El bestseller El día del chacal, escrito por el especialista en novelas de suspense Frederick Forsyth y publicado en 1970, fue adaptado por el guionista Kenneth Ross para que Fred Zinnemann rodase un minucioso seguimiento de chacal (Edward Fox), un asesino a sueldo inteligente, escurridizo, metódico y despiadado, contratado por un grupo terrorista denominado OAS y formado por antiguos miembros del ejército francés que han prometido vengarse de De Gaulle por haber la independencia a Argelia. Chacal (The day of the jackal) se inicia con un atentado fallido contra el presidente de la República Francesa, error que convence al triunvirato que lidera a la OAS para contratar los servicios de un profesional a quien nadie conozca y a quien nadie pueda seguir sus movimientos. Chacal acepta el encargo a cambio de 500.000 $, con la condición de que la mitad se le ingrese por adelantado en una cuenta suiza; en ese preciso momento pondrá en marcha los preparativos de un plan que pretende realizar rompiendo cualquier contacto con quienes le han hecho el encargo, cuestión que los presentes en la reunión aceptan dada la magnitud del asunto que se proponen llevar a cabo. Sin embargo, el servicio de inteligencia francés mantiene una constante vigilancia sobre los líderes principales de un movimiento clandestino que pretenden destruir, descubriendo mediante métodos expeditivos la posible existencia de un hombre que podría utilizar el seudónimo de chacal. La información resulta imprecisa y se obtiene gracias la confesión, bajo tortura, del único enlace que sale de la casa donde se ocultan los altos cargos de la OAS, ese hombre no sabe nada, salvo que se ha celebrado una entrevista con un tipo al que apodan chacal. La lucha contra el reloj por parte de las fuerzas francesas, a las que se unen las británicas, resulta un rompecabezas complejo de difícil resolución. Mientras los agentes de seguridad de ambas naciones se vuelcan en una misión vital para la seguridad del presidente francés, chacal ultima importantes detalles como la fabricación de un rifle que pueda camuflar en las aduanas o conseguir documentos falsos necesarios para el éxito de una empresa en la que no duda en eliminar a quienes considera peligrosos para mantener su identidad en secreto. Fred Zinnemann rodó con efectividad y precisión un thriller tenso que enfrenta en un duelo de movimientos a las dos partes implicadas, centrándose en la lucha entre el tesón e inteligencia del inspector Claude Lebel (Michael Lonsdale) y el escurridizo y astuto asesino, quien a pesar de saber que ha sido descubierto no da marcha atrás en sus intenciones, y continúa con un plan que considera perfecto, pues ese imprevisto entraba dentro de sus cálculos, pero en el que se convierte en presa. Chacal siempre lleva la delantera porque antes de iniciar sus movimientos ha estudiado las posibilidades hasta el más mínimo detalle, por eso el inspector Lebel siempre llega tarde, consciente de que cada vez le queda menos tiempo para que se produzca el atentado, en una fecha que todavía no ha descubierto, pero que sabe tarde o temprano llegará.
martes, 31 de enero de 2012
El ángel azul (1930)
Título emblemático de la cinematografía alemana y de la filmografía de Josef von Sternberg, El ángel azul (Der blaue engel, 1930) fue la primera de las siete colaboraciones de Sternberg con la por aquel entonces desconocida Marlene Dietrich, a quien, poco después, llevaría a Hollywood y al estrellato. El cineasta estadounidense de origen austríaco también contó con la presencia de la estrella del cine mudo Emil Jannings, con quien había trabajado en La última orden (The Last Command; 1928), cuyo protagonismo reportó al actor el premio a la mejor interpretación masculina en la ceremonia inaugural de los Oscar. Como consecuencia de aquel grato encuentro, Jannings no lo dudó y convenció a Erich Pommer para que —con Ernst Lubitsch fuera de presupuesto— fuese Sternberg el encargado de dirigir la adaptación de la novela de Heinrich Mann Proffesor Unrat.
En la primera película hablada del cine alemán, Jannings encarnó a Immanuel Rath, el estricto profesor apodado “Basura”, que no tolera ni las bromas ni el comportamiento desenfadado de sus alumnos, pues lo considera una burla a su autoridad, amoral e impropio de estudiantes cabales. Esto en apariencia, pero, en realidad, su afán por impedir que los jóvenes se diviertan nace de su resentimiento hacia ellos, posiblemente hacia todos los alumnos que han pasado por su aula. Como consecuencia de su obsesiva necesidad de destruirlos, el catedrático sigue a tres de ellos hasta el Ángel Azul, el cabaret donde se inicia su caída del pedestal de severidad desde el cual venía observando el mundo. Su rigidez, la de su carácter, es fachada, como se comprueba poco después. Su férrea moral es fruto de su orgullo, que le contrapone al clown que lo observa en silencio, como si con su sola presencia le advirtiese del futuro que le aguarda si no sale inmediatamente del camerino de Lola Lola (Marlene Dietrich), la cupletista trasunta de Rosa Fröhlich literaria.
El maduro, amargado y solitario maestro queda fascinado por la seguridad y el erotismo que desprende la artista de variedades, y siente la necesidad de volver a verla. Es un instante que le confunde y al tiempo le fascina. Lola se convierte en su nueva obsesión, y la vida de (Un)Rath se adentra en un abismo de pasión y sumisión que no tarda en destruir su ingenua y tiránica altivez. Tras una noche de juerga en la que se convierte en el nuevo amante de Lola Lola, su vida se revoluciona y cotidianidad sufre las consecuencias. Primero, pierde su empleo y, posteriormente, le pide a Lola que se case con él. ¿Por qué acepta ella casarse con un hombre por quien no muestra la menor consideración? Puede que se haya acostumbrado a utilizar a los hombres a su antojo, quizá para divertirse, quizá para sacar el mayor partido posible a sus relaciones o por estar cansada de ser una simple cupletista. Lo cierto es que por momentos emplea la seducción y el sexo como armas de control, y lo hace de tal manera que el personaje de Marlene se anticipa a la femme fatale del cine negro hollywoodiense de la década de 1940.
Durante un tiempo el matrimonio vive del dinero del profesor, que ha cambiado su orgullo inicial por la humillación que acepta a cambio de permanecer al lado de Lola. Y tras cinco años de matrimonio, de sumisión y de verse convertido en clown, regresa al Ángel azul. Lo hace a regañadientes, pero en ausencia de capacidad de negación, de modo que regresa a la ciudad donde miraba al resto por encima del hombro. Y allí representa su número de payaso, delante de personas que le conocen, lo cual significa la pérdida definitiva de la poca autoestima que le resta.
Sternberg se toma muchas libertades respecto a la novela de Mann, diré que todas las que quiere y más; pero, en esencia, permanece fiel a la hora de exponer la destructiva caída del profesor Basura/Unrat, cuya tragedia no es Lola, si no la soledad y la fragilidad, la cobardía, la ingenuidad y represión moral de un hombre de clase media que se cree superior y que se deja arrastrar por el deseo que Lola le despierta —en la novela sería su obsesión por vengarse de prácticamente toda la ciudad—. La quiere para él y, en su inocencia, cree que conseguirá exclusividad mediante el matrimonio. Lola también es su oportunidad para cambiar de vida, de llenar la soledad y alejarse del doble rechazo que le ha dominado (él que siente por sus alumnos y estos por él) hasta entonces y que le ha convertido en el estricto “Basura”, pero también en la víctima perfecta de cuanto ha censurado desde la tarima sobre la que impartía sus lecciones en el liceo.
lunes, 30 de enero de 2012
Atraco a las 3 (1962)
A veces, ni pretendiéndolo sale y, a menudo, ni lo mejor ni lo peor encuentran una única explicación y las que se barajan no siempre son las definitivas. Cuando se escribe el guion, la idea esta ahí, cierto, pero nunca sale como se plantea en el papel. El caso es que siempre sale diferente, mejor, peor o, sencillamente, distinto de lo previsto, ya que la imagen en movimiento difiere de la letra estática y los actores y actrices dan alma particular a personajes que, vistos en pantalla, adquieren rasgos definidos y particulares que se asocian con cada miembro del reparto. Quizá, en ocasiones, la fortuna se alíe con el talento y las buenas intenciones, y quizá esa alianza se dio cuando José María Forqué llevó a la pantalla el argumento escrito por Vicente Escrivá y Vicente Coello y dio forma cinematográfica a Atraco a las tres (1962), una forma en la cual la gracia y el humor salen de la pantalla para formar parte de la mente del espectador. Su reparto, las situaciones caricaturizadas, el humor, el patetismo y la humanidad de los seis atracadores, bajo la batuta de Forqué, son algunas de las alegres circunstancias que se suman para dar como resultado una de las mejores comedias del cine español. Junto a las inolvidables interpretaciones, en Atraco a las 3 la comedia es la protagonista, pero también hay cabida para un humor por momentos ácido que, en su guasa, se ríe de aspectos inherentes a una sociedad en la cual la jerarquización y el peloteo también son protagonistas importantes. Pero el verdadero protagonismo del film recae en ese grupo de trabajadores honrados y mal valorados que rozan la mediocridad, de la que pretende salir aprovechando la propuesta del magnífico cajero con aspiraciones delictivas que les ha convencido para cometer, desde la dignidad de la risa, un robo poco profesional, accidentado y divertido, que podría convertirse en el golpe del siglo, único por la torpeza de sus participantes. Cuando Fernando Galíndez (José Luis López Vázquez) se entera de que han obligado a don Felipe (José Orjas), el director de la sucursal en la que trabaja, a tomarse unas vacaciones forzosas de larga duración se permite exponer sin tapujos su visión de los hechos y las futuras y lucrativas posibilidades que se abren ante ellos. Sus compañeros le escuchan asombrados, llegando a la conclusión de que se ha vuelto majara; no obstante, la idea que ha propuesto se fija en sus mentes, sobretodo cuando regresan a la normalidad del día a día y comprueban las carencias que les rodean, y que podrían dejar atrás si aceptasen colaborar con Galíndez. Galíndez se convierte en el cerebro de una operación perfecta, salvo por la minucia de pasar por alto que se trata de uno de los grupos de atracadores más ineptos y divertidos de la historia del cine, quizá sólo superado por sus colegas italianos de Rufufú (I soliti ignoti, Mario Monicelli, 1958). La filmografía de José María Forqué tiene títulos tan destacados como Amanecer en Puerta Oscura (1957) o Un millón en la basura (1967), pero, sin duda, su película más conocida es Atraco a las 3 (1962), en la que contó con un grupo de actores cuyo talento cómico alcanza una de sus cotas en su representación de inolvidables don nadie que sobreviven como pueden a la rutina de cada día, trabajando para un banco que les mal paga y que sustituye al bueno de don Felipe por don Prudencio (Manuel Díaz González), el empleado más repulsivo de la oficina, el mismo que pretenden utilizar como coartada cuando intenten robar los veinte millones de pesetas que llegarán a la sucursal donde trabajan. Atraco a las 3 se centra en ese grupo de despistados y torpes empleados de banca liderado por Galíndez, quien además de creerse un profesional en cuestiones delictivas se muestra tan inepto (o más) que sus compañeros, pero a ojos de estos pobres desgraciados destaca por la brillantez de su plan y por sus incuestionables opiniones al respecto. Sus socios resultan de lo más variopinto, aunque todos poseen el rasgo común de ser unos perdedores incurables; de este modo se observa en Castrillo (Alfredo Landa) un pesimismo pronunciado, cuestión que aumenta su nerviosismo y le otorga el rol de ser el peor preparado de todos, si es que alguno lo está; quien sí parece aceptar de buena grado la idea del golpe es Enriqueta (Gracita Morales), la única mujer dentro de este grupo de delincuentes asustadizos y negados, quien se conciencia de tal forma que en un momento determinado se caracteriza de atracadora, provocando los deseos de Benítez (Manuel Alexandre), el caradura de este equipo de ensueño para la risa. Para cerrar el sexteto y no dejar a nadie fuera del botín se requiere la presencia de Martínez (Cassen), el conserje, y de Cordero (Agustín González), dos elementos de vital importancia para alcanzar el desternillante humor que desprende esta magnífica comedia, que tuvo su gran acierto en contar con unos actores que bordaron sus papeles. Los preparativos de Galíndez & Cia parecen ir viento en proa, aumentando a cada paso unos contratiempos que alcanzan su cima cuando el líder espiritual de la oficina se decide a poner en práctica sus dotes de conquistador. Galíndez, servidor, siervo, esclavo, amigo se pone al servicio de Katia Durán (Katia Loritz), a la sazón la mujer fatal del film, la belleza capaz de volver loco de deseo al “único profesional” del grupo. Katia Durán le maneja a su antojo, consiguiendo de este modo que Galíndez incumpla la norma no escrita más importante de todas: no irse de la lengua y no confesar sus intenciones.
La reina de África (1951)
domingo, 29 de enero de 2012
Tierra (1930)
Una muerte anuncia el fin de la época dominada por los grandes terratenientes; pero será otra la que confirme definitivamente la llegada del progreso idealizado que se presenta tras la adquisición de un tractor que permite a los hombres y mujeres trabajar las tierras comunales para su propio beneficio. La velocidad con la que el vehículo avanza por los campos representaría un nuevo presente (y futuro) donde la abundancia y la alegría serían las notas predominantes. Esa pretendida, y posiblemente nunca alcanzada, realidad sirve para descubrir las connotaciones políticas de un film como Tierra (Zemlya), considerada una de las grandes películas del periodo soviético, que no escapó a la característica común a la mayoría de las producciones cinematográficas de los años que siguieron a la revolución de 1917: la alabanza al nuevo orden y el rechazo total al antiguo régimen zarista y a sus viejas costumbres. El film de Aleksandr Dovzhenko no esconde su postura a favor de la colectivización de las tierras, como tampoco oculta la constante presencia de la muerte como fin de los viejos tiempos y principio de un nuevo presente en el que ni hay cabida para los grandes terratenientes (propiedad privada) ni para la iglesia (lo terrenal se impone sobre lo espiritual). Vasili (Semyon Svashenko) es el primero que renuncia al pasado en el que han vivido sus padres, y los padres de estos, decisión que anuncia a Opanas (Stepan Shkurat), su padre, cuando le indica que piensa vivir su vida, en la que acepta al nuevo sistema que promete una ¿mejora? basada en la utilización de la maquinaria moderna al servicio de los agricultores y en la nueva política agraria impuesta por unos líderes que nunca se romperían la espalda trabajando la tierra. Descubierto el posicionamiento a favor de la colectivización que pretendía mejorar las condiciones agrícolas anteriores al enfrentamiento entre campesinos y kulaks (propietarios que no aceptan de buen grado el cambio que se les impone), las imágenes de Tierra (Zemlya) se acercan a un pretendido realismo documental que expone la promesa de cambio, que se convertirá en realidad tras el asesinato de Vasili a manos de uno de los kulaks; en ese instante Tierra (Zemlya) no sólo rompe con el sistema de los grandes terratenientes, sino también con la religión y con el pasado en general, así como concede mayor importancia a las imágenes simbólicas que sustituyen a las de la siembra y a las de la fabricación del pan, de este modo se forma un conjunto en el cual la tierra se presenta como principio y fin de todas las cosas. Puede que ese sea el descubrimiento que convence a Opanas para rechazar al sacerdote que se presenta en su casa tras la muerte de su hijo, desde ese instante la ruptura con el costumbrismo que defendía anteriormente sería total, convirtiéndose en la confirmación de las ideas de Vasili, o lo que vendría a ser lo mismo, se convierte en parte de ese nuevo engranaje en el que las cosas no llegarían a ser como se mostraron en el cine, pues para los agricultores reales ese tractor no significaría una mejora ni social ni económica, como tampoco lo sería un sistema agrario injusto impuesto a la fuerza que les afectaría de modo negativo.
¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987)
Sus inicios en la dirección cinematográfica datan de 1970, cuando dirigió El pan y la calle (Nan va Koutcheh, 1970), un cortometraje de diez minutos en los que concedía el protagonismo a un niño, pero Abbas Kiarostami todavía era un desconocido para el público internacional entrada la década siguiente. Fue durante este decenio, gracias a los premios obtenidos por ¿Dónde está la casa de mi amigo? (Khane-ye doust kodjast, 1987) en el festival de Locarno (Leopardo de Bronce y el Premio de la Crítica), cuando su nombre empezó a llamar mayor atención fuera de las fronteras de Irán, convirtiéndose en figura clave para el descubrimiento exterior del cien iraní. El de Kiarostami se descubrió como un cine sin adornos, interesado en el mundo infantil, constante en su filmografía, en la escuela, otro de los temas y espacios que asoman en su obra, en el que la realidad se desarrolla lenta y precisa para mostrar la cotidianidad que rodea a un pueblo anclado en la tradición y condicionado por las carencias que se descubren. Las voces infantiles se confunden y funden formando un griterío característico de ausencia de autoridad, libre e indescifrable tras la puerta azul que abre ¿Donde está la casa de mi amigo? La llegada del maestro (Kheda Barech Defai) posibilita el acceso a ese reino infantil que deja de serlo con su aparición. Es la autoridad adulta. Ahora es el aula de escuela donde el profesor censura el barullo y no tarda en amonestar verbalmente a Mohamed Reda Nematzadeth (Ahmed Ahmed Poor) por no haber hecho los deberes en su libreta, recriminación que, en silencio, observan sus compañeros, entre quienes se encuentra Ahmed (Babek Ahmed Poor). Por error o despiste, este niño se lleva la libreta de Nematzadeth, a quien el docente había amenazado con la expulsión, en caso de repetirse la falta —el maestro explica el porqué no quiere las tareas en hojas sueltas y sí en una libreta: por disciplina y para poder comparar y valorar, es decir, para evaluar el progreso del alumno. La reprimenda que acaba de escuchar se graba en la mente del pequeño protagonista, consciente de que el profesor no aceptaría ninguna escusa si se repitiese la falta, pues los deberes y la disciplina escolar forman parte de su metodología docente. Cuando Ahmed llega a su hogar, descubre que se ha confundido llevándose la libreta de su compañero. Se asusta, porque recuerda el castigo que sufrirá Mohamed si no presenta sus deberes en el cuaderno.
Impulsado por la realidad de la que ha sido testigo y por el temor a lo que pueda pasar, el niño intenta explicar a su madre (Iran Outari) que debe ir a casa de su amigo. Sin embargo, ella no le escucha, porque también tiene sus prioridades; como tampoco le escuchan aquellos con quienes se encuentra durante su odisea en busca de la casa de su amigo, pues, desoyendo las palabras de su madre, Ahmed decide desobedecer y cumplir con aquello que considera prioritario, porque para él también existe una prioridad: evitar que su compañero sea expulsado por su error. No obstante, alcanzar su meta resulta una tarea complicada, puesto que no conoce ni la dirección ni el pueblo vecino donde vive Mohamed. Desde la sencillez que predomina en las imágenes de ¿Dónde está la casa de mi amigo?, Abbas Kiarostami presenta la vida de una pequeña población, sus costumbres y la falta de atención hacia ese niño que nadie parece ver, y a quien nadie parece ayudar. Así pues, el joven protagonista se encuentra desesperado en un viaje que no le lleva a ninguna parte, pero que le permite descubrir la soledad en la que se encuentra, y la falta de interés de los adultos hacia sus necesidades y ante la importancia de un hecho que para él resulta vital: la solidaridad hacia su compañero. Los personajes con quienes se cruza tienen sus propios problemas, asuntos que les impiden mostrarse solidarios, al tiempo que muestran comportamientos anclados en una tradición que se descubre, entre otros, en su abuelo, quien se decanta por una educación férrea, basada en la mano dura (la misma que él recibió), sin detenerse a pensar si está o no equivocado, de igual modo, tampoco sería correcto que nadie, excepto un anciano, pierda un instante de su tiempo para ayudar a un niño que se encuentra perdido y desesperado, un niño que sí se muestra contrario a ellos, pues todo cuanto hace, no lo hace por él mismo, sino por un amigo al que sabe que castigarán si no se presenta en la escuela con los deberes hechos en su libreta.
viernes, 27 de enero de 2012
Las diabólicas (1955)
Referente del mejor thriller psicológico y opresivo, Las diabólicas (Les diaboliques, 1955) de Henri-Georges Clouzot impacta en los sentidos, sobretodo por la perturbadora atmósfera que envuelve a las dos protagonistas, víctimas de los abusos y las humillaciones de un hombre que no frena en su violencia e irracionalidad. Pero, además, Cluzot creó un suspense que se apodera del espectador y le obliga a compartir en cada escena el ambiente enrarecido y siempre amenazante por la presencia del miedo y de la desesperación que anida tanto en Nicole Horner (Simone Signoret) como en Nicole Delassalle (Véra Clouzot), mujeres al límite que ni pueden echarse atrás en su decisión homicida ni, por lo que se descubre, pueden seguir adelante una vez tomada, lo cual provoca el estado de ansiedad que se observa en ellas cuando comprueban el desarrollo de los hechos, que golpean sus mentes y atacan sus nervios, porque lo habían planeado todo, todo menos el nerviosismo y la duda que se generan a la espera de los acontecimientos. Nicole y Christina, maestras en el colegio que dirige el marido de la segunda, mantienen una extraña amistad que se ha fomentado en la desesperación que les produce ser la una amante y la otra esposa de Michel (Paul Meurisse), un individuo repulsivo que las humilla, domina y maltrata. Pero, aparte de este condena compartida, sus personalidades son opuestas, como se descubre al principio del film y durante su práctica totalidad. La imagen de Nicole es la de una mujer fuerte y decidida, mientras que a la directora se le confiere una de carácter tímido, sumiso y debilitado por la enfermedad al corazón que no le permite sobresaltos. La aparición inicial de Michel muestra directamente que se trata de un hombre amoral y violento (a los que se podría sumar otros calificativos negativos) que desea controlar a los miembros del claustro, quienes le temen, pero años atrás este individuo no sería como es en la actualidad, o al menos así lo recuerda Christina, que ha llegado al extremo de desear deshacerse de él, aunque no como propone Nicole.
La idea de asesinar a su marido, propuesta por la amante y amiga, no le convence, probablemente porque ella es una mujer sensible, ajena a la violencia que en su marido y en Nicole se descubre innata. Sin embargo, ha llegado al límite de sus fuerzas, y no encuentra otra salida que la de aceptar un plan diabólico que deben ejecutar a la perfección si pretenden salir airosas. Los preparativos del crimen se inician cuando se trasladan al pueblo donde Nicole posee una casa, pues parte del éxito reside en no encontrarse en el colegio durante el fin de semana, detalle que alejaría las sospechas que pudiesen recaer sobre ellas. Tras este primer movimiento, vendría atraer a la presa, cuestión que pretenden lograr telefoneando a Michel para informarle de que Christine le abandona porque no soporta sus malos tratos; ahora todo depende de que pique el anzuelo y se traslade hasta el lugar donde se encuentran sin que nadie le vea salir del colegio, cuestión que saben complicada, pero probable, puesto que se trata de un hombre que no permitiría que se supiese que su mujer le ha abandonado. La tensión inicial de Las diábolicas se centra en la consumación del crimen con el que pretenden liberarse del yugo al que las somete Michel, sin embargo, hacia la mitad de la película esa tensión sufre una transformación y se convierte en una especie de horror que se cierne sobre las asesinas, cuando empiezan a sospechar que los hechos previstos no resultan como esperaban, este contratiempo desespera en mayor medida a Christina, quien apenas puede soportar la sorprendente aparición de Fichet (Charles Vanel), el inspector retirado que le propone encontrar a su marido desaparecido.
13 asesinos (2010)
Suena cursi decir que una película es una digna propuesta, pero 13 asesinos (Jûsan-nin no shikaku, 2010) es la digna propuesta en la que Takashi Miike ofrece su visión violenta del cine de samuráis. Lo hace condicionado por películas tales como algunas de las grandes obras de Akira Kurosawa, sobre todo se descubre en 13 asesinos mucho de los Los siete samuráis, y de la trilogía Samurái de Hiroshi Inagaki; films a los que rinde homenaje en esta espectacular versión de la película homónima rodada en 1963 por Eiichi Kudo. Existen apuestas que implican un alto riesgo, siendo la vida el límite del juego propuesto. Shinzaemon Shimada (Kóyi Yakusho) ha aceptado el reto más importante de su vida, y lo ha aceptado no por la orden o por su condición de samurái, lo ha hecho porque ha visto el horror y la violencia provocadas por el señor Naritsugu (Gorô Inagaki), el hermanastro del shogun y a todas luces un perturbado fascinado por la muerte (de otros) y por la violencia que se le permite. 13 asesinos comienza con las atrocidades cometidas por Naritsugu, injusticias que convencen a Shinzaemon para que acepte entregar su vida y la de los doce hombres que se unirán a él para intentar asesinar a un señor feudal que, si no lo evitan, formará parte del consejo soghun, un hecho que no pueden permitir, pues en caso de producirse sería una ruina para la nación. Takashi Miike escogió el siglo XIX, dos décadas antes de la caída del soghunato, instaurado siete siglos atrás, para recrear el horror de la muerte y de las atrocidades cometidas bajo el amparo de un sistema rígido y clasista que protegía a un ser despiadado como Naritgugu, permitiendo que actuase sin consecuencias para sus abusos, tales como violación, asesinato o tortura. No sorprende que Shinrouko (Takayuki Yamada) no quiera ser samurái como su tío, pues él prefiere otro tipo de juego, sin embargo, decide acompañar a Shinzaemon en una empresa en la que podría morir. Ser samurái ni permite elegir ni permite plantearse los actos censurables del señor a quien se sirve, sino que obliga a defenderle sin entrar en cuestiones morales como le ocurre a Hanbei Kitou (Masachika Ichimura); por ese motivo, los hombres que reúne Shinzaemon son samuráis sin señor, hombres de honor y de gran valía con las armas, enteramente entregados a una causa que les enfrentará a setenta hombres (al menos ese sería inicialmente el número de enemigos). Tras un periodo de preparación y de nerviosismo ante la falta de noticias de Naritsugu y sus huestes, lideradas por Hanbei (el rival de Shinzaemon en el juego de estrategia), la violencia, la sangre y la muerte se desatan durante una espectacular batalla que dura alrededor de cuarenta minutos, en la que los trece asesinos muestran su valentía y la concienciación ante un reto que deben vencer, aunque sólo sobreviva uno de ellos. El enfrentamiento que se produce en la aldea no deja indiferente, siendo uno de las más sangrientos y espectaculares que se puedan observar en el cine, una auténtica lección de cómo manejar la acción sin perder un ápice de intensidad. Shinrouko, el sobrino de Shinzaemon, es testigo activo del sinsentido en el que participa, convenciéndose definitivamente para alejarse del camino del samurái, porque allí donde mira sólo encuentra muerte y destrucción, provocadas por los caprichos de un sólo hombre o por quienes han permitido sus desmanes.
Cautivos del mal (1952)
La leyenda y su historia nos cuentan que los primeros pioneros cinematográficos que llegaron a Hollywood se encontraron con desierto y varias casas de adobe. Apenas dos décadas después, el panorama había cambiado. Ya no había cabañas ni discusión posible: el nuevo Hollywood era suma de espejismos, brillo de estrellas hoy desaparecidas y la industria floreciente en manos de los viejos Fox y de los jóvenes Thalberg, primero, y los Selznick y Zanuck, después. El viejo Hollywood de Griffith, Ince o Sennet pasó a ser el imperio de los estudios, de los ejecutivos y de los productores que rendían cuentas y pleitesía al mandamás y a los accionistas. Adiós, disputa, quienes deciden desde entonces son los empresarios que ponen su dinero o velan por los intereses de corporaciones que invierten el suyo. Raras son las excepciones, y en Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, 1952) no las hay, puesto que Jonathan Shields (Kirk Douglas), el productor, es el hombre que hace posible el cine. Él es Hollywood, aunque tres voces disientan y una cuarta conductora, la de Walter Pidgeon, se refieren a él desde una perspectiva en apariencia crítica. No lo hacen, ni disiente ni critican, evidencian su enfado, despotrican y lo alaban, pero sin decirlo con palabras. Sus recuerdos lo confirman, al tiempo que deparan el recorrido que nos acerca al productor, a la figura incorpórea del presente, pero que acaba siendo omnipresente.
La imagen de John Houseman, productor de Cautivos del mal, podría ser una de las múltiples empleadas para dar cuerpo y alma al protagonista de Minnelli. Pero solo sería uno más de tantos personajes reales que pueden reconocerse en Jonathan, entre ellos Val Lewton y Selznick. Hay evidencias suficientes a lo largo de la película que corroboran estas y otras presencias. Aportan cierto tono paródico a la autenticidad y a la adulteración de realidades que llegan a nosotros suavizadas e incluso glamurosas. El filtro de la industria es el que es, de modo que este espléndido recorrido por los entresijos del negocio cinematográfico, y posiblemente una de las mejores películas de Minnelli (en su filmografía las hay muy buenas), es al tiempo una alabanza mal disimulada, irónica y, por momentos, despiadada, al productor y a su reino de fantasías de celuloide, también de miserias silenciadas. Con su elegancia habitual, Minnellli se pasea por el mundo del cine, el que le da de comer y el que ama, para acercarnos luces y sombras, pero no hurga en heridas, ni se detiene en espectros ni destapa miserias como sí había hecho Billy Wilder en la más feroz, arriesgada y oscura El crepúsculo de los dioses (Sunsent Boulevard, 1950). El responsable de Un americano en París (An American in París, 1951) está por encima de cualquier intención de herir a los suyos, prefiere perseguir el recuerdo de un productor cuya ambición es más grande que su propio sueño, y debido a ello sucumbe, pero todos estamos seguros de que su fracaso no es su derrota, solo un alto en el camino, puesto que a nadie escapa que Shields no se dará por vencido, quizá porque, para él, no exista nada más que el triunfo, el realizar la buena película que alimente su ego y llene su vacío.
Solo uno de los tres acepta la llamada telefónica desde París, pero lo hace para mandarle al cuerno. ¿A qué se debe el rechazo? Minutos después, Harry, productor ejecutivo de los estudios Shields, les reúne en su oficina para explicarles que Jonathan pretende producir una nueva película. Resulta irónico que ahora esté en manos de quienes nada quieren saber de él. Los precisa para alcanzar el éxito y obtener la financiación necesaria. Precisa a Fred Amiel (Barry Sullivan), a Georgia Lorrison (Lana Turner) y a James Lee Bartlow (Dick Powell). Pero ninguno está por la labor de ayudarle, ni de colaborar con él.
Queda claro que existen cuestiones personales e historias cruzadas que impiden un acercamiento. Se comprende de inmediato, de igual modo que se conoce que han marcado las vidas de los narradores. Todo apunta en una dirección, pero es aquí donde entra en juego lo irónico y lo complejo del asunto. La respuesta no es sencilla, ni tan clara como asumen los ofendidos en el despacho del ejecutivo. Previo a los retrocesos temporales que dan forma subjetiva(s) a Cautivos del mal se diría que Jonathan Shields los manipuló y los usó a su antojo. Cierto. Pero gracias a él, en el ahora, salvo la suya —la del hombre que se ha hecho a sí mismo y que volverá a hacerse las veces que haga falta—, sus carreras son las más exitosas. Y esto parece pesar mucho en un ámbito que se mide en éxito y dinero.
Aparte de las breves escenas en el presente, la historia se compone de tres analepsis introducidas y guiadas respectivamente por un personaje, siguiendo un orden temporal. El primer recuerdo parte de Fred, y retrocede a los primeros momentos, cuando, arruinado, Shields solo podía mirar hacia arriba. Amistad, quizá admiración mutua, y la colaboración, darían sus frutos cuando, tal que Val Lewton y Jacques Tourneur, Jonathan y él comenzaron a trabajar en las películas de bajo presupuesto de Harry Pebbel. Una de ellas, alcanzó cierto éxito y, alguien tan ambicioso como Jonathan, necesitaba más; de modo que vio con buenos ojos la propuesta de Fred, que le propuso un guion en el que llevaba tiempo trabajando: la adaptación de un libro que nadie creía que pudiese rodarse. Fred estaba convencido de que él podría dirigirlo, y Shields también. Reescribieron la historia y la presentaron al jefe, poco dispuesto a producir una película de un millón de dólares. Hasta ese momento habían compartido un sueño que finalizó cuando Jonathan aceptó entregar la dirección a un prestigioso director, porque creía que su amigo no estaba preparado o quizá su gran ambición le empujó a tomar dicha decisión. Fuera una u otra, resultó un duro golpe para Fred. Traicionado y rota la amistad, el joven director recibió la patada como el impulso imprescindible que le ayudó a superarse y a conseguir ser el realizador de mayor éxito.
La historia regresa al presente, al despacho donde Pebbel asume la misión de recordarles que, sin Jonathan, ninguno hubiese logrado ser lo que son; realidad que se comprueba a la perfección en el recuerdo de Georgia Lorrison. La vida de Georgia giraba en torno a la figura de su padre, un famoso actor fallecido tiempo atrás, pero cuyo fantasma semejaba perseguirla obligándole a refugiarse en el alcohol. Su encuentro con Jonathan marcaría un nuevo comienzo y le proporcionaría la oportunidad de creer en sí misma, de deshacerse del pasado y de enamorarse perdidamente del hombre que la creó como actriz y la colmó como mujer hasta el día del estreno de la película que la encumbraría.
Shields no es un hombre malvado, ni siquiera sería un tipo negativo, más bien parece ser un hombre poseído por la idea de hacer grandes películas, pero tampoco cabe la menor duda de que se trata de un tipo egoísta, quizá no más que cualquiera de ellos; pero Jonathan no esconde sus intenciones, siendo capaz de cualquier acción para llevar a cabo su empresa, aunque para ello se dañe a sí mismo, porque en cada ocasión pierde una parte importante de su humanidad (la amistad de Fred o el amor de Georgia, a quien seguramente amó y todavía ama, aunque sólo sea por ser su creador).
El tercer flash-back se inicia en la mente de James Lee Bartlow, el joven escritor que se dejó convencer por la ambición de su esposa (Gloria Grahame) y por Jonathan (que parece poseer el don de atraer a las personas) para trasladarse a Hollywood, donde colaboraría en la adaptación de su primera novela. James Lee es el único de los tres que rechazó a Jonathan en su primer encuentro, sin embargo, no tardaría en sentir aprecio por él, hasta que un descubrimiento relacionado con el fallecimiento de su esposa les alejaría definitivamente; pero también le convierte en el gran escritor que es en el presente.
El tercer flash-back se inicia en la mente de James Lee Bartlow, el joven escritor que se dejó convencer por la ambición de su esposa (Gloria Grahame) y por Jonathan (que parece poseer el don de atraer a las personas) para trasladarse a Hollywood, donde colaboraría en la adaptación de su primera novela. James Lee es el único de los tres que rechazó a Jonathan en su primer encuentro, sin embargo, no tardaría en sentir aprecio por él, hasta que un descubrimiento relacionado con el fallecimiento de su esposa les alejaría definitivamente; pero también le convierte en el gran escritor que es en el presente.
Estos tres representantes del mundo del cine, acompañados por el cuarto miembro de la reunión(también confiesa que debe a Shields la suerte de haber participado en la producción de algunas de las grandes películas de Hollywood), sirven para ofrecer la imagen de un productor que pretende alcanzar las cotas más altas dentro del cine, y para ello no duda en utilizar su personalidad y su talento para controlar a las personas y aquellas cuestiones relacionadas con su equipo, ya sea escribir, dirigir, manejar o crear a una actriz de la nada.
jueves, 26 de enero de 2012
La regla del juego (1939)
Transgredir la regla del juego, sin mostrar ningún tipo de pudor, puede acarrear consecuencias inesperadas que cambian o marcan la vida de los implicados. Para enfatizar este hecho, Jean Renoir presentó a sus jugadores, personas pertenecientes a dos clases sociales alejadas desde un punto de vista económico-social, pero no desde sus deseos y sus pasiones. El aviador André Jurieuex (Roland Toutain) acaba de cruzar el océano Atlántico en un vuelo en solitario, sin embargo, no atiende a los vítores en su honor, como tampoco contesta a las preguntas de la prensa, al menos no como se espera de un héroe. Este enamorado se siente frustrado, porque ni quiere ni puede olvidar la ausencia de Christine (Nora Gregor), a quien deseaba brindar su heroicidad en público, pasando por alto que se trata de una mujer casada. Por su parte, el marqués de Chesnaye (Marcel Dalio) pretende recuperar las atenciones de su esposa y, para lograrlo, debe abandonar su relación con Geneviéve (Mila Parély), una relación amorosa que todos, salvo Christine, conocen. Para completar el tablero de juego, Renoir colocó piezas similares pertenecientes a ambos estratos sociales, entre las que destacan las figuras de Octave (Jean Renoir), Lisette (Paulette Dubost), Schumacher (Gaston Modot) o Marceau (Julian Carette). Estos y otros "peones" se reúnen en la mansión de Chesnaye con la escusa de una partida de caza que permitirá conocer las dudas y las infidelidades que rompen las reglas de conducta del grupo. Para guardar las apariencias, el marqués accede a la petición de Octave e invita a André Jurieuex a la cacería, a pesar de que ambos saben que el aviador persigue a la esposa del primero. Durante la celebración se descubre que Christine duda de sus sentimientos hacia el piloto, porque el carácter inocente de este y su falta de romanticismo no son lo que ella busca en un hombre. Christine sería el personaje con mayor número de dudas, quizá lo único que desea esta mujer casada con Chasnaye sería una mayor atención por parte de su marido, pero, sobre todo, un poco de pasión en una vida que semeja moribunda. Este también sería el deseo de Lisette, su sirvienta, cuando Schumacher, su cónyuge y vigilante de la villa, la descubre en brazos de Marceau, iniciándose de este modo una cacería distinta a la prevista en un primer momento. La mansión se convierte en un sálvese quien pueda cuando los celos del vigilante le impulsan a perseguir, pistola en mano, a ese criado que poco antes se dedicaba a la caza furtiva, oficio que por lo visto no ha abandonado del todo. La reunión adquiere cierto carácter entre cómico y grotesco que parece confirmar que Renoir optaría por realizar una comedia que mostrase las insatisfacciones y el patetismo de un grupo heterogéneo de personas, dentro del cual unos guardan las apariencias, mientras otros no toleran el engaño. Sin embargo los hechos que se descubren hacia el final del film no resultan graciosos, sino trágicos porque los hombres y mujeres que deambulan por La Regla del juego intentan ocultar su falta de ética y de concienciación hacia cuanto les rodea, incluso Octave, quien semeja ajeno a las pasiones, traiciona la confianza y la amistad del marqués y de Jurieuex cuando confiesa a Christine el amor que siente hacia ella. La diferencia entre los aristócratas y aquellos que trabajan para ellos, solo estriba en la actitud con la que los primeros intentan mantener las apariencias, cuestión que entre el servicio brilla por su ausencia (al menos desde que Schumacher siente cierto peso sobre su cabeza), porque ya no existe un límite entre unos y otros. Ante una historia de este tipo se podría haber caído en una comedia simple o en un drama de escaso interés, sin embargo, en manos de un director de la talla de Jean Renoir fue todo lo contrario, pues se sirvió de la comedia, el drama y la tragedia para mostrar aspectos tan humanos como la insatisfacción, el engaño y los caprichos que traspasan los límites establecidos en unas relaciones que ni las apariencias pueden controlar. Aunque su manera de enfocar los hechos, desde la metáfora que fluye desde las mentiras y los engaños, también exponen la ceguera de una clase social que permanecía impasible ante cuanto sucedía a su alrededor, e incluso a aquello que sucedía en su seno, quizá esta manera de reflexionar sobre la apatía y el desinterés de una clase social moribunda no fue comprendida en su momento, incomprensión que acarreó la prohibición de la película durante la Segunda Guerra Mundial, y no sería hasta 1960 cuando se recuperaron los negativos y La regla del juego fue redescubierta y alcanzó el puesto que se merecía entre las grandes producciones francesas de todos los tiempos.
miércoles, 25 de enero de 2012
Perversidad (1945)
Perversidad (Scarlett Street) resulta más oscura y desoladora que la versión de La golfa (La chienne) de Jean Renoir, y supuso la puesta el inicio de la breve andadura de la productora Diana Productions, creada por Fritz Lang, Walter Wanger, Joan Bennett y Dudley Nichols, responsable este último del guion del film y del título con el que se estrenó en Hollywood, ya que que el original no sería bien recibido por aquellos lares en aquella época. Dentro del universo del cine negro existen muchos personajes repulsivos, pero el encarnado por Dan Duryea en Perversidad (Scarlett Street) lo resulta en un grado extremo. Desde el primer instante en el que aparece en pantalla se descubre en Johnny (Dan Duryea) a un perdedor miserable que abusa y se aprovecha de las mujeres. Este individuo que no tiene el menor escrúpulo, y que no destaca en nada, vive de Kitty March (Joan Bennett), una mujer que se deja manejar porque se cree enamorada y, por qué no decirlo, tampoco muestra aspectos positivos. A pesar de dejarse manipular por su amante, ella no es la víctima principal, más bien sería una especie de herramienta que Johnny emplea para obtener el dinero que le permita alcanzar la mediocridad que desea, y que Christopher Cross (Edward G.Robinson) le sirve en bandeja cuando se presenta en la nocturnidad y le impide que golpee a su chica. A partir de ese momento, crucial para el devenir de los hechos, se gesta la pesadilla que dominará la existencia de Cross, pues su antagonista no tarda en descubrir la atracción que Kitty ejerce sobre él, hecho que le impulsa a utilizarla, pasando por alto la mínima resistencia que ella opone antes de que acceda a la petición-orden de flirtear con un hombre sombrío y gris. Para Christopher Cross la joven se convierte en el rayo de esperanza que puede alejarle de su anodina existencia, en la que constantemente es humillado y martirizado por su esposa. Así se presenta Perversidad (Scarlett Street), una de las películas más personales de Fritz Lang en su etapa americana, desoladora y dominada por personajes atrapados dentro de una realidad que semeja una pesadilla. Los tres personajes principales son seres fracasados, condenados al abismo oscuro que ellos mismos han creado como consecuencia de sus actos y de sus deseos; ni siquiera Cross, la supuesta víctima, parece poder salir indemne de una situación que le esclaviza. Este personaje, perfectamente definido y magníficamente interpretado por Edward G.Robinson, se arrastra en todo momento, nunca sonríe, se encuentra vacío y, salvo por sus pinturas, las mismas que nadie valora, nada le proporciona la evasión que le aleje de su triste existencia. Por ese motivo, su encuentro fortuito con Kitty significa la oportunidad de un cambio; en su mente idealiza la figura de la desconocida, convertida en la promesa de una felicidad que nunca ha experimentado y que posiblemente no experimentará jamás. La idea de compartir su vida con la joven cobra fuerza a medida que ella le "acepta", sin embargo, para alcanzar su sueño, tendría que deshacerse de su esposa, pensamiento que nunca admite abiertamente, pero al que vuelve una y otra vez desde que la chica le corresponde. En sus intenciones a medio expresar se descubre como ese hombre honrado, pero sumiso, sería capaz de realizar actos censurables que jamás se habría creído capaz de hacer, algo que se confirma cuando traiciona la confianza de su jefe y roba en el banco donde trabaja. Como consecuencia de su acción pierde lo único que realmente poseía, su honradez, pero puede seguir aferrado a la ilusión de estar al lado de una mujer que le manipula y denigra para satisfacer las ambiciones de un amante que cree que su víctima es un saco sin fondo.
Sueños de seductor (1972)
La separación, pero sobre todo el estado depresivo en el que se encuentra, alerta a Dick (Tony Roberts) y a Linda (Diane Keaton), sin duda unos buenos amigos que pretenden sacarle del pozo. Este matrimonio encuentra una solución racional, aunque lo racional no va con la personalidad de Allan, como queda demostrado en la serie de citas con posibles candidatas a ocupar la vacante de Nancy.
Pero ¿quién ayuda al matrimonio? A medida que se muestra el complejo e inestable carácter del crítico cinematográfico, así como sus fracasos amorosos, también se presenta una cuestión de vital importancia: el alejamiento entre Dick y Linda, quizá porque el primero siempre está pendiente del teléfono, o informando del número al que pueden llamarle para continuar ultimando sus operaciones financieras. Esta falta de atención hacia Linda genera en ella una ansiedad similar a la que experimenta Allan, realidad que no tardan en descubrir y que les acerca, porque juntos sienten la seguridad de que pueden ser ellos mismos. Dicho acercamiento permite comprobar como sus sentimientos evolucionan hasta que llegan a confundirse, siempre claro está, con un poco de ayuda por parte de Bogart, que indica a su protegido que todo resultaría más sencillo si no pensara tanto. Para Bogey es fácil dar consejos. Él conseguía a cualquier mujer con solo atizarle una bofetada o, en su defecto, disparando una bala del 38 entre sus cejas, ya que el protagonista de Casablanca lo puede todo al ser el mito de aquellas películas que han marcado y creado en Allan Felix la imagen de la perfección que sueña alcanzar. Sueños de un seductor (Play it again, Sam) no oculta ni la cinefilia de Woody Allen otras características que dan forma a sus películas. Y no lo hace porque, a pesar de no dirigirla, la película adapta a la pantalla su obra teatral Play it again, Sam. Pero <<¿por qué no dirigirla si es un material que conozco a la perfección?>>. Al contrario que su personaje, Allen sí encontró respuesta a esta pregunta. Por aquel entonces sus películas no dejaban de ser una sucesión de gags más o menos logrados, de modo que no se consideraba con experiencia suficiente para llevar el proyecto a la pantalla. Esta cuestión lo convenció para pedir que fuese otro quien la dirigiese, y quien sí tenía experiencia era Herbert Ross, que tomó las riendas de esta divertida y reflexiva comedia que trata de las siempre complicadas relaciones con uno mismo y con los demás.
martes, 24 de enero de 2012
El enemigo público (1931)
1905, Tommy y Matt son dos niños que se “entretienen” cometiendo pequeños hurtos, aunque Tommy también se “divierte” recibiendo las palizas de un padre que pretende enderezarlo. 1915, Tom Powers (James Cagney) y Matt Doyle (Edward Woods) han crecido sin abandonar su afición hacia lo ajeno, bajo la protección de un delincuente de poca monta llamado Putty Nose (Murray Kinnell), el mismo que les propone participar en un golpe en el que nada puede salir mal, y en caso contrario, promete protegerles; ni lo uno ni lo otro, pues Matt y Tom matan a un agente de policía cuando intentan escapar y Putty se desentiende de ellos. 1917, Estados Unidos entra en la Primera Guerra Mundial, pero a Matt y a Tom el conflicto parece no afectarles, pues continúan ejerciendo como rateros. Quien sí se implica en la contienda es el hermano de Tom, Mike (Donald Cook), en todo momento que comparten escena muestra una personalidad enfrentada a la de su hermano pequeño. 1920, la prohibición de la venta de alcohol se convierte en una realidad, como también lo sería el ascenso de Tom Powers dentro del mundo del hampa. Tom y Matt continúan siendo inseparables, pero ahora trabajan para Paddy Ryan (Robert O'Connor). En pocos minutos William A.Wellman expuso a la perfección el ambiente en el que se mueven estos dos muchachos condenados a un final trágico, porque, como señalan los rótulos, cualquier enemigo público tendría ese fin. El enemigo público (The public enemy) se basó en crónicas cotidianas publicadas en los periódicos de las grandes ciudades, pero no por ello es un film de carácter realista, sino una película que expone la presencia del crimen en las calles mediante la figura de un gángster de ficción que no tiene otra meta que alcanzar un triunfo rápido dentro de la criminalidad en la que se mueve. Tom Powers nunca resulta un tipo simpático, porque por mucho que uno se fije no se encuentran aspectos positivos en él, ni siquiera en el trato con su madre (Beryl Mercer), a quien pretende ayudar con dinero sucio y a quien miente en todo momento. Además Tom ningunea constantemente a Matt, a pesar de la fidelidad y de la admiración que éste siente por él desde que eran unos críos; de igual manera, en una escena de intimidad, Tom no duda en maltratar a su chica, a quien abandona tras conocer a Gwen Allen (Jean Harlow). La aparición de Gwen podría ser un punto de inflexión en la vida del gángster, pues es evidente que ella sabe tratarle; sin embargo, a un tipo como Tom no se le puede controlar, pues existe algo dentro de él que le impulsa a continuar inmerso en ese universo de delincuencia en el que crece en importancia, sobre todo tras la aparición de Nails Nathan (Leslie Fenton), el gángster que se une a la banda de Paddy Ryan, para que ésta domine la venta y el contrabando de alcohol. Tom Powers se siente importante, seguro y convencido de su buena fortuna, pero también parece querer emular a Nails, su referente del éxito y del estilo que desea para sí. No obstante, el regreso de su hermano y la posterior discusión entre ellos marcan el principio de su caída. A partir de ese momento las circunstancias que se producen presagian el fin de Tom Powers, sobre todo tras la muerte de Nails, la cual implica una importante pérdida de poder para la banda de Paddy Ryan y el inicio de una guerra entre bandas. La rapidez y la fuerza narrativa con la que William A.Wellman abordó los hechos resultaron un acierto, pues sintetiza eficazmente los momentos claves en la vida de un protagonista que empezó a perder su rumbo en 1905, confirmando en 1915 su no retorno y alcanzando en 1920 su auge y su posterior derrumbe, el eje sobre el que gira El enemigo público (The public enemy) y que sentaría las bases del cine de gángster de los primeros años de la década de 1930, junto a títulos fundamentales como Hampa dorada (Little Caesar) o Scarface, el terror del hampa, cuyos personajes principales también conocerían un rápido ascenso y una más rápida caída.