lunes, 4 de agosto de 2025

Miguel Gila y Un poco de nada

Hoy, 13 de diciembre de 2024, el cartero ha sido como una especie de Papa Noel, tal como aquellos que Miguel Gila recordaba de su niñez. Otros días es como una persona más, aunque vestida de uniforme azul y amarillo. Pero valga que en ambos casos herede, humanice y profesionalice por oposición el viejo cometido del olímpico Hermes. Mas el cartero es terrenal, bien lo sabía Bukowski, por ajeno al contenido de sus entregas, y cotidiano en su recorrido por calles, edificios y puertas a las que llamar. Casi siempre ignora quién le da acceso a los buzones, salvo que entregue en portería o establezca una relación como la mantenida con Neruda, a través de Antonio Skármeta en su Ardiente paciencia, o con algún vecino anónimo que sabe le abrirá porque siempre está en casa. Ignora si porta buenas o malas noticias, cumple su cometido y desaparece hasta la jornada siguiente. Esta mañana timbró y me trajo ilusión en formato tangible. Suena raro, pero a veces un objeto puede transportarla en su interior. Así de materialistas somos, incluso cuando respiramos, tal vez también cuando soñamos... Se trataba de un paquete bien embalado, así que no respeté el envoltorio y lo abrí lo más rápido que pude. Sabía que era un libro; de ahí las prisas y la ilusión que me desbordaba y que tuve que recoger para que nadie la pisara. No podía equivocarme: ¡qué forma tan insinuante!, mi vista y mi tacto así me lo comunicaban. El paquete envolvía un libro de tantos que ya me cuesta encontrar en las librerías físicas, salvo en las de segunda mano y descatalogados. ¿Cómo se puede descatalogar un libro? Suena triste. Pero hoy es un día alegre porque se trata de Un poco de nada, escrito por Gila, de quien había leído con anterioridad Y entonces nací yo. Memorias de un desmemoriado y Encuentros del más allá…

Ya por la tarde, avanzaba por sus páginas con la sensación de que Un poco de nada me recordaba en su estilo “libre” a mi libro Rincones sin esquinas, lo que me venía a recordar que existen similitudes creativas y emocionales entre desconocidos, más allá de espacio y el tiempo, son aquellas que nos hacen familiares y, contrariamente a lo que las similitudes apuntan, también únicos. Se trataba de un texto imaginativo, pero realista, sin una narración lineal, pero sincera y directa a las cuestiones que plantea. Gila es mucho más que un humorista, es alguien que se expresa desde el humor, que hace de él una herramienta para abordar cuestiones carentes de gracia, como el momento en el que lo fusilaron y sobrevivió. Su lectura me deparó un instante humano que me acercaba a la persona y a su pensamiento, plasmado en escenas que existen entre lo que sucedió, el recuerdo y la evocación del protagonista: el propio cómico que recuerda sus inicios y su transitar abriendo vías y posibilidades. Gila no se limita a una narración habitual, eso sería atípico en un creador que no se limita ni reduce su historia a la sucesión de anécdotas ni al capricho sospechoso de un resultadista que quiera aprovechar su nombre para vender un título; pero resulta que Un poco de nada no es más de lo mismo si no un posible viaje por la evocación literaria e imaginativa de un tipo singular en quien más allá de lo contable está lo incontable: la sensibilidad, la honestidad, el talento y una pizca de amargura y de humor con la que aderezar la historia, la suya. Sus páginas me depararon instantes vitales, que son los que me llenan, los que me hacen reflexionar. Ahora, si alguien me preguntase un solo motivo por el que volvería a leer este libro, no le respondería al momento, pero me quedaría pensando y, tal vez, concluyese que la motivación para releer este viaje escrito por la memoria y por el pensamiento de Gila reside en su cercanía, en encontrarme de lleno en un espacio literario y emocional honesto, reflexivo, abierto a experiencias y a ideas compartidas, a otras ya leídas, algunas que en un primer momento me pasaron desapercibidas, las que pasan de largo en una primera lectura. Volvería a sus páginas porque se trata de una persona y de una obra que me valen la pena reencontrar. Soy de los que dicen lo que hoy no he visto, lo veré cuando vuelva, no tengo prisa en los viajes físicos ni el los literarios, no porque tenga más tiempo que el resto, sino porque el vivir los momentos que me deparan tipos como Gila, sin acelere ni objetivos, más allá de la propia lectura, me permite el transitar que deseo, incluso me permite volver a lugares y líneas recorridas en el pasado, un pretérito que ahora, en el presente en el que escribo, ya es otra, ya es diferente, ya es un poco de nada y tanto de mucho…

domingo, 3 de agosto de 2025

Leones por corderos (2007)


Durante una de las escenas de Leones por corderos (Lions for Lambs, 2007), el profesor de Ciencias Políticas Stephen Malley (Robert Redford) le viene a decir a su díscolo alumno Todd Hayes (Andrew Gardfield) que participar del supuesto proceso democrático —acudiendo a manifestaciones y desfiles o pegando sellos y carteles, supongo que en campañas electorales— es mucho mejor que su escepticismo crítico, casi nihilismo, con el que critica la política de su país. Pero, acaso ¿la crítica y la autocrítica no son indispensables para señalar aquello que no funciona? ¿Se equivoca el alumno o el profesor? ¿Sin una actitud crítica, que ciertamente implica algo de pesimismo y de escepticismo, cómo mejorar el sistema, hacer de él lo que presume ser? En realidad, quiere hacerle pensar, que salga de una actitud apática, pues la crítica implica que luche por un futuro, que demuestre su valía posicionándose, no a favor de los políticos, sino de la democracia; no a favor de la guerra, sino de la lucha pacífica por unos ideales perdidos u olvidados en los que Redford cree, pues cree en su país, en los valores que dice representar, en la prensa, aunque tal vez no recuerde que hay ocasiones en las que esta calla o se centra en noticias que desvían la atención —Ay, Redford, no siempre sucede como en Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, Alan J. Pakula, 1976)—, y en el heroísmo que ve en la juventud, a la que se envía a la guerra o que decide ir sin comprender que hay mucho que arreglar en casa. Tal vez sea el caso de sus antiguos alumnos Rodríguez (Michael Peña) y Finch (Derek Luke), que se presentaron voluntarios para combatir el mal…


Por su fe en el sistema, Redford quizá ya dé la respuesta a las cuestiones que plantea y a la duda que siembra en el alumno de su personaje, aunque parezca que quiere abrir un debate sobre si se persigue alguna mejora, si esta es posible, o si todo (incluida la postura aparentemente rebelde del alumno) se sitúa dentro del orden establecido por un poder cuya meta es perpetuarse, pero no analizarse en busca de sus males, de sus contradicciones y de sus fantasmas internos. Este encuentro entre docente y universitario abre uno de los tres espacios desde el que Robert Redford, a partir del guion de Matthew Michael Carnahan, aborda la política internacional estadounidense, la que desde la Doctrina Monroe (1823) aplica una especie de intervencionismo amigable —en el que parece decir: “haz lo que te digo y así no tendré que enfadarme”— allí donde los intereses llamen. Mientras que el no amigable depararía presiones, bloqueos, actos en la sombra y, finalmente, si nada de lo anterior funciona, la intervención directa.


Las primeras actividades de este estilo datan del siglo XIX, cuando se desata la colonización del oeste y la expansión meridional en la que arrebatan Texas, Nuevo México y Alta California al vecino del sur. Años después, se precipita la guerra hispano-estadounidense, que implantaría su influencia sobre Puerto Rico y Cuba, que se revelaría décadas más tarde, deparando una situación de inestabilidad para las pretensiones de la potencia del norte, que decidió en época de Kennedy el bloqueo estratégico y asfixia económica de la isla caribeña. Pero aquel 1898 también fue el año de la anexión de las islas Hawaii, las cuales, junto a las Filipinas, abrían la puerta al dominio del Pacífico. Su política internacional empezaba a cobrar cuerpo en el continente americano y aumentaba su presencia en el Pacífico, donde la japonesa, otra potencia en auge, tenía sus planes de expansión. ¿Era presumible que los intereses de ambas chocasen?


Del “América para los americanos”, o dicho sin americanismos, “el continente para los estadounidenses”, se pasó a “el mundo libre para nosotros y el que no lo quiera así, lo liberaremos a la fuerza”. Esta política tuvo su periodo de pausa entre guerras, cuando la política que dominaba era el aislacionismo y el New Deal. Aun así, algunas de sus empresas abastecieron combustible a los rebeldes franquistas durante la guerra civil española (1936-1939) o, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), Roosvelt logró aprobar la “ley de préstamo y arriendo” con la que suministrar armas a Reino Unido y a la Unión Soviética, respectivamente su aliada de siempre y su enemiga natural. Tras la conclusión del conflicto y con la victoria aliada, la expansión estadounidense y la soviética cobraron nuevos bríos. La geopolítica había cambiado, se creaban dos grandes bloques.


Una demostración del nuevo poderío norteamericano fueron las bases en Alemania Occidental y Japón, que le permitían una mayor presencia sobre el terreno en Centroeuropa, al borde mismo de su rival, y en el Extremo Oriente (geográficamente, visto desde aquí). De paso, establecía una puerta de entrada para sus productos, que no tardarían en dominar los mercados nacionales de medio mundo y cambiar los usos de sus habitantes —la forma de vestir, jeans, camisetas, zapatillas deportivas, medias de nylon, nuevos hábitos, refrescos de cola, chocolatinas, goma de mascar o el jazz y el rock, sirvan de ejemplos de su colonización mercantil y “cultural”—, se pretendía guiar la política y la economía de sus países “amigos” e intentaba por la fuerza o por medios cuestionables marcar las del resto. Para ello siempre sirve la excusa de la seguridad del país y de sus ciudadanos, tal como sucedió con la intervención en Vietnam, un país al otro lado del Pacífico, adonde cientos de miles de soldados estadounidenses llegaron con la idea de estar defendiendo su modo de vida, pero no había ningún enemigo ocupando su suelo soberano, ni amenazaba con hacerlo...


Mirando de pasada la historia del siglo XIX y XX, Estados Unidos es la única potencia moderna que no ha sufrido una ocupación extranjera —al contrario que China, India, dominada por la corona británica, la Unión Soviética, Alemania, Japón o Francia— ni una serie continuada de ataques militares a su territorio —tal como los bombardeos alemanes sobre Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial o mismamente los aliados sobre Francia, antes y durante el desembarco de Normandía—. Su único ataque militar lo sufrió el 7 de enero de 1941, en Pearl Harbor, el que deparó su entrada en La Segunda Guerra Mundial, de la cual salió reforzada como la nueva gran potencia capitalista, sustituyendo a la británica. Desde entonces parece que Estados Unidos quiere llevar su ideología y sus marcas al resto del mundo, obtener recursos y controlarlos, escudándose tras el abstracto “libertad” —en palabras del senador Irving: <<como impulsor de la justicia y la rectitud>>—, pero sin contar con las ideas de aquellos a los que impone su política, apoyando, aupando o deponiendo a sus gobernantes. La historia aún recuerda muchos de esos manejos, solo basta buscarlos, pero la postura del senador republicano Jesper Irving (Tom Cruise) apela al presente, rechaza mirar ese pasado del que le habla la periodista Jannine Roth (Meryl Streep), a quien, por su ideología liberal de izquierdas, quiere convencer porque tenerla de su parte eliminaría cualquier duda, respecto a su política, por parte de la opinión pública. En todo esto, la meta no difiere de la perseguida por anteriores imperios que se expandían y ocupaban territorios en busca de aumentar su poder, su influencia y su economía…


Durante el siglo XX, ese movimiento imperialista estadounidense tuvo su reflejo antagónico en el practicado por la Unión Soviética en sus países satélites. Pero desaparecido el imperio soviético en 1991, el enemigo a señalar se había difuminado, ya podía ser cualquiera o ninguno, pero era inevitable encontrar alguno. Uno de ellos había sido un aliado cuyo comportamiento disgustó cuando invadió Kuwait en 1990; estaba claro que eso no se podía permitir, no por la invasión de un estado soberano —ya en 1979 la URSS había invadido Afganistán y en la década de 1980, en 1983, Reagan había ordenado la invasión de la isla de Granada, más que nada, quizás para tapar las operaciones militares clandestinas que se estaban llevando a cabo en algunos países de Centroamérica; nadie dijo ni pio, excepto Johnny en Rambo III (Peter MacDonald, 1988), que apoyó a los talibanes frente a los soviéticos, tal vez porque vivía día a día—, sino por la situación estratégica y su principal materia prima: el petróleo. Esta invasión por parte del líder iraquí era injustificable, pero también los crímenes cometidos por su régimen cuando todavía era amigo y se dedicaba a acabar con parte de la población del país que gobernaba dictatorialmente, en buena medida porque la política estadounidense lo quiso ahí, y nadie de fuera protestaba —obviamente, en un régimen totalitario como aquel, dentro, tampoco—. Era su aliado, hasta que se le fue de las manos y desafió a quien no debía.


Tras la guerra del golfo, Sadam continuó en el poder, puesto que todavía podía ser útil; mas no resultó así y hubo que deponerlo de una vez por todas. Así que en 2003, apenas una década después de la guerra liderada por George Bush, padre, el hijo, W., tuvo la suya en el mismo lugar que su progenitor y, para ello, necesitaba una justificación, su propia casus belli. La suya fue la supuesta tenencia iraquí de armas de destrucción masiva. Para tales justificaciones, la prensa resultaría determinante, puesto que la opinión pública —manejada por los medios— era la testigo de los hechos que había que legitimar de algún modo. De ahí que en el presente de Leones por corderos, con la guerra de Afganistán llamando a las puertas, el senador Irving conceda una entrevista a Jannine Roth, a quien quiere venderle una realidad que justifique el intervencionismo bélico estadounidense en Oriente Medio, apelando a la guerra contra el terrorismo que se desata tras el 11 de septiembre de 2001. Esta fecha, clave en el devenir mundial, suena en el film en boca de varios personajes. Aquel trágico día, el mundo estaba del lado estadounidense, tal como Jannine le recuerda al senador, las naciones le ofrecían su pesar y las simpatías internacionales que se fueron dilapidando tras los hechos y las decisiones que salieron a la luz más adelante; algunas han sido expuestas en el cine posterior, que se ha hecho eco de situaciones como la caza de terroristas, las instalaciones de Guantánamo o las intervenciones como la que cuenta Redford en el tercer espacio de su film: sobre el terreno, atendiendo a los dos soldados sitiados en algún punto de Afganistán, cuando en su despacho, el senador Irving habla de la guerra contra el terrorismo, la que afirma deben ganar a cualquier precio, tal vez para insistir en su poderío o que este no se ha visto mermado, una guerra en la que su tecnología y sus fuerzas especiales se enfrentan, según afirma, a un enemigo que considera medieval y fácil de derrotar. Algo similar debieron suponer aquellos que en la década de 1960 ocupaban cargos similares al suyo respecto al ejército de Vietnam del Norte…

sábado, 2 de agosto de 2025

Del vicio de caminar


Caminar es un vicio que practico desde que di los primeros pasos y no me arrepiento ni de la práctica ni de mi adicción. Al contrario, abuso de ella siempre que el tiempo me lo permite y supongo que algún día tal exceso me pasará factura. Mas por ahora, pongo un pie tras otro, en alternancia regular y continuada, sin tener que pensar que se trata de un movimiento mecánico que me libera de prestarle atención y permite que mi pensamiento piense en otras cosas. Las más, tonterías relacionadas con lo que hay alrededor, con sueños que se repiten, pero que ya no son iguales, con fantasías, realidades, alegrías y frustraciones que van quedando atrás, a la espera de las nuevas que lleguen, pero también me acompañan otras estupideces que llevo dentro. Así, me digo, todo parece igual, pero basta con detenerse un instante para ver que siempre se producen pequeños cambios, y que debido a su aparente insignificancia no nos sacan de la cotidianidad. No nos alarman ni asustan. Son los inesperados, aquellos que atribuimos a la buena o mala suerte, a los grandes acontecimientos de la vida, los que nos tambalean o los que simplemente cobran apariencia novedosa, esa que nos confirma que algo cambia a nuestro alrededor o mismamente en nosotros. Caminar me hace pensar en los pequeños detalles, en las casi invisibles evoluciones e involuciones que se producen en nuestra marcha. Tampoco voy a negar que, a veces, tengo mayores aspiraciones reflexivas y que pienso en cuestiones en apariencia más grandes. De esto iba hablando conmigo mismo ayer por la tarde, al tiempo que avanzaba en la lectura de Vida líquida, en la que Zygmunt Bauman ensaya sobre un mundo en constante fuga, más que en cambio, en el que nada perdura porque ya nada resulta ser sólido. Tal vez su lectura inspirase o guiase mi pensamiento, pero quizá no fuesen las páginas, sino ese puente ante el que me detuve un instante tal vez para decirme que ni siquiera la forma pétrea que tengo delante es inmune a los cambios, ese mismo puente que unos pasos después veo detrás o del otro lado. Al tiempo que lo pensaba, caminaba bajo uno de sus arcos y sin darme apenas cuenta la construcción no tardó en convertirse en la imagen pasajera que me costaba recordar…



viernes, 1 de agosto de 2025

Emil Cioran y Del inconveniente de haber nacido


Seguro que Emil Cioran no fue el primero en decirse que el nacer trae sus inconvenientes, ya solo fuera porque te obliga a morir y a pocos nos gusta tal idea, y no os digo el tener que estar sujeto a sufrirla (y a sufrir la de otros), cuando todavía uno está aprendiendo a lidiar con las paradojas de la vida. Cierto que pocos intentan tal aprendizaje, pues en mayor número se limitan a dejarse estar, hasta que dejen de estar, sin pensar que han estado… Pero, bien o mal mirado, tal vez estos sean los más sabios. Así es el contrasentido de la vida, que naces y al final te mueres, y ya no sabrás qué tiempo hará el día siguiente ni quien caminará sobre la Tierra un lustro, un siglo o un millón de años más tarde, pues, para quien muere, no habrá más jornadas, ni un antes ni un después. Esto queda para los vivos. Y Cioran, que lo era mucho en su lucidez, fue uno de quienes mejor pensaron y escribieron sobre las contradicciones de la vida, desde una postura crítica, un tanto nihilista, no exenta de humorismo, de honestidad y de claridad, por ejemplo en un libro que tituló Del inconveniente de haber nacido, publicado por primera vez en 1973, el cual depara una lectura de aforismos y reflexiones entre pesimistas e irónicas que desvelan lo bien que pensaba este exiliado rumano, asentado en Francia, pero que nunca se encontró en ningún lado, salvo cuando reflexionaba y escribía perlas como <<la lucidez es el único vicio que hace al hombre libre: libre en un desierto>> o <<siempre tenemos la impresión de que podríamos hacer mejor lo que otros hacen. Desgraciadamente, no tenemos el mismo sentimiento hacia lo que nosotros mismos hacemos.>> Acaso, ¿no? ¿Quién puede decir que estaba errado? De cualquier modo, en el desierto nadie te escucha. Pero no por ello la lucidez deja de tener valor. Al contrario, ya que se trata de una rareza adictiva que, quien da con ella, se engancha y ya no quiere dejar de pensar y descubrir el mundo que le rodea, al que pertenece no por decisión, sino porque ha llegado a él sin escoger ni la fecha ni el lugar, ni la familia, ni la ideología de esta ni su posición económica.

<<El pensamiento no es nunca inocente. Porque es implacable, porque es agresión, nos ayuda a romper nuestras trabas. Si se suprimiera lo que entraña de maldad, e incluso de demoníaco, habría que renunciar también al concepto de liberación.>> La lucidez es vicio que rompe cadenas y que no gusta a lo políticamente correcto, al orden establecido, ni a las multitudes que lo acatan fuera de ese desierto donde vaga quien disiente no por el hecho de disentir, sino por pensar y ver que no todo va bien, e intentar <<romper nuestras trabas>>. Claro que si al menos se callara, pero no, la mayoría de los lúcidos, van y hablan. Ay, presumidos de vuestro luminoso vicio, ¿cómo no vais a caminar por el desierto o permanecer en él cual Simón? O mismamente vivir aislados, en un cuarto de baño, en un intento de apartarse del mundo. Tal vez, por similar lucidez, ya sabe el dicho “dios los cría y ellos se juntan”, a Buñuel le diese por colaborar con Julio Alejandro y rodar Simón del desierto (1964) y a Juan Estelrich, partiendo del guion de Rafael Azcona, El anacoreta (1976). Y es que a Cioran tampoco le falta humor para hablar de la vida, ni sinceridad para abordar la no la muerte y decir que <<es imposible sentir que hubo un tiempo en que uno no existía. De ahí ese apego al personaje que se era antes de nacer>>. El verdadero inconveniente de haber nacido no es morir, que sí, por supuesto, aunque una vez muerto, ya siempre seremos el <<personaje que se era antes de nacer>>. Cioran habla de la vida, de como pueden arrebatarte la libertad, de como se puede vivir a ciegas o cegado, algunos menos buscando una posible luz que pueda evitar la sensación de que algo falla en todo este tinglado. Incluso llega a decir que <<el sabio es aquel que consiente en todo porque no se identifica con nada. Un oportunista sin deseo.>> ¿A qué se refiere? ¿A la postura de Lao Tsé o a donde hemos llegado, a la indiferencia? En cualquier caso, su visión, la expuesta en este tratado, contempla lo fanáticos e idiotas que somos y lo expresa sin vergüenza. Faltaría, pues Cioran es un auténtico vicioso de la lucidez y un tipo al que no le falta arte para exponer los resultados de su vicio…


El entrecomillado pertenece a Emil Cioran: Del inconveniente de haber nacido (traducción de Esther Seligson). Editorial Taurus, Madrid, 1981.