viernes, 31 de marzo de 2023

Bienvenidos, o prohibida la entrada a los extraños (1964)

En su última película, Masacre (Ven y mira) (Idi i smotri, 1984), Elem Klimov miraba de cara la crudeza de la guerra, a través de los ojos de un niño, y nos describía la irracionalidad bélica de la que su protagonista es testigo y víctima. Actualmente, es su película más popular, la mejor considerada, pero su obra abarca otros logros. Veinte años antes, en su primer largometraje, Bienvenidos, o prohibida la entrada a los extraños (Dobro pozhalavat, ili postoronnim vkhod vospreshchen, 1964), Klimov ya evidenciaba que era un gran cineasta, con algo propio que contar, de los más transgresores del nuevo cine soviético de los sesenta. Igual que en su excepcional y cruda mirada antibélica, en esta película realizada tras licenciarse en la Escuela de Cine, concede el protagonismo a un niño y con “ojos de niño” mira y se destapa como un cineasta subversivo o, ya idealizando, como el niño que habita en el adulto que decide hacer cine para evidenciar el orden impuesto, el que somete y amenaza cualquier movimiento que transgreda lo establecido.

Y de ese modo, mirando con fantasía, imaginación, desorden y libertad, subvierte el orden ya desde el título, cuando el film se posiciona contra la prohibición y apuesta por dar la bienvenida a la libertad y a la alegría infantil, y contra la rigidez y la disciplina exigidas por la autoridad de la colonia de pioneros donde se desarrolla la película. No cuesta imaginar el espacio de Bienvenidos, o prohibida la entrada a los extraños como metáfora de la Unión Soviética (o de cualquier espacio y sistema cerrados), pues, en ambos casos, en la realidad y en la ficción, la disciplina se impone con el fin de adoctrinar y someter al individuo para crear adeptos y sumisos irracionales del orden. Klimov lo sabe, no quiere ser esclavo, y realiza esta comedia en la que, emulando a Jean Vigo de Cero en conducta (Zéro de conduite, 1933), manda a paseo la rigidez adulta y tira para adelante con tal desenfado, en la narración y en las formas asumidas para expresarla, que no me queda más que disfrutar con anhelo de rebeldía este instante satírico y vitalista <<dedicado a los adultos que fueron niños y a los niños que un día serán adultos>>, y aplaudir la rebeldía de Kostya Inockia (Viktor Kosykh) —el niño protagonista que pasa a la clandestinidad, por hacer caso omiso a las normas y cruzar a nado el río que separa el campamento de un isla vecina—, de sus amigos que lo protegen del director del campamento y del propio Klimov, creador desenfadado, transgresor, adulto, niño…

jueves, 30 de marzo de 2023

Nudo corredizo (1957)


No podría precisar cuándo se produjo el momento cinematográfico en el que la figura del borracho pasó de comparsa, mayormente cómica, al alcohólico protagonista de dramas cotidianos e infernales. Lo que sí puedo decir es que hay un nutrido grupo de películas que abordan el alcoholismo de modo magistral. Una de ellas, el primer largometraje de Wojciech Jerzy Has, Nudo corredizo (Petla, 1957), se desarrolla en siete horas de angustia, al menos así las siente su protagonista, Kuba Kowalski (Gustaw Holoubek), que vive dicho intervalo intentando escapar del abismo que amenaza engullirlo y destruirlo. La primera imagen que tenemos suya es en su estudio, donde la sensación de encierro es evidente; aunque más que claustrofóbica, se trata de una enfermiza, acorde con la intimidad e interioridad del yo subjetivo que sufre la angustia que le genera el querer y no poder. Entre esas cuatro paredes se desarrollan los primeros y últimos compases de un film que no sentó demasiado bien en su momento, debido a la crudeza de su discurso, que no solo trata el alcoholismo como tema, sino que también muestra un entorno de atmósfera pesada, opresiva y asfixiante que vendría a ser un reflejo de la situación polaca de entonces. Respecto a esto, Kuba habla de que ha soñado vivir en un país duro que le empuja hacia el vacío, pero es como si toda la película fuera una pesadilla.


En la realidad fílmica se observa dicha dureza: en la desesperanza dominante, en el alcoholismo de la mayoría de los personajes —la bebida como fuga de cotidianidad que, por mucho que hagan, será plomiza y condenatoria—, en la sensación de encierro incluso en las calles. Pero volviendo al encierro individual de Kuba, la cámara y el cuerpo del protagonista denotan su intranquilidad y su malestar: primeros planos, encuadres ligeramente inclinados, la llegada de Krystyna (Aleksandra Slaska), sin que todavía sepamos a qué se debe el estado febril del personaje masculino, la imagen de ambos reflejada en el espejo, advirtiendo que su encuentro no puede materializarse, un “te amo” expresado para dar aliento, la salida de la chica en busca del medicamento en el que Kuba deposita sus esperanzas, pues en ese momento todavía le quedan algunas, el teléfono que suena y se agiganta en un primerísimo primer plano, el sudor en el rostro de quien se queda a solas y el temblor de sus manos al recoger los cristales rotos. Se comprende que se trata de un hombre deshecho y acorralado, a un paso del vacío y enfrentado a la amenaza de un trago que no quiere dar, pero que quizá desee. Este es el panorama que inicia Nudo corredizo, marcado por el estado febril y por la angustia de un hombre que mira por la ventana y ve la relojería de enfrente y el reloj gigante que la anuncia; tamaño desproporcionado que simboliza que el tiempo es diferente para él. Tiene que aguantar esas horas hasta que vuelva a reunirse con Krystyna, quien debe conseguirle las pastillas que asume milagrosas, pues Kuba necesita creer en un milagro para dar el paso y romper su círculo vicioso, olvidar el pasado y empezar una nueva vida lejos del alcohol.


Aunque se trate de un primer largometraje, Wojciech J. Has no era ningún debutante cuando realizó Nudo corredizo; llevaba una década realizando cortometrajes documentales y films didácticos. Pero aquí el realismo y el documentalismo dejan su lugar al subjetivo. La cámara sigue a Kuba, como si lo tuviera atrapado. Has minimiza el uso del plano general —y cuando lo usa, lo emplea en calles vacías y desoladas que hacen más pequeño y vulnerable al caminante protagonista—, prefiere las distancias cortas que atrapan a los personajes en el alcoholismo y en los diferentes escenarios que Kuba transita hacia el abismo o ninguna parte. El mérito de Has, en este aspecto, reside en su capacidad visual para crear un espacio cinematográfico temporal, subjetivo, opresivo, alejado del documentalismo y del didactismo que había practicado hasta entonces y totalmente distanciado del realismo socialista al que estaba acostumbrado (y obligado) el cine polaco. Ya sea en los lugares cerrados como en la calle, cada paso dado por el protagonista, y cada encuentro que se produce desde que abandona su apartamento, es el yo frente al entorno y los otros (que también parecen atrapados), es el enfrentarse al peligro, al que también lleva dentro y al que asoma fuera. Haga lo que haga, Kuba siente un nudo corredizo en la garganta, que aprieta más y más, y que ya le asfixia cuando entra en el segundo bar, donde se ahoga en vodka. El bucle alcohólico se repite sin que pueda ponerle fin, pero todavía confía; posiblemente por el amor de Krystyna, pero necesita encontrar la condición precisa que le permita romper su eterno retorno al alcohol, sin embargo, las experiencias de sus horas de espera por la ciudad: el bar donde habitualmente bebe, pero ese día, no; el accidente callejero del que es testigo; la calle donde se pelea con dos obreros que le salen al paso y le buscan; la comisaría adonde les conducen y donde encierran a un anciano que ahoga su pesar en la bebida; el segundo bar, en el que ya se entrega al alcohol; su encuentro con un desconocido y un igual que dice llamarse Wladek (Tadeusz Fijewski), bebedor desesperanzado con quien Kuba primero intima y a quien después golpea porque sus palabras merman sus últimas esperanzas; la paliza que recibe en el callejón, la llamada telefónica… van borrando su “ilusión”.



miércoles, 29 de marzo de 2023

El Coyote (1954)

Años antes de que Sergio Leone descubriese en Almería su oeste y diese fama mundial al western europeo, Joaquín Luis Romero Marchent, acompañado por Jesús Franco en labores de ayudante de dirección y guionista, rodaba por un oeste americano ubicado en la comunidad de Madrid. En ese instante, el director y su fiel escudero, así como el resto del equipo, daban paso al que podría considerase el primer western español, en coproducción mexicana. Romero Marchent (y Jesús Franco) llegó al proyecto después de que el mexicano Fernando Soler abandonase el rodaje de esta coproducción que, en realidad, fueron dos films: El Coyote (1954) y La justicia del Coyote (1954). Ambas se rodaron simultáneamente en otoño de 1954. La primera se estrenó al año siguiente y la segunda en 1956; y como indica el título encontraban a su personaje principal en la saga del enmascarado protagonista de las novelas de José Mallorquí. Es difícil no ver en las aventuras del héroe, César de Echagüe, hijo, la inspiración del Zorro. Al igual que el personaje escrito por Johnston McCulley, el Coyote lleva antifaz, viste de negro y lucha en tierras californianas contra las injusticias y atropellos cometidos por los poderosos. El Zorro lo hace durante el dominio de la corona española y el Coyote comienza su aventura en 1848, poco después de que Estados Unidos anexione California e imponga sus leyes, pero el militar que ha de velar por su cumplimiento aprovecha su posición para cometer todo tipo de villanías con el pueblo recién anexionado. Esta es una de las grandes diferencias respecto a las aventuras del Zorro. En las andanzas del Coyote interpretado por el mexicano Abel Salazar el opresor no es español, sino estadounidense: ese capitán Potts (Santiago Rivero) que asume su posición de poder para sembrar el terror y recoger beneficios. En un primer momento, los californianos se rebelan, pero el ejército los derrota. Así que todo parece perdido, hasta que don César de Echagüe (Rafael Bardem) tiene la idea de hacer regresar a su hijo de Europa. Esto se antoja ya visto, como el resto del film en el que un solo hombre, el enmascarado César de Echagüe (hijo), retoma la lucha allí donde el pueblo californiano no pudo vencer. Sin embargo, su padre ignora la capacidad heroica de su vástago. Su primera expresión facial, cuando ve a su hijo, es de decepción, ya que la apariencia y los modos de aquel son, definidos por Artigas (Carlos Otero), los de <<un petimetre pedante y burgués>>. Esa es la imagen escogida por el héroe para llevar a cabo sus intenciones. Prefiere la astucia a la fuerza, dice, pero esa misma elección provoca que todos, incluida Leonor de Acevedo (Gloria Martín), la mujer que ama, le tomen por un cobarde. El paso al frente de César, que en varios momentos ya había apuntado su destreza con las armas, se produce a raíz del ahorcamiento de uno de sus dos grandes amigos de la infancia. En ese instante, cuando descuelga el cadáver del árbol, decide combatir al malvado capitán con la fuerza y, para ello, crea al enmascarado y ya se sabe lo que vendrá después (igual que se sabía lo de antes).



martes, 28 de marzo de 2023

Zbigniew Cybulski, icónico del “nuevo cine” polaco

Hay actores y actrices que inmediatamente se asocian a una imagen o a un momento determinado. Zbigniew Cybulski se asocia con la magistral película de Andrzej Wajda Cenizas y diamantes (1958), de la que fue protagonista, y al nuevo cine polaco de finales de la década de 1950 y gran parte de la siguiente. Un par de años antes de Cenizas y diamantes, y tras haber aparecido en el cortometraje Czlowiek nie umiera (Sywester Checinski, 1955), Cybulski participaba en el primer largometraje de Wajda, Generación (1955), y ya en la década siguiente volvería a trabajar con el ilustre cineasta en el fragmento polaco de El amor a los veinte años (1962), film episódico en el que también participaron los realizadores Shintaro Ishihara, Marcel Ophuls, Rezo Rossellini y François Truffaut. El actor se convirtió en icónico del “nuevo cine” polaco, pero no solo por estos títulos, sino también por su participación en otras grandes películas del momento y por su imagen de joven rebelde, que algunos quisieron vender como la del “James Dean polaco”, pero ya se sabe lo que vale este tipo de comparación: nada. Lo cierto es que ambos murieron jóvenes, Dean apenas había dejado de ser el adolescente que interpretaba en Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955) y en Al este del edén (Elia Kazan, 1955) y Cybulski a los cuarenta, cuando fue arrollado por un tren. La carrera profesional del actor polaco abarca poco más de una década, de 1954 a 1967, año de su fallecimiento, durante la cual participó en más de treinta películas, entre las que destacan las arriba nombradas, Tren nocturno (Jerzy Kawalerowicz, 1958), El manuscrito encontrado en Zaragoza (Wojciech Jerzy Has, 1965) o Salto (Tadeusz Konwicki, 1965). Su último trabajo fue Yovita (Jowita, 1967), que fue realizada por Janusz Morgenstern, para quien ya había trabajado en Do Widzenia, do jutra (1960), en la que Cybulski también colaboró en el guion.



lunes, 27 de marzo de 2023

Dragon Rapide (1986)


A día de hoy, ya no me sorprende, pero la condicional “si no lo veo, no lo creo” da una idea de lo que pensé el siglo pasado cuando vi por primera vez a Juan Diego y a Franco siendo uno. A priori, era un personaje imposible para el actor andaluz, al menos eso pensé, pero es ahí donde una vez más desvelaba su talento, al lograr encontrar al personaje (era el primer actor español que interpretaba a Franco) más allá del físico que no comparten y de ideologías que se sitúan en las antípodas. Visto el resultado de su interpretación en Dragon Rapide (1986), no pude más que decirme que el actor dio en el clavo, que era de lo mejor de la reconstrucción pretendida por Jaime Camino en el cincuenta aniversario del golpe militar que puso fin a la Segunda República, y aún ahora pienso que clava su personaje. ¿Cómo lo hizo? Entonces no supe cómo, no tenía argumentos para dar una respuesta. Años después, en el monográfico que le dedicó el Festival de Cine de Ourense, leí una declaración del propio actor que me orientaba hacia una posible: <<Era una oportunidad de venganza con las armas del conocimiento y de la cultura y yo creo que era uno de los actores llamado a ello. Leí toda la bibliografía. Estuve a la búsqueda de su voz, me di cuenta de que su acento no era gallego, era maño. Le había quedado de su etapa en Zaragoza. Eso fue lo primero que descubrí. Y después, curiosamente, un día me levanté de la mesa, sin tomar el postre. También fui al colegio donde estudiaba, donde tenía que cantar el “Cara al sol” antes de entrar. Y recuerdo la mirada del niño Juanito mirando el retrato de aquel hombre que no le decía nada. Y busqué la historia de Franco de niño, de cuando le llamaban “el cerillita”. Busqué el ser humano que había detrás, el que sustenta a Franco, que luego se convierte en una hiena. Y decidí que lo iba a hacer. Llamé a Camino y lo hice. Lo empecé a buscar desde la infancia.>> (1)


Lo hizo desde la vulnerabilidad y la inseguridad infantil que, en desequilibrio, deparó al militar adulto que el actor dio vida en la pantalla. Parco en palabras, siempre con la sensación de que se oculta de posibles miradas furtivas que puedan descubrir sus ambiciones, quizá sus temores, la interioridad que se entreve en instantes que comparte con Carmen Polo (Vicky Peña) o ya hacia el final del film, cuando pone sus cartas boca arriba. El general Franco de Juan Diego es de lo mejor del film de Jaime Camino, pero Dragon Rapide guarda más atractivos, como podría ser su reconstrucción de los días previos al golpe militar que desencadenó la guerra civil (1936-1939) y el fin de aquella joven democracia española a la que no dieron tiempo de crecer y madurar. Con la colaboración en el guion de Roman Gubern y el historiador Ian Gibson, Camino recrea el momento desde varios frentes: Mola (Manuel de Blas), Franco, Luis Bolín (Santiago Ramos), quien vuela de Inglaterra a Marruecos en el avión de Havilland 87, conocido como “Dragon Rapide”, que el 11 de julio de 1936 despega de Croydon, aeropuerto en las cercanías de Londres, con la misión de llevar a Franco de Canarias al protectorado de Marruecos donde se pondrá a la cabeza de las tropas que deben tomar el sur de la península ibérica. Otro personaje de relevancia es Paco (Micky Molina), el periodista que sospecha que el golpe de Estado no se hará esperar; incluso le pregunta abiertamente sobre el asunto al presidente, que bromea y resta importancia al asunto, grave error, uno de muchos —a día de hoy conocemos algunos, pero entonces, sin la perspectiva de la distancia, lo que se venía encima era más difícil de ver—. Camino detalla, puntilloso, ateniéndose a los hechos, pero también dejando un espacio a la intimidad del personaje del futuro dictador en compañía de Carmen, cuya ambigüedad (ni de lejos es la imagen que muestra en público) e influencia sobre el militar quedan expuestas en la escena de alcoba en la que siembra mayores ansias de poder en su marido; que ya tendría una saco lleno de ambiciones, de rencores y de complejos que sacudirse. Aunque se trate de un film coral, que deambula entre varios espacios y personajes, Dragon Rapide siempre regresa a Franco, quien, dado el paso, ya no hay vuelta atrás. La noticia del alzamiento llega a la redacción del periodo de Paco. En ese instante, amargado, triste y desilusionado por lo que se avecina, su redactor jefe (Rafael Alonso) reflexiona en voz alta y resume el sentir y el pesar de cualquier republicano y demócrata de entonces: <<La eternos salvadores de España, que no han hecho otra cosa que asfixiarla. Los caciques, los terratenientes, los curas más reaccionarios, los militares cuarteleros y oportunistas, ¿cuándo nos dejarán respirar en paz? Pobre República.>> Se lamenta de esos eternos salvadores de sí mismos que se han sentido agraviados por el recorte de sus privilegios y por otras reformas con las que los republicanos pretendían desterrar de España la alargada sombra del Antiguo Régimen.


(1) Juan Diego, en Jose Luis Castro de Paz y Julio Pérez Perucha: Picas en Flandes: el cinema de Juan Diego. Festival de Cine de Ourense, Ourense, 2006.

domingo, 26 de marzo de 2023

El difunto es un vivo (1941)


En El difunto es un vivo (1941), Antonio Vico demuestra su histrionismo y su capacidad camaleónica para hacerse pasar por cuatro personajes: el queridísimo papá don Heliodoro, su santísima mamá doña Urraca, Fulgencio (el vivo) e Inocencio (el difunto), que en realidad también es el otro, pues se hace pasar por su hermano, que acaba de fallecer en el extranjero. Me explico. Inocencio es un metódico empedernido, amante de la puntualidad y de los animales, presidente de la sociedad protectora de estos. No come carne ni consume productos que impliquen la muerte de animales. No mataría ni un mosca; como deja claro a su suegra. No es esnob ni etiqueta las cosas ni las costumbres, aunque sea animal de ellas. De eso mismo se queja Elsa (Mary Santamaría), su mujer, y también su suegra, doña Restituta (Guadalupe Muñoz Sanpedro). En definitiva, que Inocencio tiene problemas en su matrimonio. Elsa es una soñadora con ganas de divertirse, con aspiraciones artísticas y con un grupo de moscones y gorrones que le confieren un no sé qué cercano a la mítica Penélope. Por su parte, la suegra no tolera al yerno y no puede olvidar su amor por Fulgencio, el virtuoso de la música y, al parecer, un vivales que solo se parece físicamente a su hermano. De carácter, y de nombre, son como el día y la noche. La trama de El difunto es un vivo apenas difiere de otras comedias españolas de la inmediata posguerra. Lo que importa a Iquino es el enredo, las frases ingeniosas, los juegos de palabras, provocar la risa fácil y las situaciones absurdas. En todo momento, la irrealidad y el humor blanco, aunque hay un difunto, se imponen en esta comedia que tiene su origen en la obra de Francisco Prada y del propio Iquino, quien, aparte de dirigir su adaptación cinematográfica, también firma el guion técnico. Pero volvamos al lío, que se desata cuando los celos hacen mella en Inocencio, que ya no sabe qué hacer, salvo suicidarse, después de leer la carta que informa que su hermano ha muerto. Ahí encuentra la solución, en hacerse el muerto y asumir la identidad de su hermano, y exhibir jovialidad, ingenio y un carácter desenfadado y divertido que conquiste a su mujer, que en ese instante ya es la viuda de su hermano. La comedia pretende lo que consigue, entretener ofreciendo enredo, evasión, confusión, frases  maje buscan el chiste y lucimiento de Antonio Vico, Guadalupe Muñoz Sampedro y Paco Martínez Soria en el papel de Luquitas, el amigo y cómplice de Inocencio.




sábado, 25 de marzo de 2023

Ignacio F. Iquino, de cine y de negocios


Como combinación cineasta-empresario, Ignacio Ferrés Iquino, tuvo que ser un poco artista-economista, emprendedor, narrador, comerciante, ángel, cuando no diablo, o si correspondía, poli bueno o poli malo, pero siempre un incansable hombre de cine y de negocios. Con esto no quiero decir que fuese un gran cineasta, ni que no lo fuera, ni todo lo contrario, sino que conocía los entresijos del medio cinematográfico y el color del dinero. Pero eso fue después. Antes, el futuro director de más de ochenta películas, algunas incluso buenas, guionista de al menos cien e industrial cinematográfico con factoría propia, de padre compositor y madre actriz, comenzó su formación artística estudiando música y pintura. Continuaría su educación formal e informal en París, que dicen bien vale una misa y un buen puñado de noches de insomnio y fiesta. Por entonces, ubiquémonos en la década de 1920, la capital francesa era centro cultural y urbe cosmopolita, con mucho pintor y escritor suelto rondando sus calles, sus tascas, el montepío o la casa Gertrude Stein. También había admiradores de Josephine Baker, de Abel Gance y de aquel mimo bajo la sombra de la Eiffel, un montón de gente en las terrazas de los bares y la clase proletaria sin tiempo para tomar el sol, salvo que trabajase al aire libre, entonces, tenía horas de más, por lo que el joven Ignacio bien pudo encontrarse a sí mismo y a personas de todos los colores, e incluso a alguna desdibujada y algún que otro transparente. En alguna de las orillas del Sena, el natural de Valls (Tarragona) aprende decoración teatral y este conocimiento le será de utilidad cuando se dedique al cine —en ocasiones aprovechaba el mismo decorado para rodar dos películas a la vez—. De regreso a Cataluña, y afincado en Barcelona, diseña y dibuja para varias publicaciones, pero, inquieto en su búsqueda, monta un estudio fotográfico. Supongo que de la fotografía a la imagen en movimiento solo era cuestión de que el gusanillo emprendedor que llevaba dentro le diera un empujón para crear su productora Emisora Films. De repente, las piezas encajan. Sin que hubiese sido consciente en cada momento, lo aprendido hasta entonces le sirve para encarar con ciertas garantías y seguridad creciente su nueva aventura profesional y artística: el cine. Su primera película, también la de su empresa, es el cortometraje Sereno y… tormenta (1934), a la que siguen el documental Toledo y el Greco (1935) y los largometrajes Al margen de la ley (1935), basado en el crimen del expreso de Andalucía, y Diego corrientes (1936), que sigue las andanzas del bandolero andaluz.


Verano de 1936, los militares, los monárquicos, los carlistas, los falangistas y otros tipos se levantan en armas contra el gobierno legítimo, elegido en las urnas. Estalla la guerra civil. Ferrés Iquino trabaja para la FAI (Federación Anarquista Ibérica), que le produce la comedia Paquete, el fotógrafo público número uno (1937). La guerra concluye con derrota de la democracia y la posguerra se cobra sus primeras víctimas. Exilio para unos, fosas, cárcel y encierro para otros, lujo y bienestar para pocos, hambre para muchos, dolor para casi todos. El Iquino de posguerra empieza a trabajar con Aureliano Campa, que le produce para Cifesa películas que firma solo con su segundo apellido. Durante la década de 1940, la empresa de la familia Casanova es la gran productora cinematográfica española; juega en otra liga, a la que solo aspira entrar, y entra, la Suevia Films de Cesáreo Gonzalez. Cuando, junto a su cuñado, Francisco Ariza, Iquino relanza Emisora Films, en Viviendo al revés (1943), no pretende competir con las dos “gigantes”. Es consciente de que su juego es otro: quiere ofrecer un producto de consumo fácil y barato de producir y acorde a la demanda del público, a poder ser emulando a Hollywood. E igual que hacen las empresas de Casanova y González, contrata un equipo técnico y otro artístico, cuyos rostros más populares son el actor italiano Adriano Rimoldi y las actrices Ana Mariscal y María Martín. No hay más prueba para comprender su buen hacer empresarial que los años que mantuvo a flote su IFISA (Ignacio Ferrés Iquino Sociedad Anónima), creada tras abandonar, por motivos personales y familiares, Emisora Films, donde Antonio Isasi-Isasmendi había entrado a trabajar como ayudante de montador: <<Con Iquino —le conocíamos todos por su segundo apellido ya que escondía el primero con su F. de Ferrés— me quedaría unido profesionalmente durante largos años y sería la persona de la que yo aprendería una parte fundamental de lo que más tarde me atrevería a hacer.>> (1)


En el seno de la factoría IFI trabajaron José María Nunes, Josep Maria Forn, Juan Bosch, también natural de Valls, Antonio Santillán, Javier Setó, José Antonio de la Loma, Joaquín Luis Romero Marchent, Juan Lladó o Mario Camus, que recuerda que empezó <<con una productora dura, con Iquino, un hombre que sabe mucho de cine>>. (2) El cineasta tarraconense produjo los dos primeros largometrajes de CamusLos farsantes (1963) y Young Sánchez (1963), consciente de que no era una cuestión de altruismo ni de arte, sino de negocio, aunque ambos films son espléndidos, como lo es El ojo de cristal (Antonio Santillán, 1956), también producida por Iquino. <<El aprendizaje duro con Iquino me vacunó contra cualquier deseo de presumir, o cualquier vanidad y contra ese jaimismo que teníamos todos un poco, porque éramos jóvenes, alegres y nos parecía que el cine que se hacía era mucho peor que el que nosotros podíamos hacer>>. (3) y es que Iquino era de la vieja escuela, la de los Edgar Neville, Rafael Gil, José Luis Sáenz de Heredia y otros cineastas que habían empezado a hacer cine en los años treinta, la escuela del día a día, ubicaba en cada rodaje, y que no era del gusto de los jóvenes cineastas de los “nuevos cines”. Esto también sucedió en Francia, en Reino Unido y en cualquier país donde se levantaron las olas de los años sesenta; los pipiolos creían que sus abuelos no valían, que ellos revitalizarían el cine, pero eso es relativo y, además, es otra historia, que llevaría largo tiempo contar y desarrollar. Como cineasta hizo desde comedia hasta western, pasando por el cine negro y el S; como empresario logró mantener a flote su empresa ajustando los gastos, atendiendo a las modas y a los géneros, dando cabida a técnicos y cineastas a quienes no trataba como un padre comprensivo y cariñoso. No, por la sencilla razón de que no era su padre. Él era hombre de negocios y su negocio era el cine o quizá fuese al revés: un hombre de cine que vio negocio en hacer películas. Josep María Forn recordaba que <<Ignacio F. Iquino siempre me había ofrecido trabajar con él, pero a mí nunca me interesó esta opción porque solía exprimir a sus trabajadores y yo prefería ir más a mi aire. Pero en aquellos años me quedé sin un duro, debí tragarme todo lo dicho y acepté colaborar con él. Me ofreció cinco mil pesetas a la semana. Y el primer trabajo que me encargó fue algo muy kafkiano: me encomendó buscar en un armario repleto de papeles un guion que me gustara para hacer una película. Así, encontré “El fiscal”, una sinopsis de unas veinte páginas escritas por José Luis Dibildos y Noel Clarasó. Me interesó la idea y le propuse a Iquino adaptar yo mismo el guion. Aceptó sin aparentes reparos, pero a la hora de la verdad fue algo caótico. Se sentaban a mi lado él y Juliana San José y, por ejemplo, si le sugería que uno de los personajes recitara una poesía, como un poseso se negaba en redondo: “¡Esto no, el cine y la poesía no pueden fusionarse!” Además, condicionó la trama a que cada cierto tiempo debería aparecer una pelea. Pese a todo, no me disgustó la historia.>> (4)


Siempre pendiente del mercado, Iquino daba al público lo que creía que este demandaba: que sí un western, pues toma tiros, Sábata, Trinidad o como te llames; comedias, vamos a reírnos con sistemas futbolísticos o con ángeles al volante; drama religioso y de tono neorrealista, ahí tienes El judas (1952), cuya versión en catalán fue prohibida por las autoridades; que Cifesa llena las salas con épicas o dramones históricos, hago El tambor del Bruch (1948). ¿Quieren más? Pues venga un musical estilo Hollywood o uno folclórico; ¿por qué no pasan y ven una de juventud a la intemperie o una más calentita de destape? En definitiva, era un malabarista y equilibrista cinematográfico que cuadraba cuentas y narraba preciso, atento a las exigencias del mercado. Se las sabía todas o casi todas, quizá porque se inició en el cine durante la Segunda República, rodó durante la guerra y, ya en la posguerra, se dedicó a filmar como si no hubiese un mañana. Lo hizo en comedias escapistas como Alma de Dios (1941), El difunto es un vivo (1941) o Los ladrones somos gente honrada (1942), “comedias blancas” en las que exhibiría un estilo narrativo sin florituras, rápido. Su intención era divertir y entretener, quizá, salvo alguna excepción de mayor calado emocional y psicológico tal cual Abel Sánchez (Carlos Serrano de Osma, 1946), el cómico de evasión era el único tipo de cine (junto al drama literario, el bélico de propaganda, el histórico o el religioso) que se podía hacer entonces, para no levantar sospechas ni recibir collejas por parte de la censura. Durante la década de 1940 dirigió treinta películas, casi nada, y al inicio de la siguiente realizó Brigada criminal (1950), que, junto Apartado de Correos 1001 (Julio Salvador, 1950), está considerada fundacional del cine policíaco español. Iquino conocía las modas de Hollywood, que era el espejo en el que se miraban Cifesa y Suevia, y, por descontado, su IFI no fue menos. Su empresa llegó a contar con distribución propia, con estudio de doblaje, de rodaje y de sincronización, lo que le permitía controlar todos los aspectos relacionados con la producción cinematográfica. Quizá su cine no posea la calidad de un Neville o la del primer Rafael Gil, puede que ya no se recuerden sus películas, pero nadie puede negar que mantenerse a flote una empresa de cine y estar en activo durante medio siglo es todo un logro.


(1) Antonio Isasi-Isasmendi: Memorias tras la cámara. Cincuenta años de UN cine español. Ocho y medio, Madrid, 2004.

(2) Mario Camus, en Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974.

(3) Mario Camus, en Los “Nuevos Cines” de España. Ediciones La Filmoteca, Valencia, 2003.

(4) Josep Maria Forn, en la entrevista de David Pizarro, publicada en Dirigido por… 399, abril de 2010.

viernes, 24 de marzo de 2023

Tuset Street (1968)


Contar con una estrella puede ser positivo para la promoción de un film, pues indudablemente será el mayor reclamo para atraer al público a las salas, o también puede servir para que tu película deje de ser tuya e incluso para que te echen de lo que habías ideado, a lo que habías dedicado tu tiempo y puesto en marcha ilusionado o al menos con ganas de hacerlo bien. Esto último le sucedió a Jordi Grau con Tuset Street (1968), una película que pudo ser y que finalmente fue la acabada y firmada por Luis Marquina. Grau y Enrique Josa habían hecho un guion que Suevia Films se ofreció a producir tras la buena acogida en el Festival de San Sebastián de Una historia de amor (1966), el anterior trabajo del realizador barcelonés, pero una de las condiciones de la productora era que Sara Montiel la protagonizase —olvidaron advertirle a Grau las cláusulas del contrato de la actriz, que le permitían vetar la elección de su coprotagonista o del cámara—. Ante la imposibilidad de sacar su proyecto de otro modo, aceptó, consciente de que el protagonismo de la actriz manchega obligaba a cambiar la idea original.



La productora había contratado Ricardo Muñoz Suay para la producción y a Rafael Azcona para colaborar con Grau en el desarrollo del nuevo guion. No había problema, por iniciativa de Muñoz Suay se sumaron al proyecto algunos de los miembros de la llamada Escuela de Barcelona —Jacinto Esteva, Joaquín Jordá y Carles Durán—, todo parecía marchar por el buen camino, hasta que se inició el rodaje y la estrella, por algún motivo, se puso a la contra e hizo alarde de su divismo y se opuso al director: entre otras cuestiones, se quejaba de que la elección de la posición de la cámara la perjudicaba o que Grau  favorecía a otras actrices del reparto. Teresa Gimpera recordaba <<que estaba con Sara Montiel rodando Tuset Street (1968) en una escena con diálogo. Cuando en un rodaje hay un diálogo los actores profesionales se dan la réplica en persona, aunque la cámara no te enfoque. Pero cuando Sara hablaba yo sí estaba y cuando lo hacía yo, ella se iba y yo conversaba de cara a la pared.>> (1) Aquello apuntaba lo que finalmente sucedió: un desencuentro sonado cuya primera víctima fue el operador italiano Mario Montuori, que abandonó el proyecto tras un día de rodaje —años después, según cuenta Grau en sus memorias, el director de fotografía le comentó que su marcha fue debida a la diva, a quien había encontrado de talante hostil; no se parecía a la Sara Montiel que había fotografiado e iluminado en La Bella Lola (Alfonso Balcázar, 1962)—.



<<Lo que yo quería plantear en Tuset Street es lo mismo que la Escuela de Barcelona. Unos señores que se inventan una calle para vender calcetines, es lo mismo que unos señores que se inventan una escuela cinematográfica para vender películas. Esto es una cosa de mentalidad catalana. Cataluña, Barcelona, tiene una fusión entre griegos y fenicios. Hay dos culturas en Cataluña, los griegos, esta especie de artistas, sensuales por encima de todo, con el gusto de las cosas por las cosas. Y el comerciante, que va a sacarle las perras a cualquier cosa. Son dos tipos, que entre sí, se odia.>> (2) La idea inicial era hacer un film sobre las dos Barcelonas: <<la Barcelona profunda y misteriosa de los barrios bajos, simbolizada en El Molino, y la Barcelona alta, de nostalgias futuras, reflejada en utópicos vestidos de papel y músicas de importación.>> (3) Lo que vendría a ser algo así como una proletaria y popular, y otra burguesa, colorista y esnob, la de Tuset. Finalmente, de las dos Barcelonas se pasó a una película de dos caras: aquella en cuyas escenas no sale Sara Montiel y aquellas otras en las que aparece haciendo su personaje —suyo, porque está hecho a medida de sus posibilidades, para su lucimiento y ya visto en otras películas que protagoniza—, cantando y enamorándose. Su presentación no se produce de inmediato, primero conocemos a Jordi (Patrick Baucheau), un niño bien barcelonés que se aburre, y a Mariona (Emma Cohen), quien en ese momento descubre la infidelidad de Mik (Jacinto Esteva), uno de los amigos de Jordi, y ella se deja consolar por este. Ese primer momento apunta cierto aire pop y el cromatismo que Grau quería para la zona alta; el tono rosa en la ropa de Mariona, los amarillos en la decoración del piso o la iluminación en el ambiente nocturno donde se reúnen Jordi y amigos, y donde también baila la reina de la función o, en este caso, la de su película. Violeta Riscal luce peluca rubia platino y vestido negro, con abertura lateral de la cabeza a los pies (o en sentido contrario, si se mira de abajo-arriba) y adornos plateados que impiden que tela se suelte. Allí también se encuentra Jordi, a quien Mik reta a que le entre a la desconocida, que baila con unos movimientos más cercanos al cuplé o a la revista que a los ritmos corporales de finales de los sesenta. Lo que pudo ser solo puede especularse; lo que fue salta a la vista: un film para lucimiento de su estrella, aburrido, que apenas llega a captar ninguno de los dos espacios en los que se desarrolla: El Molino, donde Violeta canta sus números, y la Barcelona nocturna y esnob del Boccacio, The Pub, La cova del drac y demás locales donde Jordi vive su desidia en compañía de Mik, Mariona o Teresa (Teresa Gimpera), que, aparte de aburrirse e intentar ayudar a Jordi cuando surge su conflicto con la cantante, es el personaje que más y mejor luce y el más natural de Tuset Street.



(1) Teresa Gimpera a Luis Fernando Romo, entrevista publicada en el diario El Mundo, 22 de abril de 2020.

(2) Jordi Grau, en Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974.

(3) Jordi Grau: Confidencias de un director de cine descatalogado. Calamar Ediciones, Madrid, 2014.

jueves, 23 de marzo de 2023

El pan y la calle (1970)

El primer film de Abbas Kiarostami, El pan y la calle/Pan y callejuela (Nan va Koutcheh, 1970), se desarrolla sin diálogos y en apenas diez minutos, durante los cuales, el cineasta iraní expone y avanza algunos de los intereses y ejes que vertebran su obra: sencillez y veracidad en lo expuesto o, por ejemplo, la infancia (a la que el mundo adulto exige disciplina, más allá de esto, permanece indiferente), lo cotidiano y una situación que escapa a dicha cotidianidad, y empuja a los protagonistas a buscar una solución, búsqueda que inicia su odisea —esto sucederá también en su segundo corto, La hora del recreo (Zang-e tafrih, 1972), o mismamente en su primer “éxito internacional”: ¿Donde está la casa de mi amigo? (Jane-ye dust koyast?, 1987)—. Austero y de tono realista, este cortometraje sigue el recorrido de un niño que regresa a casa después de haber ido a por el pan. Es un trayecto corto, pero intenso, primero entretenido, da puntapiés futbolísticos a una lata, y después peligroso, por un momento imposible de recorrer, para la mente infantil, lo que lo convierte en una odisea y, como tal, depara una experiencia vital que implica aprendizaje, desarrollo de destrezas y superación de miedos. El triunfo del niño se gesta desde la duda, la observación y el ingenio, que debe avivar para salvar las trabas y su temor al perro que al inicio le ladra y le asusta. El pequeño retrocede a velocidad “endiablada” por la callejuela apenas transitada. Se detiene, se rasca la cabeza, señal de que no sabe qué hacer, pero el peligro no desaparece de su mente ni de su realidad física. Ahora unas mulas están a punto de arrollarle y después un ciclista. Lleva un buen rato de espera, a ver qué se le ocurre para llegar a casa sin que el perro le ataque. Tiene miedo, también sueño; ¿hambre?, lo dudo, sino hincaría el diente al pan que lleva bajo el brazo —¿tú no lo harías? Yo, sí—, y seguro que muchas ganas de llegar a la protección casera.

El rostro del pequeño es un poema de emociones contradictorias, de quiero y no puedo, de vivir la realidad de su mente y la física que le envuelve, y en la que encuentra una solución; al menos, esa es su idea. La cámara de Kiarostami se fija en un anciano que se aproxima en la distancia, el niño espera a que pase, el hombre ni le mira (ni siquiera se da cuenta de su presencia), y le sigue de cerca. Tanto, que parece su sombra. Ve en el adulto su protección ante el perro, pues si ladra a alguien, será a su escudo humano; pero el camino del paisano es más corto que el suyo y no alcanza a salvarle del escollo, lo que implica que, nuevamente, se quede solo y deba enfrentarse sin ayuda a su temor y al perro que tan fiero pinta en su pensamiento, y al que pretende entretener lanzándole un trozo de pan. El can devora la masa y, agradecido por el bocado, lo acompaña cual buen compañero hasta la puerta de su casa, donde el niño entra y el colega canino aguarda en la puerta, a la espera de que su nuevo amigo salga o a que alguien llame su atención y algo suceda: un nuevo niño, un nuevo comienzo, un nuevo bocado; y para Kiarostami un final abierto a nuevos espacios humanos y cinematográficos que recorrer por aulas y patios de colegio, a través de olivos o paseando otros caminos que quizá se lleve el viento.



miércoles, 22 de marzo de 2023

Zazá (1923)

Billy Wilder fue quien inmortalizó a Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), su Norma Desmond permanece en el imaginario popular, Cecil B. DeMille quien la convirtió en estrella del celuloide en comedias como Macho y hembra (Male and Female, 1919), y Allan Dwan quien mejor se entendió con la actriz, a la que dirigió en ocho ocasiones. Su encuentro con Gloria Swanson se produjo cuando iba a realizar Zazá (Zaza, 1923) para Paramount y ella quiso interpretar a la protagonista. Era la tercera versión cinematográfica de la obra teatral de Pierre Berton y Charles Simon; posteriormente habría otras, entre las que se cuentan la realizada por George Cukor en 1938 y la que Renato Castellani filmó en 1944. Su asociación en Zazá resultó una grata experiencia para ambos y un éxito colosal que les posibilitó volver a colaborar en sucesivas producciones. <<Gloria supo casi de inmediato que había dado un paso en la buena dirección. Trabajar con Dwan era una maravilla. Dwan consideraba que hacer cine “es el puñetero juego más fascinante que existe” y en sus producciones se combinaba la eficiencia con el trabajo esforzado y la diversión. […] Dwan valoraba la colaboración y la espontaneidad y encontró en Gloria una contribución entusiasta.>> (1)

Zazá es un melodrama típico, sin sorpresas, en el que estrella de variedades conoce a diplomático casado y con hija, aunque la vedette lo ignora. Se enamoran, pero el idilio concluye cuando aparece madame Dufresne (Florence Fair) y le recuerda a su marido sus responsabilidades. Este se ve obligado a abandonar a la cantante, porque, en ese instante de confusión, antepone su familia al amor; pero, días después, regresa a Zazá. Le dice que la ama, que no puede estar lejos de ella, aunque Z, ya al tanto de que él tiene mujer e hija, miente y se sacrifica para que el hombre que ama vuelva con su familia. De ese modo se convierte en heroína melodramática y, tras siete años de separación, todo puede suceder, incluso un encuentro inesperado entre Z y Dufresne, que precede a un final de los llamados felices que tanto gusta al público, ¿y por qué no habría de gustar, si el cine escapa a la realidad, ofrece su reflejo, su deseo o su fantasía? Pero no por describirlo así, el film carece de interés. Zazá es un alarde de sencillez y soltura narrativa, uno más entre tantos trabajos cinematográficos de Dwan, algunos ya perdidos, otros olvidados, de lo fácil que lo hace, de su saber hacer y qué se trae entre manos —su narración es una nueva lección de ritmo— y hacia dónde dirige a su equipo; y de Swanson, que se come la pantalla. Su presencia física, su mirada, su expresión corporal y facial hablan de la fortaleza de su personaje fortaleza, pero también hace creíble su vulnerabilidad, incluso la ternura, cuando conoce a Lucille Dufresne y acaricia su cabeza después de que la niña, que todavía vive en el mundo infantil, exprese si amor hacia sus progenitores. La actriz transmite a su heroína fuerza cuando la precisa, incluso un lado salvaje, memorable es la escena en la que Florianne (Mary Thurman) y ella se entregan a una pelea en la que deseaba despedazarse, y emotividad, cuando llora de rabia, de impotencia, por la partida del hombre que ama.

(1) Tricia Welsch: Gloria Swanson (traducción Roser Berdagué). Circe Ediciones, Barcelona, 2014.


martes, 21 de marzo de 2023

Abbas Kiarostami (entrevista)

Entrevista de Romain Maitra a Abbas Kiarostami, publicada en El correo de la UNESCO, número 51, febrero 1998, pp 48-50.*


<<¿Cómo empezó a hacer cine?

Abbas Kiarostami: Absolutamente por casualidad. Tengo una formación de grafista. Ahora bien, en artes gráficas hay una economía de medios que obliga a comunicar una idea de forma atrayente y precisa con un mínimo de recursos. Esa experiencia me enseñó a aceptar las limitaciones y a servirme de ello en mis películas. Por eso, cuando mi hijo quiso lanzarse a hacer cine, le aconsejé comenzar por las artes gráficas.

En realidad mis primeros filmes los realicé como grafista. Se trataba de películas publicitarias, en las que se dispone de treinta segundos a un minuto para transmitir un mensaje. Hay que conocer al destinatario del mensaje, su manera de reaccionar y de comportarse, y también las leyes del mercado. Cuando se tiene sólo un minuto, se lo valora realmente. Así fue como aprendí todo lo relativo a la técnica antes de empezar a hacer verdaderos filmes. Hoy día hago todo en mis películas: escribo el guión, desgloso las escenas, superviso la toma de sonido y la mezcla, elijo la música y dirijo el montaje.


¿Qué piensa usted de las posibilidades que ofrece el cine?

A. K.: A mi juicio el cine es la expresión más rica para un artista. Es el único arte capaz de describir absolutamente todo. Incluso el silencio o la oscuridad, por ejemplo, permiten obtener efectos extraordinarios. Al final de mi última película, El sabor de las cerezas, el héroe, Badii, baja a su foso y se tiende en él. La luna desaparece detrás de las nubes y durante casi un minuto la pantalla queda en una oscuridad total. Es un momento en que la vida, el cine y la luz son una sola cosa. Gracias a su poder mágico, el cine estimula, mejor que cualquier otro medio, la capacidad de maravillarse y de poner en tela de juicio las ideas que parecen más firmemente aceptadas.


¿Hay imágenes o ideas prohibidas para un cineasta iraní como usted?

A. K.: Las escenas de violencia que invaden las pantallas del mundo entero están prohibidas en Irán, así como toda referencia a la sexualidad. Incluso si hago un filme que va a ser proyectado fuera de Irán, no puedo hacer alusión alguna al sexo.

En Irán un hombre no tiene derecho a andar por la calle de la mano con su mujer. Si en una película una mujer se cae, sólo otra mujer podrá ayudarla a levantarse a causa del contacto físico que ello implica. El espectador no debe escandalizarse, entonces, si en una película iraní un hombre permanece impasible cuando una mujer tropieza o incluso cuando se está ahogando. Ello no significa que el destino de esa mujer le resulte indiferente y sin duda la ayudaría de buena gana, pero es un comportamiento que por principio le está vedado. Probablemente en la vida real haría pese a todo un gesto para salvarla, pero no en el cine. No es que seamos insensibles, sencillamente es una exigencia que se nos impone en la pantalla. Tampoco hay que sorprenderse si en una película iraní una mujer aparece incluso en la cama con chador en la cabeza. Es algo evidentemente absurdo en la vida real, pero en el cine las mujeres siempre tienen que llevar chador. Podemos mostrar gente fumando, pero la danza y el alcohol son temas tabú.

En los años ochenta, para poder filmar había que pasar cuatro exámenes consecutivos: aprobación de la sinopsis, del escenario, de los actores y del equipo técnico, antes de visionar el filme terminado. Desde entonces nada ha cambiado. La crítica social y política no está ausente de nuestro cine, pero generalmente los cineastas procuran no indisponerse con las autoridades religiosas. Paradójicamente, son en parte esas limitaciones las que han dado notoriedad internacional al cine iraní, en la medida en que ello nos ha obligado a practicar el arte de la elipsis y de la metáfora. Ahora bien, la presión se ha relajado un poco con el nuevo gobierno y cabe esperar que los cineastas iraníes gocen en el futuro de mayor libertad.


¿Qué resonancia tiene el cine iraní en el exterior?

A. K.: Creo que disfrutamos de una situación muy favorable: muchos países de la región podrían envidiarnos la difusión que han alcanzado algunas de nuestras películas, además de la acogida que les brinda la crítica internacional. Recientemente cuatro iraníes hemos sido premiados en festivales internacionales: Palma de Oro del Festival de Cannes a mi último filme, El sabor de las cerezas; Leopardo de Oro del Festival de Locarno a El espejo de Jaffar Panahi; cinco premios, entre ellos el de la puesta en escena, en el Festival de Montreal, a Los hijos del cielo, de Majid Majidi, y últimamente se concedió el Premio de la Primera Obra en el Festival de Tokio a Parwiz Shahabazi por Viajero del sur. Es algo nuevo para nosotros.

Hay que comparar esto con lo que sucede en China. Hace tres años cabía esperar un despegue similar para el cine chino. Pero numerosas películas se rodaban en Estados Unidos y muchos realizadores chinos dependían de productores norteamericanos. Resultado, el cine chino se americanizó y ha perdido su sabor original. El dinero norteamericano ha cambiado el rostro del cine chino. A la inversa, en Irán carecemos probablemente de recursos técnicos suficientes y del presupuesto necesario para montar grandes producciones, y no tenemos acceso a las grandes redes de distribución, pero poseemos a nuestro favor algo incomparable: ideas. El hecho de que las películas norteamericanas no se distribuyan en Irán es incluso una bendición para nuestra industria cinematográfica que así está a salvo de una competencia temible. Quiero añadir que el éxito comercial de algunas de nuestras mejores películas ha hecho que los bancos nos ofrecieran créditos a largo plazo, lo que permite a los cineastas filmar con cierta libertad.


El héroe de su último filme, El sabor de las cerezas, decide suicidarse. ¿Por qué eligió ese tema?

A. K.: En primer lugar, las estadísticas demuestran que los suicidios que se concretan son muy raros, lo que significa que el ansia de vivir suele ser más poderosa que el deseo de morir. En segundo lugar, todas las religiones condenan firmemente el suicidio. Ahora bien, todo aquello que se prohibe suscita un interrogante y merece un análisis detenido. Habría que tener el derecho de preguntarse libremente: "¿Debo seguir viviendo, o no?"

Solemos olvidar que la vida es una opción, no una fatalidad. Ver la vida como una sucesión de obstáculos también es una elección. Me dan ganas de decir a la gente: si deciden vivir, al menos háganlo de verdad. Son muchos los que se quedan cerca de la salida, incapaces de decidir si la vida vale la pena de ser vivida. Esa gente vive a la sombra de la muerte.

No juzgamos el suicidio: es probablemente un acto de violencia, pero en mi película va acompañado de una reflexión crítica. A través de su acto mi héroe desea entrar en contacto con los demás, pues muy bien habría podido acabar solo en su cama ingiriendo somníferos. Lo que cuenta en todo caso es que la vida sigue su curso, el ciclo eterno de la naturaleza que cambia de piel y se renueva. Eso me parece más importante que saber si un personaje está muerto o vivo al final de la película.

En el fondo El sabor de las cerezas habla más de la vida y de la muerte que del suicidio, lo que no es algo nuevo para mí. Tres de mis filmes, ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), Y la vida continúa (1992) y A través de los olivos (1994) aparecen como una trilogía porque fueron rodados en el mismo lugar. Pero, si se reemplaza ¿Dónde está la casa de mi amigo? por El sabor de las cerezas, sigue habiendo una trilogía, cuyo tema sería la lucha por la vida con la certeza de la muerte, lo que equivale a amar y a asumir la vida sabiendo que puede finalizar en cualquier momento. Como solía afirmar el filósofo y escritor francés de origen rumano E. M. Cioran: "Si no existiera la posibilidad de suicidarse, hace tiempo que me hubiera matado."


¿Abordar ese tema le ocasionó problemas? 

A. K.: Es verdad que en Irán el suicidio está condenado por la ley coránica, como lo está también en otros países por la Iglesia Católica. Pero hay mucha gente en el mundo que no tiene fe religiosa, y, por lo demás, las religiones y sus portavoces no siempre han sido respetuosos de la vida ajena. En Irán la tradición religiosa se divide en dos corrientes: la primera, resueltamente volcada hacia el pasado, que no se plantea pregunta alguna, y la segunda, más evolucionada, que es capaz de reflexión.


En su obra los temas se desplazan y se superponen imperceptiblemente de una película a otra...

A. K.: En efecto, y ello es cierto sobre todo en mi última trilogía, pues los filmes encajan unos en otros como muñecas rusas. Nunca cuento una historia con principio y fin. Siempre hay una nueva intriga que surge en un momento determinado. Y todas esas historias se entrecruzan de modo tal que resulta difícil considerarlas aisladamente: constituyen una sola historia. Me gustaría añadir que a mi juicio es importante hacer películas "inacabadas" para que el espectador pueda completarlas recurriendo a su imaginación.


La naturaleza está omnipresente en sus filmes.

A. K.: Sí, porque si bien estamos separados de la naturaleza, a la vez formamos parte de ella. La industrialización y el progreso no nos ayudan a resolver nuestros problemas. Para encontrarnos a nosotros mismos tenemos que volvernos hacia la naturaleza.

En mi último filme quise mostrar el poder de la industrialización y la reacción de la gente ante él. La actividad humana y la urbanización creciente están transformando y destruyendo la naturaleza. El viejo embalsamador del museo dice a mi héroe: "Usted está desesperado, pero, ¿ha contemplado alguna vez la luna? ¿No siente ganas de mirar las estrellas? ¿Y las noches de luna llena? ¿No le gustaría escuchar el murmullo de la lluvia o el canto del ruiseñor? ¿Quiere cerrar los ojos? Pero, amigo mío, ¡hay que mirar todas esas cosas! Los que están en el más allá tienen un solo anhelo: venir aquí para ver todo eso, ¿y usted tiene prisa de ir a reunirse con ellos?"


¿Qué piensa de la violencia en la pantalla?

A. K.: La violencia es inherente al ser humano, como la bondad, y puesto que existe supongo que hay que mostrarla. Pero no es la verdadera violencia la que el cine nos presenta, sino una violencia artificial. En la vida real la violencia es a menudo gris, fría, mientras que en el cine es convulsiva y está teñida de hemoglobina. Nos han servido tantas veces los efectos de esa violencia artificial que esos viejos trucos ya no funcionan. Sin embargo, los profesionales de la violencia siguen obteniendo beneficios con la explotación cada vez más desenfrenada de nuestros demonios individuales y colectivos. Desde hace veinte años el cine comercial es incapaz de mostrar el verdadero rostro de la violencia.

No siempre fue así. En Los sobornados (1953), por ejemplo, Fritz Lang creaba una tensión extraordinaria al mostrar una violencia totalmente interior. Y en Classe tous risques (1960) Claude Sautet ha sabido explorar la dimensión psicológica de la violencia con gran eficacia. Pero hoy día se trata de explotar la violencia por la violencia. La paradoja es que aunque a nadie le gusta la violencia, esos filmes tienen éxito.


¿Qué efecto produce recibir el mismo año la Palma de Oro del Festival de Cannes y la Medalla de Oro Federico Fellini de la Unesco? ¿Puede ayudarlo en el plano profesional?

A. K.: Sí, evidentemente. Me siento orgulloso y feliz de que esos premios recompensen el tipo de películas que hago. Tiene importancia porque incita a otros cineastas a seguir realizando películas "diferentes", personales. Un filme premiado despierta la curiosidad de los espectadores y amplía así su público. El buen cine no puede vivir sin un público.


¿Cuáles son sus cineastas favoritos?

A. K.: Me gusta el cine capaz de explorar los sueños sin dejar de estar arraigado en la realidad. Admiro a muchos realizadores, pero si tuviera que mencionar sólo uno sería un japonés: Yasujiro Ozu.


¿Cómo puede defenderse hoy día la causa del cine comercial?

A. K.: El cine comercial produce filmes en serie

para responder a la demanda del mercado. Pero es un círculo vicioso pues la gente no puede aceptar cualquier cosa. La distancia entre lo que se nos muestra en la pantalla y la vida cotidiana es tan grande que los espectadores no logran identificarse con ese tipo de películas.

Lo único que se puede hacer es esperar que ese proceso siga su lógica de autodestrucción. Por mi parte confío en que un nuevo tipo de cine surgirá y que la moneda auténtica terminará por reemplazar a la falsa. Para ello es indispensable que los críticos apoyen ese nuevo cine.>>


*En la web de la UNESCO se puede leer y descargar la revista. Para acceder directamente, pulsar sobre el siguiente enlace:

El Correo de la UNESCO: una ventana abierta sobre el mundo, 51, 2, p. 48-50, port.

lunes, 20 de marzo de 2023

Amador (1965)

A Billy Wilder le molestó sobremanera que, siguiendo la petición de Charles Boyer, Mitchell Leisen no incluyese en Si no amaneciera (Hold Back the Dawn, 1941) la escena de la cucaracha que el guionista centroeuropeo y Charles Brackett habían escrito en su guion. En dicha escena, el personaje de monsieur Boyer paliaba su aburrimiento y su interminable espera hablándole a la cucaracha; pero el actor francés no estaba por la labor de hacer amigos de más de dos patas. Comentó que era una tontería hablarle al insecto, aunque, ¿quién asegura que su negativa no se debió a que temía que la charla dañase su imagen de galán o a que el bicho estuviese perfecto en su papel de cucaracha y le robase protagonismo? Y hasta ahí podía aguantar el señor Wilder, a quien, aparte de no dejarle asistir al rodaje (no era costumbre por entonces que los guionistas estuviesen presentes en el plató), la supresión le dio el empujón que le faltaba para seguir los pasos de Preston Sturges y dar el salto a la dirección. Si alguien tenía derecho a cargarse sus guiones, ese era él, que, aunque no lo supiera entonces, para algo iba a ser el director de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950). Tremenda obra maestra, como tantas otras del cineasta nacido en Galicia; pero no en la Galicia donde esto escribo, sino en la del Imperio que mister Berlanga aludía en sus películas. De cualquier manera habría que aplaudir a Boyer y a Leisen por apurar el paso del Wilder: Uno, dos, tres, ritmo que dejaría para más adelante. Ya en la década de 1950, el por entonces ya prestigioso y exitoso director incluyó entre el elenco de El héroe solitario (The Spirit of Saint Louis, 1957) una mosca que se cuela dentro del avión donde el aviador Charles Lindbergh viaja de Nueva York a París; y el piloto, aprovechando la inesperada compañía, le habla para alejar su soledad. Es de los mejores momentos del film, quizá el único en el que Wilder se vio libre del ojo vigilante del Lindbergh real, y seguro que también habría funcionado la cucaracha en la espléndida Si no amaneciera, como años después, funcionó otra mosca en otra película que nada tiene que ver con el amigo Wilder. Si es coincidencia o influencia carece de importancia, pero la voladora también sirve para destacar el estado de ánimo del protagonista de Amador (1965). En esta ocasión se baña en la taza de leche de Amador (Maurice Ronet), que la salva de ahogarse y ya sobre su mano le habla y comparte con ella su desequilibrio, fruto de la represión sexual, religiosa y moral en la que vive y de la que no sabe cómo escapar.


La escena arriba esbozada pertenece al segundo largometraje de Francisco Regueiro, que fue una coproducción hispano-francesa protagonizada por Maurice Ronet y Amparo Soler Leal. <<Firmé el contrato de mi segunda película, Amador, durante mi estancia en Cannes, donde presenté El buen amor. En aquel momento, Matas entrevió la posibilidad de realizar una coproducción con Francia y así pudimos contar con el actor francés, Maurice Ronet, que acababa de obtener el premio de interpretación en el Festival.>> (1) Pero más que seguir hablando de la mosca y del régimen de coproducción, me interesa señalar otro aspecto del film: que se trata de un retrato psicológico, valiente para la época y no exento de lirismo y humor negro, de la represión sexual y moral en la España del nacionalcatolicismo y del boom turístico, un país entre la tradición más conservadora (y castradora) y la necesidad de liberarse de las cadenas que hacen del protagonista de la película un hombre atrapado en constante intento de fuga. Y más oscura sería de no haber sido por la censura que obligó a Regueiro a rehacer el guion varias veces antes de aprobarlo. Las trabas y el consecuente retraso del rodaje provocaron la primera gran decepción cinematográfica de este grandísimo cineasta al que a veces, incluso quienes presumen de expertos, olvidan incluir entre los más destacados del cine español. <<En Amador lo que se pretendía expresar era un mundo de represión sexual, erótica, y sobre todo religiosa. Recuerdo que cuando estaba agotado de escribir tres veces el guion, el Sr. Fierro, dominico, me dijo que la única manera de poder pasarlo era que ese asesino, una vez hubiera matado, robara. Y tuve que cambiar las motivaciones de tipo religioso y sexual, por motivaciones económicas, casi le convertí en asesino jornalero […] Me quitaron casi todas las voces en “off”, y me obligaron a poner otras absolutamente estúpidas.>> (2) Ese asesino casi jornalero al que se refiere Regueiro es abogado de carrera, de estado soltero y padre de un hijo a quien apenas ve. Amador, el neurótico, aislado y reprimido, se presenta ante nosotros en una iglesia donde acompaña a Ana, la joven que habla del matrimonio que da por hecho. Pero Amador no está por la labor. En una arrebato, quien no permitirá que la mosca se ahogue, apuñala a su novia. Este asesinato no será el último y no se trata de una cuestión de dinero, aunque la censura intentase borrar o disimular el verdadero motivo de que Amador sea un asesino de mujeres. El protagonista también es como un niño asustadizo que teme la oscuridad y alguien que, respecto a la mujer y el orden, siente el miedo que se transforma en horror y en arrebatos de odio que le empujan a apuñalar a Ana en la sombría intimidad de un portal madrileño, a una desconocida en el aseo, a otra en el tren… Por otra parte, piensa en casarse con una rica estadounidense, para heredar (dice su voz en “off”) y siente atracción hacia de Laura (Amparo Soler Leal), la mujer que conoce en el avión que les lleva a Málaga y con quien pasa sus días en la turística Torremolinos. Ella es la única en la que piensa en términos positivos. Le gusta, pero al tiempo continúa desorientado porque padece un desequilibrio que es reflejo del que sufre un entorno asfixiante; como apunta las situaciones que va viviendo y de las que va huyendo y acaba destruyendo.


(1) Francisco Regueiro: Los nuevos cines de España. Ilusiones y desencantos de los años sesenta. Ediciones de la Filmoteca, Valencia, 2003.


(2) Francisco Fegueiro, en Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974.