Junto Estrella de fuego (Flaming Star, Don Siegel, 1960), El barrio contra mí es la mejor interpretación del cantante, que da vida a un adolescente conflictivo, aunque más que conflictivo se trata de alguien que no quiere ser pisoteado por la sociedad o el entorno donde su padre (Dean Jagger) sufre humillaciones y derrota. Danny Fisher, su personaje, está emparentado con otros adolescentes de celuloide que muestran su rechazo o su malestar mediante indisciplina, bandas y violencia callejera. Curtiz sigue la estela de Nicholas Ray en Rebelde sin causa (Rebel without Case, 1955) y de Richard Brooks en Semilla de maldad (The Blackboard Jungle, 1955), en la que Rock y juventud se juntaban para mostrar malestar y la incomunicación entre generaciones separadas por una guerra mundial. Pero también el peligro que eso supone o que se le atribuye en la pantalla, puesto que esa imposibilidad agudiza la violencia con la que se enfrentan al día a día, aunque en el caso de Danny esa violencia le busca a él cuando salva a Ronnie (Caroline Jones) de una más que probable agresión por parte de uno de sus acompañantes masculinos. Este encuentro determina la relación más interesante y más intensa del film, la que se produce entre el joven y la chica, atrapada en una situación de la que no puede escapar. Ronnie es una mujer sin posibilidad de escape, no se pertenece a sí misma, pertenece al gánster interpretado por Walter Matthau, que también es el dueño del local donde Danny trabaja como chico de la limpieza.
lunes, 30 de noviembre de 2020
El barrio contra mí (1958)
domingo, 29 de noviembre de 2020
Alice (1990)
sábado, 28 de noviembre de 2020
El príncipe de los zorros (1949)
Veinticuatro años después de filmar Romola (1924), Henry King volvió a rodar en Italia, lo hizo con una historia ambientada en el Renacimiento, y con el protagonismo de Tyrone Power —actor a quien dirigió en once películas— y con el antagonismo de Orson Welles, que dio vida a César Borgia, uno de los políticos más destacados de su momento. Maquiavelo, que estuvo a su servicio, lo escogió como uno de los modelos de El príncipe, donde escribe que <<reunidas, pues, todas las acciones del duque, nada encuentro en ellas digno de represión. Al contrario, creo poder proponerlo, como he hecho, como modelo a cuantos por fortuna o con la ayuda de fuerzas extranjeras llegan al poder>>. Pero si Borgia encaja en el modelo del político que el florentino propone como ejemplo de alcanzar el poder mediante armas y fortunas ajenas —<<ni encontrará ejemplos más vivos que los hechos del duque quien quiera, en su nuevo principado, prevenirse contra enemigos, ganarse amigos, vencer por la fuerza o por el engaño, hacerse amar y temer por los pueblos, ser seguido y reverenciado por los soldados, eliminar a quienes pueden o quieren oponerse a ti, renovar las antiguas leyes, ser severo y bondadoso, magnánimo y liberal, acabar con un ejército desleal y crearse uno nuevo...>>—, el arribista que interpreta Tyrone Power no le anda a la zaga, puesto que, para alcanzar fortuna y su ascenso político-social, asume como principio motor <<el fin justifica los medios>>
Los escenarios reales, siempre que fue posible, procuran mayor profundidad de campo y realismo a la aventura renacentista de Henry King, aunque, siendo exactos, no estamos ante un film de aventuras, al menos en el sentido épico del género. El príncipe de los zorros (Prince of Foxes, 1949) intenta o abre varios frentes que transitar —romance, melodrama, cine histórico, etc.— y se posiciona a medio camino, en la encrucijada donde también se dan cita el clasicismo y la modernidad. King se decanta por una narrativa clásica, intenta dotar de subjetividad a los personajes y aprovecha los espacios reales, que convierte en parte imprescindible de la historia. Desaparece el cartón-piedra, ya no se trata de construir un decorado que evoque o sueñe ser Venecia, por ejemplo. La Venecia donde Andrea Orsini (Tyrone Power) conoce a Camila Varano (Wanda Hendrix) nada tiene que ver con los canales construidos en estudio para rodajes como los de Sombrero de copa (Top Hat, Mark Sandrich, 1934) o Las aventuras de Marco Polo (The Adventures of Marco Polo, Archie Mayo, 1938). No, en el film de Henry King los espacios son reales y realistas, y esto resulta positivo para la credibilidad de los distintos momentos y enfrentamientos que se producen en la pantalla, sobre todo, el de dos hombres que inicialmente coinciden en pensamiento y comportamiento, o así nos lo quiere hacer creer el realizador. No obstante, no tardamos en comprobar que uno es un político total y el otro no. Cesar Borgia (Orson Welles) es un hombre hecho por y para la política, entregado a ella en cuerpo y alma, entregado a la consecución del poder y de unificar los estados italianos bajo su dominio; de ahí que, como político profesional, no se rija por la ética y los valores comunes a quienes son ajenos al oficio de la política. Por contra, Orsini es un romántico que acalla su romanticismo, y no está por encima de la ética, aunque sea un zorro que se gana la vida mintiendo y engañando (también engañándose) para escalar desde lo más bajo a lo más alto de la sociedad renacentista. El fin de Orsini es su ascenso social y económico; pretende alcanzar la buena vida y, para conseguirlo, decide rebelarse contra el orden establecido —que no le permite como campesino abandonar la base piramidal. Posiblemente, sus pinturas fueron el primer medio empleado para sus fines, pero la falta de éxito le llevarían a asumir otros caminos para llegar a vivir bien mientras viva. De modo que opta por emular a Odiseo y valerse de cualquier ventaja y treta, sin importar el número de víctimas que vaya dejando por el camino. Sin embargo, su amoralidad es una fachada, puesto que, al contrario que Borgia, el poder no es su principio y fin, Orsini posee valores que ha estado acallando o que despiertan tras su encuentro con el conde Varano (Felix Aylmer) y su joven esposa Camila. Al inicio, César y Andrea pueden parecerse e igualarse en su amoralidad, aunque solo es una apariencia momentánea, puesto que el primero es lo que aparenta ser y el segundo aparenta ser lo que no es. Desde el encuentro del protagonista con su madre o su contacto con Camila tanto su pensamiento como su comportamiento se transforma, aunque más que una transformación se trata de una liberación de su verdadero yo, un yo que, por naturaleza, resulta opuesto al político maquiavélico representado por Borgia.
Pero, más que una aventura, un melodrama o una recreación renacentista, El príncipe de los zorros es una historia de amores que enlazan a los personajes, los pone a prueba y los enfrenta. Son el amor materno-filial de Orsini y su madre (Katina Paxinou), el paterno-filial en el matrimonio Varano, el platónico entre Camila y Andrea (posteriormente será un amor sensible y carnal), la amistad entre Orsini y Belli (Everest Sloane), y la pasión de Borgia por el poder, que le corresponde porque —como hombre de Estado y Estado hecho hombre— él se entrega a su conquista.
viernes, 27 de noviembre de 2020
A veces, insiste, pero...
A veces, insiste, pero donde hay luz también me engañan los reflejos, las chispas que saltan y los destellos cegadores que me obligan a cerrar los ojos. La claridad trae consigo sombras antes inexistentes, por imposibles de distinguir en la negrura donde he vivido de espaldas o de cara a la pared. Entonces, me pregunta ¿qué, cuánto y hasta dónde puedo ver? Su interrogante no es tontería ni un acertijo que deba resolver en un futuro que, por su naturaleza y por la mía, está condenado a desmentirse y aceptar que su certeza es su imposible, salvo en un tiempo ya pasado de un pasado anterior.
A veces, insiste, pero apenas salgo del cuarto oscuro, quizá lo haga de cuando en cuando, aunque no importa cuántas veces. No se trata de miedo, pues cualquiera se acostumbra a temer a la oscuridad. Es la negativa a salir del lugar donde babeo y donde, poco a poco y para nada platónico, un haz luminoso se cuela sin invitación y me da en la espalda. Después lo hace en un perfil y así, lentamente, hasta que lo siento en la nariz. Me despierto sin sobresalto, froto los ojos y bostezo. A lo lejos apenas distingo ideas que caminan sin rumbo, carentes de sentido u orientación. Tardo en comprender que vienen a mi encuentro, que son para mí, aunque podrían ser para cualquiera. En ese instante lo ignoro todo, salvo que ahora ignoro lo que sé. Es una ventaja que no niego, y es un inconveniente que afirmo en su negación, puesto que no hay otro mejor que me empuje y me anime a responder cuáles son los motivos, a qué y a quién obedecen o por qué no abandono el dulce goteo que humedece mi almohada.
A veces, insiste, pero sin alcanzar el brillo absoluto, tan cegador como la oscuridad más totalitaria. Ambas son opuestas y en su forma extrema dejan de ser dos para ser la misma ausencia. A ninguna podría adaptarme, ni querría, ni lo soportaría, pues tal sería la intensidad de ambas que, en sus garras, fuese noche o día, solo me restaría enloquecer...
—Depende. Según quién y cómo se pregunte también puedo ser ella e incluso yo.
—¡Bravo, una bromista! O quizá seas una investigadora que se las da de chistosa, o ninguna de las dos
jueves, 26 de noviembre de 2020
John Cassavetes. Emociones a contracorriente
Como cineasta, asumió riesgos y su compromiso con el cine como medio para transmitir sentimientos, contradicciones, humanidad. Como actor aceptó participar en proyectos ajenos porque eran necesarios para poder mantener la independencia artística de sus películas. En su faceta actoral, se dejó ver por primera vez en la pantalla en 14 horas (14 Hours; Henry Hathaway, 1951). Fue una intervención mínima, tanto, que no aparece acreditado. Pero, a medida que transcurría la década, sus personajes ganaron importancia —en series televisivas y en la gran pantalla— y en 1956, dirigido por Don Siegel, protagonizó Crimen en las calles (Crime in the Streets). En esta producción es un joven delincuente, incomprendido y rebelde, marcado por el espacio donde radicaliza su condición marginal. Esa misma imagen rebelde —que igual no distaba de la real— y violenta la repetiría en posteriores producciones, por ejemplo, el western Más rápido que el viento (Robert Parrish, 1958); aunque sus interpretaciones más recordadas son las de Doce del patíbulo (The Dirty Dozen; Robert Aldrich, 1967) y La semilla del diablo (Rosemary Baby; Roman Polansky, 1967).
1.Carney, Ray: El cine artístico y narrativo americano (1949-1979). Publicado en Historia General del Cine. Vol XI: Nuevos cines (años 60). Cátedra, Madrid, 1995.
2,3. Extraído de la entrevista realizada por Michel Ciment en octubre de 1975. Publicada en Ciment, Michel: Pequeño planeta cinematográfico. Ediciones Akal, Madrid, 2007
miércoles, 25 de noviembre de 2020
Sigamos la flota (1936)
Supongo que apenas importa, marina, ejército de tierra o aviación, pues lo significativo de Sigamos la flota (Follow the Fleet, 1936), si tiene algún significado, reside en que la realidad no importa o, mejor, que no tiene cabida en el espectáculo. Y eso nos lleva a la fantasía, a la irrealidad de un musical que, siguiendo la fórmula de La alegre divorciada (The Gay Divorce, 1934) y Sombrero de copa (Tap Hat, 1935), da rienda suelta a las imágenes donde vemos a Fred Astaire y Ginger Rogers haciendo aquello que les dio fama. Y “aquello“ es su capacidad para fugarse de los espacios reales y de los personajes transcendentes, con ritmo, música y gracia. Da igual la rama militar a la que pertenece su personaje o que, como actor, Astaire carezca de registros dramáticos o sean limitados. Tampoco importa que Rogers, ante todo, sea actriz, y no una bailarina, aunque se deja guiar (muy bien, por cierto) por su pareja de baile. La trama es lo de menos, además de ser típica y tópica, es tan imposible como falsos sus dos enredos románticos. Es hortera y todo lo que se quiera, pero el asunto, es que no hay asunto que reprochar. Lo que de verdad importa y engrandece a Sigamos la flota es su apuesta por lo insustancial y no sentir vergüenza por ello. Es lo que es, y esto que parece y no deja de ser una obviedad, resulta una decisión acertada por parte de los responsables del film, que saben cuáles son sus cartas, no las ocultan y las juegan. Así, el musical vive de su apariencia, lo que vemos y escuchamos en la pantalla es principio y fin, tras eso no hay nada, porque, como le dice Sherry (Ginger Rogers) a su hermana Connie (Harriet Nelson), <<hoy en día prima la superficialidad>>, para, segundos después, concluir con <<y recuerda la apariencia lo es todo>>. Y eso es el film de Mark Sandrich, superficialidad y apariencia, lujo y ensueño. Pero hay algo más, y ese algo más determina el curso del film y que la travesía sea agradable y llegue a buen puerto. Y ese plus es múltiple: el baile final de la pareja protagonista, Connie, único personaje que parece sentir y soñar, la música de Irving Berlin y la elegancia de Sandrich, un cineasta que ridiculiza el ridículo y logra que el conjunto, por muy increíble que resulte, funcione a pesar de altibajos en el ritmo y el compás.
martes, 24 de noviembre de 2020
Las aventuras de Marco Polo (1938)
Si la ficción cinematográfica concediese demasiada importancia a la realidad, dejaría de ser ficción y sería otra tipo de cine. En la ficción prevalece la invención o la adulteración de hechos cotidianos o históricos, y lo mismo valdría para los personajes. Por otro lado, da igual que el espacio exista, se invente o se recree, incluso que no nos movamos de los decorados de un estudio. Y es indiferente porque la magia de cine se encarga de trasladarnos a lugares como la Venecia de decorado de Las aventuras de Marco Polo (The Adventures of Marco Polo, 1938) o a la China de cartón piedra y madera a donde llega el comerciante veneciano. Nos da igual porque las imágenes nos engañan y nosotros aceptamos viajar desde nuestro asiento y acompañar a un Marco Polo ajeno al real. El que vemos es un supuesto aventurero y un héroe que, en apariencia, responde a las características de Gary Cooper, de hecho es más Cooper que Polo. Siempre es a la estrella a quien vemos, pero, en esta ocasión, la vemos sin brillo, perdido en un papel y en una película que no sabe a qué juega y que carece de cualquier rasgo de personalidad. Cierto que está el protagonista de Marruecos (Morocco, Josef von Sternberg, 1930), pero aquel sueño marroquí rebosaba clase, carnalidad, peligro y fuego pasional. Mientras que en esta ficción, que se aleja a años luz de la realidad (fuera la que fuera), no hay sensaciones y las emociones brillan por su ausencia. Ni realidad ni ficción encuentran su equilibrio, ya que en Las aventuras de Marco Polo todos sus responsables están perdidos y nada de lo que observamos en la pantalla cumple con la aventura, ni con el exotismo ni con expectativas apenas exigentes.
Los papeles de héroe están hechos a la medida de Cooper, no lo dudo, pero este le sienta flojo y no le permite lucir en plenitud su carisma cinematográfico, ya que el viajero resulta tan acartonado y anodino como la trama, el romance o el villano interpretado por Basil Rathbone. Si Marco Polo falla en la medida de Cooper, o este no puede con el personaje, la película tampoco es de las destacadas de Samuel Goldwyn, su productor, que no escatimó en gastos y puso su arsenal de medios al servicio de Archie L. Mayo —primero los había puesto en manos de John Cromwell, que abandonó el film a los cinco días de iniciar el rodaje—, pero el resultado fue un desastre comercial y una mala caricatura. La película contradice a su propio título, pues carece de aventura y le falta ilusión, fantasía y nervio. Más que nada hay aburrimiento y por funcionar ni funciona el montaje en paralelo del asalto al castillo del Khan (George Barbier) y el enlace no consumado de Ahmed (Basil Rathbone) y la princesa (Sigrid Gurie). No existe pulsión, ni comunica emoción. Mayo, cineasta que, como la mayoría de la época de esplendor de los estudios, conocía su oficio y sabía lo que se esperaba de él dentro de la jerarquía establecida (por detrás del productor y de la estrella), no logro la efectividad y los buenos resultados que sí obtuvo en otros de sus films, por ejemplo El bosque petrificado (The Petrified Forest, 1936).
lunes, 23 de noviembre de 2020
Cuerpos celestes. Discusión en la galaxia
No sin parte de razón, la asociación de asteroides ha expresado que todas ellas, desde las supergigantes hasta las subenanas, se consumen en vidas ardientes. Si mal no recuerdo, permítanme que lo compruebe... Sí, aquí las tengo. Hay varias declaraciones de enanas amarillas que lo confirman. En una, ídem dice, cito: <<Incluso las más cercanas, sufrimos ardores y ardemos en vidas solitarias, y por falta de compañía suspiramos destellos que acaban en la distancia>>. Los datos de los expertos corroboran que viven bastante alejadas entre sí y que al final se apagan, cierto, pero eso lleva su tiempo. Los estudiosos también desvelan que las estrellas consiguen luz propia, esplendor, calidez abrasiva y... Y en su momento de intensidad lumínica no experimentan la certeza de que hoy son y mañana dejarán de serlo, quizá porque su mañana se presente entre tres mil y diez mil millones de años después.
Nadie niega que sufran lo suyo, ¿cuál de nosotros no sufriría consumiendo, milenio tras milenio, hidrógeno y helio? ¿O acumulando gases en el interior y cambiando de color cada miles de millones de años? También a las medianas les ocurre, pero, y entrecomillo el “pero”, pido que no se las tenga en cuenta, puesto que algunas mantienen idilios con los cuerpos sin luz propia que se ponen a tiro. Aunque no es cuestión de airear, aquí y ahora, una realidad ni helada ni bochornosa, bien sabemos que la relación es posible y plausible, enérgica, natural y física, si ambos guardan la distancia adecuada para que ni se enfríe ni se hornee en extremo; en ese punto, ni unas vacaciones tras aquella nebulosa evitaría el fin de la agradable atmósfera que ha envuelto el idílico romance. Dicho esto, solo me queda concluir, pero no sin antes decir que no seamos cuerpos celestes hipócritas, que ninguno desconoce esto, eso y aquello, salvo aquel cometa que habló por hablar y se fue sin apenas dejar constancia de su paso —como corroboran las imágenes captadas por la cámara de vigilancia del punto cuatro del cuadrante 23. Cierto que por un tiempo, la cizaña sembrada por el cometa trajo cola y que la amenaza de aquel agujero negro oscureció un poco el ambiente. Hubo alguna queja, algo de polvo estelar y varios giros discordantes, como el de la enana amarilla que, en una explosión de ira, enrojeció y aumentó el volumen de su núcleo antes de iluminar un cegador <<¡Yo soy Solete y protesto, y vuelvo a protestar, y lo haré de nuevo y muchas veces más!>> Y continuó protestando hasta que su fuego juvenil dio paso a un ardor más pausado.
<<Era una estrella que había dejado tras de sí las ardientes extravagancias de su juventud, había recorrido los violetas y azules y verdes del espectro en unos cuantos fugaces miles de millones de años, y se había instalado ahora en una pacífica madurez de inimaginable duración. Todo cuanto había sucedido antes no era ni una milésima de lo que estaba por venir; la historia de esta estrella apenas había comenzado.>>1
Inspector ~ Escena de Cuerpos celestes. Discusión en la galaxia. Episodio MMDCCCLVI, primera parte.
P. D: Dos mil episodios atrás parecía que el asunto de la galaxia estaba resuelto, que ya no daba más de sí, pero entonces contrataron a C y revolucionó la serie, que continuó dando bastante menos. Y eso gustó tanto que le ha sobrevivido y nada parece indicar que su final sea cercano.
1. Arthur C. Clarke. 2001. Una odisea espacial.
domingo, 22 de noviembre de 2020
De Mayerling a Sarajevo (1940)
El imperio alemán vio nacer a Max Ophüls, pero el cineasta encontró mayor atractivo en la irrealidad espectral de la imperial Austria-Hungría que en la Alemania de marcialidad prusiana. Ni armas ni desfiles militares interesan en su cine, que se decanta por la elegancia y la armonía de melodramas como De Mayerling a Sarajevo (De Mayerling à Sarajevo, 1939) o Carta de una desconocida (Letter from a Unknown Woman, 1946). La fantasía ophulsiana del imperio de Austria-Hungría nace en la ensoñación de un director que armoniza imágenes y movimiento en sueños cinematográficos que brillan y se apagan, condenados a desparecer debido a su propia naturaleza onírica —y a la imposibilidad de que el sueño sobreviva en su enfrentamiento a la realidad de la que, por un instante, los protagonistas escapan amando—, pero que perviven en su forma de celuloide.
En sus películas, el cineasta atrapa a sus protagonistas en el amor, en su ilusión de amor, y les obliga a sentir el peso de amar. Fue un maestro de los detalles y de la planificación, del uso de los espacios y de la cámara, en definitiva, un maestro de un tipo de cine ahora igual de inexistente que el momento recreado en la pantalla. Consciente de su intención, la de ir más allá de la realidad y crear un espacio melodramático y romántico, el autor de Lola Montes (1952) advierte antes de iniciar De Mayerling a Sarajevo que no tiene la pretensión de mostrar la realidad histórica tal como podría impartirse en un aula académica, aunque no por ello deje de indagar en el período que muestra en la pantalla. De hecho, la fuga de la realidad mundana, si así puedo llamar al amor que une hasta en la muerte a la pareja protagonista, no impide encontrar parte de la verdad del momento que les toca vivir, incluso uno que permite a Ophüls hacer visible la nostalgia y, en su parte final, señalar y advertir el peligro que se cierne sobre su presente de 1939. De ahí que este título no solo exponga el final de una época lejana en el tiempo, sino el fin de una época para el propio cineasta, quien no tardaría en abandonar Francia, forzado a ello como consecuencia de la ocupación alemana.
sábado, 21 de noviembre de 2020
Lola (1961)
viernes, 20 de noviembre de 2020
Cena a las ocho (1933)
Cena a las ocho (Dinner at Eight, 1933) supuso para la carrera de George Cukor un salto de prestigio, no solo por rodar en la MGM, por aquel entonces el estudio más poderoso, ni por contar con un espléndido elenco de actores y de actrices, sino por su dominio de la puesta en escena. Ni exprime los recursos del medio cinematográfico ni abusa del lujo habitual en el estudio del león. No lo precisa, de hecho sería contraproducente en un film cuyo eje son los personajes. Sobre ellos gira cuanto sucede y Cukor así parece comprenderlo. Entiende sus peculiaridades y sus intimidades, que son las que dan forma a un film de historias entrelazadas y ambientadas en la alta sociedad neoyorquina. En apariencia, la película tiene todos los ingredientes para ser una producción por y para mayor gloria de sus estrellas y de la Metro, algo así como Grand Hotel (Edmund Goulding, 1932), pero la naturaleza del film, de mayor complejidad que el desfile de astros producido por Irving Thalbert y rodado por Goulding, exige que el lujo y las imágenes glamurosas se supediten a circunstancias menos brillantes y agradables. De nuevo bajo la producción de David O. Selznick (también era su primer trabajo para MGM), Cukor saca lo mejor de un reparto de renombre compuesto por actrices de la talla de Marie Dressler, que dio vida a una famosa actriz retirada y arruinada, y Jean Harlow, la esposa infiel que desea codearse con la “aristocracia” neoyorquina, o de grandes actores como los hermanos John y Lionel Barrymore, el primero interpreta a una estrella del cine mudo, alcoholizada para no enfrentarse a su ocaso, y el segundo, a un magnate naviero, cansado, enfermo y a punto de perder su compañía. Con la ayuda imprescindible de todas esos rostros de celuloide, que confieren humanidad a la intimidad de sus respectivos personajes, a sus problemas y a las diferentes situaciones que finalmente confluyen en esa reunión aludida en el título, el gran logro de Cukor en Cena a las ocho reside en su capacidad para equilibrar las diferentes historias, el melodrama y la comedia, y lograr la sensación de conjunto, de que todas viven, existen y desarrollan en un mismo tiempo, lo cual ayuda a la credibilidad a cuanto sucede en la pantalla.
jueves, 19 de noviembre de 2020
Al borde del lago
Cantaban las ardillas una alegre melodía, saltaban los pájaros de árbol en árbol, el bosque abría sus claros a la luz de un nuevo día. Y caminando entre el verdor de aquel cómodo sendero, de repente, me encontré al borde de un lago. Fue inesperado, pero las indicaciones de la ruta señalaban el camino. Está bien —me dije—, y me adentré por aquella estrechez con la idea de que el sendero se ensancharía un poco más adelante. Fue algo extraño, no sabría calcular cuánto, pero diré que bastante. Ya no había rastro de vegetación a mi alrededor, ni roedores cantores ni aves saltadoras. Cuando el verde desapareció, sentí algo que no logro describir. No era frío ni cálido, ni alegre ni triste, en realidad, era nada y todo. De nuevo, eché un vistazo al letrero que parecía seguirme y leí que la dificultad de la ruta era sencilla, quizá sí para una hormiga —pensé—, pero no para un metro noventa y sus kilos de relleno. El letrero se detuvo y claramente vi un punto rojo sobre el cual alguien había escrito <<usted se encuentra aquí>>. Repetí la lectura un par de veces, como si dudase o desease dudar de que estaba <<aquí>>, pero allí estaba y decidí seguir la senda que ascendía, y acallar mis sospechas.
Paso a paso, mi cuerpo sudaba y temblaba, mientras, el sendero adelgazaba. Tanto, que llegó un momento que el camino se convirtió en hilo de apenas milímetros de tierra y un par de guijarros donde apoyar los pies. Primero caminé de perfil, luego de medio lado, a la pata coja, pronto de puntillas y al final sobre el dedo meñique del pie izquierdo, el más próximo a la pared opuesta al precipicio. Por falta de espacio, allí mismo pegué el morro y, en cuanto pude, abrí la boca e hinqué el diente al primer saliente que apuntaba al horizonte, al que yo daba la espalda. Mi dentadura presionaba mientras mis brazos intentaban encontrar algún otro asidero natural. Por error, miré donde no debía y vi el fondo, que no el vacío bajo mis pies, disfrazando su peligroso atractivo de olas, rocas, espuma, un patito de goma y varias bolsas de plástico. No quise mirar más, no quería perder la razón menguante, ni la fuerza que me restaba para seguir arriba. No sé si fue en ese preciso instante cuando apareció la gaviota. O quizá no fue ahí cuando se lanzó en su discurso precipitado y emocional. Tampoco recuerdo con nitidez cómo logré resistir su segunda y su tercera declamación o si sentí vértigo, o si tuve un contacto posterior con la oradora de alas quizá sucias, quizá prístinas. Después, dudo si mucho o poco, no puedo precisarlo, nada se detuvo ni se aceleró, salvo mi ritmo cardíaco. Lo escuchaba en la sien, en la roca y en las olas golpeando la parte baja del acantilado. Era el mismo sonido, arriba, en medio y abajo, y eso me extrañó, aunque menos que el silencio de la gaviota. Aún siento el compás y la presencia de la altura bajo mis pies y sobre mi cabeza. Veo las imágenes pétreas y los pensamientos graníticos que llegaron antes del miedo, incluso de mí mismo, pues aquellas imágenes asomaban en mi mente en obsesión ascendente. Les era indiferente que no las quisiera, no buscaban ni obedecían ningún tipo de orden. Había perdido la capacidad de espantarlas. Solo tuve un momento lúcido, quizá la obsesión se tomó su pausa de media mañana. A su regreso, continuó sonriendo con su cara de caos, ni la más fea ni la más hermosa, solo una más de tantas posibles, una que desencadenó el pánico, o quizá fuese a la inversa. En aquel instante de lucidez, comprendí que estaba bajo el dominio de un temor doble, uno irracional, libre de cualquier sentido, y el otro con sentidos contrarios que se opusieron para quedar en tablas.
No logro ver cómo salí de allí. Quizá me sacó la gaviota, quizá fuese un ave madrina, o regresé siguiendo el hilo hasta encontrar la salida. Hoy, aquella sensación remite, apenas la siento cuando no la siento. No era ningún terror al abismo, ni a la oscuridad e inexistencia, donde ya no sería. No. Desde entonces he reflexionado sobre la gaviota, también la he recordado en una función benéfica, y comprendí que ella no hablaba sin sentido, repetía <<Soy una gaviota... No es esto>>
¿Fui yo, fue mi pensamiento, o realmente fue ella? Concluí que fueron mis fantasmas perversos y benévolos, los espectros con los que convivo y vivo desde ayer, los que no tengo que vencer, aunque quizá pueda y deba superar. De hecho, me alejo y ellos se alejan de mí. Ahora, nuestra distancia es suficiente, ahí reímos y nos reconocemos, al borde del lago donde la gaviota repitió las palabras de Nina y Trepliov:
<<Nina: Soy una gaviota. No, no es esto... ¿Recuerda que mató una gaviota? Casualmente llegó un hombre, la vio y por no tener qué hacer, la sacrificó..: Tema para un relato breve... No es esto... [...] Ahora sé, ahora comprendo, Kostia, que en nuestro hacer —da lo mismo que actuemos en la escena o que escribamos— lo importante no es la fama, no es el brillo, no es aquello con que yo soñaba, sino saber sufrir. Aprende a llevar tu cruz y a creer. Yo creo y siento tanto dolor; cuando pienso en mi vocación no tengo miedo a la vida.
Trepliov (tristemente): Usted ha encontrado su camino, usted sabe adónde va; en cambio yo sigo errando todavía en un caos de sueños e imágenes sin saber para qué ni para quién es esto necesario. No tengo fe ni sé cuál es mi verdadera vocación.>>
Inspector ~. Transcripción del sueño 25/765
P. D: Tengo la sospecha de que no fue un sueño; pero me contraría no poder demostrarlo, lo que me lleva a decantarme por la hipótesis onírica. Intentar aclarar este punto. Y gracias a Chéjov, por la aparición estelar de La gaviota, a la que pertenece el entrecomillado que cierra la pesadilla al borde del lago.
miércoles, 18 de noviembre de 2020
Una relación en estado vegetativo
—Ahora siempre me responde intentando mostrar o imponer su superioridad, que por otro lado me trae sin cuidado, puesto que todos y nadie son superiores a mí. Pero no quiero discutir —murmura Col al tribunal del film—. Una réplica solo me conduciría a un lío mayor y a un enfrentamiento en el que tendría que cerrar el pico y escuchar, o cacarear y dar picotazos, y ya no habría vuelta atrás.
Quizá Col viva en un mundo distinto al de Flor, con otros quizás e idiomas que difieran, donde las palabras se vuelvan incomprensibles o su mutua incomprensión busque cuerpo en palabras que solo cobraran forma en sus mentes. Ella también susurra en su habitación, las existencias están repletas de susurros que al tiempo quieren y no quieren ser oídos. Ella dice que está harta, que necesita escapar de su compañía. Y concluye su suspiro con un <<lo nuestro desiste, cuando en otro tiempo, tal vez ayer, era insistente>>.
La película finaliza y me entran varias dudas, entre ellas si me escucharán aplaudir. ¿Somos fantasmas? ¿Qué nos separa y qué nos une? ¿La mentira? ¿Quién nos condena y nos libera? Siento la necesidad de la cercanía y del calor de mundos más próximos. Puede que Col sienta algo parecido, si no, ¿por qué acude a la cama donde Flor cierra las tapas de Madre noche?