<<Trenes precintados con cerrojos. En proporción de cien deportados por vagón. Sin día ni noche. El hambre, la sed, la asfixia, la locura. Un mensaje cae al suelo. ¿Lo recogerá alguien? La muerte hace su primera selección. La segunda la hará al llegar, entre la noche y la niebla>>, recuerda el narrador de este poético e imprescindible documental que Alain Resnais realizó sobre los campos de exterminio nazis. <<Entonces, ¿quién fue el responsable?>>, deja en el aire la voz de Michel Bouquet, hacia el final de la anamnesia cinematográfica pretendida por el realizador de Hiroshima, mon amour (1959). Su pregunta parece indicarnos que, lo aceptemos o no, somos responsables de nuestro momento histórico y mirar hacia otro lado no nos exime de ello, como tampoco evita que los sucesos se produzcan. Y lo aceptemos o no, nuestro origen y nuestro final nos igualan del mismo modo que lo hacen las diferentes necesidades emotivas que se presentan a lo largo de sueños, frustraciones y otras características comunes que se individualizan en cada uno, aunque estas no siempre resultan suficientes para evitar que las miserias humanas se repitan y confirmen que también la violencia, la sinrazón y el olvido forman parte de nuestra naturaleza. Esto parece quedar claro en la evocadora y reflexiva media hora de recuerdo realizada por Resnais en la misma época que se estaba produciendo la intervención militar francesa en Argelia. Solo son treinta minutos, pero son suficientes para que Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955) asuma su función de conciencia colectiva que recorre los espacios de horror y de muerte desde la evocación subjetiva que años después heredaría la monumental Shoah (Claude Lanzmann, 1985) y sus más de nueve horas de metraje. Pero el film de Resnais no solo es un magistral ejercicio de memoria o un viaje al pasado para recordar una aberración puntal, también es un viaje atemporal que advierte a la conciencia humana que otras aberraciones pueden presentarse en cualquier momento y lugar, de hecho y por desgracia, así ha sido desde entonces, repitiéndose genocidios en diversos puntos del globo. Quizá por ello, en su poético viaje al dolor, Resnais no pretendió detallar los hechos, consciente de que lo ocurrido no podía ser contado, pues <<ninguna descripción ni imagen puede revelar su verdadera dimensión: solo de un terror interrumpido>>, ni tampoco puede dar respuestas a las preguntas que nos plantea. El cineasta sugiere al tiempo que realiza un soberbio ejercicio de honestidad memorística que destierra el olvido, porque este no es la opción que evitará nuevos horrores, nuevas preguntas sin respuestas. Se trata de recordar y de tener presente, no de juzgar u odiar, de despertar las conciencias para que no eludan responsabilidades que les afectan, a ellas y a toda la humanidad. Para ello, la cámara de Resnais se desliza en travellings pausados que recorren los espacios solitarios donde se produjo la realidad de los campos, <<repudiada por los que los construyeron e insondable para aquellos que los soportaron>>, mientras, las palabras escritas por el poeta Jean Cayrol, superviviente de Mauthausen-Gusen, reflexionan sobre el presente, el futuro y aquel pasado que se nos muestra en objetos, edificaciones, toneladas de cabellos, fotos y secuencias cinematográficas previas a la filmación de Noche y niebla, materiales de archivo que el realizador combinó con maestría y delicadeza con las imágenes de 1955 para ofrecernos el crudo retrato del momento, de la no vida y de la máxima expresión de la crueldad humana, pero también nos ofrece la oportunidad de mirar hacia nuestro interior y reflexionar sobre la sinrazón del ayer y del hoy. El espléndido texto de Cayrol, las imágenes en color, rodadas en el presente, la voz de Bouquet y las imágenes y fotografías de aquel tiempo pretérito no tan lejano, durante el cual fueron exterminados más de nueve millones de seres humanos, se convierten en manos de Resnais en el trasporte hacia un espacio definido e indefinido, pues Noche y niebla habla del holocausto pero también de aspectos intangibles y nada amables del alma humana. Desde 1955, el cineasta, nos traslada a 1933 para descubrirnos varios planos multitudinarios de El triunfo de la voluntad (Triumph des willens; Leni Riefenstahl, 1934) que muestran los primeros pasos de la maquinaria asesina que, como apunta el narrador, se tomó su tiempo para diseñar y construir los campos que, construidos <<con las inversiones, estimaciones, con la competencia, y sin duda algún que otro soborno>>, serían ocupados por hombres, mujeres, niñas y niños de distinta condición y de diferentes nacionalidades que a ellos llegaron hacinados en vagones, de los que muchos no salieron con vida, aunque, quizá, su cruel infortunio fuese más benévolo que el de quienes sobrevivieron el viaje para sufrir lo inenarrable en los barracones, fábricas, centros sanitarios, patios, alambradas,... y las cámaras de los infernales campos de hambre, humillación, sadismo y muerte.
miércoles, 27 de diciembre de 2017
viernes, 22 de diciembre de 2017
El protegido (2000)
Lejos del afán de preparar la sorpresa final de El sexto sentido (The Sixth Sense, 1999), su tercera película como realizador y un filme más atractivo para el público que El protegido (Unbreakable, 2000), M. Night Shyamalan priorizó en esta última la complejidad de sus personajes, interiorizando en la desorientación, en las relaciones familiares y en la gris monotonía de su protagonista, David Dunn (Bruce Willis), cuyo miedo a aceptar sus virtudes y sus defectos, unido a su insatisfacción existencial y a la negativa que rige su vida, lo convierten en un fantasma de sí mismo. La figura de este hombre, que ha perdido la fe en sus posibilidades y en sus opciones, se va dibujando a medida que avanzan los minutos de un filme de superhéroes atípico, sin escenas de enfrentamientos espectaculares ni explosivos, pues, enfrentarse a uno mismo no se produce durante situaciones aparatosas, ni da pie a verborrea de relleno ni a chistes repetitivos, ni al colorido que dominan las aventuras de la mayoría de los héroes de cómic o de celuloide que, innecesariamente, una y otra vez reinciden en la lucha simplista entre el bien y el mal. Los tonos oscuros escogidos por Shyamalan para dar forma a El protegido son acordes con sus días lluviosos y con la sombría existencia de David, un hombre incapaz de aceptarse, decepcionado, con una relación familiar que marcha a la deriva. Se trata de alguien que sufre una crisis de identidad que le impide encajar en su entorno y en su interior. Tampoco le deja aclarar su presente de pareja al lado de Audrey (Robin Wright), así parece demostrarlo su coqueteo con una desconocida en el tren que, al inicio del film, no tarda en descarrilarse, provocando el aparatoso accidente del cual solo él sobrevive. El dolor, la tristeza, el silencio o la falta de algo en que creer, lo acompañan en su deambular y en su posterior rechazo de la fantasiosa teoría del coleccionista de cómics que genera su curiosidad. Elijah (Samuel L. Jackson) es la antítesis de David. Sus huesos se fracturan con la misma facilidad que se rompe un cristal, de ahí el apodo que le persigue desde su infancia, cuando se aficionó-obsesionó con los superhéroes y villanos de viñeta. Lo que puede parecer un planteamiento fantástico es llevado por Shyamalan hacia un terreno íntimo donde expone la dualidad del individuo desde dos personajes que, aunque opuestos, podrían ser complementarios y a la vez uno solo, pues no hay héroe sin villano, ni luz sin oscuridad.
Fellini. La originalidad de ser uno mismo
Como deja constancia en algunas de sus películas, el realizador vivió su infancia y su juventud en su Rimini natal, ciudad que evoca durante los primeros compases de Roma (1972) y posteriormente cobra mayor protagonismo en Amarcord (1973). En Rimini también vivió su adolescencia, cuyos recuerdos dieron pie al retrato de los protagonistas de I vitelloni (1953), en España conocida por Los inútiles, aunque esta no se desarrolle en dicha localidad a orillas del Adriático. A los dieciocho años, tras varios meses en Florencia trabajando para una publicación, se trasladó a la capital italiana para buscarse la vida. De ella se enamoró y la convertiría en un personaje más en El jeque blanco (1952), en La dolce vita (1960) o en Roma. Además de las experiencias y de los recuerdos que van dando forma al hombre y al artista cinematográfico, o director de películas, como él mismo se define en Roma, encontramos al caricaturista, oficio que ejerció profesionalmente antes de dedicarse por entero al cine, al aficionado al circo, La strada (1954) o Los clowns (1970), al que simpatiza con personajes atrapados en la soledad y en la decepción (Gelsomina, Cabiria, Marcello, Casanova...), al artista que expresa sus inquietudes en Ocho y medio (1963) o al cineasta que parte de influencias del cine de Rossellini, con quien colaboró en cuatro películas.
<<En cuanto comencé a trabajar para Fellini, me di cuenta de que él estaba muy lejos de ser un loco; y que, en rigor, era el director más talentoso, sensible y perspicaz para quien hubiese trabajado nunca>>, le comentó Anthony Quinn a Thomas Meehan. Quinn llevaba desde la década de 1930 actuando en el cine, pero fue su Zampanò en La strada el personaje que le permitió demostrar su talento dramático, como también se lo permitió a Giulietta Masina, inolvidable en su papel de Gelsomina. Igual de inolvidable fue su Cabiria en Las noches de Cabiria, la cual le reportó el premio a la mejor interpretación femenina en los festivales de Cannes y de San Sebastián, y a su marido varios premios internacionales, mayor prestigio y suculentas ofertas para rodar en Hollywood. Sin embargo, Fellini rechazó aquellos contratos y, al lado de Flaianno y Pinelli, retomó su viejo guión Moraldo en Roma y trabajaron sobre él. El resultado fue La dolce vita, un film que desató la polémica en Italia y que significó su primera colaboración con Marcello Mastroianni, quien sería su álter ego en Ocho y medio y el protagonista de La ciudad de las mujeres (1980) y de Ginger y Fred (1985). La película contó con el presupuesto más elevado del cine italiano, de hecho, se construyó una réplica de la Vía Venetto en los estudios Cinecittà y marcó un nuevo rumbo en la cinematografía de nuestro autor y también en la italiana. El film se convirtió en algo más: inmortalizó a Anita Ekberg en su baño en la Fontana de Trevi, llenó páginas y más páginas tanto en prensa como en estudios sobre qué pretendía el autor con su exposición del desencanto de Marcello en una Roma frívola, donde comprende su soledad y su derrota existencial, y también añadió una nueva palabra a las diferentes lenguas que emplearon "paparazzi" para denominar a los fotógrafos de la prensa sensacionalista. Posteriormente el cine de Fellini se subjetivizaría más si cabe, liberando por completo la mente rica, inquieta y fantasiosa capaz de crear Ocho y medio, sin duda la más personal y una de las obras maestras de quien continuaría por la senda de la originalidad inimitable que dio forma a tantas obras magistrales que forman parte de la historia del cine y de la cultura popular.
Filmografía como director
Luces de variedades (Luci del varietà, 1950)
Luces de variedades (Luci del varietà, 1950)
El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952)
Los inútiles (I vitelloni, 1953)
Agenzia matrimoniale (episodio de L'amore in città, 1953)
La strada (1954)
Almas sin conciencia (Il bidone, 1955)
Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957)
La dolce vita (1960)
Las tentaciones del doctor Antonio (episodio de Boccacio'70, 1962)
Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963)
Giulietta de los espíritus (Giulietta degli spiriti, 1965)
Toby Dammit (episodio de Historias extraordinarias, 1967)
Block-notes di un regista (1969)
Satiricón (Fellini Satyricon, 1969)
Los clowns (I clowns, 1970)
Roma (1972)
Amarcord (1973)
Casanova (Il Casanova di Federico Fellini, 1976)
Ensayo de orquesta (Prova d'orchestra, 1978)
La ciudad de las mujeres (La città delle donne, 1980)
Y la nave va (E la nave va, 1983)
Ginger y Fred (Ginger e Fred, 1985)
Entrevista (Intervista, 1987)
La voz de la luna (La voce della luna, 1990)
jueves, 21 de diciembre de 2017
El enemigo de las rubias (1927)
miércoles, 20 de diciembre de 2017
El jeque blanco (1952)
martes, 19 de diciembre de 2017
El honor perdido de Katharina Blum (1975)
lunes, 18 de diciembre de 2017
La gran familia (1962)
La historia del cine se escribe sobre excelentes películas que fueron ninguneadas debido a su mala distribución comercial, a la repulsa de ciertos sectores político-sociales o al público de la época, que, en su comodidad y en su negativa a realizar un análisis introspectivo, obvió propuestas cinematográficas inusuales, de rica complejidad, que reflejaban aspectos que no serían del agrado del conjunto. Quizá resultase más cómodo entretenerse visionando un film que no invitase a la reflexión que ver La regla del juego (La regle du Jeu; Jean Renoir, 1939), Monsieur Verdoux (Charles Chaplin, 1947), La noche del cazador (The Night of the Hunter; Charles Laughton, 1955), Viridiana (Luis Buñuel, 1961) u otras obras maestras que, por ser diferentes, sufrieron el rechazo. De igual manera, la historia del cine también se escribe sobre películas sobresalientes y sobre otras más corrientes que obtienen el beneplácito de los espectadores y de los censores oficiales (in)competentes, más si cabe en cinematográficas controladas por férreas censuras que deciden qué puede verse en las pantallas y que es mejor relegar al ostracismo. Este sería el caso del cine español de la dictadura, y este es el caso de La gran familia (1962), declarada de <<Interés Nacional>> y cuya aceptación popular fue proporcional a la exaltación de los lazos familiares y a la corrección que impregnan sus imágenes y las relaciones de la familia numerosa protagonista, un grupo familiar de clase media que supera las adversidades gracias al optimismo declarado por el cabeza de familia, pero, más que optimismo, se trata de la impasibilidad que lo mantiene dentro del orden establecido, en el cual la familia representa un conjunto indivisible que acepta, sin más opción, el rol atribuido en un país donde los problemas supuestamente se solucionaban esperando y rezando. Los protagonistas de La gran familia son Carlos (Alberto Closas) y Mercedes (Amparo Soler Leal), sus quince hijos, el abuelo (José Isbert), el padrino (José Luis López Vázquez) y otros personajes tópicos que, como tales, resultan falsos, como también resulta falsa la idílica, perfecta e inexistente realidad que se observa a lo largo de los minutos de una película que se adecua a lo políticamente correcto. Esta corrección lastra las tres etapas que Fernando Palacios, a partir del guión de Pedro Masó, Rafael J. Salvia y Antonio Vich, expuso a lo largo del metraje: la primera comunión de dos hijos, las vacaciones de verano en Tarragona y la Navidad, cuando se produce el hecho dramático que golpea los cimientos del núcleo, aunque lo fortalece, porque nada malo puede suceder mientras unos y otros se mantengan dentro de la senda establecida. Todo se encuentra en orden, todo funciona correctamente, el padre trabaja todo el día y nunca se muestra ni cansado ni contrariado, aunque no reciba a tiempo sus pagas. Por su parte, la madre cuida del hogar y de los hijos, paga los recibos, compra lo necesario para que nada falte y administra la economía que, menos un televisor, les permite saborear el bienestar. Y si no, ahí está el padrino con sus dulces y sus cestas navideñas, un padrino que se enamora a primera vista de la profesora de francés de uno de los muchachos durante las vacaciones en la urbanización costera, también típica de aquella España del desarrollo (mínimo), de la familia numerosa donde nunca se discute, de la calceta materna en la playa, de la hija mayor aguardando la petición de mano y del abuelo-niño. En este último personaje, interpretado por el siempre destacado José Isbert, encuentro una caricatura amable del jubilado de El cochecito (Marco Ferreri, 1960) y de El verdugo (Luis García Berlanga, 1963), y es amable porque en él no existe la menor nota del humor negro que sí se observa en sus personajes para Ferreri y Berlanga, un humor negro que se acercaría más a la realidad social del momento. El abuelo protesta, pero consciente de que tiene su lugar dentro del grupo, pues todos le quieren y nadie lo aparta, como tampoco nadie lo condena a la soledad que sí siente el inolvidable anciano de El cochecito o al rechazo social que, debido a su profesión, siempre ha sentido el ex-funcionario de El verdugo.
domingo, 17 de diciembre de 2017
La conquista de un reino (1947)
Seis años y varios proyectos frustrados después de su llegada a Estados Unidos, entre ellos Vendetta (Mel Ferrer, 1950), Max Ophüls u Opuls, como aparece acreditado en sus largometrajes estadounidenses, pudo dirigir su primer film en Hollywood. Producida por Douglas Fairbanks, Jr., La conquista de un reino (The Exile, 1947) presenta dos caras, aquella que encajaría mejor con el tono aventurero de Fairbanks hijo (y de Fairbanks padre) y la más próxima al cineasta centroeuropeo, que se desarrolla en la parte central del largometraje para alejarse del cine de capa y espada que domina al inicio y en el tramo final. La presentación del héroe nos muestra a un monarca sin corona, alegre y mujeriego, que vive en la pobreza y en el exilio. Charles Stuart deambula por un mercado holandés mientras los "cabezas redondas" lo buscan para darle muerte. Esta circunstancia queda relegada a un plano secundario hasta que se produzca su enfrentamiento con el coronel Ingram (Henry Daniell). A la espera de que esto ocurra prevalece la relación de Charles con Katie (Paule Croset), la joven a quien conoce en el mercado y a quien poco después le pide cobijo en su granja. Allí trabaja la tierra, sirve las mesas del albergue y se le observa feliz, porque se ha enamorado, lo cual provoca el olvido de las responsabilidades monárquicas y del peligro que llega desde Inglaterra. En este paréntesis rural del exiliado en la granja de Katie (Paule Croset) prevalece la mirada ophulsiana. Su cámara parece liberarse para alargar los planos que siguen la evolución de los personajes, de igual modo se desarrolla la relación de un amor imposible, debido al distanciamiento social que separa a un monarca sin corona y a una granjera que lo acepta en sus tierras ignorando su identidad. Pero, como película protagonizada, escrita y producida por Fairbanks, Jr., La conquista de un reino es un film de aventuras de capa y espada, por momentos desenfadado, con sus duelos, sus números acrobáticos (herencia de los films de Fairbanks padre) y su inevitable romance, aunque este no contemple el típico final feliz hollywoodiense, sino uno más cercano a la ensoñación del amor que frecuenta el cine de Ophüls, lo cual confirma el intento del cineasta por encontrar su lugar dentro de la industria cinematográfica hollywoodiense, equilibrando sus intereses creativos con los del cine realizado en Hollywood.
sábado, 16 de diciembre de 2017
Dunkerque (1958)
En menos de tres semanas en el continente, las tropas británicas retrocedían hacia la costa de Dunkerque, huyendo de un ejército mejor armado que, por uno o varios motivos, se detuvo en un cerro cercano a la playa de dicha localidad. Gracias a esta inexplicable decisión militar por parte alemana (inesperadamente Hitler ordenó no atacar con sus carros de combate), el fracaso de las fuerzas británicas y francesas se transformó en el milagro que posibilitó el regreso de más de trescientos treinta mil soldados a la isla. Este hecho queda recogido en varios filmes de ficción, uno de ellos, sería este destacado bélico realizado por Leslie Norman y producido por Michael Balcon para la Ealing. El Dunkerque (Dunkirk, 1958) de Norman, la antepenúltima producción del mítico estudio londinense, muestra en sus minutos iniciales una sala donde se exhibe el noticiario propagandístico que el cabo "Tubby" Binns (John Mills), Mike (Robert Urquhart) y el resto de compañeros observan mientras dudan de lo que ven y escuchan sobre la marcha de la guerra (porque ellos se encuentran en el frente), y ríen con los dibujos animados Run Adolph Run, en los que la caricatura de Hitler huye de los golpes de paraguas del caballero inglés que lo persigue. La situación mostrada por la propaganda británica es la imagen del conflicto que pretende tranquilizar y elevar la moral de la población en Gran Bretaña, a donde se traslada la acción de Dunkerque para mostrar a un oficial que ofrece un comunicado oficial a varios periodistas, aunque rehuye responder a sus preguntas, relacionadas con la situación de las tropas en el continente. Antes de centrarse en los dos focos de interés del film, la introducción también nos ofrece el avance alemán mediante dos planos de la frontera belga (anterior y posterior a la entrada de los alemanes) y, sobre todo, a través de flechas animadas sobre el mapa Europa que confirman la retirada aliada. De ese modo se sitúa la acción en las proximidades de Dunkerque, espacio que se irá combinado con Inglaterra, donde se desarrolla la perspectiva civil que tiene como protagonistas a John Holden (Richard Attenborough) y a Charles Foreman (Bernard Lee), dos hombres en apariencia opuestos que se igualan cuando deciden pilotar sus embarcaciones hasta la costa francesa donde conocen la realidad de primera mano. Antes de que esto suceda, el film de Norman expone el desconocimiento de los hechos, tanto por parte de los civiles como del grupo de soldados que, entre la confusión y la desorientación, son guiados por Binns a través de bosques y de diferentes caminos por donde buscan el grueso del ejército y el frente de batalla, un frente inexistente, pues solo existe el espacio de caos y de muerte que afecta, atrapa y no distingue entre los militares y los exiliados (civiles) que avanzan por la carretera que la Luftwaffe bombardea para despejar el camino a sus tanques. El pequeño grupo verá reducido su número antes de alcanzar la playa donde se desarrolla la parte final de la película, una playa adonde también llegan Holden y Foreman en sus pequeñas embarcaciones, después de ofrecerse voluntarios para navegar hasta el arenal francés donde las bombas alemanas explosionan sobre miles de soldados que aguardan el momento de su evacuación. En ese instante, las dos perspectivas, la civil y la militar, se unen en una sola porque la desesperada realidad afecta a todos, como confirma el encuentro de Foreman y Binns, cuando se igualan en la arena de Dunkerque e intercambian palabras y pensamientos sobre una realidad más compleja que el breve y mortal periodo que ambos comparten en esta precisa e introspectiva exposición que Leslie Norman realizó del desastre militar que, por fortuna para los aliados, acabó siendo el fracaso milagroso que permitió conservar un ejército y la certeza de continuar luchando.