1,2. René Clair. Cine de ayer, cine de hoy (traducción Antonio Alvárez de la Rosa). Inventarios Provisionales Editores. Las Palmas de Gran Canaria, 1974
lunes, 30 de septiembre de 2019
El silencio es oro (1947)
viernes, 27 de septiembre de 2019
La ronda (1950)
jueves, 26 de septiembre de 2019
Crisis (1945)
Pensando sobre Crisis (Kris, 1945) quise ser sincero y me pregunté si mi opinión habría sido la misma, de no saber quién fue Ingmar Bergman, simplemente viendo la película de un debutante con tantas ganas de filmar que <<hubiese filmado la guía telefónica>>1. Me respondí que quizá, una palabra que en ocasiones nada dice, pero en este caso, no la creí vacía. Implica que encontré suficientes atractivos en el film para valorarlo por lo que vi, aunque, por otra parte, ese "tal vez" también conlleva que mi interpretación nunca podrá ser la de un espectador de 1945 o la de alguien que no haya visto nada del cineasta sueco. Crisis no parte de un guión original suyo, se basa en una pieza teatral de Leck Fischer, de quien desconozco cualquier obra escrita. <<Se titulaba Instinto materno y era de un escritorzuelo danés [...] Si se aprobaba el guión, podría dirigir mi primera película. [...] Estaba trastornado de alegría y evidentemente no veía la realidad>>2. Pero yo veo esfuerzo por parte de Bergman por llevar el material de Fischer a su terreno. Ya desde este primer largometraje existe la necesidad de ser él mismo, de introducir sus ideas y sus temas entre las influencias externas. Así aparece la angustia existencial, el miedo, la soledad, la aflicción, el egoísmo, relaciones entre padres e hijos o las prisiones sin barrotes que encierran a los personajes entre los dos planos que delimitan el metraje del film. Estos temas los esboza entre dos imágenes iguales en apariencia, aunque no lo son, ya que la segunda es el reflejo que recompone la necesidad de volver a la original, al principio, a la calma. Si no vemos lo que hay entre ambos momentos (que engloban la película), no repararíamos en los dramas y las existencias en crisis pasarían desapercibidas, simplemente las ignoraríamos, y todo estaría en aparente orden. Nada se habría movido ni alterado, y la idea de un panorama inamovible, permanecería en en nuestra retina. Solo quedaría la postal -edificios, tejados, una iglesia y un lago- que contemplamos desde la distancia escogida por la cámara, y ahí se queda el asunto. Estos planos idénticos, pero distintos, abren y cierran Crisis como si quisieran indicar que las aguas han vuelto a su cauce, sin embargo, sabemos que no es así. A pesar de que se trata de la misma estampa del pueblo -en apariencia tranquilo donde nada sucede, mientras todo ocurre-, nuestras sensaciones y las de los personajes han cambiado. De lo apacible e idílico, los hechos que nos llevan de una a otra, introducen la sospecha de que el espacio (físico y humano) no podrá ser el mismo para Nelly (Inga Landgré) e Ingeborg (Dagny Lind), sus dos personajes principales. Durante el inicio, el narrador nos introduce en situación: presenta el lugar y a Jenny (Marianne Löfgren), que trae consigo el conflicto y el desorden; y al final, aunque más que una conclusión definitiva, nos encontramos con el deseo de Nelly por recuperar la protección y la infancia perdida, su inocencia. Ambos instantes encierran entre sus límites el tránsito de la adolescente hacia el descubrimiento, hacia el dolor y hacia la edad que le exige como pago la ingenuidad que la define durante los primeros momentos de la película. Pero el mayor atractivo no reside en las relaciones externas, sino en las que los personajes mantienen con ellos mismos. En este aspecto íntimo, Ingeborg, la mujer que crió a Nelly, se convierte en el mejor ejemplo: su lucha silenciosa, su evolución y la superación del miedo que le genera la enfermedad que acecha, el saber que le queda poco tiempo de vida y que ese tiempo será vivido en soledad, sin la joven a quien ha criado desde bebé. Ambas viven en la tranquilidad alterada por la irrupción de Jenny, la madre biológica de Nelly, aunque esta le llame tía, cuyas promesas acaban por convencer a la joven para que la acompañe a la gran ciudad. Jenny también vive su propio conflicto; intenta volver atrás en el tiempo, pretende apartar fantasmas y la soledad que amenaza acompañar a la vejez que pronto llamará a su puerta. Busca llenar su vacío con la presencia de su hija. Ahora, puede mantenerla, tiene un negocio próspero y sus aventuras amorosas se reducen a la relación que mantiene con Jack (Stig Olin), el joven que solo puede amarse a sí mismo, y que se aferra al ideal de Nelly para no dar su salto al abismo. Los personajes de Crisis viven atrapados en sus sufrimientos, y sus temores se ven reflejados en sus relaciones, pero sobre todo en la intimidad, en el aislamiento. Esto se observa mejor sin palabras, cuando Ingeborn se mira en el espejo -y recibe su reflejo, uno de tantos que irían cobrando complejidad en posteriores obras de Bergman-, pero ¿qué ve? ¿Soledad? ¿Culpa? ¿Muerte? ¿Egoísmo? Ve el rostro de su angustia y de su miedo, y ambas emociones recorren el espacio delimitado por dos planos distintos, pero iguales.
1,2. Ingmar Bergman, Linterna mágica (traducción Marina Torres y Francisco Uriz). Tusquets Editores, Barcelona, 1988.
1,2. Ingmar Bergman, Linterna mágica (traducción Marina Torres y Francisco Uriz). Tusquets Editores, Barcelona, 1988.
miércoles, 25 de septiembre de 2019
Persépolis (2007)
1,2.Marjane Satrapi. Persépolis. Norma Editorial. Barcelona, 2007
martes, 24 de septiembre de 2019
Los espigadores y la espigadora (2000)
El adjetivo cinéfilo es una etiqueta más entre tantas que generalizan. Nada me dice, salvo que facilita una referencia, la de ser aficionado al cine, pero tiende a limitar y a homogeneizar en un solo término diferentes gustos, sensibilidades y conocimientos cinematográficos. Tampoco tengo muy claro el por qué de la necesidad de encontrar palabras que reduzcan o engloben diversidad de motivos, razones, gustos, estados de ánimo o de cualquier otra cuestión no apta para su etiquetado. Solo sé que siento indiferencia por el término y, por tanto, lo dejo para quienes gusten o disgusten de él. Me considero alguien que, entre otras actividades, ve películas y comenta las que le interesan. Escribo sobre ellas, igual que puedo hacerlo sobre un libro, sobre mi entorno o sobre un personaje inventado. Hablo de lo que interpreto, de lo que intuyo, y, como cantaron Paul Anka, Elvis o Sinatra, lo hago a mi manera, aunque en ocasiones busco ayuda en las palabras de los autores y de sus personajes. Así de sencillo, no hay más, salvo que, según el momento, siento mayor o menor afinidad con lo que veo. Cuando tenía reproductor de vídeo me agachaba e introducía cintas originales y otras con películas grabadas de la televisión; si en ese instante Agnès Varda me hubiera visto, quizá me habría preguntado ¿qué haces? Le respondería que recojo películas en uso y desuso, de aquí y de allí, de antes y de ahora, de cualquier época y lugar, y las devuelvo a mi memoria. Entre otras, descubro títulos que el consumo de otro tipo de cine desecha. Gran parte del público actual suele desconocerlos o los rechaza sin haberlos visto porque los considera viejos o faltos de atractivo. Pero a mí me llenan de sensaciones y, a veces, no encuentro el tono adecuado para plasmarlas en líneas escritas. Ahí empieza un reto, el buscar las palabras que se irán sucediendo con mayor o menor dificultad hasta encontrar la forma que no siempre me satisface. En ocasiones me resulta más complejo, otras más gratificante. A veces, una mezcla de ambas, cuando lo que veo y lo que creo ver me llevan a un punto que inicialmente intuyo pero que no logro distinguir con nitidez. Me contraría, me reta, me atrae, me divierte. Esta diversión también me la proporciona el cine de Varda, que me desafía e invita a interpretar las sensaciones que voy recogiendo e intentando aclarar por el camino, sensaciones que en un primer vistazo pueden pasarme desapercibidas. Es al evocarlas, al pensar en ellas dentro del conjunto que forman, cuando se van aclarando y encajan donde antes había visto un vacío que nunca existió, o quizá sí. Agnès Varda juega con su presencia o ausencia de la pantalla, recupera un reloj sin manecillas en el que <<no se ve el tiempo que pasa>>, experimenta con las imágenes, en este film emplea por primera vez la cámara digital, reflexiona y recoge humanidad, tanta como la que ella misma destila.
La cineasta sí se etiqueta en Los espigadores y la espigadora (Les glaneurs et la glaneuse, 2000), pero su etiqueta de recolectora se explica, adquiere sentido y abarca un espacio que no la limita. Va del presente al pasado (y viceversa) y en diferentes direcciones, Varda se desdobla, se trasforma en testigo de cuanto observa, también participa y, sin disimulo y con simpatía, asume su protagonismo dentro y fuera de los encuadres. Así, nos invita a que la acompañemos a un viaje que se abre con la imagen de un gato suyo, ¿de quién, si no?, y con las páginas de su viejo diccionario Larousse donde nos lee la definición de espigador/a. En esa página, completando el significado, aparece el cuadro de Millet que se abre cual ventanal al presente, al recorrido que la cineasta, viajera, espigadora, fotógrafa, autorretratista cinematográfica, entre tantas otras caras, propone. La acompañamos por Francia, en automóvil, adelantando camiones que desea atrapar con su mano, ajada por el paso del tiempo, para jugar con ellos. También es la mujer que filma intimidad, personajes, lugares y fragmentos de humanidad. Esta suma de momentos, de hombres y de mujeres a quienes observa, pregunta y escucha, van formando y engrandeciendo su documento, <<espontáneo, instintivo>> —como ella insinúa en Dos años después (Deux ans après, 2002)— sobre los recolectores actuales. Aunque continúan empleando la misma postura básica de entonces, la más cómoda para su labor de recogida, los del hoy difieren de los del ayer, aunque no son distintos en su anonimato. Son seres de carne y hueso que, por necesidad o convicción, recuperan lo que otros desechan sin el menor miramiento. Vemos como los hay que recogen patatas, la de forma de corazón es para la realizadora, manzanas, uvas, ostras,...; y ya en la ciudad, encontramos a quienes hurgan en los contenedores o en los mercados urbanos en busca de alimentos y otros materiales que la sociedad de consumo tira en su alegre vivir en la opulencia y el exceso, sin plantearse ese otro mundo que Varda nos desvela en su marginalidad, en las calles, en los campos, en un aula de alfabetización, en definitiva, lo espiga en su antropológica recolección cinematográfica.
sábado, 21 de septiembre de 2019
El padre de la novia (1950)
Pese a que se le hizo una prueba al cómico Jack Benny, por orden de Dore Schary, Tracy siempre había sido la opción del cineasta, de ahí que fuese a hablar con él, lo halagase. El actor aceptó el reto y volvió a demostrar que su cercanía y su conexión con quienes estamos al otro lado eran infalibles; además, su participación en el paternal díptico de Minnelli implicó un cambio, implicó su irónica aceptación de la madurez, algo similar a lo que le sucede a su Stanley Banks en el film, que se encuentra en un momento decisivo de su vida, en el cual Kay (Elizabeth Taylor), su hija, se ha convertido en una mujer adulta, realidad que le anuncia que el tiempo ha pasado y que ante él se abre un nuevo periodo vital.
1.Vincente Minnelli. Recuerdo muy bien (de la traducción de Fernando Jadraque). Libertarias, Madrid, 1991
viernes, 20 de septiembre de 2019
Incendies (2010)
1.(De la introducción de Julio Pallí Bonet) Sófocles. Tragedias completas. RBA Coleccionables, Barcelona, 1995
miércoles, 18 de septiembre de 2019
Tortura (1944)
Su maestría lo aupó entre los grandes del cine, pero en 1944, salvo una minoría, nadie conocía a Ingmar Bergman, pues aún no había tenido la oportunidad, y sospecho que ni había desarrollado la capacidad, para deslumbrar haciendo cine. Por aquel entonces trabajaba en el departamento de guiones de SF, de modo que el público no repararía en que era el guionista de Tortura (Hest, 1944). Años después, el brillo de sus grandes títulos y su fama internacional, que llegó a partir de Sonrisas de una noche de verano (Sommarnattens leende, 1955), alejaron de manera definitiva el anonimato, hasta el extremo de que en la actualidad hay quien reconoce Tortura por ser su primer guión acreditado, y no por los valores intrínsecos de la película, responsabilidad de Alf Sjöberg; aunque resulta evidente la presencia de Bergman en la relación familia-hijo, en la prisión sin barreras visibles o en el conflicto existencial que atormenta a Jan-Erik Widgren (Alf Kjellin). Fue Sjöberg quien puso en escena las ideas de Bergman, las dotó de la estética expresionista que agudiza la sensación de opresión y de locura, de pesadilla, de miedo, de distancia espectral entre los dos espacios principales del film. El uno luminoso, aunque engañoso; el otro tenebroso, sin posibilidad de escape. Y ambos condicionados por el desequilibrio del mismo hombre, a quienes sus alumnos apodan "Calígula" (Stig Järrel). <<Para mí Tortura era una historia obsesiva y algo violenta sobre los sufrimientos en la escuela y durante la juventud. Alf Sjöberg vio otros aspectos. Por medio de diferentes artificios la convirtió en una pesadilla. Además, hizo del personaje central, el profesor Calígula, un criptonazi, y consiguió que Stig Järrel, su intérprete, apareciese rubio e insignificante. No moreno y diabólico, ni con grandes gestos. Alf Sjöberg y Järrel dieron una tensión interior al personaje que fue decisiva para toda la película>>1. Leyendo estas palabras del autor de la magistral Fresas salvajes (Smultronstället, 1957) se comprende que, de haber sido el encargado de convertir su texto en imágenes, habría rodado su guión de distinta forma; lo que me corrobora (una vez más) que el texto (y sus indicaciones) está abierto a la interpretación de quien lo traslada a la pantalla. Como consecuencia de la perspectiva escogida por Sjöberg, y no de la imaginada por Bergman, más que una película sobre la educación, sobre la rigidez del sistema educativo o de las preocupaciones y aflicciones de la juventud, Tortura se transforma en el desvarío de un profesor autoritario y sádico, cuyo comportamiento afecta a sus alumnos, entre quienes encontramos a un adolescente que desea emanciparse -del centro escolar, de la rigidez familiar y, de seguir el orden establecido, del futuro que le aguarda-, y a Bertha (Mai Zetterling), a quien acosa hasta empujarla a la muerte. La joven y el estudiante se enamoran, al tiempo que un hombre a quien no vemos el rostro, aunque intuimos de quien se trata, telefonea, sigue y visita en la nocturnidad la habitación de la muchacha. En ese espacio cerrado, Tortura se oscurece, se llena de fantasmas, de monstruos y de miedos que generan claustrofobia y opresión, la imposibilidad de fuga. El desvarío aumenta debido a las sombras y los encuadres, que nunca se alejan de los personajes, los acompaña, los muestra en la cercanía en la que observamos el desequilibrio o la intolerancia de Calígula. Su comportamiento se opone al tolerante del tutor, y complica la ya de por sí compleja búsqueda existencial de Jan-Erik Widgren, que desea concluir su estéril etapa educativa y asumir su propio camino -aquel que le permita escribir, tocar el violín, en definitiva, romper con las cadenas de un sistema (familia, escuela y lo que después venga) que impide su emancipación y una posible plenitud-. Jan-Erik es un soñador, un alumno que no siente que el centro formativo le proporcione la sensación de aprendizaje, sobre todo en relación al profesor de latín, cuyo mote remite a la imagen del sádico, a quien los alumnos temen y odian con igual intensidad. Los dos espacios fundamentales, a los que habría que sumar el hogar del joven, son hirientes, pero si bien en la escuela hay algún destello de luz, de esperanza y de alegría juvenil, de comprensión, en el maestro que sabe que la función principal de su trabajo es la de preocuparse por sus alumnos; en el cuarto de la muchacha reinan las sombras, el tormento, el imposible de Jan-Erik y Bertha y el miedo de esta ante la certeza de saber <<que me matará>>. Vive aterrada, lo observamos en varios planos; en esos instantes su terror domina la pantalla, nos contagia y finalmente nos conduce hacia el estado de pesadilla que observamos cuando la puerta se abre ante la mirada de pánico de la muchacha. Es un momento en el que no vemos el rostro de la amenaza, aunque somos conscientes de que entrará en la habitación y continuará martirizando a la protagonista, quien busca respiro y encuentra el infierno. Miedo define el tema principal de la película de Sjöberg, miedo a la soledad, que empuja a Calígula a la locura, al sadismo, al acoso y a imponerse a sus alumnos, humillándolos, vara en mano; miedo en Bertha, a la sombra que se cierne sobre ella, a la imposibilidad de escapar de la oscuridad y acariciar un rayo de luz; y miedo en Jan Erik, a que no exista esperanza, ni amor ni libertad, a vivir la condena de no poder ser bajo el yugo de un orden que lo prepara para acatar y no molestar.
1.Ingmar Bergman. Imágenes (traducción Juan Uriz Torres y Francisco J. Uriz). Tusquets Editores, Barcelona, 1992
1.Ingmar Bergman. Imágenes (traducción Juan Uriz Torres y Francisco J. Uriz). Tusquets Editores, Barcelona, 1992
martes, 17 de septiembre de 2019
Peregrinos (1933)
En sus películas hay un pasajero, un soldado, un pionero, un marino mercante, un peregrino a quien nunca veo, pero a quien siempre intuyo y encuentro en sus tradiciones irlandesas, en su humor costumbrista, en sus relaciones materno filiales, en la inocencia de la infancia, en la familia y su derrumbe o en el final de una época. Es John Ford, no tengo dudas, el guía excepcional, único en su género, que comparte su compleja sencillez cinematográfica mientras me dice que ya será menos. No pretende el protagonismo, aunque es consciente de que cae en una contradicción, pues se sabe protagonista y maestro de ceremonias. Me conduce a donde desea ser acompañado, allí donde su cámara y sus encuadres me convierten en cómplice y en compañero de viaje. Bajo su dirección transito espacios físicos y humanos reconocibles, porque son los suyos, los que se repiten y escapan de lo real para evocar la vieja Irlanda de sus padres, su Monument Valley, los destacamentos de caballería o entornos rurales como el pequeño pueblo de Peregrinos (Pilgrimage, 1933) donde me descubre el amor posesivo y el miedo a la soledad de una madre incapaz de reconocer su intransigente interpretación de lo correcto, su extremo y cruel egoísmo. Cuando acompaño a Ford, sé que viajo sobre seguro, que me llevará a su oeste imaginado, a las vías de un caballo de hierro que acortará espacios e implicará sacrificios, a la aflicción de madres sufridas que resistirán las envestidas de la vida o la ausencia de cuatro hijos. De su mano desciendo a la mina, veo en blanco y negro el verdor de los valles, transito por la Gran Depresión y acompaño a un clan anónimo que no pierde su dignidad, porque esa dignidad es su única tierra prometida, la que permite que su humanidad sobreviva al desamparo y a la miseria. Ángel y diablo, Ford me hace miembro de familias, sean estas típicas o las que se crean a bordo de un mercante o en el interior de una academia militar. Me hace testigo silencioso del ocaso y de la inevitable descomposición del núcleo; me convierte en cómplice de la nocturnidad y de un disparo pesimista que abate un época que ya no volverá, la suya. Pero el cineasta sobrevive en mi memoria, siempre lo hace, y me emborracha de amistad, de peleas y de alcohol; me embriaga de sensaciones y emociones, me convierte en un intruso de la intimidad de una caricia a la capa del amor imposible, aquel que vive la condena de ser el eterno buscador sin hogar. Con Ford navego río arriba, me fugo de una isla, me enrolo en la marina, sobrevivo a Midway y regreso al monumento de roca y arena esculpido por el tiempo, retorno al espacio rural, a la ruta que me acerca a la quietud de saber que allí todo transcurre pausado, y a la inquietud que produce el comprender lo inevitable de su transcurrir. Me lleva hasta Tres cedros, el pequeño pueblo de Arkansas donde viven los Jessop, madre e hijo. Esto es Ford, me digo al ver las primeras imágenes de Peregrinos. Observo el entorno, la figura materna que no se derrumba, que simboliza la tierra y la tradición. Sin embargo, pronto descubro que esta madre difiere de otras, en su exagerada intolerancia e instinto de posesión. Aun así, sé que es una madre fordiana que pretende y hace lo imposible para que el núcleo (básico en el cine de este hombre tranquilo) no se desintegre. Comprendo que ella ignora ser la única responsable de la separación y de la posterior destrucción filial. Como también sé que, en ese momento, Hannah Jessop (Henrietta Crosman) desconoce que su comportamiento y sus acciones la convierten en uno de los personajes más crueles de la filmografía fordiana. Pero no confundamos el término, es cruel pero inconsciente de serlo. No es malvada, adjetivo que simplifica y menosprecia a un ser que vive en conflicto, aunque lo silencia, que se deja llevar por prejuicios que interpreta como valores, por el temor a la soledad y el miedo a perder al único ser amado, cuando este entrega su amor a Mary (Marian Nixon). De todo soy testigo, y lo asumo consciente de que no habrá engaños, ni por su parte ni por la mía, porque, ante todo, Ford es honesto en sus mentiras, en sus propuestas cinematográficas y en cómo me muestra sus cartas y me desvela su juego. Pero no por ello pierde mi interés ni deja de generar emoción, más bien fortalece la conexión que establezco con imágenes que hablan más allá de lo que a primera vista dicen. Me muestra una época, que necesito entender para comprender los distintos comportamientos y costumbres, me expone un melodrama no exento de tragedia y centra su mirada en la figura desesperada que prefiere enrolar a su hijo en el ejército que verlo con otra mujer, ya que prefiere verlo muerto antes de no salirse con la suya. De Arkansas me traslado a las trincheras francesas. Allí las bombas sepultan a Jim (Norman Foster) bajo tierra y metralla, entierran sus sueños, su deseo de volver a abrazar a Mary y de conocer a su hijo, de cuyo nacimiento él ya no tendrá noticia, yo sí. La tengo cuando regreso al pueblo durante la noche de tormenta, la misma nocturnidad en la que Jim muere y Jimmy (Jay Ward) sale a la vida. Un intertítulo explicativo, que me ocupan apenas un par de segundos, son diez años en las vidas de los personajes de Peregrinos, pero esto forma parte de la magia del cine, de sus recursos narrativos y del interés del cineasta en que la historia avance en el momento justo. Ha pasado una década y el pueblo no ha cambiado, Hannah tampoco, ni su actitud intransigente. Vive amargada, rechaza a Mary y a su nieto, y no reconoce culpas ni el dolor que oculta en su corazón de piedra, aunque no tan duro como para no romperse. Lo sé, lo supe desde el primer momento, porque, aunque no se escuche, Ford me dice que habrá redención para ella, aunque no sin antes peregrinar a Francia en compañía de otras madres que buscan honrar las tumbas de los hijos caídos en el campo de batalla. Así acompaño a Hannah en su viaje al perdón, hacia la comprensión de sí misma, hacia el reconocer que a veces el amor, o la interpretación que le damos, esconde egoísmos, intolerancias y miedos que precipitan la destrucción de cuanto decimos amar.
domingo, 15 de septiembre de 2019
La milla verde (1999)
En un momento de aburrimiento, mi mente se evade y busca opciones que la entretengan y la diviertan. Lo cierto es que no siempre las encuentra, ni viaja sola, yo la acompaño, pero lo que imagina se queda ahí, aunque después haga un esbozo escrito. En esto se parece a la milla, pues <<lo que ocurre en la milla, no sale de la milla>>, salvo que Paul Edgecomb (Dabbs Greer) sienta quizá remordimientos y narre un momento puntual de su historia, la de La milla verde (The Green Mile, 1999). Este personaje, de edad indeterminada pero avanzada, se confiesa con su compañera de residencia (Eve Brent), a quien dice que <<hace mucho que no hablo de esto. Más de sesenta años>>. Ella calla, quizá no se plantee que es tiempo más que suficiente para que la mente humana haya adulterado cualquier experiencia vivida y la transforme en la evocación que escucha en el presente. Pero, ¿cómo iba a hacerlo, si solo es una excusa argumental? Los años que separan mi hoy de mi ayer confunden, idealizan o ensombrecen hechos reales que recuerdo en imágenes, impresiones e interpretaciones que, a menudo de forma inconsciente, van sustituyendo a las previas. En el caso del protagonista de La milla verde, esto no sucede, parecen vivir nítidas, sin que esas seis décadas hayan adornado o provocado pérdidas de la realidad de 1935, que sale a la luz a raíz de la proyección televisiva de Sombrero de copa (Top Hat; Mark Sandrich, 1935). El magistral musical de Sandrich toca algún resorte en el cerebro de Paul, y lo empuja a compartir los sucesos que, si nos atenemos a lo que veremos con posterioridad, no se han visto afectados por la distancia temporal, de tal manera que no existe distanciamiento entre la realidad vivida y la rememorada. ¿Su memoria nos acerca a lo real o idealiza cuanto observó y vivió? Cuando escucha a Fred Astaire cantando Cheek to Cheek, el ayer se impone y le genera la necesidad de compartirlo. Cuenta que sufría un dolor agudo e intenso, otra excusa argumental que pretende dar credibilidad a su viaje al pasado, y que era el supervisor de la milla verde. Ese inicio nos propone una narración subjetiva, pero, ya ubicados en el pasado, las palabras del personaje desaparecen y ceden su puesto al orden narrativo lineal, claro, preciso e incuestionable. Ahora Paul es un hombre de unos cuarenta años, con cuerpo y rostro de Tom Hanks, y omnipresente durante todo el film, no en vano se supone que ha sido testigo. Pero ha dejado de ser el supuesto narrador, y recalco supuesto, porque dicha función es asumida sin disimulo por Frank Darabont, que cambia de perspectiva -de subjetiva a objetiva- y se asegura de que la historia (y la verdad que encierra, la obvia) no se cuestione, y que no pueda ser otra más que la suya. De ese modo, en 1935 no hay espacio para la voz de 1999, aunque, en realidad, esta solo funciona como (otra) excusa en un film que limita y marca las pautas a seguir por el público, a quien se indica con quien simpatizar, a quien rechazar, quien es bueno, quien es malo, como si quien visiona las escenas necesitara de una mano-guía que le evite plantearse si está frente a lo figurado o ante lo real. La decisión de Darabont, la de prescindir de su narrador subjetivo, impone su interpretación, que se antoja única, al eliminar la posibilidad de cuestionar los hechos relacionados con el corredor de la muerte, con las relaciones entre los carceleros y los condenados a la silla eléctrica. Entonces, mi mente, que a veces parece ir por libre, va y recuerda que <<lo que ocurre en la milla, no sale de la milla>>, además me pregunta ¿para qué emplear una analepsis que se supone nace de la mente del protagonista? Aparte de otras cuestiones, que afectan a las formas y a los contenidos desarrollados por sus responsables, el cine como medio artístico vive en la interpretación de quien lo recibe, de su subjetivo y de las impresiones que le produce. Y en este punto, la película me pierde como espectador dócil, rechazo su intento de llevarme por donde quiere sin ofrecerme nada a cambio, excepto aceptar ser parte del engaño que prescinde del diálogo entre emisor y receptor, y emular quizá aciertos de Cadena perpetua (The Shawshank Redemption, 1994), film que también nace de la memoria de un narrador que nos guía por y hacia donde quiere. Todo cuanto veo en la pantalla parece decirme que me relaje durante tres horas y disfrute de su propuesta. Pero no lo hago, me aburro y mi mente se evade y piensa que puede entretenerse cuestionando las imágenes. Sea pues, le digo, te acompaño, paso de que alguien me guíe durante ciento ochenta minutos con los que no conecto, que me evite la tentación de interrogar, de rechazar la convencional historia que apela a mis "buenos" sentimientos. ¿Los tengo? Lo que tengo son preguntas que se acumulan -¿por qué cuenta su historia ahora y no antes? ¿Por qué su recuerdo no presenta sombras, que, como espectador, me tocaría rellenar o imaginar? ¿Qué busca Paul? ¿Redención? ¿Comprensión? ¿Es un mentiroso que, como descubrimos en varios momentos, emplea la mentira para ayudar o proteger a quienes le rodean? ¿Por qué habría de mentir a Elaine? ¿Quiere ofrecerle esperanza y luz ante la cercanía de la muerte?-, sin embargo tampoco me ayudan a establecer conexión con la propuesta de Darabont, ni con su exposición, ni con sus personajes, quizá porque en todo momento me veo frente a un truco de tres horas cuyo inicio ya me indica que buscará emocionarme, tal vez sorprenderme, agradarme y establecer líneas que me señalen por donde debo transitar hasta llegar al lugar escogido como punto y final.
miércoles, 11 de septiembre de 2019
La carroza de oro (1952)
Un reto artístico puede consistir en buscar nuevas formas de expresión o en adentrase por vías inexploradas o ignoradas con anterioridad. Transitar por lo desconocido, en busca de algo novedoso o que incentive, al tiempo que estimula mantiene alerta, posibilitando alejarse de la comodidad que implica la repetición de lo ya hecho. Para un artista el reto es necesario, incluso puede resultar vital para la creatividad de quien pretende honestidad con su arte y consigo mismo. Consciente de ello, Jean Renoir asumía el reto con el fin de no perder la ilusión, de experimentar, de hacer su cine, de darle nuevas formas y nuevos enfoques. Buscaba renovarse, encontrar dificultades y hallar soluciones que le permitiesen seguir creando, y no caer en la desidia, en la de continuar realizando algo que ya no tenía secretos, ni riesgos. Buscaba nuevas formas, sentir la inspiración, saber que no había caído en la simple copia de sí mismo, necesitaba renovar su diálogo con el público, su diálogo entre la realidad y la imagen interpretada. Así pues, tomó como modelo la commedia dell'arte, a sus personajes característicos y caricaturescos, creó su cine-teatro, su realidad-representación, y le dio forma en La carroza de oro (Le carrosse d'Or, 1952). Era su nueva manera de comunicarse, disfrazando el cine de teatro o el teatro de cine, de situar al público entre realidad, ilusión y representación.
Entrecomillado: Jean Renoir. Mi vida y mi cine (traducción Rafael del Moral). Ediciones Akal, Madrid, 2011