viernes, 13 de mayo de 2022

El antihéroe, heroico “perdedor”


<<Las personas con las que el público se identifica, las personas que le encantan, son las que caen en desgracia. Es la opinión que ellas tienen de sí mismas lo que les hace funcionar, no la de otra persona, ni la que pueden encontrar fuera de la sociedad. Para recuperar la imagen que tienen de sí mismas, para recuperar el amor propio, hacen cualquier cosa. De ahí que resultan admirables: en tales circunstancias puede aceptarse el fracaso.>>


Robert Aldrich, de la entrevista reproducida en La mirada oblicua. El cine de Robert Aldrich.


Aunque suene contradictorio, el protagonista de un film puede ser el antihéroe y al tiempo también puede ser la imagen del héroe que vistiendo de “perdedor”, luciendo cicatrices y arrastrando un pasado del que no puede huir (porque sencillamente es el suyo), lleva ganándose al público adulto desde el vagabundo creado por
Chaplin (sino antes) hasta la actualidad, pasando por el cine negro, el ciclo Ranown, la práctica totalidad de la filmografía de Robert Aldrich, el western crepuscular de la década de 1960, el polar francés, con Jacques Becker señalando el camino en No tocar la pasta (Touchez pas au grisbi, 1954) al Melville de Bob el jugador (Bob, le flambeur, 1956), y el policíaco estadounidense del siguiente decenio, con “Popeye” Doyle en Contra el imperio de la droga (The French Connection (William Friedkin, 1971) y los personajes interpretados por George C. Scott a las órdenes de Richard Fleischer en Fuga sin fin (The Last Run, 1971) y Los nuevos centuriones (The New Centurions, 1972) a la cabeza. Quizá, la imperfección y la vulnerabilidad, cierta dosis de desilusión, desengaño, escepticismo, sus valores, anacrónicos en sus respectivos presentes, e incluso la decadencia física de este tipo de personaje lo humanizan y le hacen más cercano, despertándonos simpatías e incluso haciéndose reconocible y cotidiano a medida que pasan los años y nos descubrimos más en la piel de un Stacy Keach en Fat City (John Huston, 1971) que en la del joven Jeff Bridges que todavía mantienen intactas las ilusiones y el sueño de un futuro lejos de la sensación de derrota, que no derrotismo, en la que vive el antihéroe, o siendo como aquel pistolero que ya necesita gafas para leer, el inolvidable Randolph Scott en Duelo en la alta sierra (Ride the High Country, Sam Peckinpah, 1962), lo que lleva implícito que ya no es el joven revólver “donde pongo el ojo pongo la bala”.


Estos y otros, como podría ser el asesino retirado que protagoniza
Sin Perdón (Unforgiven, Clint Eastwood, 1992) o el maduro Eddie Felson, son antihéroes y héroes. Son lo primero porque en ellos no hay la heroicidad que se aplauda ni que se admire desde la ingenuidad y la corrección (del orden que prima) que caracterizaba a los aventureros de Douglas Fairbanks o los que Errol Flynn interpretó para Michael Curtiz y Raoul Walsh, el cowboy de John Wayne en La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939), en las antípodas de sus memorables tío Ethan en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956) y Tom Doniphon en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962), o, ya sin su careta cínica e indiferente, al verdadero rostro del Bogart de Casablanca (Michael Curtiz, 1942). En los antihéroes hay la heroicidad que se vive; es decir, la de vivir el día a día, la de encajar los golpes recibidos en el transcurso del tiempo que ha ido robándoles ilusiones y restándoles la vitalidad que se resisten a perder, por eso siempre vuelven o nunca llegan a abandonar del todo su pasado profesional y existencial. Esa resistencia quizá sea masoquista, pero también es heroica, y por eso ellos son héroes que, sabiéndose “perdedores”, porque, aunque solo puedan acariciar el triunfo, nunca han permanecido pasivos y se niegan a dejar la pelea, cual Stoker Thompson en Nadie puede vencerme (The Sep-Up, Robert Wise, 1949). En las películas de boxeo aparecen otros ejemplos, como el Jake La Motta maduro que asoma en Toro Salvaje (Ranging Bull, Martin Scorsese, 1980) o el “Mountain” interpretado por Anthony Quinn en Réquiem por un boxeador (Requiem for a HeavyweightRalph Nelson, 1962). Mismamente, en el cine de espionaje, El espía que sufrió del frío (The Spy Who Came in from the Cold, Martin Ritt, 1965) o el introvertido y solitario Gene Hackman en La conversación (The Conversation, Francis Ford Coppola, 1974). Pero hay tantos inolvidables perdedores y antihéroes cinematográficos que sería inabarcable hablar de todos ellos, incluso sería prácticamente imposible solo nombrarlos y exponer sus diferencias y sus similitudes, porque, al fin y al cabo, desde sus orígenes el cine se sostiene sobre este tipo de personaje antiheroico, rostro del perdedor heroico que difiere si lo encarna Charles Chaplin, sea su eterno vagabundo o su Calvero, o los aventureros que habitan el cine de John Huston, quienes, por un breve instante, sueñan que pueden reinar.



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