lunes, 30 de septiembre de 2019

El silencio es oro (1947)


El idilio de René Clair con el cine se remonta al periodo silente. Fue entonces cuando se enamoró del cine y esa pasión, iniciada durante su juventud, se transformó en nostalgia cinematográfica en El silencio es oro (Le silence est d'or, 1947). A su regreso de Hollywood, donde había escrito el guión que daría pie a la película, Clair produjo y dirigió su declaración de amor a los pioneros del arte popular que abría sus puertas a todo tipo de público. Le dio forma cómica y romántica e hizo que Maurice Chevalier transitase del seductor de los films de Ernst Lubitsch a la figura paternal que rechaza serlo. <<¡Aún no estoy preparado para interpretar el papel de padre...!, exclama su personaje cuando Madeleine (Marcelle Derrien) le dice que él debería haber sido su padre. Lo puede negar más alto, pero no más claro; Chevalier se opone a dejar su rol de galán protagonista. Lo mismo podría atribuir al realizador parisino, quien, con El silencio es oro, asume que ya no es un cineasta joven, que otros vienen a ocupar su puesto, pero él no tiene intención de abandonar aquello que le gusta: crear imágenes donde la ilusión, lo popular y el estilo propio encuentran equilibrio. Así idea una fantasía impregnada de romanticismo en la que rinde homenaje al cinematógrafo, a los pioneros, y se equipara a sí mismo con el "galán" de Chevalier, consciente de que el tiempo ha pasado, pero que mientras el cuerpo aguante y la mente lo permita continuará filmando películas, igual que la imagen final del film nos indica que Emile seguirá seduciendo, o intentándolo. Tanto Clair como el personaje principal son creadores de fantasías y mentiras capaces de transformar un día lluvioso en una jornada soleada en una playa de decorado, o que una noche de nieve cinematográfica esconda la realidad de un día caluroso en el plató. A través de Emile, el cineasta nos introduce en el cine, pero se decanta por los orígenes, por el cine mudo del que se enamoró de joven, de Méliès, Max Linder, Louis Feuillade o Abel Gance, de la perfección rítmica alcanzada por el slapstick de Mack Sennett y de su admirado Charles Chaplin, de la originalidad de Eric von Stroheim o del innovador lenguaje cinematográfico de David Wark Giffith. <<No hay que tener vergüenza de tener maestros. Creerse exento de toda influencia es el privilegio de los ignorantes>>1, nos dice en Cine de ayer, cine de hoy. Seguro que Emile los tuvo en su juventud, pues de alguien habrá recibido lecciones e influencias, y, a su vez, por eso puede ser el mentor amoroso de su joven amigo, a quien ofrece la sabiduría del conquistador. <<Se ha dicho del "Silencio es oro" que pertenece a un género menor, y algunos le han reprochado una falta de potencia. "Ligera, liviana, tenue" son, efectivamente, las palabras empleadas con más frecuencia por los que critican una comedia, incluso cuando alaban sus méritos. ¿Qué querrían, entonces, que fuese una comedia?>>2 Pues eso es El silencio es oro, una comedia, una fantasía, un homenaje y una caricatura, la del seductor y la del oficio de cineasta que cobra cuerpo en el veterano realizador encarnado por Chevalier, a quien observamos por primera vez en una sala de proyección donde el piano suena y la voz de un empleado interpreta los diálogos y explica las imágenes que el público contempla sin que la acción se vea interrumpida por rótulos escritos.
 Emile es uno más entre los espectadores allí reunidos, aunque no atiende a la pantalla. En ese instante, intenta una nueva conquista y no presta atención porque, al fin y al cabo, es el responsable del film que se exhibe. Conoce sus formas y la magia que se hace visible gracias a su trabajo y al de sus colaboradores en un estudio donde apenas asoma la comodidad ni las situaciones que posteriormente cobrarán movimiento y vida. Sin apenas incidir en ello, Clair nos da toda la información que precisamos para saber que su protagonista es un hombre experimentado, tanto en el cine como en el amor. Dicha experiencia es la que intenta transmitir a Jacques (François Périer); le dice cómo actuar con las mujeres y le anima a que disfrute del momento. Emile, soltero, mujeriego y galán, se despide de su joven amigo -que debe cumplir con el ejército- y recoge en la noche a Madeleine, la hija de un viejo amor. Con ella inicia una relación que se transforma en la ilusión, pues descubre en la chica el ideal femenino. Lo que no ve es la diferencia entre su madurez y la juventud de la muchacha, ni de que esta desee elegir por sí misma o que se haya enamorado de alguien de su edad. Ese alguien resulta ser Jacques, que a su regreso del servicio militar recupera su puesto en la compañía y, por casualidad, aborda en el autobús a una desconocida que resulta ser Madeleine. Ambos se aman, aman su juventud, es un amor espontáneo, cargado de la ilusión del primer flechazo, aunque la armonía se transforma en conflicto -mantenerse fiel al amigo, casi un padre para él, o dejar que el amor siga su curso natural- cuando Jacques descubre que esa misma mujer es la que alegra la fantasía del veterano cineasta.



1,2. René Clair. Cine de ayer, cine de hoy (traducción Antonio Alvárez de la Rosa). Inventarios Provisionales Editores. Las Palmas de Gran Canaria, 1974

viernes, 27 de septiembre de 2019

La ronda (1950)


La sencillez es elegante y fluida; no desvía la atención de lo que se pretende mostrar, de lo que hay. No se trata de austeridad ni de ser inexpresivo. Se trata de saber qué, cuándo y cómo emplear unos recursos y evitar otros, aquellos engañosos que pueden romper la armonía del conjunto. Partiendo de lo escrito hasta ahora, podría asegurar que
Max Ophüls era elegante, que movía o detenía su cámara con fluidez y aparente sencillez, aunque más que ponerla en movimiento, la hacía danzar. Pero no era una danza caprichosa y arrítmica, estaba planificada y obedecía al movimiento de los personajes, a sus características y a las del espacio por donde deambulan o donde se detienen. El plano secuencia que abre La ronda (La ronde, 1950) lo confirma: sigue a un individuo (Anton Walbrook) por un escenario indefinido, que podría ser cinematográfico, teatral y, cuando el conductor lo considere oportuno, vienés de finales del XIX. El desconocido se pregunta y se responde. Dice que ve en círculo, que lo ve todo. Nosotros lo vemos a él y su paseo por un escenario donde hay un carrusel, cámaras cinematográficas y una calle de decorado. Vemos todo eso como un conjunto, gracias a la cámara que sigue a nuestro maestro de ceremonias, y antecedente del que cinco años después encarnaría Peter Ustinov en la pista de circo de Lola Montes (1955). Se cambia de vestuario, se adapta a la época de la Viena imperial. Todo cuanto hace obedece a un orden, y los distintos encuadres lo captan sin interrupción. Le interesa mostrarnos esa mezcla de fantasía y de magia que persistirá hasta que su ronda concluya. Finalmente, se dirige a nosotros, consciente de su función en el relato, y concluye que <<para que el amor empiece su ronda ¿Qué nos falta? Un vals>>.


Estamos en la capital del Imperio Austro-húngaro de ensueño, de decorado, de cine, la ciudad que
Ophüls hace girar a capricho, la Viena de mentira, de ilusión, de su rueda de amores y desamores, de deseos y pasiones. Los personajes forman parte del carrusel y revolucionan según pretende el maestro de marionetas, que no se distancia, sino que interviene para que todo fluya según sus deseos, aunque deba arreglar el mecanismo para que la vuelta pueda proseguir sin demasiados contratiempos, me viene a la memoria el sufrido por el joven que se excusa ante su amante. Las marionetas son inconscientes de ser invención, y asumen sus papeles en el carrusel que saluda a nuevos amantes y despide a otros. Y así, pasando el testigo, se suceden las historias de la prostituta (Simone Signoret) y el soldado (Serge Reggiani), la de este y la sirvienta (Simone Simon) que, a su vez, acaba en brazos del señorito (Daniel Gelin) que desea a la mujer casada (Danielle Darrieaux) que comparte habitación, mas no lecho, con el marido (Fernand Gravey) que añora y sucumbe ante la juventud que acaricia en la pequeña modista (Odette Joyeux), la misma muchacha que admira al poeta (Jean-Louis Batrault) que la abandona por la actriz (Isa Miranda) que seduce a ese conde (Gerard Philippe) que horas después contempla los ojos de la prostituta interpretada por Signoret. Se cierra el círculo de Ophüls y lo que hemos visto lo llamo estilo, apunta elegancia, fantasía y ensoñación; y diré que estilo es el modo de hacer de cada realizador; por el que se reconocen sus películas y sus películas se reconocen en él. Con el mismo material, Lubitsch habría hecho otra película, lo mismo que Clair o Stroheim. Pero no todos quienes dirigen lo tienen, o al menos no poseen uno definido, propio y reconocible; ni uno que yo aplauda. Ophüls, sí, y sus últimos largometrajes son los pasos magistrales y ascendentes de un cineasta hacia la cima estilística coronada en Lola Montes.

jueves, 26 de septiembre de 2019

Crisis (1945)

Pensando sobre Crisis (Kris, 1945) quise ser sincero y me pregunté si mi opinión habría sido la misma, de no saber quién fue Ingmar Bergman, simplemente viendo la película de un debutante con tantas ganas de filmar que <<hubiese filmado la guía telefónica>>1. Me respondí que quizá, una palabra que en ocasiones nada dice, pero en este caso, no la creí vacía. Implica que encontré suficientes atractivos en el film para valorarlo por lo que vi, aunque, por otra parte, ese "tal vez" también conlleva que mi interpretación nunca podrá ser la de un espectador de 1945 o la de alguien que no haya visto nada del cineasta sueco. Crisis no parte de un guión original suyo, se basa en una pieza teatral de Leck Fischer, de quien desconozco cualquier obra escrita. <<Se titulaba Instinto materno y era de un escritorzuelo danés [...] Si se aprobaba el guión, podría dirigir mi primera película. [...] Estaba trastornado de alegría y evidentemente no veía la realidad>>2. Pero yo veo esfuerzo por parte de Bergman por llevar el material de Fischer a su terreno. Ya desde este primer largometraje existe la necesidad de ser él mismo, de introducir sus ideas y sus temas entre las influencias externas. Así aparece la angustia existencial, el miedo, la soledad, la aflicción, el egoísmo, relaciones entre padres e hijos o las prisiones sin barrotes que encierran a los personajes entre los dos planos que delimitan el metraje del film. Estos temas los esboza entre dos imágenes iguales en apariencia, aunque no lo son, ya que la segunda es el reflejo que recompone la necesidad de volver a la original, al principio, a la calma. Si no vemos lo que hay entre ambos momentos (que engloban la película), no repararíamos en los dramas y las existencias en crisis pasarían desapercibidas, simplemente las ignoraríamos, y todo estaría en aparente orden. Nada se habría movido ni alterado, y la idea de un panorama inamovible, permanecería en en nuestra retina. Solo quedaría la postal -edificios, tejados, una iglesia y un lago- que contemplamos desde la distancia escogida por la cámara, y ahí se queda el asunto. Estos planos idénticos, pero distintos, abren y cierran Crisis como si quisieran indicar que las aguas han vuelto a su cauce, sin embargo, sabemos que no es así. A pesar de que se trata de la misma estampa del pueblo -en apariencia tranquilo donde nada sucede, mientras todo ocurre-, nuestras sensaciones y las de los personajes han cambiado. De lo apacible e idílico, los hechos que nos llevan de una a otra, introducen la sospecha de que el espacio (físico y humano) no podrá ser el mismo para Nelly (Inga Landgré) e Ingeborg (Dagny Lind), sus dos personajes principales. Durante el inicio, el narrador nos introduce en situación: presenta el lugar y a Jenny (Marianne Löfgren), que trae consigo el conflicto y el desorden; y al final, aunque más que una conclusión definitiva, nos encontramos con el deseo de Nelly por recuperar la protección y la infancia perdida, su inocencia. Ambos instantes encierran entre sus límites el tránsito de la adolescente hacia el descubrimiento, hacia el dolor y hacia la edad que le exige como pago la ingenuidad que la define durante los primeros momentos de la película. Pero el mayor atractivo no reside en las relaciones externas, sino en las que los personajes mantienen con ellos mismos. En este aspecto íntimo, Ingeborg, la mujer que crió a Nelly, se convierte en el mejor ejemplo: su lucha silenciosa, su evolución y la superación del miedo que le genera la enfermedad que acecha, el saber que le queda poco tiempo de vida y que ese tiempo será vivido en soledad, sin la joven a quien ha criado desde bebé. Ambas viven en la tranquilidad alterada por la irrupción de Jenny, la madre biológica de Nelly, aunque esta le llame tía, cuyas promesas acaban por convencer a la joven para que la acompañe a la gran ciudad. Jenny también vive su propio conflicto; intenta volver atrás en el tiempo, pretende apartar fantasmas y la soledad que amenaza acompañar a la vejez que pronto llamará a su puerta. Busca llenar su vacío con la presencia de su hija. Ahora, puede mantenerla, tiene un negocio próspero y sus aventuras amorosas se reducen a la relación que mantiene con Jack (Stig Olin), el joven que solo puede amarse a sí mismo, y que se aferra al ideal de Nelly para no dar su salto al abismo. Los personajes de Crisis viven atrapados en sus sufrimientos, y sus temores se ven reflejados en sus relaciones, pero sobre todo en la intimidad, en el aislamiento. Esto se observa mejor sin palabras, cuando Ingeborn se mira en el espejo -y recibe su reflejo, uno de tantos que irían cobrando complejidad en posteriores obras de Bergman-, pero ¿qué ve? ¿Soledad? ¿Culpa? ¿Muerte? ¿Egoísmo? Ve el rostro de su angustia y de su miedo, y ambas emociones recorren el espacio delimitado por dos planos distintos, pero iguales.

1,2. Ingmar Bergman, Linterna mágica (traducción Marina Torres y Francisco Uriz). Tusquets Editores, Barcelona, 1988.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

Persépolis (2007)


La memoria sirve para no olvidar, para evocar imágenes del pasado, para reconocerse en el hoy a través de recuerdos del ayer, de aquellos hechos, situaciones y personas que fueron afectando la construcción de quienes somos en el presente.
Persépolis (2007) es eso, memoria, histórica, familiar y personal, el no olvido de su autora Marjane Satrapi —y codirectora de la película junto a Vincent Paronnaud, el recuerdo de sus orígenes, de sus familiares y de quienes de algún modo influyeron en la mujer que, mientras espera en el aeropuerto de Orly, vuelve su mirada hacia el pasado de su país. Como película de memoria personal, Persépolis es subjetiva, nostálgica e irónica, es la búsqueda de identidad de su protagonista, y como film de recorrido histórico nos posibilita el acceso a varios momentos que marcaron el destino de Irán durante las últimas décadas del siglo XX.


Los recuerdos de Marjane nos llevan hasta su infancia en Teherán, a un momento previo a la revolución de 1978-79. En ese instante, es una niña que fantasea ser Bruce Lee, Ché Guevara o la definitiva en una larga lista de profetas divinos. Calza deportivas Adidas, habla con Dios, vive bajo el cariño y la protección de su madre y su padre, un matrimonio progresista de clase acomodada. Su única hija es una niña imaginativa, soñadora, que interpreta el mundo según su fantasía, pero, al tiempo, escucha a sus mayores, aunque todavía no llega a comprender la dimensión real de los temas que comentan. No tardará mucho en hacerse una idea de la inestabilidad que se vive en el país. Escucha el malestar de la gente, a la profesora hablarle del origen divino del Sha, atiende a su padre cuando este le explica que el Sha no fue elegido por ningún Dios, sino por los intereses británicos, le habla de la dictadura que vino después, contra la que el pueblo se levanta, y que fue apoyada por las potencias occidentales a cambio
 de petróleo.


El tiempo transcurre en el pasado, dibujado en blanco y negro, donde el vacío de poder acaba siendo aprovechado por los integristas que se alzan con el control del país. Lo que antes era malo, ahora es peor, e Irán se ensombrece y ensombrece la realidad de Marji. Es la nueva situación político-social iraní, también la nueva realidad familiar. El cambio de costumbres es un hecho obligado. Llega el tiempo de la represión, del integrismo, de las vestimentas reglamentarias, de la imposición del velo, de la prohibición de las corbatas y de las camisas de manga corta en los hombres, de la educación sesgada en las escuelas que dejan de ser mixtas y laicas, de la humillación y sumisión femenina. Llega el aumento de represalias y del miedo, que van asomando en la cotidianidad de Teherán, previo al estallido de la guerra con sus vecinos iraquíes.


Los recuerdos de Marjane, que dieron pie a las cuatro partes del álbum
Persépolis, se sintetizan en la película para mostrarnos con fluidez, ironía y espíritu crítico varios momentos de su vida, durante las décadas de 1970, 1980 y 1990, en los que la niña se convierte en adolescente y posteriormente en la mujer adulta que observamos en el presente en color (pausas que señalan las distintas partes del film), pero todos los momentos nos hablan de su búsqueda entre la desintegración, de la ausencia de libertad en el Irán posrevolucionario o el <<desarraigo tercermundista>>1 que experimenta durante su estancia en Viena, lejos de sus raíces y del apoyo familiar. Nos habla de sí misma, de dónde y cómo encajar sin perder la dignidad y la integridad aludidas por su abuela, del no olvido, de quien es y de donde procede, porque <<si te explico todo esto es porque es importante que lo sepas. La memoria de la familia no debe perderse, aunque no sea fácil, aunque no lo entiendas todo>>2, le dice su tío Anouche antes de ser ejecutado por sus ideas; pero, ante todo, escribe y filma sobre su país, sobre la situación política que lo cambió todo.


1,2.Marjane Satrapi. Persépolis. Norma Editorial. Barcelona, 2007

martes, 24 de septiembre de 2019

Los espigadores y la espigadora (2000)



El adjetivo cinéfilo es una etiqueta más entre tantas que generalizan. Nada me dice, salvo que facilita una referencia, la de ser aficionado al cine, pero tiende a limitar y a homogeneizar en un solo término diferentes gustos, sensibilidades y conocimientos cinematográficos. Tampoco tengo muy claro el por qué de la necesidad de encontrar palabras que reduzcan o engloben diversidad de motivos, razones, gustos, estados de ánimo o de cualquier otra cuestión no apta para su etiquetado. Solo sé que siento indiferencia por el término y, por tanto, lo dejo para quienes gusten o disgusten de él. Me considero alguien que, entre otras actividades, ve películas y comenta las que le interesan. Escribo sobre ellas, igual que puedo hacerlo sobre un libro, sobre mi entorno o sobre un personaje inventado. Hablo de lo que interpreto, de lo que intuyo, y, como cantaron Paul Anka, Elvis o Sinatra, lo hago a mi manera, aunque en ocasiones busco ayuda en las palabras de los autores y de sus personajes. Así de sencillo, no hay más, salvo que, según el momento, siento mayor o menor afinidad con lo que veo. Cuando tenía reproductor de vídeo me agachaba e introducía cintas originales y otras con películas grabadas de la televisión; si en ese instante Agnès Varda me hubiera visto, quizá me habría preguntado ¿qué haces? Le respondería que recojo películas en uso y desuso, de aquí y de allí, de antes y de ahora, de cualquier época y lugar, y las devuelvo a mi memoria. Entre otras, descubro títulos que el consumo de otro tipo de cine desecha. Gran parte del público actual suele desconocerlos o los rechaza sin haberlos visto porque los considera viejos o faltos de atractivo. Pero a mí me llenan de sensaciones y, a veces, no encuentro el tono adecuado para plasmarlas en líneas escritas. Ahí empieza un reto, el buscar las palabras que se irán sucediendo con mayor o menor dificultad hasta encontrar la forma que no siempre me satisface. En ocasiones me resulta más complejo, otras más gratificante. A veces, una mezcla de ambas, cuando lo que veo y lo que creo ver me llevan a un punto que inicialmente intuyo pero que no logro distinguir con nitidez. Me contraría, me reta, me atrae, me divierte. Esta diversión también me la proporciona el cine de Varda, que me desafía e invita a interpretar las sensaciones que voy recogiendo e intentando aclarar por el camino, sensaciones que en un primer vistazo pueden pasarme desapercibidas. Es al evocarlas, al pensar en ellas dentro del conjunto que forman, cuando se van aclarando y encajan donde antes había visto un vacío que nunca existió, o quizá sí. Agnès Varda juega con su presencia o ausencia de la pantalla, recupera un reloj sin manecillas en el que <<no se ve el tiempo que pasa>>, experimenta con las imágenes, en este film emplea por primera vez la cámara digital, reflexiona y recoge humanidad, tanta como la que ella misma destila.


La cineasta sí se etiqueta en Los espigadores y la espigadora (Les glaneurs et la glaneuse, 2000), pero su etiqueta de recolectora se explica, adquiere sentido y abarca un espacio que no la limita. Va del presente al pasado (y viceversa) y en diferentes direcciones, Varda se desdobla, se trasforma en testigo de cuanto observa, también participa y, sin disimulo y con simpatía, asume su protagonismo dentro y fuera de los encuadres. Así, nos invita a que la acompañemos a un viaje que se abre con la imagen de un gato suyo, ¿de quién, si no?, y con las páginas de su viejo diccionario Larousse donde nos lee la definición de espigador/a. En esa página, completando el significado, aparece el cuadro de Millet que se abre cual ventanal al presente, al recorrido que la cineasta, viajera, espigadora, fotógrafa, autorretratista cinematográfica, entre tantas otras caras, propone. La acompañamos por Francia, en automóvil, adelantando camiones que desea atrapar con su mano, ajada por el paso del tiempo, para jugar con ellos. También es la mujer que filma intimidad, personajes, lugares y fragmentos de humanidad. Esta suma de momentos, de hombres y de mujeres a quienes observa, pregunta y escucha, van formando y engrandeciendo su documento, <<espontáneo, instintivo>> —como ella insinúa en Dos años después (Deux ans après, 2002)— sobre los recolectores actuales. Aunque continúan empleando la misma postura básica de entonces, la más cómoda para su labor de recogida, los del hoy difieren de los del ayer, aunque no son distintos en su anonimato. Son seres de carne y hueso que, por necesidad o convicción, recuperan lo que otros desechan sin el menor miramiento. Vemos como los hay que recogen patatas, la de forma de corazón es para la realizadora, manzanas, uvas, ostras,...; y ya en la ciudad, encontramos a quienes hurgan en los contenedores o en los mercados urbanos en busca de alimentos y otros materiales que la sociedad de consumo tira en su alegre vivir en la opulencia y el exceso, sin plantearse ese otro mundo que Varda nos desvela en su marginalidad, en las calles, en los campos, en un aula de alfabetización, en definitiva, lo espiga en su antropológica recolección cinematográfica.

sábado, 21 de septiembre de 2019

El padre de la novia (1950)



Previo a cualquier otra idea que aquí exponga, introduzco la de que
Spencer Tracy era un actor mayúsculo, y no una estrella, aunque lo fuese. Tracy fue actor, no un icono del sistema de estudios. Creaba y engrandecía los distintos tipos de personajes que le encargaban; era un todoterreno y quizá por ello no lograron encasillarlo en un solo tipo, algo que las majors de Hollywood solían hacer con sus estrellas. Aunque fuesen grandes actores (lo mismo sucedía con las actrices), les ofrecían las películas que sacaban partido a la imagen que el público tenía de ellos: Cooper, el héroe; Gable, el chico peligroso; Grant, el galán sofisticado; Wayne, el rostro del oeste o Stewart, el honesto ciudadano medio, pero Tracy —y quizá también Fredric March podía ser todos o ninguno. Dotaba de dimensión humana y real a cualquiera de sus múltiples rostros, evolucionaba en cada etapa de su carrera y se acercó a lo que —en este momento que escribo— considero el paso más cercano a la perfección de una interpretación sencilla y honrada. Año tras año, desde Río arriba (Up the RiverJohn Ford, 1930) hasta Adivina quién viene esta noche (Guess Who's Coming to DinnerStanley Kramer, 1967), fue asumiendo roles que sumaban, nunca restaban, a su capacidad de emocionar con sus personajes, a quienes dotaba de honestidad y de emociones humanas sin necesidad de exagerarlas con muecas, gestos, aspavientos o cualquier otro recurso llamativo que mermase la esencia de los distintos tipos a quienes dio vida en la pantalla. <<Contigo —le dije a Spencer— la película puede ser una pequeña obra maestra de la comedia. Sin ti, no es nada>>1, concluyó Vincente Minnelli cuando lo abordó con la intención de que protagonizase El padre de la novia (The Father of the Bride, 1950).


Pese a que se le hizo una prueba al cómico Jack Benny, por orden de Dore Schary, Tracy siempre había sido la opción del cineasta, de ahí que fuese a hablar con él, lo halagase. El actor aceptó el reto y volvió a demostrar que su cercanía y su conexión con quienes estamos al otro lado eran infalibles; además, su participación en el paternal díptico de Minnelli implicó un cambio, implicó su irónica aceptación de la madurez, algo similar a lo que le sucede a su Stanley Banks en el film, que se encuentra en un momento decisivo de su vida, en el cual Kay (Elizabeth Taylor), su hija, se ha convertido en una mujer adulta, realidad que le anuncia que el tiempo ha pasado y que ante él se abre un nuevo periodo vital.


Producida por Pandro S. Berman
que se hizo con los derechos de adaptación de la novela de Edward StreeterEl padre de la novia es una comedia dirigida por un brillante Minnelli, elegante y apenas visible (como si su dirección no quisiera molestar los hechos que nos narra), pero Tracy es principio y fin de cuanto vemos. El resto de personajes son satélites que giran sobre su presencia, lo mismo sucede con las situaciones y con su comicidad, sin él no habría ni lo uno ni lo otro. El breve plano secuencia que abre el film, lo corrobora; busca a Tracy para entregarle el protagonismo exclusivo. La cámara encuadra el techo donde observa un adorno floral. Desciende sobre un motón de botellas consumidas y avanza sobre la mesa que nos anuncia el desorden que el encuadre continuará recogiendo cuando se aproxima al suelo. Prosigue su recorrido y se detiene cuando encuentra un pie calzado y otro descalzo. Una mano recoge el zapato suelto, se eleva y la imagen acompaña el movimiento ascendente para descubrirnos el resto del cuerpo y el rostro de Stanley Banks. Resignado o cansado, puede que ambas —su postura resulta válida para las dos interpretaciones—, este se dirige a nosotros (su público, sus confidentes), otro indicio de que cuanto vemos tiene su origen y su fin en Tracy. Nos informa de que se ha celebrado una boda, no la suya, por supuesto, sino la de su hija. Nos cuenta que un día, tres meses atrás... Y aquí Minnelli introduce la analepsis que ocupará el resto del film. Pero la voz de Stanley-Tracy nos acompaña en el pasado y nos presenta a sus dos hijos y a Kay, su preferida, aunque esté mal decirlo, así lo confiesa el protagonista. En ese instante pretérito aún no sospechaba lo que ya sabe en tiempo presente. Nos hace partícipes de su descubrimiento, de su sorpresa, de su rechazo inicial, a que su hija ya no es una niña y pretende casarse, de su realidad familiar y de cómo esta se ve alterada. Por la mente del padre asoman rostros de posibles candidatos, los descarta a todos; ninguno, ni el príncipe azul más azulado le satisfaría como marido de su pequeña. Su postura es opuesta a la de Ellie (Joan Bennett), su mujer, aunque entre ambos sacan la boda adelante. El día a día de los preparativos se ha convertido en su principal preocupación: primero conocer al novio, después a sus consuegros, el traje de novia, los invitados, la orquesta, el menú infantil para abaratar costes, pues hay que andarse con ojo con los gastos, entre otros encargos y obstáculos a salvar; etapas que sobre todo Stanley debe aceptar y superar para lograr la mejor boda posible para su niña, con quien ya no compartirá el mismo techo, la niña por quien gastará al borde de lo permitido por su economía de clase media, la niña por quien un buen día, tres meses atrás, la cotidianidad se vio alterada y le dijo: el tiempo transcurre, los hijos se hacen adultos y los padres, quizá abuelos.


1.Vincente Minnelli. Recuerdo muy bien (de la traducción de Fernando Jadraque). Libertarias, Madrid, 1991

viernes, 20 de septiembre de 2019

Incendies (2010)



El destino en las tragedias de Sófocles no es el culpable de transformar a sus protagonistas en víctimas o en verdugos, puesto que las muertes, las traiciones, los abusos o los incestos no forman parte del capricho de un sino que juega con ellos para divertirse. Lo trágico lo determinan y lo deparan las motivaciones, las ambiciones, las decisiones y las circunstancias de los personajes, aquellas que son creadas por los propios individuos antes de que se consumen los hechos que resultan fatales. Su tragedia, también su esperanza, reside en ser humanos, y no en un hipotético inamovible escrito, ante el cual nada se puede hacer para deshacer. La tragedia perfeccionada por Sófocles en Edipo Rey es suma de ironía del querer y del ser, de lo casual y lo no casual, de acciones, reacciones y relaciones que se establecen sin posibilidad de conocer las consecuencias que acarrearán más allá del momento en el que estas se producen. Los personajes <<responden a estados emocionales que tienen su razón de ser en las circunstancias en que se encuentran>>1, viven marcados por variables que incluyen intereses, intenciones, elecciones o disputas. La suma de todas ellas precipita los sucesos y elimina la posibilidad de volver atrás. Lo hecho, hecho está, y no hay que señalar al destino, ni a divinidades ni a oráculos, que simplemente exponen una posibilidad entre tantas posibles, como responsables de las decisiones y de las acciones humanas. 
El abanico de opciones está en manos de hombres y mujeres frente a las realidades que les condicionan y condicionan sus comportamientos. Algo similar sucede con los personajes de Denis Villeneuve en Incendies (2010), que no se basa en ningún clásico griego sino en la pieza teatral homónima escrita por Wajdi Mouawad en 2003.


Los personajes que asoman en Incendies son individuos que responden a las distintas situaciones que la película 
no busca dramatizar, ni juzgar, al menos no con la evidencia que exhiben otras producciones que abordan temas parejos. Las muestra con sus condicionantes (familiares, religiosos, políticos,...), pretéritos o actuales, y las desarrolla en dos tiempos que encuentran su nexo en la figura de Nawal (Lubna Azabal), la madre fallecida en 2009 y la protagonista en distintos momentos del pasado al que accedemos para ser testigos de odios, fanatismos, venganzas o de la guerra civil que se prolongaría cerca de dos décadas. En el pasado, Nawal busca al hijo de quien su familia le obligó a separarse. Pero su recorrido se inicia antes, cuando es testigo de la muerte del hombre que ama a manos de uno de sus hermanos. Ese instante apunta el sinsentido religioso y el posterior enfrentamiento que se extiende por el país —que no se nombra, pero apunta a Libano—, y que lo transforma en un espacio de destrucción, violencia, fanatismos y represalias sin fin aparente. Incluso Nawal se ve afectada, quiere venganza y asesina al líder de las milicias de la derecha cristina. Condenada a presidio, sufre abusos y violaciones en la prisión que sus hijos gemelos desconocen cuando, en el presente canadiense, visitan al albacea que les sorprende con las últimas voluntades de la difunta. En ellas habla de una promesa incumplida y de dos cartas que han de entregar a su padre, a quien nunca han visto, y a un hermano del que ignoraban su existencia. Estas circunstancias trastocan las existencias de Jeanne (Melissa Désormeaux-Poulin) y Simon (Maxim Gaudette); empujan a la primera a iniciar la búsqueda que le permitirá encontrar respuestas, y al segundo a aferrarse al presente, rechazando cualquier contacto con el ayer de su madre. No obstante, ambas posturas conducen a un mismo punto: el pasado, aquel que les acabará descubriendo verdades que nacen de los comportamientos humanos (sean individuales o grupales), del odio, de los fanatismos y de la intolerancia, de las realidades que determinan y provocan muertes, separación, destrucción, matanzas y guerra que Incendies va exponiendo a lo largo de sus distintas partes. La película deambula entre el ayer y el hoy, entre la madre y la hija, más adelante se unirá Simon y el albacea, y amigo de la familia, mientras nos descubre el padecimiento de un país enfrentado y, en particular, de una mujer cuya condena física y espiritual no es fruto de lo casual, sino del momento y del espacio humano que sus gemelos conocerán durante su búsqueda en el presente. Si aislamos los distintos comportamientos, y las motivaciones de los personajes, la imagen del niño que abre el film nos aporta un hecho innegable: su adoctrinamiento en el odio, político y religioso. Alguien ha decidido en su lugar; han eliminado su capacidad de comprender sin condicionantes extremos. Han mermado su capacidad de distinguir y, por tanto, de elegir entre infligir dolor o no hacerlo. Este niño, nacido del amor de una cristiana y un refugiado, víctima de su familia, de los señores de la guerra islámicos y de los extremistas cristianos, volverá a reaparecer ya convertido en verdugo, pues ha perdido la inocencia para ser uno de los artífices de la tragedia narrada por Villeneuve. El cineasta no elude la responsabilidad del individuo, puesto que, al fin y al cabo, es quien acaba decidiendo, aunque su decisión haya sido manipulada y guiada tiempo atrás, y no precisamente por la intervención del destino. Todo va encontrando su explicación a lo largo de las sucesivas partes que componen un film de búsqueda, de respuestas y de consecuencias que afectan más allá del momento y de un espacio concreto.


1.(De la introducción de Julio Pallí Bonet) Sófocles. Tragedias completas. RBA Coleccionables, Barcelona, 1995

miércoles, 18 de septiembre de 2019

Tortura (1944)

Su maestría lo aupó entre los grandes del cine, pero en 1944, salvo una minoría, nadie conocía a Ingmar Bergman, pues aún no había tenido la oportunidad, y sospecho que ni había desarrollado la capacidad, para deslumbrar haciendo cine. Por aquel entonces trabajaba en el departamento de guiones de SF, de modo que el público no repararía en que era el guionista de Tortura (Hest, 1944). Años después, el brillo de sus grandes títulos y su fama internacional, que llegó a partir de Sonrisas de una noche de verano (Sommarnattens leende, 1955), alejaron de manera definitiva el anonimato, hasta el extremo de que en la actualidad hay quien reconoce Tortura por ser su primer guión acreditado, y no por los valores intrínsecos de la película, responsabilidad de Alf Sjöberg; aunque resulta evidente la presencia de Bergman en la relación familia-hijo, en la prisión sin barreras visibles o en el conflicto existencial que atormenta a Jan-Erik Widgren (Alf Kjellin). Fue Sjöberg quien puso en escena las ideas de Bergman, las dotó de la estética expresionista que agudiza la sensación de opresión y de locura, de pesadilla, de miedo, de distancia espectral entre los dos espacios principales del film. El uno luminoso, aunque engañoso; el otro tenebroso, sin posibilidad de escape. Y ambos condicionados por el desequilibrio del mismo hombre, a quienes sus alumnos apodan "Calígula" (Stig Järrel). <<Para mí Tortura era una historia obsesiva y algo violenta sobre los sufrimientos en la escuela y durante la juventud. Alf Sjöberg vio otros aspectos. Por medio de diferentes artificios la convirtió en una pesadilla. Además, hizo del personaje central, el profesor Calígula, un criptonazi, y consiguió que Stig Järrel, su intérprete, apareciese rubio e insignificante. No moreno y diabólico, ni con grandes gestos. Alf Sjöberg y Järrel dieron una tensión interior al personaje que fue decisiva para toda la película>>1. Leyendo estas palabras del autor de la magistral Fresas salvajes (Smultronstället, 1957) se comprende que, de haber sido el encargado de convertir su texto en imágenes, habría rodado su guión de distinta forma; lo que me corrobora (una vez más) que el texto (y sus indicaciones) está abierto a la interpretación de quien lo traslada a la pantalla. Como consecuencia de la perspectiva escogida por Sjöberg, y no de la imaginada por Bergman, más que una película sobre la educación, sobre la rigidez del sistema educativo o de las preocupaciones y aflicciones de la juventud, Tortura se transforma en el desvarío de un profesor autoritario y sádico, cuyo comportamiento afecta a sus alumnos, entre quienes encontramos a un adolescente que desea emanciparse -del centro escolar, de la rigidez familiar y, de seguir el orden establecido, del futuro que le aguarda-, y a Bertha (Mai Zetterling), a quien acosa hasta empujarla a la muerte. La joven y el estudiante se enamoran, al tiempo que un hombre a quien no vemos el rostro, aunque intuimos de quien se trata, telefonea, sigue y visita en la nocturnidad la habitación de la muchacha. En ese espacio cerrado, Tortura se oscurece, se llena de fantasmas, de monstruos y de miedos que generan claustrofobia y opresión, la imposibilidad de fuga. El desvarío aumenta debido a las sombras y los encuadres, que nunca se alejan de los personajes, los acompaña, los muestra en la cercanía en la que observamos el desequilibrio o la intolerancia de Calígula. Su comportamiento se opone al tolerante del tutor, y complica la ya de por sí compleja búsqueda existencial de Jan-Erik Widgren, que desea concluir su estéril etapa educativa y asumir su propio camino -aquel que le permita escribir, tocar el violín, en definitiva, romper con las cadenas de un sistema (familia, escuela y lo que después venga) que impide su emancipación y una posible plenitud-. Jan-Erik es un soñador, un alumno que no siente que el centro formativo le proporcione la sensación de aprendizaje, sobre todo en relación al profesor de latín, cuyo mote remite a la imagen del sádico, a quien los alumnos temen y odian con igual intensidad. Los dos espacios fundamentales, a los que habría que sumar el hogar del joven, son hirientes, pero si bien en la escuela hay algún destello de luz, de esperanza y de alegría juvenil, de comprensión, en el maestro que sabe que la función principal de su trabajo es la de preocuparse por sus alumnos; en el cuarto de la muchacha reinan las sombras, el tormento, el imposible de Jan-Erik y Bertha y el miedo de esta ante la certeza de saber <<que me matará>>. Vive aterrada, lo observamos en varios planos; en esos instantes su terror domina la pantalla, nos contagia y finalmente nos conduce hacia el estado de pesadilla que observamos cuando la puerta se abre ante la mirada de pánico de la muchacha. Es un momento en el que no vemos el rostro de la amenaza, aunque somos conscientes de que entrará en la habitación y continuará martirizando a la protagonista, quien busca respiro y encuentra el infierno. Miedo define el tema principal de la película de Sjöberg, miedo a la soledad, que empuja a Calígula a la locura, al sadismo, al acoso y a imponerse a sus alumnos, humillándolos, vara en mano; miedo en Bertha, a la sombra que se cierne sobre ella, a la imposibilidad de escapar de la oscuridad y acariciar un rayo de luz; y miedo en Jan Erik, a que no exista esperanza, ni amor ni libertad, a vivir la condena de no poder ser bajo el yugo de un orden que lo prepara para acatar y no molestar.

1.Ingmar Bergman. Imágenes (traducción Juan Uriz Torres y Francisco J. Uriz). Tusquets Editores, Barcelona, 1992

martes, 17 de septiembre de 2019

Peregrinos (1933)

En sus películas hay un pasajero, un soldado, un pionero, un marino mercante, un peregrino a quien nunca veo, pero a quien siempre intuyo y encuentro en sus tradiciones irlandesas, en su humor costumbrista, en sus relaciones materno filiales, en la inocencia de la infancia, en la familia y su derrumbe o en el final de una época. Es John Ford, no tengo dudas, el guía excepcional, único en su género, que comparte su compleja sencillez cinematográfica mientras me dice que ya será menos. No pretende el protagonismo, aunque es consciente de que cae en una contradicción, pues se sabe protagonista y maestro de ceremonias. Me conduce a donde desea ser acompañado, allí donde su cámara y sus encuadres me convierten en cómplice y en compañero de viaje. Bajo su dirección transito espacios físicos y humanos reconocibles, porque son los suyos, los que se repiten y escapan de lo real para evocar la vieja Irlanda de sus padres, su Monument Valley, los destacamentos de caballería o entornos rurales como el pequeño pueblo de Peregrinos (Pilgrimage, 1933) donde me descubre el amor posesivo y el miedo a la soledad de una madre incapaz de reconocer su intransigente interpretación de lo correcto, su extremo y cruel egoísmo. Cuando acompaño a Ford, sé que viajo sobre seguro, que me llevará a su oeste imaginado, a las vías de un caballo de hierro que acortará espacios e implicará sacrificios, a la aflicción de madres sufridas que resistirán las envestidas de la vida o la ausencia de cuatro hijos. De su mano desciendo a la mina, veo en blanco y negro el verdor de los valles, transito por la Gran Depresión y acompaño a un clan anónimo que no pierde su dignidad, porque esa dignidad es su única tierra prometida, la que permite que su humanidad sobreviva al desamparo y a la miseria. Ángel y diablo, Ford me hace miembro de familias, sean estas típicas o las que se crean a bordo de un mercante o en el interior de una academia militar. Me hace testigo silencioso del ocaso y de la inevitable descomposición del núcleo; me convierte en cómplice de la nocturnidad y de un disparo pesimista que abate un época que ya no volverá, la suya. Pero el cineasta sobrevive en mi memoria, siempre lo hace, y me emborracha de amistad, de peleas y de alcohol; me embriaga de sensaciones y emociones, me convierte en un intruso de la intimidad de una caricia a la capa del amor imposible, aquel que vive la condena de ser el eterno buscador sin hogar. Con Ford navego río arriba, me fugo de una isla, me enrolo en la marina, sobrevivo a Midway y regreso al monumento de roca y arena esculpido por el tiempo, retorno al espacio rural, a la ruta que me acerca a la quietud de saber que allí todo transcurre pausado, y a la inquietud que produce el comprender lo inevitable de su transcurrir. Me lleva hasta Tres cedros, el pequeño pueblo de Arkansas donde viven los Jessop, madre e hijo. Esto es Ford, me digo al ver las primeras imágenes de Peregrinos. Observo el entorno, la figura materna que no se derrumba, que simboliza la tierra y la tradición. Sin embargo, pronto descubro que esta madre difiere de otras, en su exagerada intolerancia e instinto de posesión. Aun así, sé que es una madre fordiana que pretende y hace lo imposible para que el núcleo (básico en el cine de este hombre tranquilo) no se desintegre. Comprendo que ella ignora ser la única responsable de la separación y de la posterior destrucción filial. Como también sé que, en ese momento, Hannah Jessop (Henrietta Crosman) desconoce que su comportamiento y sus acciones la convierten en uno de los personajes más crueles de la filmografía fordiana. Pero no confundamos el término, es cruel pero inconsciente de serlo. No es malvada, adjetivo que simplifica y menosprecia a un ser que vive en conflicto, aunque lo silencia, que se deja llevar por prejuicios que interpreta como valores, por el temor a la soledad y el miedo a perder al único ser amado, cuando este entrega su amor a Mary (Marian Nixon). De todo soy testigo, y lo asumo consciente de que no habrá engaños, ni por su parte ni por la mía, porque, ante todo, Ford es honesto en sus mentiras, en sus propuestas cinematográficas y en cómo me muestra sus cartas y me desvela su juego. Pero no por ello pierde mi interés ni deja de generar emoción, más bien fortalece la conexión que establezco con imágenes que hablan más allá de lo que a primera vista dicen. Me muestra una época, que necesito entender para comprender los distintos comportamientos y costumbres, me expone un melodrama no exento de tragedia y centra su mirada en la figura desesperada que prefiere enrolar a su hijo en el ejército que verlo con otra mujer, ya que prefiere verlo muerto antes de no salirse con la suya. De Arkansas me traslado a las trincheras francesas. Allí las bombas sepultan a Jim (Norman Foster) bajo tierra y metralla, entierran sus sueños, su deseo de volver a abrazar a Mary y de conocer a su hijo, de cuyo nacimiento él ya no tendrá noticia, yo sí. La tengo cuando regreso al pueblo durante la noche de tormenta, la misma nocturnidad en la que Jim muere y Jimmy (Jay Ward) sale a la vida. Un intertítulo explicativo, que me ocupan apenas un par de segundos, son diez años en las vidas de los personajes de Peregrinos, pero esto forma parte de la magia del cine, de sus recursos narrativos y del interés del cineasta en que la historia avance en el momento justo. Ha pasado una década y el pueblo no ha cambiado, Hannah tampoco, ni su actitud intransigente. Vive amargada, rechaza a Mary y a su nieto, y no reconoce culpas ni el dolor que oculta en su corazón de piedra, aunque no tan duro como para no romperse. Lo sé, lo supe desde el primer momento, porque, aunque no se escuche, Ford me dice que habrá redención para ella, aunque no sin antes peregrinar a Francia en compañía de otras madres que buscan honrar las tumbas de los hijos caídos en el campo de batalla. Así acompaño a Hannah en su viaje al perdón, hacia la comprensión de sí misma, hacia el reconocer que a veces el amor, o la interpretación que le damos, esconde egoísmos, intolerancias y miedos que precipitan la destrucción de cuanto decimos amar.

domingo, 15 de septiembre de 2019

La milla verde (1999)

En un momento de aburrimiento, mi mente se evade y busca opciones que la entretengan y la diviertan. Lo cierto es que no siempre las encuentra, ni viaja sola, yo la acompaño, pero lo que imagina se queda ahí, aunque después haga un esbozo escrito. En esto se parece a la milla, pues <<lo que ocurre en la milla, no sale de la milla>>, salvo que Paul Edgecomb (Dabbs Greer) sienta quizá remordimientos y narre un momento puntual de su historia, la de La milla verde (The Green Mile, 1999). Este personaje, de edad indeterminada pero avanzada, se confiesa con su compañera de residencia (Eve Brent), a quien dice que <<hace mucho que no hablo de esto. Más de sesenta años>>. Ella calla, quizá no se plantee que es tiempo más que suficiente para que la mente humana haya adulterado cualquier experiencia vivida y la transforme en la evocación que escucha en el presente. Pero, ¿cómo iba a hacerlo, si solo es una excusa argumental? Los años que separan mi hoy de mi ayer confunden, idealizan o ensombrecen hechos reales que recuerdo en imágenes, impresiones e interpretaciones que, a menudo de forma inconsciente, van sustituyendo a las previas. En el caso del protagonista de La milla verde, esto no sucede, parecen vivir nítidas, sin que esas seis décadas hayan adornado o provocado pérdidas de la realidad de 1935, que sale a la luz a raíz de la proyección televisiva de Sombrero de copa (Top HatMark Sandrich, 1935). El magistral musical de Sandrich toca algún resorte en el cerebro de Paul, y lo empuja a compartir los sucesos que, si nos atenemos a lo que veremos con posterioridad, no se han visto afectados por la distancia temporal, de tal manera que no existe distanciamiento entre la realidad vivida y la rememorada. ¿Su memoria nos acerca a lo real o idealiza cuanto observó y vivió? Cuando escucha a Fred Astaire cantando Cheek to Cheek, el ayer se impone y le genera la necesidad de compartirlo. Cuenta que sufría un dolor agudo e intenso, otra excusa argumental que pretende dar credibilidad a su viaje al pasado, y que era el supervisor de la milla verde. Ese inicio nos propone una narración subjetiva, pero, ya ubicados en el pasado, las palabras del personaje desaparecen y ceden su puesto al orden narrativo lineal, claro, preciso e incuestionable. Ahora Paul es un hombre de unos cuarenta años, con cuerpo y rostro de Tom Hanks, y omnipresente durante todo el film, no en vano se supone que ha sido testigo. Pero ha dejado de ser el supuesto narrador, y recalco supuesto, porque dicha función es asumida sin disimulo por Frank Darabont, que cambia de perspectiva -de subjetiva a objetiva- y se asegura de que la historia (y la verdad que encierra, la obvia) no se cuestione, y que no pueda ser otra más que la suya. De ese modo, en 1935 no hay espacio para la voz de 1999, aunque, en realidad, esta solo funciona como (otra) excusa en un film que limita y marca las pautas a seguir por el público, a quien se indica con quien simpatizar, a quien rechazar, quien es bueno, quien es malo, como si quien visiona las escenas necesitara de una mano-guía que le evite plantearse si está frente a lo figurado o ante lo real. La decisión de Darabont, la de prescindir de su narrador subjetivo, impone su interpretación, que se antoja única, al eliminar la posibilidad de cuestionar los hechos relacionados con el corredor de la muerte, con las relaciones entre los carceleros y los condenados a la silla eléctrica. Entonces, mi mente, que a veces parece ir por libre, va y recuerda que <<lo que ocurre en la milla, no sale de la milla>>, además me pregunta ¿para qué emplear una analepsis que se supone nace de la mente del protagonista? Aparte de otras cuestiones, que afectan a las formas y a los contenidos desarrollados por sus responsables, el cine como medio artístico vive en la interpretación de quien lo recibe, de su subjetivo y de las impresiones que le produce. Y en este punto, la película me pierde como espectador dócil, rechazo su intento de llevarme por donde quiere sin ofrecerme nada a cambio, excepto aceptar ser parte del engaño que prescinde del diálogo entre emisor y receptor, y emular quizá aciertos de Cadena perpetua (The Shawshank Redemption, 1994), film que también nace de la memoria de un narrador que nos guía por y hacia donde quiere. Todo cuanto veo en la pantalla parece decirme que me relaje durante tres horas y disfrute de su propuesta. Pero no lo hago, me aburro y mi mente se evade y piensa que puede entretenerse cuestionando las imágenes. Sea pues, le digo, te acompaño, paso de que alguien me guíe durante ciento ochenta minutos con los que no conecto, que me evite la tentación de interrogar, de rechazar la convencional historia que apela a mis "buenos" sentimientos. ¿Los tengo? Lo que tengo son preguntas que se acumulan -¿por qué cuenta su historia ahora y no antes? ¿Por qué su recuerdo no presenta sombras, que, como espectador, me tocaría rellenar o imaginar? ¿Qué busca Paul? ¿Redención? ¿Comprensión? ¿Es un mentiroso que, como descubrimos en varios momentos, emplea la mentira para ayudar o proteger a quienes le rodean? ¿Por qué habría de mentir a Elaine? ¿Quiere ofrecerle esperanza y luz ante la cercanía de la muerte?-, sin embargo tampoco me ayudan a establecer conexión con la propuesta de Darabont, ni con su exposición, ni con sus personajes, quizá porque en todo momento me veo frente a un truco de tres horas cuyo inicio ya me indica que buscará emocionarme, tal vez sorprenderme, agradarme y establecer líneas que me señalen por donde debo transitar hasta llegar al lugar escogido como punto y final.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

La carroza de oro (1952)


Un reto artístico puede consistir en buscar nuevas formas de expresión o en adentrase por vías inexploradas o ignoradas con anterioridad. Transitar por lo desconocido, en busca de algo novedoso o que incentive, al tiempo que estimula mantiene alerta, posibilitando alejarse de la comodidad que implica la repetición de lo ya hecho. Para un artista el reto es necesario, incluso puede resultar vital para la creatividad de quien pretende honestidad con su arte y consigo mismo. Consciente de ello, Jean Renoir asumía el reto con el fin de no perder la ilusión, de experimentar, de hacer su cine, de darle nuevas formas y nuevos enfoques. Buscaba renovarse, encontrar dificultades y hallar soluciones que le permitiesen seguir creando, y no caer en la desidia, en la de continuar realizando algo que ya no tenía secretos, ni riesgos. Buscaba nuevas formas, sentir la inspiración, saber que no había caído en la simple copia de sí mismo, necesitaba renovar su diálogo con el público, su diálogo entre la realidad y la imagen interpretada. Así pues, tomó como modelo la commedia dell'arte, a sus personajes característicos y caricaturescos, creó su cine-teatro, su realidad-representación, y le dio forma en La carroza de oro (Le carrosse d'Or, 1952). Era su nueva manera de comunicarse, disfrazando el cine de teatro o el teatro de cine, de situar al público entre realidad, ilusión y representación.


<<Mi colaborador principal para la película fue el difunto Antonio Vivaldi>>. Suena extraño, quizá no tanto, pero eso afirma
Renoir en sus memorias, antes de decirnos que escribió <<el guion con acordes de los discos de ese gran maestro>>. El cineasta prosigue y explica que <<su sentido dramático, su espíritu, me orientaron hacia soluciones que me proporcionaban lo mejor del arte teatral italiano>>. Fruto de esta colaboración, quizá sea mejor llamarla inspiración, fue la comedia de Camilla (Anna Magnani), pues ella es el eje de La carroza del oro, la protagonista de su farsa, la de una actriz que ha pasado hambre y que se deja deslumbrar por la posibilidad de abandonar la miseria y su vida errante. Su acceso a esa existencia le descubre que, al igual que en el teatro, su nueva realidad se basa en la actuación y en las apariencias. A lo largo de su periplo, la actriz vive una farsa mayor que sus representaciones cómicas para la compañía de don Antonio (Odoardo Spadaro) con la que llega al nuevo mundo, que no deja de ser reflejo del viejo, con sus viejas costumbres, con sus viejos motores existenciales y sus viejas diferencias sociales. Camilla todavía no se conoce, ignora que forma parte de una comedia que le permite acariciar el éxito, la opulencia, el ascenso social, pero que le descubre, no sin cierta amargura, que "el éxito no lo es todo en la vida". ¿Pero qué es lo importante para ella? ¿Quién es y dónde encaja? ¿Cuánto hay de verdad y de ficción en su vida, en su teatro? ¿Cómo distinguir la realidad de su representación? La cómica se plantea preguntas similares, quizá porque necesita saber si su yo real es Colombina, Camilla, una actriz real que representa la obra que nosotros contemplamos, la suma de todas ellas o de ninguna. En este punto de desconcierto o búsqueda se descubre parte de los intereses de Jean Renoir, el maestro titiritero que emplea la carroza dorada que da título a la película como excusa, pero también como el ídolo que reluce y deslumbra la satírica irrealidad de la que somos testigos. Aunque, como dice el cineasta en Mi vida y mi cine, <<la verdad interior se oculta a veces detrás de un entorno puramente artificial>>, de modo que <<se puede ser inverosímil pero real>>.


Quizá este fue uno de los grandes motivos para que 
Renoir abandonase el paisaje natural -que tan buenos resultados le había dado en Toni (1935), en Una partida de campo (Une partie de campagne, 1936) y, apenas dos años antes, en El río (The River, 1950)- y se decantase -como también haría en French CanCan (1955) y en Elena y los hombres (Elena et les hommes, 1956)- por los decorados, por un estilo teatral, por jugar con el lenguaje cinematográfico, con el teatro, con lo auténtico y lo falso. La representación propuesta, y a la que están expuestos los personajes, ofrece varios niveles (más allá si se trata de cine dentro de teatro o de teatro dentro de cine) de ficción y de realidad. En este aspecto, La carroza de oro es todo un hallazgo en la relación cine-teatro, en la puesta en escena de Renoir, en la supuesta realidad de la compañía itinerante italiana durante su estancia en una colonia española en el siglo XVIII, en la alevosa irrealidad de las situaciones vividas por sus personajes, intercambiables en la farsa y en la realidad que no deja de ser la representación de la que en todo momento somos conscientes; no en vano, su inicio y su final nos sitúan frente un escenario que se cierra dejando fuera a la protagonista, a quien hemos observado durante su evolución, su comprensión, su ilusión, su realidad. Si la carroza funciona como símbolo de las ambiciones, apariencias y vanidades dominantes en el ambiente, la presencia de Camilla, una gran Magnani en un papel a priori que la alejaba de terreno conocido, rompe dicho orden, altera el entorno y la percepción de los tres pretendientes, pero sobre todo altera el orden del espectador, quien descubre aspectos que escapan del ámbito cómico para existir en la verdad humana que se esconde detrás de la imagen.



Entrecomillado: Jean Renoir. Mi vida y mi cine (traducción Rafael del Moral). Ediciones Akal, Madrid, 2011