miércoles, 31 de marzo de 2021

Días y noches (1944)


<<Ninguno de ellos imaginaba el destino que esperaba a la Unión Soviética, aún menos lo que le reservaba a la ciudad modelo de Stalingrado con sus plantas de ingeniería, parques municipales y sus altos bloques blancos de apartamentos que miraban a la otra margen de gran Volga>>


(Antony Beevor: Stalingrado)


Días y noches (Dni i nichi, 1944) se abre con imágenes del Volga y la barcaza que, arrastrada por un barco vapor, transporta a decenas de soldados rusos a la orilla de la ciudad situada. En ese instante, las bombas alemanas caen para confirmar la amenaza que Aleksandr Stolper aprovecha para presentar al héroe y a la heroína de la historia, que representan la entrega y la lucha de los miles de soviéticos anónimos que pelearon, murieron o sobrevivieron, durante el sitio de Stalingrado, donde se produjo la primera batalla urbana de la historia. Los personajes resultan difíciles de creer, ya que no se pretende dotarles de emociones veraces sino hacer de ellos imágenes o iconos que ensalcen y canten el espíritu que vence al invasor, al cruel enemigo que ha osado mancillar y llenar de sangre el suelo patrio. Esta es la primera ficción en detallar la batalla, lo hace en las calles, en edificios en ruinas o a orillas del río. No hay derrotismo, tampoco se observa carestía —siempre hay un plato lleno y caliente, así como bebida para acompañar las canciones; y si hay dolor y muerte, no se pierde la sonrisa, ni la fe en la victoria, y se sigue adelante. En ese Stalingrado, el capitán Saburov (Vladimir Solovyov) y Anya (Anna Lisyanskaya) viven su idilio entre ataque y ataque, entre heridas y camaradería, pero es un idilio que no puede prosperar porque existe un enemigo que lo impide. Los días pasan y el ejercicio rojo resiste, se sobreimpresionan las fechas hasta alcanzar la noche del dieciocho y la madrugada del diecinueve de noviembre: es el principio del fin de los alemanes, y el final de la retirada soviética. En ese punto límite concluye el film de Stolper, que adaptaba por tercera vez una obra de Konstantin Simonov, por entonces, un escritor muy popular, y  también el responsable del guion de esta película de propaganda bélica en la que los oficiales como el coronel Protsenko (Lev Sverdlin) son paternales en un grado poco menos que increíble, pero la historia funciona sin altibajos, en este caso, plana, y encuentra su mejor baza en la recreación de los escenarios donde se produjo la que muchos consideran la batalla más importante y sangrienta del siglo XX.



martes, 30 de marzo de 2021

Stalingrado: Batalla en el infierno (1959)


Uno de los temas que Frank Wisbar apunta en Stalingrado: Batalla en el infierno (Hunde, wollt ihr ewig leben, 1959) no tiene que ver con la lucha que se desató en la ciudad a orillas del Volga, sino con la deportación de las mujeres rusas a Alemania —interés central de Mikhail Romm en su película Cheloviek n. 217— donde trabajarían como mano de obra esclava en hogares, fábricas y campos de trabajo. Esto se apunta al inicio, cuando el teniente Wisse (Joachim Hansen) observa a Katja (Sonja Ziemann) en la oficina de empleo y se enamora de ella. En ese instante, a la joven rusa no le preocupa el amor, le preocupa, y mucho, conseguir un trabajo para que no la deporten a Alemania, donde sabe lo que le espera. Gracias a la intervención del oficial, Katja logra su objetivo. Esta introducción sirve para señalar la generosidad del joven teniente, cuya intervención precipita que ella se replantee la idea inicial que tiene de él (comprende que no todos los soldados alemanes son iguales). Ambos se despiden en la estación que llevará al oficial a Stalingrado y solo volverán a encontrarse por un breve instante, entre las rutinas urbanas donde ella le devuelve el favor, pero donde también le dice que sus sentimientos son imposibles, pues son enemigos. Cierto que este tema es secundario, pero resulta acertado incluir tal circunstancia en un film que, sobre todo, expone tres perspectivas que representa en el mismo número de personajes: el teniente Wisse, entrenado en una escuela de élite y cuya ingenuidad le acompaña al inicio de su recorrido, cuando todavía cree en las mentiras que le han inculcado durante su formación; el comandante Linkmann (Wolfgang Preiss), la imagen de la cobardía y del supremacismo —siente despreció por sus aliados rumanos, a quienes considera inferiores y asume que no merecen recibir el armamento pesado que solicitan para defender la posición que los soviéticos no tardarán en atacar—; y el teniente coronel Kesselbach (Richard Münch), la experiencia y el escepticismo, suyas son las frases más críticas y reflexivas, también la conclusión final —<<culpable es cualquiera que haya podido impedir este desastre y haya participado en él>>— pues es quien, desde el principio de la película, comprende una realidad que al resto se le escapa: que la maquinaria alemana acabará explotando y dejará de funcionar. Solo es cuestión de tiempo que suceda, lo sabe; y el resto lo comprenderá en Stalingrado, en sus inmediaciones y en su centro urbano, en el infierno bélico que se desata entre julio de 1942 y febrero de 1943. La voz del narrador que al inicio introduce la situación, regresa minutos después para anunciar el comienzo del 19 de noviembre, una jornada decisiva en la que el ejército rojo lanza su ofensiva por los flancos, atrapando en un movimiento en pinza al Sexto Ejército, en teoría al bajo el mando del general Paulus (Wilhelm Borchert), aunque este se debe a las órdenes recibidas: permanecer en la ciudad y luchar hasta la victoria o la muerte.

lunes, 29 de marzo de 2021

Ellos lucharon por su patria (1975)


El avance alemán parece imparable y, literalmente, la estepa rusa, entre el Don y el Volga, arde en julio de 1942. Los campos, las granjas, las aldeas y otras poblaciones son quemadas por los propios habitantes, para que nada quede al invasor, o arrasadas por los ataques alemanes que avanzan hacia el Cáucaso. En ese instante del verano, Sergey Bondarchuk inicia Ellos lucharon por su patria (Oni srazhalis za rodini, 1975), su adaptación de la novela de Mikhail Sholokhov. Lo hace con la retirada y presentación de un grupo de soldados soviéticos que marchan en retirada hacia Stalingrado. Entre el derrotismo, la resistencia, la entrega y la pesadilla, el camino del grupo está marcado por la amistad, la lucha y la muerte. Bondarchuk es detallista al respecto, detalla el espacio, los objetos —armas y municiones, o esa bandera que portan sin desplegar, mientras retroceden— y el comportamiento de los hombres. Es cercano a su caminar, a sus pausas, a sus charlas en las inmediaciones del Don donde cavan trincheras para defenderse de los constantes ataques aéreos y de los tanques alemanes, que avanzan sin que nadie parezca frenarles. Pero quizá el gran acierto del director de la colosal Guerra y Paz (Voyna i mir, 1965-1967) sea mostrar a soldados corrientes obligados por la historia a dejar de serlo, pues, para ellos, no se trata de una lucha ideológica ni por la supremacía racial o la igualdad de clases, aunque sí guarda relación con su espacio vital. Se trata de la supervivencia de su pueblo, de sus madres y padres, de sus hijos, de su hogar.


Los soldados son camaradas de amistad, no de partido político; de hecho ninguno de ellos muestra inclinaciones políticas, muestra preocupaciones más próximas a su realidad, la que les rodea y la que viven en la intimidad que comparten tanto en las pausas como durante la defensa a los diferentes ataques que sufren. Se baten en retirada, pero no están derrotados. Les preocupa la baja moral, la amenaza les persigue y les encuentra. Claro que temen y sufren por la muerte de un amigo, quizá cualquiera de ellos sea el siguiente, quizá Nikolay (
Vyacheskav Tikhonov), que se prepara para el ataque, o Lisichenko (Nikolay Shutko), el cocinero, que cava una trinchera con la que parece querer llegar a las antípodas. No son héroes, son hijos y por ello veneran la figura materna, como hace Lopakhin (Vasily Shukshin) cuando acude a por alimento a una granja y se avergüenza ante la anciana —a quien respetuosamente llama madre—, que le increpa el que no planten cara al enemigo y lo expulsen de su tierra. Los soldados de Ellos lucharon por su patria son terrenales, echan en falta a sus seres queridos, necesitan comer, liar y fumar un cigarrillo, hablar,  sentir la cercanía de un camarada o de una mujer, de nuevo Lopakhin. Él es uno de los héroes que no han elegido serlo, puesto que no hay más elección que la de ser uno de los caminantes que se enfrentan a los invasores sin apenas recursos, cuando todavía la guerra marcha en contra, a la defensiva, marcha hacia el interior de Rusia, posiblemente hacia esa ciudad a orillas del Volga donde el avance alemán se detiene.



domingo, 28 de marzo de 2021

School of Rock (2003)


La primera imagen que se recibe del personaje de Jack Black puede confundir o provocar la estampida de quienes lo encuentren odioso, infantil en exceso, exageradamente histriónico (esto no sería novedad), pero, quizá sea esa la primera impresión que School of Rock (Richard Linklater, 2003) pretenda generar para, desde el prejuicio, romper con la imagen inicial. A medida que su comportamiento se hace familiar, se comprende que no es una pose caprichosa, sino la consecuencia de su empeño de vivir el rock, sentirlo como parte de sí mismo, y hacer de él su medio de expresión frente al mundo. Cierto que Dewey Finn tiene otra edad física que la de los niños y niñas con los que formará su nuevo grupo, pero él sigue siendo un niño de diez años, quizá porque de modo inconsciente comprende y asume que a esa edad existe la posibilidad de cumplir los sueños. La infancia es la edad del todo es posible, mientras que el paso del tiempo, la entrada en la edad adulta, erosiona la posibilidad. Su negativa a entrar en el mundo adulto guarda relación con su creencia de que en la madurez los sueños se prostituyen, se olvidan o dejan su lugar a lo que algún iluminado llama realidad. Su oposición vital a la realidad adulta a la que se rinden Ned (Mike White) o la directora (Joan Cusack) de la escuela no es para el rockero que engaña, suplanta y ejerce de profesor en una escuela privada y elitista donde, al igual que el centro escolar de la dramática El club de los poetas muertos (Deads Poety Society, Peter Weir, 1989), la disciplina es su credo. Dewey Finn da un paso hacia su evolución personal, aunque lo hace obligado, para que no le echen del apartamento que comparte con Ned y con la novia de este, después de que lo echen del grupo de rock que había creado y en el que depositaba su sueño rockero. El resultado es su disfraz de adulto, de docente como medio para obtener su fin: el no rendirse, ni quiere olvidar que el rock no es una finalidad, ni una meta, es su esencia, su resistencia frente a las imposiciones que no contemplan la naturaleza de los individuos a los que exige renegar de sí mismos y convertirse en otros que no son ellos —no aquellos que querían ser, como sucede con Ned—; de modo que solo asume la identidad de su amigo para conseguir dinero que calme la tempestad que amenaza. Y así entra a formar parte de un colegio privado, elitista, donde prima la disciplina sobre cualquier otra circunstancia. Pero él, tras unos primeros días de recreo continuo, inicia un proyecto educativo fuera de lo común; que encuentra su eje en el rock y en ceder protagonismo a sus nuevos y nuevas colegas de banda.

viernes, 26 de marzo de 2021

Sin fin (1984)



La escena inicial muestra un vínculo siempre presente a lo largo de Sin fin (Bez końca, 1984), un nexo que une dos espacios: el externo y el interno de Urszula (Grazyna Szapalowska), la protagonista de este film determinante en la trayectoria cinematográfica de Krzysztof Kieslowski, ya que supuso su primera colaboración con Krzysztof Piesiewicz, quien, desde entonces, sería su coguionista habitual hasta Tres colores: Rojo (Trois couleurs: Rouge, 1994), su última película. Pero, además, este encuentro profesional es determinante para que Kieslowski se decante por un cine de mayor carga simbólica, aunque esto no quiere decir que pierda la capacidad combativa que venía mostrando en películas como El azar (Przypadek, 1981), al contrario, su critica se agudiza en su exposición de un sistema político represivo y de una sociedad quizá cómplice —en su insolidaridad, en su mirar hacia otro lado, por temor o por interés—, en los que apenas quedan opciones, salvo las asumidas por Deriusz (Artur Barcis) y por Urszula, el primero se condena al liberarse de prisión y la segunda se libera al condenarse a muerte. Esta postura abiertamente crítica con todos provocó que las autoridades prohibieran el film en Polonia. La escena inicial se abre mostrando velas en la oscuridad, en recuerdo de los muertos, en recuerdo de Antek (Jerzy Radziwilowicz), que se presenta ante la cámara vestido de traje negro. Nos habla en una habitación, donde dice que falleció cuatro días atrás. ¿Pero por qué nos habla, si está muerto? ¿Es un fantasma o la evocación de la viuda, recuerdo y necesidad, que se proyecta en el instante de duelo? El fantasma emplea un tono neutro, sin emociones vivas. Habla del instante de su muerte, de su entierro o de su mujer y de su hijo. Suena el teléfono, el sonido interrumpe su monólogo, la cámara se acerca a la mujer que despierta y contesta. Es Ulla, la viuda, y de ella es el fantasma. Le pertenece porque habita en su mente, en su nueva realidad, pertenece a las dos películas que hay en Sin fin, la intimista y la política, aunque ambas son indisociables, puesto que ninguna interioridad escapa al marco espacio-temporal al que pertenece.



Más allá de la intencionalidad crítica y del posicionamiento político de Kieslowski, hay algo universal en Sin fin, que no caduca, y es la inesperada llegada de la muerte y como esta solo concluye el camino, la lucha o el padecimiento de quien fallece, en este caso Antek, pero es una lucha que continúa para Ulla y su hijo. Se trata de la lucha por la vida, por resistir a las fuerzas que oprimen y reprimen, de intentar liberarse en un entorno que pide a gritos, de silencio, libertad. Sin fin es la situación de Polonia tras la ley marcial de 1981 vista desde la perspectiva de Labrador (Aleksander Bardini), un abogado a punto de retirarse, de su cliente Dariusz, prisionero por manifestarse, y Joanna (Maria Pakulnis), su mujer, y sobre todo a través de esa viuda que, tras la repentina muerte de su marido, despierta a la asfixia simbólica —que anuncia la que se materializará hacia el final del film. Entonces, empieza a tener contacto con una realidad hasta ese momento desconocida para ella, quizá no para Antek, de quien no deja de sentir su presencia, como si la acompañase o si lo viese en cada rincón del espacio donde no encuentra sosiego ni libertad, donde comprende que no las hay para los vivos, empujados a habitar en el miedo, en el aislamiento, en el silencio, en la rendición, para poder seguir mal viviendo o sobreviviendo.


jueves, 25 de marzo de 2021

El candidato (1972)


Cuenta la historia que el desarrollo tecnológico trajo consigo cambios en las distintas sociedades, que pasaron de nómadas a sedentarias, de agrícolas a urbanas, de la primera revolución industrial a la era tecnológica. Desde los primeros adelantos técnicos, sea el uso de la rueda o del arado, hasta la aparición de los medios de masas, la tecnología transformó costumbres, normas, necesidades, comportamientos y así, hasta hoy, cuando se descubre la cotidianidad como un espectáculo mediático con publicidad, propaganda, protagonistas, productos, vendedores, espectadores, compradores, humo. Por lo que puede aplicarse aquello de lo que corresponde al todo, puede aplicarse a sus partes. La política y el cine forman parte de ese todo que es la cotidianidad mediática de la sociedad tecnológica. Ambas partes se presentan por separado, aunque también juntas cuando el cine aborda de forma directa o indirecta entornos y figuras políticas. También lo hace la propaganda cinematográfica desde los tiempos en que Lenin salía en Cine-Pravda y, con terrorífico perfeccionamiento, en la Alemania nazi Hitler hacia lo propio en El triunfo de la voluntad (Triumph des WillensLeni Riefenstahl, 1934). Lejos de este uso propagandístico, existen espléndidas películas que encuentran protagonistas e historias en políticos y política, pero mientras films como El político (All the King’s Men, Robert Rossen, 1948), El último hurra (The Last Hurrah, John Ford, 1958), Un león en las calles (A Lion Is in the Streets, Raoul Walsh, 1953) o la francesa El presidente (Le presidentHenri Varneuil, 1961) hablan de políticos en particular, hablan del hombre hecho a sí mismo,
 Gabriel over the White House (Gregory La Cava, 1932), The Great McGinty (Preston Sturges, 1940), Tempestad sobre a Washington (Advise and ConsentOtto Preminger, 1962), The Best Man (Franklin J. Schaffner, 1964) o El candidato (The Candidate, Michael Ritchie, 1972) lo hacen sobre políticos, intereses de partido y entresijos del sistema político. Todos ellos, muestran perspectivas diferentes y complementarias, por ejemplo, Preminger muestra el senado, la lucha y las alianzas entre las distintas posturas e intereses, Schaffner expone la batalla dentro del mismo partido por ser el representante elegido y Ritchie prioriza y pormenoriza el entre bastidores de una campaña electoral al senado, en la que los medios son tan o más protagonistas que los propios candidatos.



Por mucho que se acerque a las calles, sin la televisión el candidato interpretado por
Robert Redford, también productor e impulsor del film, apenas llegaría al electorado. Esto lo deja claro El candidato, que centra su interés en la creación y puesta a punto de la campaña electoral de Bill McKay, un joven idealista, hijo de político, casado y abogado activista de profesión. Él es la imagen, pero los asesores en la sombra son tan protagonistas como él: el producto que se pretende vender. McKay sale a las calles, seguido de su séquito y de un cámara que filma cuanto hace, para después realizar un montaje que emitirán como parte de la propaganda electoral, o lo vemos en programas y debates televisivos, compitiendo por la victoria, puesto que se trata de una competición y de un espectáculo. A medida que asume su papel, empieza a aceptar que el fin justifica los medios para lograrlo —luego ya llegará el momento de preguntar <<¿y ahora qué?>>. Y, para hacerlo posible, están los Marvin Lucas (Peter Boyle) y los Howard Klein (Allen Garfield). Ellos son quienes llevan la campaña de Bill McKay, como antes llevaron otras. Son profesionales, crean la imagen o la perfeccionan. Se encargan de analizar, estudiar y reflexionar sobre qué puede o debe hacer su candidato, si es necesario que haga algo para recortar diferencias respecto a su rival, en este caso el senador ultraconservador Crooker Jarmon (Don Porter). Y por supuesto, son plenamente conscientes de que la campaña es puro teatro, creación y representación, la puesta en escena de su protagonista y candidato, cuyo porte y juventud son dos recursos a explotar en los medios, sea en forma de anuncios publicitarios o en programas. También gracias a ellos es sencillo manipular la opinión pública, orientar gustos y disgustos de la masa electoral. El candidato muestra todo esto, dejando constancia de su época, tanto en su estética como en su actitud crítica, que encaja con la amargura y el desencanto de un amplio sector de la sociedad estadounidense de la primera mitad de la década de 1970, una mitad condicionada por la guerra de Vietnam, la crisis energética (petróleo), el escándalo Watergate, la contaminación o los golpes de Estado en Bolivia, Uruguay y Chile.


Los atractivos de El candidato se mantienen intactos, sea su estética setentera —¿cuál iba a ser si no?—, la deriva de la época o la intención realista —por momentos documental— de Michael Ritchie o los temas que aborda a partir de la figura del idealista interpretado por Redford. Habla sobre políticos y política, pero el acierto de Ritchie fue adentrarse en la cotidianidad de una campaña electoral, que Jeremy Larner, el guionista del film (que había escrito los discursos del candidato a la presidencia Eugene McCarthy), y él mismo conocían de primera mano, centrándose en la imagen, en los medios de comunicación que transforma en estrellas mediáticas a los políticos y en un candidato idealista y progresista que sufre su transformación mientras lucha por llegar primero a la meta. Y sin televisión, ni los asesores que trabajan en la campaña, el candidato apenas tendría acceso y notoriedad entre un electorado al que no llega el mensaje, pues apenas entiende de qué se le habla, como corrobora cuando McKay sale a la calle y les laza sus discursos sobre política medioambiental o salud pública. La gente, en su mayoría, prefiere que le resuelvan los problemas cotidianos, sin necesidad que se les abrume con los generales, o escuchar frases sobre la grandeza de la nación que Jarmon lanza en sus discursos patrióticos...

miércoles, 24 de marzo de 2021

La presa (1981)


La filmografía de Walter Hill contiene títulos que ya pueden considerarse clásicos de Hollywood. Entre ellos, Drive (1978), The Warriors (1979) o Forajidos de leyenda (The Long Riders, 1980). Lo cierto es que casi toda su filmografía, tanto de director, como de guionista y productor, lo posiciona entre los cineastas estadounidenses más destacados del último cuarto del siglo XX. Sin embargo, nunca ha logrado la fama de la que gozan Spielberg, Lucas, De Palma, Coppola o Scorsese. Cimino y Schrader aparte, el caso de Walter Hill se parece más al de John Milius. Ambos son directores y guionistas de narrativa contundente, que se sienten más cómodos en las proximidades de un tipo de cine más violento y poniendo a sus personajes en situaciones límite, el de Hill cercano al western, género en el que pueden inscribirse muchas de sus películas, aunque su apariencia o su ubicación temporal, como en Calles de fuego (Street of Fire, 1984) o Traición sin límite (Extreme Prejudice, 1987), sean contemporáneas. Sin ir más lejos, La presa (Southern Comfort, 1981), otro de sus grandes films, también asume rasgos de western, similares a los expuestos con anterioridad en The Warriors, que mezcla con momentos de cine de terror, bélico y suspense, para adentrar a nueve soldados de la Guardia Nacional por los pantanos de Luisiana en 1973.


A primera vista podría recordar a la excelente Deliverance (John Boorman, 1972) e incluso, en el viaje hacia la desorientación y locura que significó la guerra de Vietnam para la sociedad estadounidense, a Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), pero, más allá de la apariencia y del entorno pantanoso que la relacionan con la propuesta de Boorman, el film de Hill tiene personalidad propia y su propia historia. Louisiana y 1973; ni el marco espacial ni el temporal están escogidos al azar. No es ningún capricho que los pantanos recuerden a la jungla de Vietnam, además, igual que Indochina, el estado de Louisiana había sido una colonia de Francia, y 1973 es el año de la firma de los Acuerdos de París, que anuncian la derrota estadounidense, que puede considerarse su primera derrota oficial y el conflicto que, tras la guerra de la Secesión, dejó más secuelas psicológicas a la nación. La presa sitúa a sus protagonistas en ese periodo de desorientación, de decepción y de neurosis nacional, de modo que los protagonistas son quienes llevan el infierno consigo, el espacio solo les ayuda a desatarlo. Actúan como solados de fin de semana, que realizan maniobras como los niños van de acampada y juegan a vivir aventuras al aire libre. No obstante, ellos viven una desventura mortal, que se inicia porque se adentran en un territorio desconocido, que no les pertenece, sin respetar el medio ni a sus habitantes. Les roban las canoas y cuando aparecen, Stuckey (Lewis Smith), uno de los soldados, descarga las balas de fogueo sobre los tres o cuatro tramperos que les miran desde la orilla. Los descendientes de los colonos franceses no pueden saber que se trata de una broma de mal gusto, de alguien que se cree gracioso y superior, mala mezcla. Así que responde a lo que consideran una ataque y abaten, de un disparo en la cabeza, al sargento (Peter Coyote) al mando. A partir de ese instante, las maniobras se convierten en un descenso a ese infierno que llevan consigo y que desata la locura en Bourden (Alan Autry) o el odio racial de Reece (Fred Ward). Los tramperos, a quienes apenas se ven en pantalla, salvo al prisionero (Brion James) de quien abusan y a quien acusan sin pruebas del asesinato del sargento, actúan o reaccionan ante lo que parece un ataque o una invasión de soldados extranjera. De ese modo, el grupo liderado por el incompetente Casper (Les Lannom) se convierten en el enemigo que está invadiendo su terreno, el territorio que conocen igual que los vietnamitas conocían la jungla. Como los soldados del vietcom, tampoco los tramperos se dejan ver, pero acechan y van reduciendo al grupo, entre cuyos miembros también surgen diferencias y estallidos de violencia —Hardin (Powers Boothe) mata a Reece, cuando este intenta hacer lo propio con él— y el deseo de escapar de ese pantano donde están atrapados y a merced del desequilibrio que, excepto quizá Spencer (Keith Carradine), Hardin y Cribbs (TK Carter), han llevado con ellos desde el principio.



martes, 23 de marzo de 2021

Babe (1995)


¿Por qué gusta Babe al público adulto? Primero porque es un cerdito de cuento, bien parecido, dialogante y emocional, y sabemos que los cuentos gustan por igual a infantes y adultos, así como gusta vivir del cuento o creer que la vida es un cuento, con héroes y heroínas, o como una caja de bombones en las que sí sabes los que te pueden tocar, pues la propia caja limita las opciones de su contenido. Los cuentos nos hacen creer en hadas, en sueños, en aventuras, fantasías y magia. Segundo, Babe (1995) gusta porque es un film de visión cómoda y conformista, que asume ingenuidad y así se gana a la mayoría, que desea verse reflejada en el cerdito ovejero, en su inocencia, en su bondad y en su negativa a aceptar que limiten sus opciones. Es el espejismo que ofrece la imagen de ser distinto a lo establecido. Vamos, algo así como el creer salirse de la norma y de ser especiales, de formar parte de esa cantinela que tanto gusta de ser únicos y al tiempo respetuosos con la unicidad de los otros. Nos gusta Babe porque cambia su destino, pero lo cierto es que él no lo cambia, sino que le permiten el cambio, e incluso lo guían durante el proceso, que solamente es posible porque se trata de un solo individuo y no de toda su especie. Por eso da resultado y tiene éxito, porque es una curiosidad para el orden establecido, incluso le resulta graciosa, como también lo hace el pato Ferdinand, el primer rebelde y quizá el inadaptado Mad Max de la granja. La historia de Babe gusta porque es una historia de superación sin momentos crueles. En su recorrido lo más doloroso resulta la muerte de la anciana oveja Ma a dientes de los “lobos” y la acción de un gato que, con el fin de herir a Babe, habla y le dice la verdad, lo que viene a corroborar que la verdad es lo último que se pretende decir en el entorno del cerdo, a quien ya desde el primer instante se le engaña, puesto que piensa que su madre y su padre son conducidos al paraíso porcino del que él, como excepción, se salva.



El mundo ya había sido reducido a una granja por George Orwell en Rebelión en la granja, pero en su novela/metáfora se refleja un régimen totalitario y lo que conlleva. En el film de Chris Noonan no hay espacio para la realidad ni la crítica, solo hay lugar para el sueño y la fantasía que prefiere y se decanta por la inocencia y la pureza de <<un corazón sin prejuicios y de cómo cambió nuestro valle para siempre...>> Ese corazón, a la vez fuerte y limpio de prejuicios, es Bebe, es el corazón que deseamos para nosotros pero solo nos es factible en ese instante de conexión cinematográfica, porque, se quiera o no, nuestro entorno real difiere de la fantasía en la que vive el bueno de Babe. A pesar de su victoria, nada cambia en el orden de las cosas, solo la unidad, un individuo, en este caso un cerdito valiente, puede romper y conseguir una liberación individual, porque el grupo se lo permite, ya que su comportamiento y sus diferencias respecto al resto resultan pintorescas y estrafalarias, incluso habrá quien, entre los miembros del jurado y del público que se reúnen en el concurso, lo etiqueten con un ambiguo y terrorífico “cuqui” mientras aplauden su victoria y su lección de humana “porcinacidad”.




lunes, 22 de marzo de 2021

La Diosa (1960)


El cine, al igual que la literatura, tenía el poder de acercar culturas distantes y de aproximar espacios ajenos a los propios, lugares y costumbres desconocidas. Jean Renoir, Fritz Lang, Roberto Rossellini o Louis Malle vieron la India con diferentes ojos, pero todos ellos tenían en común que eran europeos, y que se acercaban con su mirada europea a un país que Satyajit Ray miraba de otra manera. Lo hacía como un hindú que observa su país, su tierra, su gente, y hablaba de ellos sin la ensoñación de Renoir o la búsqueda de quien, como Rossellini, desconoce y quiere conocer. Partiendo de esta distancia o cercanía, según la perspectiva de quien mire, no extraña que resulten diferentes sus espacios hindúes a los expuestos tanto en los documentales de Rossellini o Malle o en las ficciones de Lang y Renoir. Cierto que es posible que el cine de Ray, al menos en sus inicios, estuviese influenciado por el neorrealismo italiano y por su colaboración con Renoir durante el rodaje de El río (The River, 1950), pero su cine es fruto de su formación cultural y de su comprensión de su entorno natal, de contradicciones y tradiciones, donde asumió una postura progresista. Sus personajes, sus conflictos, aunque universales, se sitúan dentro de una cultura y una sociedad concreta, muy diferente a la occidental. Para Lang, en su díptico, la India era una aventura con un héroe alemán, para Renoir, una evocación pictórica y poética de una mujer inglesa que evoca su infancia. Rossellini y Malle la vieron como viajeros hacia verdades que descubrir, mostrar o desvelar, mientras que para Ray es su hogar, su cotidianidad, su cultura, sus raíces. Esto marca una gran diferencia a la hora de acercarse a la India. En las películas de los autores europeos, el espacio y los personajes resulta accesibles para el público occidental, ya que, aunque veamos el país del Ganges y sus gentes, lo vemos a través de ojos occidentales —se occidentaliza lo observado y narrado, por decirlo de alguna manera. Mientras que en las películas de Ray, vemos un entorno que nos es desconocido, sin filtros, quizá por ello resulte más fascinante, si cabe, y enigmático, aunque sea un lugar donde se reconocen universales humanos. En La Diosa (Devi, 1960), esos universales son el amor y el temor generado por la duda —a lo largo del film se produce el conflicto entre racionalidad y fanatismo—, la carnalidad sensorial y espiritualidad que asusta a la protagonista femenina después de que su suegro (Chabi Biswas) sueñe que ella es la reencarnación de la Diosa Madre. A partir de ese instante, Doyamoyee (Sharmila Tagore) ya no sabe quién es. Si es mujer o la Diosa, ya que el milagro o rápida recuperación del niño moribundo —sufre desnutrición— le hace dudar cuando intenta huir con su esposo (Sumitra Chatterji), después de que este regrese a buscarla.



Umaprasad, el joven esposo, recibe una carta donde le explican el suceso, de modo que no tarda en regresar al hogar paterno para liberar a la esposa amada. Liberar quizá suene extraño, puede que exagerado, pero no, eso es lo que intenta. Como individuo al que guía el pensamiento racional, pretende romper las cadenas de superstición y tradición que le apartan de la mujer que ama. Umaprasad apunta una personalidad contraria a la paterna, debido a su formación académica, posiblemente británica, la cual le ha liberado del fanatismo religioso que guía él comportamiento paterno. Por su parte, el padre, está convencido de que su sueño, en el que iguala a Doyamoyee con la diosa Kali, es un mensaje divino que confirma la reencarnación con la que se obsesiona, obsesión detonante del conflicto y del drama. Resulta inevitable el choque entre ambos personajes y, en medio, la figura de la diosa y de la mujer, una figura que el esposo idealiza en su carnalidad, su físico y su realidad. Por ser de carne y hueso la quiere e intenta romper unas cadenas de lealtad filial, mientras que el padre fantasea a su nuera espiritual, como una imagen que desea, pero no puede alcanzar, también como la protección maternal que quizás mitigue o consúele la soledad y el miedo a la vejez. No sin motivo, Ray decía que para que un occidental pudiese llegar a comprender en profundidad La Diosa debería antes conocer o familiarizarse con el culto a la Diosa, con el renacimiento cultural bengalí del siglo XIX, con la tradición en una sociedad de castas y con las relaciones familiares, entre padres e hijos y esposas y maridos, relaciones en todo caso de sometimiento. Y ahí, en el acercamiento a una cultura distante a la europea, es donde la mirada occidental se transforma en otra más capacitada para ver donde antes quizá solo intuyese o pasasen desapercibidas algunas cuestiones propias a la cultura y la tradición bengalíes.




domingo, 21 de marzo de 2021

The Texas Rangers (1936)


No importa demasiado que The Texas Rangers (1936) no se encuentre entre mis preferidas de King Vidor, ni que tampoco fuese una de las películas que le posicionó entre los mejores cineastas que ha dado en cine mundial, pero lo cierto es que no desentona dentro de su obra. De apariencia ligera y conservadora, como muestra de un género a la espera de su esplendorosa madurez, The Texas Rangers superaba con creces la medianía de los westerns contemporáneos. Pero su mayor logro no reside en la acción —la lucha contra los indios o el juicio a un tal Higgins en la taberna de un pueblo—, se encuentra en el drama que el cineasta insinúa entre notas de humor o de épica del oeste. Se trata de una época de transición, de amistades enfrentadas y de amores imposibles, de pasiones en tránsito entre el primitivismo del espacio salvaje —habitado por tribus nativas y cabalgado por vaqueros, forajidos, diligencias...— y la supuesta civilización, que se hace notar con el nacimiento de pequeñas áreas urbanas donde se origina la ley y el orden custodiado por los Rangers. Pero, más que ensalzar heroicidades de la policía texana, a Vidor le interesa la relación entre personajes, frente a otros y a sí mismos, frente a su época y al medio por donde se mueven y donde algunos viven su proceso de cambio. Y en esa transformación, en sus contradicciones y sensaciones acalladas, el film funciona. Gana personalidad en la intimidad velada, o soterrada, que se impone al espectáculo más accesible y visible, al que Vidor dota de ciertas dosis de comicidad y aventura. El inicio de The Texas Rangers se centra en tres amigos, los presenta más que como forajidos como picaros que se ganan la vida asaltando las diligencias que Wahoo (Jack Oakie), uno de ellos, conduce. Pero sus caminos los separan: Wahoo y Jim (Fred MacMurray) cabalgan hacia el estado de la estrella solitaria y Sam (Lloyd Nolan) desaparece de la pantalla hasta que se produzca el reencuentro y se desate el conflicto que corrobora características y temas que reaparecen a lo largo de la filmografía de Vidor. Hay tres posturas en The Texas Rangers que interesan al cineasta: la de Wahoo, que acepta de buen grado la pertenencia grupal, la de Sam, que se dedica a asaltar trenes y bancos, y la asumida por Jim, entre ambos polos, entre ambos amigos, entre el orden y el desorden. Por su posicionamiento, es el personaje central, quien emprende un camino sin retorno, de hecho es el único de los tres que completa el paso hacia el nuevo orden. Vidor muestra su metamorfosis en la parte final, que guarda aspectos comunes con la famosa conclusión de Duelo al sol (Duel in the Sun, 1946). En esos instantes, Jim se niega a ir a por su antiguo amigo y por eso es arrestado. Mientras, para liberarlo, Wahoo busca a Sam. Pretende engañarlo, traicionarle, arrestarle, y así salvar a Jim, pero nada sale como espera. La muerte de Wahoo, a manos de Sam, muda la opinión de Jim, momento en el que rompe con el pasado y, cuando mate a Sam, su último nexo con el pasado, alcanza la “normalidad”; es decir, acepta el orden impuesto y defendido por los Rangers y la civilización que el cuerpo policial representa.

sábado, 20 de marzo de 2021

La posada del mal (1971)


La crisis que afectó al cine japonés a partir de la segunda mitad de la década de 1960, se agudizó hacia el final de la misma, provocando el cierre de Daei en 1970, cambios en Nikkatsu y Toho, el auge de películas de consumo juvenil y que los realizadores con ganas de hacer películas “serias” o rodar buenas historias tuviesen que crear sus propias compañías, con los riesgos que eso implicaba. El cine se infantilizó, se adornó de banalidad y de frivolidad, la cultura pop se imponía y llamaba la atención del consumidor adolescente, que era quien iba al cine. En este panorama, a la vieja guardia de cineastas, aquellos que habían alcanzado el “grado” de maestros dentro del sistema de estudios, no le quedaba otra que encontrar financiación lejos de la comodidad y el respaldo de las grandes productoras. Habían pasado cinco años desde Barbarroja (Akahige, 1965) cuando Akira Kurosawa rodó su siguiente película, la primera para la productora que creó junto Kon Ichikawa, Keisuke Kinoshita y Masaki Kobayashi. Para la puesta de largo de la productora se iba a realizar un film conjunto, compuesto por cuatro episodios, uno para cada realizador, pero, finalmente, por cuestiones presupuestarias se decidió que Kurosawa fuese el que dirigiese la primera película. El cineasta adaptaba una novela de Shugoro Yamamoto, autor que ya le había servido de fuente literaria en Sanjuro (1962) y Barbarroja. Pero Dodes’ka-den (1970) fue un fracaso comercial y puso fin al sueño de que El club de los cuatro caballeros pudiese afianzar la independencia de sus socios y, viendo quienes eran los cuatro, presumo que un cine de muchos quilates. Al año siguiente, Kobayashi adaptó otra novela de Yamamoto, pero dando pie a un film totalmente diferente en su aspecto formal: colorista en Kurosawa, monocromático en Kobayashi. En apariencia, sus historias difieren, no obstante existen puntos de conexión entre ambas: la marginalidad, el pesimismo o el aislamiento de los personajes, que se hace evidente en los espacios que ocupan. Quizá este aislamiento se agudice más si cabe en los contrabandistas de La posada del mal (1971) debido a su “criminalidad” y al habitar una isla adonde solo se puede acceder en barca o cruzando el puente que la une a una de las orillas, donde dos agentes de policía acechan y hablan de acabar con ese nido de criminales.



Nadie quiere acercarse a ese entorno donde Kobayashi nos descubre a un grupo de delincuentes sin nada que perder, a primera vista sin escrúpulos ni rasgos que puedan hacerles simpáticos. Pero pronto comprendemos que tienen un pasado que les ha marcado el camino hacia el presente en el que permanecen anclados, sin posibilidad de escape. Habitan la taberna donde un borracho desconocido, de quien los habituales sospechan y echan a patadas, también tiene su historia y busca ahogar sus penas en sake. A pesar de que lo expulsan violentamente, regresa para decir que ahora ya lo conocen. En él, es más fuerte el deseo de beber para olvidar —aunque no haya alcohol que puede borrar el dolor de su memoria— que cualquier temor a sufrir violencia física. La imposibilidad de olvido provoca su sed, su intento de huir. Dicha imposibilidad también se observa en Sadashichi (Tatsuya Nakadai), que se apoda a sí mismo “el indiferente”. Se niega emociones para no recordar las que le llevaron a matar a su madre, de quien lo separaron de niño y a quien se reencontró ejerciendo de prostituta. Como ellos, el resto son individuos rotos y aislados como la isla donde se levanta la taberna de madera que ocupan. Pero entre los marginales hay alguien que no lo es. No ha tenido ocasión para ello. Se trata de Omitsu (Komaki Kurihara), la hija del jefe y dueño de la posada (Kam’emon Nakamura). Ella es diferente, no por ser la única mujer, sino porque desde la cuna se ha criado en ambientes de delincuencia, y quizá por eso no ha sufrido la injusticia de los justos ni los conflictos generados por el dinero, su ausencia, su exceso o su deseo. En la isla ha vivido protegida, aunque lo haya hecho entre tipos capaces de matar sin miramiento, de robar o de traficar. Son desheredados que encuentran en la posibilidad de ayudar a Tomijo (Kei Yamamoto) a recuperar a su amada, vendida por el padre a un prostíbulo —otra diferencia respecto a la inocencia de Omitsu, protegida por su padre y por el entorno insular—, la vía para cicatrizar heridas del pasado. Los delincuentes sienten como si al lograr que el muchacho y la chica puedan reunirse, sus miserias dejarían de serlo. Mas necesitan dinero para conseguirlo, de modo que aceptan un “trabajo” que saben peligroso, ya que puede ser una trampa de Kaneko (Shigeru Kôyama), el agente de policía que les acecha y que Kobayashi muestra implacable en la escena en la que, sin conflicto interno alguno, rebana el cuello del confidente que poco antes había enviado a la taberna. Lo hace porque persigue un fin, acabar con los contrabandistas, es implacable y frío. De tal manera, el cineasta acaba por establecer simpatías con los fuera de la ley, gente sin más hogar que la taberna donde encuentran un motivo, quizá una ilusión perdida, que les decide a abandonar su egoísmo y su mezquindad, y los transforma en antihéroes con valores ocultos que salen a relucir durante este intenso drama filmado en un soberbio blanco y negro que remarca la propia rebeldía de Kobayashi ante la crítica situación que atravesaba el cine japonés.

viernes, 19 de marzo de 2021

La viuda del pastor (1920)


El esplendor del cine danés anterior a la Primera Guerra Mundial dio paso al del cine sueco de la segunda mitad de la década de 1910 y los primeros años de la siguiente. Aquella poética visual, sobre todo la de Victor Sjöström, llamó la atención de un primerizo cineasta danés llamado Carl Theodor Dreyer. Poco después, Dreyer asumía para su cine de entonces la combinación de emociones, naturaleza, espacios y personajes marcados por deseos, culpas, hipocresías y redención que había observado en el realizador sueco para dar forma a La viuda del pastor (Prästänkan, 1920), su segundo trabajo tras las cámaras y una película que inicialmente asume apariencia de drama; pero, sin apenas forzarlo, el futuro autor de Vampyr (1931) la transforma en comedia y así aligera la lección moral que recibe el protagonista masculino. Söfren (Einar Röd) es un joven eclesiástico que, concluidos sus estudios religiosos, compite por el puesto vacante de pastor. Además, se ha prometido en matrimonio con Mari (Greta Almroth), pero ella le recuerda que su padre no permitirá que se casen hasta que él no tenga su propia parroquia. Quizá debido a esa exigencia material, el joven haga trampa cuando compite por el puesto vacante de pastor o puede que sencillamente desee dejar atrás la pobreza en la que siempre ha vivido.


Arribista y egoísta, Söfren también es un individuo ingenuo y patético, que al tiempo resulta un tanto repulsivo y digno de compasión. Pero, sobre todo, es un joven que despierta a la vida, a las pasiones terrenales y carnales. Dreyer lo muestra en todo momento carnal, guiado por su búsqueda de placer y satisfacción. Quiere a Mari, imagen de la hermosura, la juventud y el sexo, pero desea más si cabe la opulencia material que espera de su matrimonio con la señora Margarete (Hildur Carlberg), la viuda del anterior párroco. Esas son sus dos metas: el puesto de pastor y la joven a quien desea. A primera vista ambos fines puedan entrar en conflicto: sin parroquia no podrá casarse con Mari, con quien se ha prometido, y si quiere conseguir la parroquia tiene que casarse con la viuda, que ejerce su derecho a contraer matrimonio con el nuevo párroco, para así permanecer en el hogar al que llegó treinta años atrás. Pero no hay conflicto en esta paradoja, pues Söfren lo resuelve en su mezquindad, decidiendo casarse con la anciana y esperar a que esta muera para heredar la rectoría y casarse con Mari. Piensa mezquinamente debido a la pobreza de la que quiere escapar a toda costa, pues queda claro en las escenas en las que se entrevista con la viuda que quiere buenas ropas, buena comidas y bebida. Ese es el embrujo que sufre Söfren, quien asegura a Mari que la anciana lo hechizó con un arenque para conseguir que pidiese matrimonio. Pero el hechizo es querer huir de la pobreza. El aspirante a párroco es capaz de pagar cualquier precio, incluso traicionándose y traicionando a la joven que ama, a la que convence para que espere y se haga pasar por su hermana, lo cual, unido a la buena salud de Margarete, genera la situación tragicómica del triángulo protagonista.



jueves, 18 de marzo de 2021

El padre (2014)


Un repaso relámpago a la historia del Imperio Otomano determina su mayor esplendor en el siglo XVI, bajo el reinado de Solimán II, El Magnífico. Esa fue su cima, prácticamente al inicio. Desde entonces vivió en la decadencia, que fue vertiginosa en el siglo XIX, y se agudizó con la independencia de Grecia en 1830. Poco después, otros territorios, hasta entonces parte de gran Imperio que se extendía por los Balcanes, el norte de África, Asia Menor y parte de la península de Arabia, imitaron a los griegos. La pérdida de poder de un sistema autoritario suele ir acompañada de un aumento proporcional de violencia, como si la brutalidad fuese un medio efectivo para evitar lo inevitable: el fin. Cuanto tiene un principio, por fuerza ha de tener su final y la violencia no puede impedirlo, ni retardarlo; más bien confirma su cercanía y solo deja tras de sí destrucción, crímenes y muertos. El imperio turco se había caracterizado durante siglos por su diversidad étnica y religiosa, debido a situación entre Europa y Asia y, bajo el reinado de Abdul Hamid II, el Sultán Rojo, intentó fortalecer la posición e identidad nacional turca mediante el odio racial y religioso que encontró en el pueblo armenio, cristiano ortodoxo, a su víctima. Aquel momento apenas fue el preludio de lo que vendría después, cuando los Jóvenes Turcos, movimiento ultranacionalista, llegó al poder en 1909. Cinco años después, Turquía se alía con los imperios centroeuropeos y lucha en la Primera Guerra Mundial, y un año después se inicia el genocidio del pueblo armenio, momento histórico en el que arranca la historia de El padre (The Cut, 2014), que se se desarrolla entre 1915 y 1923. El cineasta alemán de origen turco, Fatih Akin inicia la película —cuyo guion escribió junto Mardik Martin, estadounidense de origen armenio— en 1915, cuando se desata la matanza armenia. Se calcula que entre un millón doscientas mil y un millón y medio de armenios y armenias fueron asesinadas por orden o consentimiento del gobierno otomano. Pero Akin, como había hecho Elia Kazan en su América, América, se centra en un particular, que representa al conjunto. El protagonista del film es Nazaret (Tahar Rahim), un herrero armenio a quien separan de su mujer y de sus dos hijas gemelas, de nueve años. Las primeras imágenes nos muestran a una familia corriente, como cualquier otra, pero su destino ha sido sellado por el odio, lejos de la paz de su hogar, en algún lugar donde se decide la política de represión y de crimen, de la que no tardarán en ser víctimas. 


Podría escoger otras, como la de Nazaret viendo el estreno de El chico (The KidCharles Chaplin, 1921) y siendo el único que llora de tristeza al final del film, porque ve en la felicidad del vagabundo y el niño la que a él le fue arrebatada, cuando escuchó que toda su familia había sido asesinada. Pero me quedo con dos imágenes que
 muestran un mismo instante desde dos perspectivas distintas. Su sucesión permite comprender que, en ese momento, el protagonista debe decidir entre prolongar el odio o aceptar que no se puede vivir odiando, porque ese sentimiento solo avivará la violencia y supondrá nuevas tragedias, quizá como las que han vivido los armenios en el moribundo imperio Otomano. La imagen encuadra a Nazaret a punto de arrojar una piedra contra la fila de turcos (hombres, mujeres y niños) que abandonan Aleppo después de la derrota otomana en la guerra. En ese instante, algo lo detiene y no lanza la piedra. ¿Su pensamiento? ¿Su conciencia? ¿El recuerdo de sus hijas? No tenemos acceso a su interioridad, pero la comprendemos o podemos intuirla, gracias a que la cámara de Fatih Akin nos pone en el lugar de su protagonista. Vemos la imagen que él ve, y no la que ciega al resto de armenios, que gritan y agreden a los caminantes porque claman su venganza, desatan su rabia y su ira sobre los caminantes turcos, en quienes ven a los responsable de las atrocidades sufridas. Es un niño que va junto a su madre, un pequeño de unos cinco o seis años, quizá más, que recibe un impacto en el ojo. Sangra, pero continúa andando. Es la imagen física de un instante, pero la imagen mental se prolonga en la mente de Nazaret y va más allá del momento mismo. Observa a la madre recogiendo y protegiendo a su hijo entre sus brazos. Ese mismo gesto es el que harían su mujer o él mismo por sus hijas gemelas. Ese instante, apenas dos minutos de alternancia de planos, es sencillo y efectivo, cumple la misión que Akin espera. Lo mismo se podría decir del resto de The Cut, su película más clásica y también la de mayor despliegue de medios. Ambientada durante la Primera Guerra Mundial y en los años de posguerra, el film narra la trágica odisea de Nazaret desde que dos soldados turcos lo apartan de su hogar, en Mardin, y de su familia hasta que, nueve años después, su viaje concluye en Estados Unidos, a donde llega clandestino desde Cuba y con la esperanza de encontrar a sus hijas. Durante su camino, el odio, la violencia, el hambre y la muerte son sus compañeras de viaje, también la ayuda o la compasión, como la que muestra su agresor, obligado a serlo a la fuerza, o el fabricante de jabón que le da asilo y protección en el tramo final de la contienda. Nazaret, sus hijas y el pueblo armenio sufren la violenta represión de los turcos, la etnia que domina el país donde ellos y otros pueblos cristianos como el griego son minoría y chivo expiatorio, son las víctimas de un régimen moribundo que desata sobre ellos su locura, rabia y odio



miércoles, 17 de marzo de 2021

Brigitte Helm. La estrella que no quiso serlo


Su rostro es un icono del cine, y lo es por partida doble, pues Brigitte Helm fue María, el corazón que libera a los oprimidos, y la humanoide a su imagen, la máquina que seduce y somete a los obreros-esclavos de la mítica Metrópolis (Fritz Lang, 1926-1927). Nacida en Berlín, el 17 de marzo de 1908, Brigitte Helm tuvo una carrera tan meteórica como fugaz. Su debut quizá pudo ser más espectacular, aunque lo dudo, ya que su protagonismo en el film de Lang la convirtió en una estrella que, sin buscarlo ni saberlo, continuaría brillando después de su fallecimiento en 1996. La actriz entraría a formar parte de la historia del cine por sus dos Marías, pero, además, durante los ocho años siguientes interpretó personajes femeninos que no desmerecen respecto al atractivo de su doble personificación en su primera aparición en la pantalla. Fue dos veces la imagen de Alraune, en la versión muda de 1927 y en la sonora de 1930, la ingenua ciega de El amor de Jeanne Ney (1927), la esposa que busca aventuras y emociones en Crisis (1928) o la enigmática y seductora reina de La Atlantida (1932), su última colaboración con Georg Wilhelm Pabst, otro grande del cine alemán de la época. Pero lo curioso es que Brigitte Helm se convirtió en actriz sin saberlo. No se trata de que ignorase donde se metía, es que ni lo sabía ni tenía la intención de iniciar una carrera ni delante ni detrás de las cámaras. Fue su madre quien, sin conocimiento de la hija, escribió y envió fotografías de Brigitte a Fritz Lang, después de ver el díptico languiano Los Nibelungos (1924). Quería que su hija luciese y triunfase en la pantalla, y creía que tenía aptitudes para ello. No se equivocó, aunque no fue el director vienés quien leyó la carta y descubrió el retrato de la muchacha, sino Thea von Harbou, por aquel entonces su mujer y su guionista. En aquel momento, la escritora no vio el retrato de la joven Brigitte Helm, vio a María y todavía hoy la seguimos viendo así. Fue un primer papel, pero también uno de los debuts cinematográficos más emblemáticos de la historia del cine y de la cultura popular del siglo XX. No obstante, aquí encaja aquello de que la fama tiene un precio, pues también fue el inicio de su contrato de larga duración con la UFA, hasta que en 1935 finalizó el acuerdo y se alejó de los focos, de la Alemania nazi y del cine. Brigitte Helm fue una mujer de carácter que decidió romper con el medio cinematográfico porque no era prioritario para ella, ni le gustaba que la hubiesen encasillado en mujeres fatales o vampiresas. Tampoco le importaba alejarse de los focos de la fama, más bien lo contrario, pero, quizá la razón más romántica y la más contundente para dejar la actuación fue su matrimonio con un empresario judío y su rechazo al régimen nazi y sus leyes raciales. Con encomiable indiferencia hacia la popularidad y el cine, del que no quiso volver a hablar, también rechazó la tentadora opción de Hollywood —le habían ofreció el papel de La novia de Frankenstein (The Bride of FrankensteinJames Whale, 1935)— y se instaló en Suiza, donde permaneció en el anonimato del que ya no quiso salir.


Filmografía

Metrópolis (Fritz Lang, 1926-1927)

Am Rande der Welt (Karl Grune, 1927)

El amor de Jeanne Ney (Georg Wilhelm Pabst, 1927)

Alraune (Henrik Galeen, 1927)

Die Yatch der sieben süden (Jacob Fleck y Louise Fleck, 1928)

Crisis (Georg Wilhelm Pabst, 1928)

Geheimnisse des Orients (Alexandre Volkoff, 1928)

El dinero (L’argent, Marcel L’Herbier, 1928)

Escándalo en Baden-Baden (Erich Waschneck, 1929)

Die wunderbare lüge der Nina Petrowna (Hanns Schwarz, 1929)

Manolescu (Der könig der Hochstapler, Viktor Tourjansky, 1929)

Alraune (Richard Oswald, 1930)

Die singende stadt (Carmine Gallone, 1930)

Im Geheimdienst (Gustav Ucicky, 1931)

Gloria (Hans Behrendt, 1931)

The Blue Danube (Herbert Wilcox, 1932)

La condesa de Monte Cristo (Die gräfin von Monte-Cristo, Karl Hartl, 1932)

L’Atlantide (Georg Wilhelm Pabst, 1932)

Gilgi eine von uns (Johannes Meyer, 1932)

Viaje de novios (Hochzeitsreise zu dritt, Erich Schmidt, Joe May, 1932)

Der läufer von Marathon (E. André Dupont, 1943)

Spione am werk (Gerhard Lamprecht, 1933)