El adjetivo cinéfilo es una etiqueta más entre tantas que generalizan. Nada me dice, salvo que facilita una referencia, la de ser aficionado al cine, pero tiende a limitar y a homogeneizar en un solo término diferentes gustos, sensibilidades y conocimientos cinematográficos. Tampoco tengo muy claro el por qué de la necesidad de encontrar palabras que reduzcan o engloben diversidad de motivos, razones, gustos, estados de ánimo o de cualquier otra cuestión no apta para su etiquetado. Solo sé que siento indiferencia por el término y, por tanto, lo dejo para quienes gusten o disgusten de él. Me considero alguien que, entre otras actividades, ve películas y comenta las que le interesan. Escribo sobre ellas, igual que puedo hacerlo sobre un libro, sobre mi entorno o sobre un personaje inventado. Hablo de lo que interpreto, de lo que intuyo, y, como cantaron Paul Anka, Elvis o Sinatra, lo hago a mi manera, aunque en ocasiones busco ayuda en las palabras de los autores y de sus personajes. Así de sencillo, no hay más, salvo que, según el momento, siento mayor o menor afinidad con lo que veo. Cuando tenía reproductor de vídeo me agachaba e introducía cintas originales y otras con películas grabadas de la televisión; si en ese instante Agnès Varda me hubiera visto, quizá me habría preguntado ¿qué haces? Le respondería que recojo películas en uso y desuso, de aquí y de allí, de antes y de ahora, de cualquier época y lugar, y las devuelvo a mi memoria. Entre otras, descubro títulos que el consumo de otro tipo de cine desecha. Gran parte del público actual suele desconocerlos o los rechaza sin haberlos visto porque los considera viejos o faltos de atractivo. Pero a mí me llenan de sensaciones y, a veces, no encuentro el tono adecuado para plasmarlas en líneas escritas. Ahí empieza un reto, el buscar las palabras que se irán sucediendo con mayor o menor dificultad hasta encontrar la forma que no siempre me satisface. En ocasiones me resulta más complejo, otras más gratificante. A veces, una mezcla de ambas, cuando lo que veo y lo que creo ver me llevan a un punto que inicialmente intuyo pero que no logro distinguir con nitidez. Me contraría, me reta, me atrae, me divierte. Esta diversión también me la proporciona el cine de Varda, que me desafía e invita a interpretar las sensaciones que voy recogiendo e intentando aclarar por el camino, sensaciones que en un primer vistazo pueden pasarme desapercibidas. Es al evocarlas, al pensar en ellas dentro del conjunto que forman, cuando se van aclarando y encajan donde antes había visto un vacío que nunca existió, o quizá sí. Agnès Varda juega con su presencia o ausencia de la pantalla, recupera un reloj sin manecillas en el que <<no se ve el tiempo que pasa>>, experimenta con las imágenes, en este film emplea por primera vez la cámara digital, reflexiona y recoge humanidad, tanta como la que ella misma destila.
La cineasta sí se etiqueta en Los espigadores y la espigadora (Les glaneurs et la glaneuse, 2000), pero su etiqueta de recolectora se explica, adquiere sentido y abarca un espacio que no la limita. Va del presente al pasado (y viceversa) y en diferentes direcciones, Varda se desdobla, se trasforma en testigo de cuanto observa, también participa y, sin disimulo y con simpatía, asume su protagonismo dentro y fuera de los encuadres. Así, nos invita a que la acompañemos a un viaje que se abre con la imagen de un gato suyo, ¿de quién, si no?, y con las páginas de su viejo diccionario Larousse donde nos lee la definición de espigador/a. En esa página, completando el significado, aparece el cuadro de Millet que se abre cual ventanal al presente, al recorrido que la cineasta, viajera, espigadora, fotógrafa, autorretratista cinematográfica, entre tantas otras caras, propone. La acompañamos por Francia, en automóvil, adelantando camiones que desea atrapar con su mano, ajada por el paso del tiempo, para jugar con ellos. También es la mujer que filma intimidad, personajes, lugares y fragmentos de humanidad. Esta suma de momentos, de hombres y de mujeres a quienes observa, pregunta y escucha, van formando y engrandeciendo su documento, <<espontáneo, instintivo>> —como ella insinúa en Dos años después (Deux ans après, 2002)— sobre los recolectores actuales. Aunque continúan empleando la misma postura básica de entonces, la más cómoda para su labor de recogida, los del hoy difieren de los del ayer, aunque no son distintos en su anonimato. Son seres de carne y hueso que, por necesidad o convicción, recuperan lo que otros desechan sin el menor miramiento. Vemos como los hay que recogen patatas, la de forma de corazón es para la realizadora, manzanas, uvas, ostras,...; y ya en la ciudad, encontramos a quienes hurgan en los contenedores o en los mercados urbanos en busca de alimentos y otros materiales que la sociedad de consumo tira en su alegre vivir en la opulencia y el exceso, sin plantearse ese otro mundo que Varda nos desvela en su marginalidad, en las calles, en los campos, en un aula de alfabetización, en definitiva, lo espiga en su antropológica recolección cinematográfica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario