Que Mario Monicelli fue uno de los más grandes cineastas italianos lo sabe cualquiera con una mínima noción histórica del cine; pero, curiosamente, incluso quienes se consideran expertos en la materia, suelen omitir al realizador de Un héroe de nuestro tiempo (Un eroe dei nostri tempi, 1955) cuando se les pide que citen los nombres de los directores transalpinos más destacados. De inmediato, y por méritos propios de cada uno de los nombrados, suelen pronunciarse los Federico Fellini, Vittorio De Sica, Luchino Visconti, Roberto Rossellini y quizá alguien indique Pier Paolo Pasolini; pero el de Monicelli, al igual que el de Marco Ferreri, otro indispensable e inimitable de la cinematografía italiana (y española), apenas se cita. El responsable de obras maestras como Guardias y ladrones (Guardie e Ladri, 1951), film codirigido junto a Steno, Rufufú (Il soliti ignoti, 1958), La Gran Guerra (La Grande Guerra, 1959) o Los camaradas (I compagni, 1963) fue fundamental en la evolución de la comedia, ya no a nivel italiano, sino mundial. En El médico y el curandero (Il medico e lo stregone, 1957) realiza una comedia más amable y menos lograda que otras sátiras suyas, por ejemplo que las arriba nombradas, pero no carece de atractivos.
Cuenta con un enredo “a la italiana” —que desarrolla el guion firmado por Ennio De Concini, Luigi Emmanuelle, Age & Scarpelli y Monicelli— y con dos protagonistas de lujo: Vittorio De Sica y Marcello Mastroianni. El primero representa la tradición y la superstición y el segundo la ciencia y el racionalismo que se enfrentan en el pequeño pueblo donde la llegada del doctor Franchesco Marchetti (Marcello Mastroianni) solo parece alegrar a su ayudante, la joven que se enamora de él. Las cosas no serán fáciles para el recién llegado, nunca lo son para alguien a quien se mira como a un intruso; tampoco lo son para la muchacha, que se desvive por conquistar a alguien más preocupado en ganarse la confianza de los habitantes que en corresponder las atenciones y el amor que recibe. No resulta tarea sencilla simpatizar con hombres y mujeres que lo considera sospechoso, alguien ajeno a sus costumbres y a sus creencias; más aún, alguien a quien ven como un enemigo que llega para destruir su mundo; en realidad solo quiere vacunarles y mirar por su salud. Pero todavía resulta más complicado, si cabe, al estar en juego los intereses y el prestigio de don Antonio (Vittorio De Sica), el curandero del pueblo. Monicelli expone todo esto desde el humor y la ironía. Habla de una situación que podría observarse en la realidad de entonces, cuando la ciencia y el progreso llegaban para imponerse y desterrar supersticiones y quizá la familiaridad de lo cercano. Don Antonio y Francesco son dos partes de un todo popular, pues ninguna por separado parece responder a las necesidades humanas, sobre todo aquellas que afectan al espíritu, tales como el amor y la confianza, dos básicos necesarios en la buena salud de cualquiera, incluso en la del médico y la del curandero, dos opuestos en medios a emplear, pero cuyos fines vendrían a ser similares.