucedió una noche (It Happened One Night, Frank Capra, 1934), Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind, Victor Fleming, 1939), Mogambo (John Ford, 1953) o Los implacables (The Tall Men, Raoul Walsh, 1955), entre otras. En Indianápolis da vida a un piloto de carreras curtido en mil batallas que busca el triunfo, que no se rinde, ni se deja afectar por el peligro de la competición, como muestra después del accidente en la pista donde muere un rival. Solo hay que observar su aparición en la pantalla para saber que Mike está hecho a la medida del actor, y no al revés. Brannan es un tipo duro, pero no es cruel, como opina Gregg (Adolphe Menjou), cuyos prejuicios acaban por hacerle antipático. Pero el rol más atractivo e interesante es el de su rival fuera de las pistas: el interpretado por Barbara Stanwyck, que resulta de mayor complejidad, aunque no se profundice en su psicología, que Brown expone en superficie. Arriba hablaba de la peligrosidad atribuida a la imagen de Gable, pero ese mismo atributo encaja en muchos personajes de Stanwyck. Carita de ángel (Baby Face, Alfred E. Green, 1933), Bola de fuego (Ball of Fire, Howard Hawks, 1941), Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944) o 40 pistolas (Forty Guns, Samuel Fuller, 1957) contienen algunos ejemplos de mujeres dominantes y de atractivo peligroso interpretadas por la actriz, pero en Indianápolis su comportamiento varía a raíz de su enamoramiento y, sobre todo, desde que le notifican el suicidio de un hombre sobre quien había escrito, acusándole de fraude financiero. Este instante señala un cambio en su pensamiento, también en sus prioridades y en su comprensión respecto a Mike y los riesgos que asume en cada carrera. Probablemente, hasta entonces, Regina haya priorizado el titular al ser humano, abrazando el sensacionalismo apuntado en sus artículos sobre el piloto, a quien responsabilizaba del fallecimiento de otro corredor. Aunque sensacionalista, la periodista no es una chismosa, como sí podrían serlo en la realidad las dos más temidas de Hollywood, y no ataca a Mike por un simple aumento en las ventas o por adquirir mayor prestigio profesional. Lo hace por ignorancia, por prejuicios y porque cree en lo que dice y en la falsa superioridad moral desde la cual juzga, pero que no la justifica. Y es lo que comprende a raíz del suicidio y de su relación con el piloto y con el entorno que ella desconoce, donde una bofetada precede al beso que transforma el rechazo en la atracción entre iguales en peligrosidad.
domingo, 19 de diciembre de 2021
Speed (1994)
jueves, 16 de diciembre de 2021
Cervantes y cualquier edad de oro
<<Por amor de Dios, señor caballero andante, que si otra vez me encontrare, aunque vea que me hacen pedazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con mi desgracia; que no será tanta, que no sea mayor la que me vendrá de su ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a todos cuantos caballeros andantes han nacido.>>
Miguel de Cervantes: Don Quijote de la Mancha. Libro I, cap. 32: Los libros de caballería.