miércoles, 31 de octubre de 2012

Dos hombres contra el oeste (1971)


Vista la filmografía de Blake Edwards, su gusto por la comedia resulta innegable. En ella se prodigó con asiduidad y éxito. Suyas son las exitosas Operación Pacífico (Operation Peticoat, 1959), Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, 1961), La pantera rosa (The Pink Panther, 1963), La carrera del siglo (The Great Race, 1965) y El guateque (The Party, 1968), pero también se atrevió con el drama, con el cine de espionaje, el thriller e incluso con el western, a priori un género que sorprende en él, pero del que salió airoso. De esas aventuras lejos de la comedia, obtuvo resultados dispares, más o menos sonrientes, siendo las más destacadas el drama Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses, 1962) y Dos hombres contra el oeste (Wild Rovers, 1971) —así se tituló en España, posiblemente para aprovechar el éxito comercial de otros dos hombres: Butch y Sundance— , su paso por el oeste y uno de sus mejores films de la década de 1970, en buena media gracias a la presencia otoñal de un William Holden que continuaba demostrando que, fuese en Sunset Boulevard, en el stalag o liderando el grupo salvaje, era uno de los mejores actores que había pisado Hollywood. Su personaje, a todas luces, crepuscular, remite al universo western de Sam Peckinpah en el que Edwards encontró un modelo a partir del cual crear algo propio. El director de S.O.B (1981) lo logra al dar cabida al humor amargo de sus dos protagonistas: el maduro desencantado y el joven que no desea llegar a la edad de su compañero y descubrirse como aquel. La estructura y el itinerario de Dos hombres contra el oeste resultan atractivos, aunque por momentos su ritmo se ralentiza como si no supiera hacia dónde se dirige, reiterando en las emociones y motivaciones que impulsan a sus antihéroes a avanzar por un recorrido que concluye en uno de los grandes paisajes del western clásico, quizá para refrendar que ese paraje es el testigo de excepción de una época que concluye...


Ross Bodine (William Holden) y Fran Post (Ryan O'Neal) reciben un mísero salario por su trabajo para Walter Buckman (Karl Malden), un ganadero de ideas férreas, marcadas por su creencia de ser el amo y señor de todas las tierras que rodean su rancho, donde se produce la muerte de uno de sus asalariados. El accidente mortal es el detonante para que Bodine y Frank lleven a cabo un plan que surge de la necesidad de abandonar esa vida sin futuro que a ninguno satisface. Ambos muestran aspectos opuestos, pero la diferencia que resalta a primera vista reside en la edad que los separa, tiempo suficiente para que el primero sienta los sin sabores de una existencia incompleta e insatisfactoria que todavía no se descubre en Frank, protegido por su juventud, aunque esta es efímera, lo que provoca que la imagen de Bodine pueda ser la suya en un futuro no muy lejano. Como consecuencia, de ese tan lejos, tan cerca, Edwards plantea la película desde la proximidad del distanciamiento generacional, entre la veteranía representada por uno y la juventud que caracteriza al otro, cercanía y distancia que se desarrollan durante la escapada que emprenden después de robar treinta y seis mil dólares en el banco de la ciudad; un asalto que Buckman toma como una cuestión personal. Por ello, envía tras los fugitivos a sus dos hijos: John (Tom Skerrit) y Paul (Joe Don Baker), de pensamiento y comportamiento dispar. El itinerario que parte de Montana permite observar algunas de las características de un género consciente de que se encontraba al final de su esplendor como tal, lo mismo que Bodine, convencido de que esa es su última oportunidad para decir que él ha estado ahí. A lo largo de la película, se observa el constante enfrentamiento entre tradición y modernidad, sin que ninguna de las dos puedan existir sin la presencia de la otra, como desvela la lucha entre el ganadero y el ovejero, una lucha de la que ninguno sale victorioso. Del mismo modo, el atraco al banco es una característica del oeste tradicional que representa Bodine, pero que se aleja de los métodos violentos de aquellos forajidos del salvaje oeste porque tanto este como Post se decantan por un método nada convencional para apoderarse del dinero. Otro momento donde se enfatiza la comunión y desunión de los dos polos opuestos se presenta en la incansable persecución de los dos hermanos, que no se detienen porque uno de ellos (John) es incapaz de deshacerse de la gigantesca sombra paterna (ideas tradicionales y conservadoras que ha heredado), incluso después de su muerte.



martes, 30 de octubre de 2012

La naranja mecánica (1971)


El sufrido narrador (Malcolm McDowell) inicia su relato enumerando sus aficiones, de las que no emite juicios morales porque es consciente de que surgen de su naturaleza, no del condicionamiento de su entorno, a cuya imparable deshumanización él responde desde la ultraviolencia, el sexo, la leche enriquecida y la música, sobre todo la del divino Ludwig van. Mediante sus palabras y la visión de sus actos se comprende que Alex no hace lo que hace por dinero —el cajón de su mesita de noche se encuentra repleto de relojes y billetes que no usa— ni porque alguien se lo ordene —es su propio jefe—, simplemente lo hace porque es su manera de expresar el sadismo que lo define y que no oculta en el interior de la casa donde golpea y viola mientras canta Singin' in the rain, o cuando él y sus "drugos" vapulean al indigente que se cruza en su camino.


Con este “tierno” protagonista, y su manera de entender el medio que habita, La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) en manos de 
Stanley Kubrick no podría haber sido más que un film complejo y transgresor, uno que sembró perplejidad y recogió polémica entre quienes no supieron captar el significado de su soberbio ejercicio narrativo y formal. Pero Kubrick prioriza la reflexión antropológica, y confronta individuo y sociedad, a la que aquel pertenece, la misma sociedad que pretende condicionar su comportamiento y mermar su capacidad de ser y decidir.


El joven y sacrificado narrador sufre un giro radical en su existencia después de que sus compinches lo traicionen y abandonen a su suerte delante de la puerta de la casa de una mujer a la que acaban de asesinar. Poco después, Alex es detenido e internado en una prisión donde se muestra incapaz de reconocer su culpa y su condición de criminal, ya que él no acepta las reglas que establecen los límites sociales de lo lícito y lo ilícito. Durante su estancia en el correccional se desarrolla su gusto por la lectura de la biblia, en la que encuentra grandes dosis de violencia, que todos aceptan y nadie censura, también descubre la actitud fascista (y aceptada) del celador jefe y la falta de ética del nuevo ministro de Interior (
Anthony Sharp), claro representante del sistema político que busca erradicar un mal, para él secundario, mediante la extirpación de los rasgos violentos de los criminales, lo cual vendría a definir su máxima "el fin justifica los medios". Este ministro es el responsable de proponer, defender y poner en marcha el programa de condicionamiento con el que se pretende alterar el comportamiento de los presos, eliminando su capacidad de elegir, de pensar y de asumir decisiones, sean o no correctas, lo que implica la erradicación de la individualidad humana, ya que no se trata de establecer una relación de enseñanza-aprendizaje que permita a Alex distinguir entre aquello que los límites morales, implantados por la sociedad, consideran correcto o incorrecto, sino de alterar su naturaleza, su pensamiento y manera de entender cuanto observa. Su experiencia dentro del centro Ludovico implica sufrir la terapia que elimina parte de su esencia emotiva y natural, lo que provoca su pérdida de identidad.


Como consecuencia, ya no tolera la violencia, ni el sexo ni la novena sinfonía de Ludwig van, que forman parte de su negación interna, paralela al rechazo externo que se convierte en su tónica diaria tras su puesta en libertad. Sus padres, siempre pasivos, le han sustituido por un inquilino que sería un modelo de conducta opuesto al Alex pre-Ludovico; sus "drugos", han dejado de serlo y se han asentado dentro del sistema que rechazaban, irónicamente trabajando como policías, pero sin abandonar la violencia que en ese momento legitima el uniforme, y que emplean para hundirle la cabeza en una fuente después de que el indigente al que había agredido en el pasado le devolviese sus atenciones. Alex completa su recorrido social cuando llega medio moribundo a la casa del escritor a quien condenó a permanecer en una silla de ruedas. Allí el literato le utiliza para atacar al gobierno, al que acusa de controlar y manipular a las masas. En ese momento el sufrido narrador actúa guiado por el condicionamiento que ha erradicado su capacidad de decidir, de aceptar sus emociones naturales y aquellas que surgen de su relación con el medio, el mismo entorno donde fue verdugo y también víctima, ambigüedad que resulta menos ambigua cuando se comprueba que sus víctimas también pueden ser verdugos, y aceptados por esas mismas normas que a él le despojan del ser. 

lunes, 29 de octubre de 2012

Ocho y medio (1963)


Sería sencillo decir que Guido (Marcello Mastroianni) es una imagen del propio Federico Fellini, pero este personaje es algo más. Es un cúmulo de conflictos emocionales que se confunden entre la realidad y la fantasía que Fellini emplea para dar forma a una película que podría definirse como la desbordante exposición onírica que engloba parte de sus inquietudes personales, las cuales toman forma en los recuerdos y en el presente percibido por Guido. Por ello, cine, realidad y fantasía se entremezclan con gran libertad en las imágenes que expresan el miedo, las inquietudes o los deseos de ese álter ego cinematográfico de Fellini, un realizador que se siente incapaz de expresar con palabras sus preocupaciones, las mismas que se descubren a través de los recuerdos y de los personajes que forman (y formaron) parte de su recorrido vital: padres, esposa (Anouk Aimée), Claudia (Claudia Cardinale), la imagen de la perfección femenina, o el resto de mujeres que han significado algo en su vida, a las que encierra en un harén imaginario donde él se convierte en el centro exclusivo de sus atenciones. Toda esta sucesión de imágenes se desarrolla cuando Guido, a punto de rodar su siguiente película, sufre una crisis existencial y creativa que semeja alejarlo de la realidad que le rodea, como si no deseara enfrentarse a la posibilidad de no poder llevar a cabo su nuevo proyecto, porque teme no tener nada que expresar en las imágenes que dan forma a sus obras —temor que, como cualquier artista, el propio Fellini sentiría en más de una ocasión—. Esta ausencia de inspiración provoca que Guido interiorice su pensamiento hacia aspectos que han formado parte de su existencia, pero que no ha sido capaz de comprender y aceptar.


La falta de inspiración del personaje se contrapone con la sublime capacidad de Federico Fellini para fundir lo real con lo irreal, una fusión que desborda en Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963) y que la convierte en una novedosa y personal manera de enfocar la narración cinematográfica desde la fantasía y la subjetividad que también se observa en posteriores películas de uno de los responsables del neorrealismo. Aunque Fellini colaboró en los guiones de Roma, ciudad abierta o Paisà y dirigió títulos como Los inútilesLa strada o Almas sin conciencia, en las cuales todavía se observan ciertos restos neorrealistas que chocan con su desbordante fantasía, siempre fue un cineasta que no pretendía capturar la realidad, sino fabularla o fantasearla para encontrarle un sentido quizá más real que el que podría obtener de la simple captura de imágenes o de la reproducción realista de un hecho o situación. Esa intención de dar forma a su fantasía de la realidad o su realidad caricaturizada la que marcó el devenir su obra a partir de La dolce vita, una película quizá menos arriesgada que
 Ocho y medio, ya que en esta última se descubre la total libertad creativa de un realizador que no duda a la hora de expresar sus emociones mediante las imágenes oníricas que muestran las inquietudes del personaje interpretado por Mastroianni, a quien se descubre amenazado por la desorientación y la frustración que provocan su viaje hacia su interioridad, donde busca el equilibrio entre su yo autor y su yo más humano, un equilibrio que solo puede alcanzar cuando asuma su universo personal y la presencia de los fantasmas que en él habitan, aquellos que han sido generados como consecuencia de su distanciamiento emocional.

domingo, 28 de octubre de 2012

Al servicio secreto de su majestad (1969)


Cinco películas eran más que suficientes para hacer que 007 fuese asociado a la imagen de
Sean Connery, pero el actor, aunque no había sido el único que había interpretado al agente británico, no pretendía que también fuese a la inversa y solo viesen en él a Bond. En Casino Royale (John Huston, Joseph McGrath, Ken Hughes, Val Guest y Robert Parrish, 1967) no se notaba su falta porque el film asumió un tono paródico que repartió el protagonismo entre diferentes 007, pero en Al servicio secreto de su majestad (On Her Majesty's Secret Service, 1969) se demostró que la sombra del actor escocés era demasiado alargada para ser superada por George Lazenby, que heredaba el papel de 007 en la sexta película de la saga; y sin contar con Casino Royale, la primera que no contaba con la presencia del protagonista de Goldfinger (Guy Hamilton, 1964). La misión de hacer olvidar a Connery era como mínimo complicada, y Lazenby encarnó a un agente secreto más humano y vulnerable. Esta nueva dimensión emotiva fue una de las causas de la fría acogida del film. La humanización de 007 corrió a cargo del estadounidense Richard Maibaum, el guionista que regresaba a la saga después de su ausencia en Solo se vive dos veces (You Only Live Twice, Lewis Gilbert, 1967), y de Peter Hunt, hasta entonces el montador habitual de la saga, quien enfocó la acción hacia ese cambio externo e interno que se produce en James Bond, menos elegante y más inseguro, emotivo y frágil, pero lo suficientemente duro para realizar su trabajo.


Desde el inicio de
Al servicio secreto de su majestad, Bond siente atracción por Tracy (Diane Rigg), a quien salva de un intento de suicidio en la playa donde se presenta el personaje asumiendo que al otro no le sucedía que la chica se le escapase. Aparte de estar interpretada por una de las actrices más carismáticas de la saga, Tracey cobra relevancia porque acaba convirtiéndose en la señora Bond y en la mujer que provoca la dimisión de 007 del servicio secreto. Le historia de amor se inicia antes de que el asiente se haga pasar por sir Hilary, el experto en genealogía que acude a una clínica de los Alpes para atender las necesidades de algunas pacientes y de paso desenmascarar a Blofeld (Telly Savalas), el villano que amenaza con un ataque bacteriológico, si la ONU no acepta sus exigencias de concederle el perdón por sus crímenes y el título de conde. Bond mantiene aspectos reconocibles de agente anterior, pero se muestra diferente, sobre todo en los momentos íntimos que pasa con Tracy, aunque también deja ver su nuevo rostro en los instantes en los que domina la acción, más física que en anteriores producciones de la saga, ya que en esta no cuenta con la ayuda tecnológica proporcionada por los inventos de Q, otra muestra del cambio que no llega a consumarse, porque Bond pierde su humanidad en el arcén de una carretera que le obliga a volver a ser el agente arrogante, insensible y distante de Diamantes para la eternidad (Diamonds Are Forever, Guy Hamilton, 1971), la siguiente aventura de la franquicia, la que momentáneamente recuperó a Connery, porque el experimento llevado a cabo por Peter Hunt se saldó con el rechazo al cambio en la personalidad de un espía que se había convertido en un icono de virilidad y cinismo, dos características ausentes en el personaje interpretado por Lazenby, un Bond que sufrió la incomprensión del nuevo enfoque, valiente en cuanto a ofrecer una variante más emocional de 007, una que quizá no volvería a intentarse hasta Casino Royale (Martin Campbell, 2006), cuando James Bond dejó de ser él mismo para convertirse en un nuevo Bond, adaptado a las modas y las exigencias de su momento.

viernes, 26 de octubre de 2012

Adiós pequeña, adiós (2007)


El debut de Ben Affleck como director resultó una agradable sorpresa al descubrir un talento que no se encuentra en sus actuaciones (al menos hasta la fecha), ya sea por el tipo de películas en las que ha participado o por limitaciones dramáticas. Sin embargo, como realizador se desveló como alguien con inquietudes, con aptitudes y con una mirada personal que utilizó para crear un entorno de desolación ubicado en un barrio obrero de Boston, similar al que mostraría en The Town, ciudad de ladrones (2010), su segundo film como director. Patrick Kenzie (Casey Affleck) y Angie Gennaro (Michelle Monaghan) son dos jóvenes investigadores privados que se ganan la vida encontrando a gente desaparecida, pero también son dos vecinos de ese ambiente donde el futuro más que una incógnita se confirma como un presente inalterable. Adiós pequeña, adiós (Gone Baby Gone) es un film complejo que expone hechos reales y cotidianos, que podrían descubrirse en cualquier barrio marginal de una ciudad cualquiera, hechos que muestran la impotencia, la desesperación o la desorientación de sus habitantes. Tomando como fuente de inspiración la novela Gone, Baby, Gone escrita por Dennis Lehane en 1998, Ben Affleck arranca el film con la voz en off de Patrick Kenzie, que presenta el entorno donde se ha criado y en el que ha logrado sobrevivir, a pesar de la dificultad que eso significa. Tras las palabras de Kenzie, se le descubre al lado de Angie Gennaro, su pareja y su compañera de profesión, cuando ambos escuchan la noticia de la desaparición de una niña de cuatro años, mientras las imágenes de la televisión enfocan a la madre, Helene McCready (Amy Ryan), eclipsada de inmediato por la figura de Bea McCready (Amy Madigan), su cuñada, que asume la responsabilidad de lanzar el mensaje de desesperación a quien quiera que se haya llevado a la pequeña. La desaparición de Amanda sirve como hilo conductor para presentar a los personajes, seres de carne y hueso, dentro de ese ambiente donde la policía investiga sin éxito, hecho que convence a Bea y a Lionel McCready (Titus Welliver) para buscar ayuda en la pareja de investigadores, quienes en un primer momento muestran reticencias a la hora de aceptar un caso que podría implicar encontrar el cadáver de una niña de cuatro años. Tras las súplicas de Lionel y, sobre todo, de Bea, Patrick y Angie se presentan en el apartamento de Helene, donde descubren un hogar poco apto para el crecimiento de una niña, no por el desorden o la carencia de calidez que allí se observa, pero sí por las dudas que genera la propia Helene, drogadicta y camello ocasional, cuyo comportamiento parece indicar que sus palabras no son más que un acto reflejo del momento. ¿Es una buena madre? Se preguntaría la pareja, quienes sin decirlo se responden, sin embargo no están allí para juzgar, solo para encontrar alguna pista que les conduzca hasta el paradero de la pequeña. El ambiente por el que se mueven Kenzie y Gennaro se muestra carente de esperanza, capaz de convertir a sus moradores en personas violentas, sin más rumbo que el de ceder a aquello que se les impone en ese presente desolador que les hace como son. Adiós pequeña, adiós se divide en dos partes separadas por la voz en off de Patrick, que al igual que al principio se deja escuchar para explicar sus emociones y las de Angie, ambos desconcertados ante el trágico final de la investigación que llevaron a cabo con la colaboración de Remy Bressant (Ed Harris) y Nick Poole (John Ashton), los dos agentes de policía que también investigaban la desaparición de Amanda, Durante la primera parte se describe de modo realista un ambiente en el que dominan los rostros apagados y las reacciones violentas, como la que se produce en el bar donde los dos detectives mantienen una charla con un tercer individuo para conseguir información, que a la postre sirve para descubrir que Helene había robado 130.000 dólares al peligroso camello para el que trabajaba como correo, pista que policías e investigadores siguen, pero que concluye con la muerte de Amanda. Para Patrick Kenzie y para Angie Gennaro es imposible olvidar, sus vidas cambian desde el momento que la policía da por muerta a la niña, a pesar de no haber recuperado el cadáver del lago de la cantera donde Brassant vio como se ahogaba. Una nueva desaparición inicia la segunda parte, la víctima es un niño de siete años, que Patrick encuentra muerto en una casa donde ejecuta al asesino, después de observar el cadáver del pequeño que yace en una bañera. El enfrentamiento de Patrick se produce en dos direcciones: una hacia su interior y la otra hacia un entorno violento donde hombres como Bressant sienten un desencanto brutal, que le lleva a actuar al límite, dispuesto a todo con tal de impedir que alguien dañe a un niño. La elección de Patrick no resulta sencilla, pues no existe ni el blanco ni el negro, solo tonos grises que no permiten alcanzar ni satisfacción ni equilibrio emocional, obligándose a rechazar a Angie cuando le pide un sacrificio que no está dispuesto a realizar, porque atentaría contra una promesa y, sobre todo, contra los principios a los que se ha aferrado para sobrevivir en un entorno donde sobrevivir forma parte del día a día.

Star Trek (2009)


Resulta inevitable para una saga de larga duración que caiga en la repetición temática que obliga a los responsables a buscar nuevos enfoques, acordes con los cambios que se producen en los gustos del espectador y en los tiempos que corren. Star Trek es uno de esos casos, quizá, después del agente 007, se trate de la franquicia más longeva, si se tiene en cuenta que la serie de televisión original se estrenó en el canal NBC en 1966, y su primera película fue dirigida por Robert Wise en 1979, un film que continuaba lo expuesto en la serie y que aprovechó el boom galáctico iniciado por La guerra de las galaxias dos años antes. Hasta el momento la franquicia Star Trek cuenta con varias series de televisión, once películas, de las cuales seis fueron interpretadas por el elenco original: el capitán Kirk (William Shatner), Spock (Leonard Nimoy) y compañía, que en 1994 cedieron el puente de mando del Enterprise al capitán Picard (Patrick Stewart) y a la nueva generación de trekkies, que exploraron la galaxia en cuatro films. Tras siete años ausente de la gran pantalla, Star Trek regresó con el film número once, que no continúa la linealidad temporal marcada por las anteriores producciones, ya que realiza un salto al pasado (se había hecho con anterioridad, pero como parte de la intriga que se desarrolla en el presente-futuro) para reiniciar la saga desde el principio, ofreciendo un universo temporal paralelo que permitió a JJ Abrams mostrar el nacimiento de Kirk abordo de una lanzadera que abandona una nave de la flota estelar que está siendo atacada por una nave romulana salida de la nada. Star Trek (número once) resulta más entretenida y emocionante que sus precuelas; además de la acción presenta a los personajes desde sus inicios (apunta brevemente aspectos de las personalidades de Kirk y Spock), pasando por el encuentro de todos los miembros (importantes en la narración) del Enterprise, que irán mostrando sus cualidades y aspectos que apuntan hacia su yo maduro de la saga original. Sin duda, lo más importante de la película de Abrams es ese retorno al pasado, que se produce al abrirse una puerta temporal por la que se cuelan dos naves, una de las cuales ataca al crucero que durante doce minutos será capitaneado por George Kirk (Chris Hemsworth), muerto en ese enfrentamiento y convertido en una leyenda al sacrificarse para salvar a las 800 personas que viajan en la nave, incluida su mujer y su hijo que nace justo cundo estalla el crucero. El universo de Star Trek cambia con esa irrupción temporal, que permite una nueva aventura y una nueva posibilidad creativa, en la que se presenta velozmente a los héroes principales en dos momentos: cuando son niños (Kirk conduciendo un automóvil a gran velocidad, sin detenerse ante las amenazas de su padrastro o del robot policía, y Spock, menos impulsivo, mitad vulcaniano mitad humano, que sufre un enfrentamiento interior entre dos naturalezas contrarias) y cuando deciden unirse a la flota estelar (que sirve para comprobar que Kirk (Chris Pine) no ha cambiado y que Spock (Zachary Quinto) continúa intentando aplacar el enfrentamiento entre sus dos mitades). De nuevo se produce un avance en el tiempo, en esta ocasión de tres años, para mostrar a Nero (Eric Bana), romulano que busca una venganza irracional destruyendo el planeta natal de Spock, a quien culpa de la destrucción de su mundo en el futuro del que procede. Desde el primer instante en el que se encuentran Kirk y Spock sus personalidades chocan, a pesar de que éstas funcionarían mejor si se aceptasen, como deja entender el viejo Spock (Leonard Nimoy) cuando se encuentra con el joven Kirk, cuando éste es expulsado de la nave por el Spock que todavía no ha encontrado su equilibrio interno. La onceava aventura cinematográfica del Enterprise reunió todos los requisitos necesarios para entretener y dar ese nuevo rumbo a una saga que ya había dado más de lo que podía ofrecer, proporcionando un nuevo universo que explorar y que explotar comercialmente.

jueves, 25 de octubre de 2012

John Wayne, el rostro del oeste


En una de sus entrevistas con Peter BogdanovichJohn Ford contó que descubrió a John Wayne (nacido Marion Morrison) entre los miembros del personal de sus películas un día en el que el joven barría el plató sin darse cuenta que salía en la toma que se estaba filmando. Y cuando lo hizo, se avergonzó de tal manera que salió corriendo, acción que divirtió y llamó la atención de Ford. Quizá la anécdota no sea cierta o forme parte de un recuerdo, pero lo cierto es que el director sería fundamental en la carrera del actor. Wayne se inició como doble y figurante en media docena de films dirigidos por Ford, mucho antes de convertirse en el rostro más reconocible del western, protagonizando a las órdenes de su amigo obras maestras del género como La diligenciaFort ApacheLa legión invencibleRío GrandeTres padrinosCentauros del desiertoMisión de audaces o El hombre que mató a Liberty Valance. Además de sus actuaciones en las películas de John Ford, trabajó para realizadores de la talla de Howard Hawks (en cinco fructíferas colaboraciones: Río RojoRío BravoHatariEl Dorado y Río Lobo), Henry Hathaway (seis películas juntos, entre las que destacan Arenas de muerteLos cuatro hijos de Katie Elder o Valor de ley, film que le proporcionó el Oscar al mejor actor en 1969), Michael Curtiz (Un conflicto en cada esquina y Los comancheros), Nicholas Ray (Infierno en las nubes), Raoul Walsh (La gran jornada y Mando siniestro), John Huston (El bárbaro y la geisha), William A. Wellman (Infierno blanco Callejón sangriento), entre otros cineastas que contaron con él en sus películas.


La década de 1930 no pudo comenzar mejor (y peor) para Wayne al ser escogido por Raoul Walsh (se dice que recomendado por Ford) para interpretar la superproducción 
La gran jornada (1930); no obstante, el fracaso comercial de esta epopeya del oeste relegó al actor al ostracismo y a interpretar numerosos western de escaso interés y de bajo presupuesto para la productora Lone Star, la mayoría dirigidos por Robert N. Bradbury, películas que a duras penas alcanzaban la hora de metraje, en las que sus personajes parecían ser siempre el mismo, pero que le valieron para adquirir la experiencia necesaria para convertirse en el cowboy por excelencia del celuloide. Pero no sólo del western vivió The Duke, también se prodigó en el bélico (La patrulla del coronel JacksonNo eran imprescindiblesArenas sangrientasPrimera Victoria o El día más largo), se dejó ver en películas de aventuras (Piratas del mar Caribe o La leyenda del Bergantín), interpretó dramas (Hombres intrépidos o Escrito bajo el sol), policíacos (Branningan o McQ) y se paseó por la comedia (Sucedió en el trenEl hombre tranquilo o La taberna del irlandés). Pero sin duda alguna el momento clave en la vida artística de John Wayne se produjo en 1939, cuando John Ford (a pesar de las negativas de los productores) le brindó la oportunidad de su vida al ofrecerle el protagonismo de La diligencia, clásico indiscutible que marcó un punto de inflexión en su carrera y su meteórica ascensión al Olimpo de las estrellas de Hollywood. Gracias al éxito de La diligencia sus papeles fueron cobrando mayor importancia hasta alcanzar ese estatus que conservaría durante toda su carrera, que se cerró con El último pistolero (1976), film dirigido por Don Siegel, título premonitorio, pues, Wayne padecía cáncer y, al igual que su personaje, sabía que se encontraba al final de su vida. A pesar de ganar un Oscar por su interpretación en Valor de ley y haber sido nominado por Arenas sangrientas, la mejor interpretación de John Wayne se produjo en Centauros del desierto (1956), película mítica en la que interpretó a un solitario que se embarca en una búsqueda incansable, aparentemente por su sobrina secuestrada por los indios, que se convierte en la búsqueda de su propia identidad; un personaje de gran complejidad que desarrolló de manera esplendida a las órdenes de John Ford. Otra de sus grandes interpretaciones sería en otra obra maestra de FordEl hombre que mató a Liberty Valance, donde encarnó al olvidado de la historia, quizá el derrotado por la historia; todo lo contrario que en la realidad del actor cuya popularidad nunca dejó de crecer. El reconocimiento de la industria hollywoodiense le llegó en el año 1969, cuando la academia le concedió el Oscar al mejor actor protagonista por la película Valor de ley, en la que dio vida a un viejo marshall, tuerto, borrachín y pendenciero, que ayuda a una joven a atrapar a los asesinos de su padre. John Wayne se puso detrás de las cámaras en dos ocasiones: El Álamo (1960), western histórico que recrea la defensa de la misión del Álamo, narrada desde la perspectiva de los asediados, y Los boinas verdes, un film de propaganda bélica ambientado en Vietnam, que abogaba por el intervencionismo estadounidense en el conflicto vietnamita. Al observar la filmografía de John Wayne se descubren limitaciones dramáticas, así como la irregularidad de sus dos films como realizador, sin embargo, ni las primeras ni los segundos fueron un impedimento para que su carisma en la pantalla lo convirtiera en una de las grandes leyendas del séptimo arte y en el rostro por antonomasia del western.



miércoles, 24 de octubre de 2012

Mad Max 2, el guerrero de la carretera (1981)


La voz en off que inicia Mad Max 2 permite descubrir las causas que condujeron a la humanidad a ese mundo desolado en el que habita el guerrero de la carretera, un hombre sin emociones, que sobrevive día a día por esa inmensidad de asfalto, en busca de la gasolina necesaria que le permita huir de su pasado y del sufrimiento que éste significa. Max (Mel Gibson) ha perdido su esencia, transita sin esperanzas mientras se enfrenta a hordas de asaltantes motorizados; sin detenerse, sin pensar, negándose su propia naturaleza. En Mad Max, salvajes de autopista se observa a un hombre de familia, íntegro y con ilusiones, rasgos personales que desaparece al final del film, cuando Max pierde toda su humanidad para convertirse en un vengador sin piedad que se aleja por esas carreteras de un mundo de caos y violencia. El espacio geográfico de la segunda entrega de la saga muestra una aridez y una desolación mayor que la anterior, ya que el antihéroe transita por el páramo, dominado por una tribu de asaltantes motorizados que necesitan la gasolina que poseen los habitantes de una especie de fuerte al que asedian, y al que Max desea acceder para conseguir el combustible que le permita continuar su viaje hacia ninguna parte. Sin esperanzas, sin sentimientos, Max es un hombre roto, en ningún instante muestra emociones humanas, pues estas le fueron arrancadas con la muerte de su esposa e hijo, ahora sobrevive conduciendo su interceptor V8 sin detenerse a observar el sufrimiento que le rodea, porque ese dolor no va con él. George Miller fue un paso más allá en esta secuela en la que las persecuciones motorizadas también se encuentran presentes desde las primeras imágenes, alcanzando su grado máximo en la persecución final, cuando Max conduce un camión al que persiguen decenas de vehículos que pretenden darle caza. Pero, sobre todo, Miller conservó el aspecto de western, que se descubre en los hombres que asedian el emplazamiento al que Max accede, en la desolación del páramo o en el propio héroe, una especie de cowboy solitario que rechaza formar parte de una comunidad que le pide ayuda y que él se la niega, porque ha apartado de su mente cualquier tipo de emoción que pueda recordarle el dolor que habita en su interior. El asedio a la refinería muestra la existencia de las dos clases de individuos que habitan el mundo post-apocalíptico de Max; el primer grupo presenta como eje de conducta un salvajismo que les arrebata cualquier condición humana, no dudan en matar o torturar con tal de conseguir lo que desean (el preciado líquido). El segundo núcleo humano: los hombres y mujeres que viven en el interior del campamento, resultan totalmente contrarios, se trata de una comunidad con esperanzas y con un comportamiento que indica que todavía existe una posibilidad de futuro, cuestión que Max pasa por alto, porque para él, el tiempo de los principios y las ilusiones ha pasado. Pero en ese fuerte, hecho de viejos vehículos y neumáticos, Max debe enfrentarse a la nada que le domina, porque como hombre debe elegir entre una de las dos opciones que le permite su entorno: sobrevivir como un animal de rapiña o asumir su condición de héroe.

Cuando una mujer sube la escalera (1960)


La voz de Keiko (Hideo Takamine), conocida por su trabajo de mamasan, explica que existen tres niveles dentro de su profesión. En el primero se encuentran las mujeres que ganan lo suficiente para regresar a casa en automóvil, el segundo lo ocupan aquellas que lo hacen en autobús mientras que el tercero lo forman las chicas que ganan menos dinero y regresan a sus hogares acompañadas por los clientes de los locales donde trabajan. Mamasan sabe de qué habla, ella regenta un  bar donde los hombres acuden a divertirse después de la jornada laboral. En su local beben e intiman con las chicas que los atienden mientras Keiko piensa en cuanto detesta su profesión, pero no puede rendirse, ya que se gana la vida con las propinas que le dejan sus clientes, cantidades insuficientes para asumir los gastos que se acumulan y que aumentan al tener que hacerse cargo de los problemas financieros de su hermano y de la comodidad de su madre. La existencia de mama resulta solitaria y decepcionante, sin embargo no expresa sus preocupaciones, las interioriza y acepta que su realidad pasa por mostrarse guapa, amable y sonriente, porque así se lo exige su profesión. Han transcurrido muchos años desde la muerte de su marido y desde el día que empezó a trabajar para sobrevivir, pero nada ha cambiado desde entonces, cada noche la misma rutina de subir las escaleras que le conducen al interior del night club, donde bebe al tiempo que atiende a las palabras de sus clientes. Y cada noche, el mismo regreso al hogar, la misma soledad y las mismas inquietudes que no logra calmar. El mundo por donde se mueve Keiko resulta duro en extremo, pero también competitivo, a pesar de ello, nunca se rinde y sobrevive desde la entereza y la dignidad que la convierten en una especie de heroína anónima dentro de un entorno que le permite pocas opciones, ella siempre rechaza las propuestas que atente contra su dignidad, de igual modo que no se acuesta con los clientes, ni acepta dinero fácil para abrir su propio local. En Cuando una mujer sube la escalera (Onna ga kaidan wo agaru), Mikio Naruse, otro de los grandes cineastas japoneses, describió a la vez que profundizó en la vida cotidiana de esas miles de chicas que alegran a los clientes que buscan divertirse al tiempo que olvidar sus vidas cotidianas, pero que no tienen en cuenta los sentimientos de mujeres como mamasan, cuya honestidad y entereza supera a la de cuantos la rodean, rasgos fundamentales de una personalidad que enamora a kenicho Komatsu (Tatsuya Nakadai), el director del local, cuya pasión silenciosa no puede ser correspondida porque, para Keiko, solo existe Fijisaki (Masayuki Mori), el único hombre a quien podría entregarse, rompiendo de ese modo con el juramento escrito en la carta que enterró con su marido. Sin embargo, la resignación es su sino, como también lo es continuar subiendo la escalera.

United 93 (2006)

No existe ideología ni religión que pueda justificar el crimen, y menos uno tan atroz como el cometido el 11 de septiembre de 2001, cuando varias células terroristas secuestraron cuatro aviones comerciales y alcanzaron, con tres de ellos, dos de sus objetivos. Desde aquel irracional instante (salido de la peor de las pesadillas) la sociedad sintió el miedo, la desesperanza y la desorientación que provocaría un cambio en la percepción del presente y de un futuro incierto. amenazado por los fantasmas que se desataron aquella funesta y sangrienta jornada. Ojalá United 93 nunca hubiese sido filmada, porque eso implicaría que la sin razón nunca se habría consumado, pero por desgracia no fue así, y la triste realidad se grabó en las retinas de todos cuantos observaron la devastación y el salvajismo de un día que conmocionó a la humanidad. United 93 no busca emitir juicios, sino recordar aquel instante y a quienes lo sufrieron, decantándose por emplear una perspectiva realista y humanista que arranca desde la normalidad de una jornada cualquiera, sin que los pasajeros del vuelo de la United Airlines, que despega del aeropuerto de Newark (New Jersey) con destino a San Francisco, sospechen el terror y la tragedia que van a vivir. Totalmente contraria a la ignorancia que domina el comportamiento de los pasajeros (hablan, ríen, desayunan o leen) se encuentra el nerviosismo que evidencian los cuatro terroristas (se muestran inquietos, se observan, incluso alguno parece mostrar dudas), conscientes de lo que están apunto de hacer. En todo momento el espectador conoce el destino fatal de los tripulantes, porque conoce parte de los hechos que irán asomando a través de las imágenes que muestran los centros de control donde se desarrolla una jornada laboral que, en un primer momento, no se diferencia de otras, hasta que se descubre un indicio que apunta la posibilidad de que uno de los aviones en ruta ha podido ser secuestrado; sin embargo no existe confirmación al respecto, y está se produce cuando las pantallas de televisión muestran el World Trade Center tras el impacto, que inicialmente se cree producido por la colisión de una avioneta. El caos, la perplejidad, el terror o la desorientación que se vive en tierra todavía no se percibe ni en la tripulación ni en los pasajeros del United 93, hombres y mujeres, con nombre y rostro, con familias y amigos, con esperanzas e ilusiones, que ignoran los trágicos sucesos ocurridos en Nueva York y en el Pentágono. Paul Greengrass expuso aquel instante sin emitir juicios, sólo mostrando los sentimientos y las sensaciones de los implicados, quienes inicialmente actuarían desde la normalidad que se observa en los primeros instantes del film, que deja paso a la desorientación y perplejidad que domina en los centros de control aéreo. La inquieta mirada de la cámara sigue a esos controladores que no pueden hacer nada para evitar los terribles sucesos, lo mismo que sucede a los militares que se encuentran ante una situación para la que nunca les han preparado. La primera parte de United 93 se centra principalmente en los hechos que se producen en tierra, introduciéndose en determinados momentos en el avión, donde todavía no se ha consumado el secuestro, para familiarizar al espectador con los rostros de los pasajeros y de los futuros secuestradores, creando una sensación de acercamiento que posteriormente se transformará en tensión, terror y pánico. La segunda parte se centra exclusivamente en los hechos que se producen en el interior del aparato, dominado por el miedo, la violencia o la esperanza que surge del instinto de supervivencia de un grupo de seres humanos conscientes del final que les espera cuando descubren a través de sus teléfonos móviles la increíble realidad que asola al mundo. Los pasajeros del United Airlines 93 cobran el protagonismo absoluto en esa última parte del film, que se convierte en un homenaje al sufrimiento y al valor de aquellos hombres y mujeres que ante la adversidad más cruel asumieron una lucha desesperada para sobrevivir al fanatismo y al terror desatado aquella jornada que conmocionó a la humanidad, sin distinción de credo, raza o ideología.

martes, 23 de octubre de 2012

Stalker (1979)



¿Qué es la zona? ¿Por qué dentro de ella existe el color que no se descubre en el mundo que la rodea? ¿Qué ocultan las autoridades para mantenerla cercada? El deteriorado mundo futuro en el que habita el stalker (
Aleksandr Kaidanovski) parece condenado por la falta de esperanza que desvela la fotografía de tonos sepia que se descubre al inicio del film, en un espacio donde no tiene cabida ni el colorido ni la alegría; quizá debido a dicha ausencia, el furtivo —representante de las creencias y de la fe— necesita adentrarse en ese entorno que le proporciona el equilibrio que no encuentra fuera de la zona, a la cual accede como guía de un escritor (Anatoli Solonitsyn), representante del conocimiento artístico, y de un profesor (Nikolai Grinko), representante del conocimiento científico. Los tres saberes inician su viaje hacia un lugar impredecible que les permite interiorizar y reflexionar sobre ellos mismos y sobre aquello que representan, cuya suma da la humanidad. Pero introducirse en la zona resulta complejo, pues se trata de un viaje plagado de obstáculos, que salvan gracias a los conocimientos del guía (espiritual), ya que, por sí mismos, los dos hombres de saber cognitivo no podrían alcanzar la habitación de los deseos que se encuentra en algún recóndito rincón del laberinto por donde deambulan después de superar las barreras (físicas y humanas) que impiden la entrada. A pesar de ubicarse en un futuro indeterminado (o en un presente abstracto que remite a la interioridad humana) en Stalker no hay cabida para la ciencia-ficción, sino para la poesía de sus imágenes y sonidos y para la antropología de Tarkovski, que cobra cuerpo en las imágenes filmadas cuales versos en movimiento, de símbolos y emociones que surgen en ese espacio, al que llaman la zona, marco fundamental del viaje hacia el interior reflexivo del propio ser humano. Tanto física como abstracta, la zona es un lugar peligroso, siempre cambiante, pues en él se enfrentan la razón y la fe mientras caminan en pos de esa supuesta habitación donde los deseos se convierten en realidad. El stalker basa su conocimiento en la superstición, único medio que conoce para avanzar por un espacio donde sus acompañantes parecen sentirse amenazados por algo que se escapa a las respuestas racionales, obligándose a interiorizar en sí mismos en busca de una explicación para su existencia y su esencia, así como la del entorno que habitan y que Andréi Tarkovski es capaz de captar y transmitir desde los silencios, el fluir del agua, el viento, el deterioro de los espacios físicos, los cambios en el color de la fotografía o las reflexiones existenciales de sus protagonistas: la esencia de la personalidad humana, siempre compleja, siempre llena de dudas que pretenden respuesta desde los respectivos puntos de vista de los tres protagonistas, tres formas de entender el alma humana que en contadas ocasiones se equilibran y se ponen de acuerdo.

lunes, 22 de octubre de 2012

La cruz de hierro (1977)


Un espacio asolado por la destrucción y la locura que significa la guerra, durante la retirada del ejército alemán del frente soviético en el invierno de 1943, sirvió para que Sam Peckinpah realizase una profunda reflexión sobre el ser humano, centrándose en las figuras de unos soldados que desde el principio muestran cual es su postura con respecto al infierno en el que se encuentran. Los soldados alemanes que lidera el cabo Steiner (James Coburn) forman un grupo dominado por el desencanto que les genera su situación, incluso los oficiales que les rodean son conscientes de la derrota que se cierne sobre ellos, dejándose arrastrar por la desesperanza que se descubre en sus sucios uniformes o en sus barbas desaliñadas, que chocan con la pulcritud y presunción del capitán Stransky (Maximilian Schell), voluntario recién llegado al frente ruso con la única intención de obtener la cruz de hierro, condecoración que para Steiner (ascendido a sargento, sin desearlo) no significa nada y que para el aristócrata prusiano lo significa todo. Steiner no es un héroe, aunque sus hombres así lo creen, sólo es un superviviente consciente de que la guerra roba cualquier atisbo de esperanza, presente y futura, lo cual le convierte en un individuo realista, sincero y derrotado. La cruz de hierro (Croos of Iron) muestra el salvajismo y el sin sentido de una contienda dominada por el humo, la desolación, la acumulación de cadáveres o los constantes bombardeos, que testifican que se trata de un momento en el que el ser humano pierde su condición (el capitán Stransky ordena la muerte de un joven prisionero soviético o en la parte final ordena al teniente Triebig (Roger Fritz) que acabe con Steiner y sus hombres). La irracionalidad no sólo se percibe en el frente, también se hace evidente durante la estancia de Steiner en el hospital donde se recupera de las heridas sufridas durante el contraataque que Stransky quiere apuntarse como merito suyo. En el centro de salud se observa a soldados que han perdido sus extremidades, sus rostros o sus ilusiones, también se deja ver un general que saluda a los soldados antes de requisarles la comida para compartirla en privado con sus acompañantes, momento que demuestra que la guerra utiliza, sacrifica y mutila. Dentro de esa mentira Steiner vive una pesadilla mayor que la que se vive en el frente, donde la constante presencia de las balas, del enemigo y de la muerte se convierten en la única realidad que le permite sentirse seguro; <<¿tienes tanto miedo a vivir que tienes que esconderte en la guerra?>> le pregunta la enfermera (Senta Berger), con quien ha mantenido relaciones, antes de que la abandone para regresar a su mundo. La guerra roba las ilusiones de los hombres y de las mujeres, ninguno de los miembros del pelotón de Steiner las tiene, el único soldado que guarda alguna esperanza resulta ser el capitán Stransky, pero es una esperanza egoísta e irracional, que se antepone a la seguridad de los suyos y que le obliga a traicionar al sargento, a quien deja atrás cuando llega la orden de retirada. El conflicto entre Stransky y Steiner es un enfrentamiento entre la idea de clase social (falsa superioridad moral) que defiende el aristócrata prusiano y el individualismo (humanista) de Steiner, capaz de oponerse a los oficiales porque sabe que ellos son los responsables de enviar a los hombres a la muerte, cuestión que reprocha al coronel Brandt (James Mason) cuando éste le pide que presente cargos contra Stransky por apropiarse de los méritos del teniente muerto durante el contraataque. El capitán carece de la superioridad moral e intelectual de la que presume, no duda en mentir y coaccionar con tal de lograr su objetivo, que nada tiene que ver ni con la guerra ni con sus hombres, a quienes sacrifica para poder ganar esa condecoración que no deja de ser un trozo de metal que no vale la vida de nadie.

Furtivos (1975)



Existen películas que provocan diversas reacciones o interpretaciones (algunas erróneas) en el momento de su rodaje porque chocan con su época, más si ésta resulta ser el final de una dictadura, que anunciaba el inicio de un periodo de cambio que nadie podría asegurar qué depararía. Furtivos se gestó durante el último aliento de la dictadura franquista, por lo que tuvo que superar las trabas de una censura al borde de la extinción, pero no se trata de un film político, más bien sería una espacie de cuento (metáfora) pesimista de una sociedad que presenta a individuos atrapados dentro de la violencia y de la frustración de sus vidas vacías. La montaña aísla a Martina (Lola Gaos), posesiva y recelosa de su entorno, a quien no le gusta que turben la paz de su reino, donde habita con su hijo, acostumbrado a la soledad del bosque y a las jornadas de caza furtiva que le alejan de todo aquello que no sea su madre. Ángel (Ovidi Montllor) es poco dado a expresar sentimientos o emociones, sin embargo cuando conoce a Milagros (Alicia Sánchez), adolescente que se ha escapado del reformatorio, descubre la promesa de algo nuevo (totalmente opuesto al control abusivo de Martina) para su mundo de furtivos, donde los intrusos como el gobernador civil (José Luis Borau), el cura (Ismael Merlo) o el cuqui (Felipe Solano), representantes de diversos estamentos sociales de la época, se encuentran desorientados. Desde el primer instante Martina siente un rechazo irracional hacia la joven, a quien ve como una amenaza que pretende robarle el amor (incestuoso) y el dominio sobre Ángel. En la escena en la que ambas mujeres se encuentran en el campo recogiendo trufas se observa la intención de Martina, al fijar ésta su atención en Alicia y en el filo del arado que sujeta entre sus manos. La violencia, siempre presente, no se muestra explícita, del mismo modo que Ángel no logra expresarse con palabras, pero sí con su mirada o con sus gestos pausados, rasgos que desvelan que en su vida personal también es un furtivo (que esconde algún secreto inconfesable), pero pretende dejar de serlo mediante su matrimonio con Milagros, aunque el luto que luce Martina en la ceremonia resulta un presagio funesto para la feliz unión entre lo primitivo y lo nuevo. Furtivos muestra un entorno realista y opresivo, que aísla al individuo que en él habita y rechaza (debilita) a hombres como el gobernador (hermano de leche de Ángel) y a sus acompañantes en la partida de caza, seres supuestamente poderosos en sus despachos, pero que se tornan vulnerables dentro de la realidad mística del bosque, porque allí son intrusos carentes de ese poder ficticio que se diluye en el entorno de Ángel, evidenciando su debilidad y sus defectos, lo mismo que le sucede a el cuqui, a quien el furtivo ayuda a escapar de la guardia civil a petición de Milagros, antes de que ésta desaparezca sin dejar rastro. La ausencia de su nuera provoca que Martina recupere la sonrisa, pero ésta será efímera porque su reinado concluye cuando comprueba el rechazo de Ángel, que nace de la ausencia de ese soplo de aire fresco que ha cambiado su percepción del mundo en el que habita.

domingo, 21 de octubre de 2012

Infierno de cobardes (1973)


En su primer western como director, Infierno de cobardes (High Plains Drifter, 1973), Clint Eastwood evidenció influencias de sus películas a las órdenes de Sergio Leone, pero, por encima de todo, ofreció una mirada madura y personal del género, una visión que también se observa en El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales, 1976), El jinete pálido (Pale Rider, 1985) y Sin perdón (Unforgiven, 1992), y, sobre todo, en sus protagonistas, quienes se presentan al espectador envueltos por un aura onírica-espectral que desvela la inquietud del cineasta por realizar su propia versión del oeste. En su interpretación del western no hay espacio para héroes, ya que estos son sustituidos por personajes desmitificados que semejan almas en pena que regresan de entre los muertos para luego desaparecer. Josey Wales recibe heridas mortales, aunque milagrosamente sobrevive para buscar una venganza que no le devolverá lo perdido, el jinete pálido se materializa de la nada, cual ángel exterminador que acude a la llamada de auxilio de una niña desesperada, y William Munny renace como el asesino que había enterrado años atrás, después de su primer encuentro con el sheriff interpretado por Gene Hackman. Esta similitud entre sus antihéroes, que parecen regresar del más allá, se inicia en el pistolero sin nombre que Clint Eastwood) interpreta en Infierno de cobardes, un jinete que surge de la nada para recordar a los habitantes de Lago el pasado que se oculta en la nocturnidad de sus hogares y de sus corazones, en los susurros que disimulan sus voces, en sus traiciones y en sus rostros, los cuales delatan su curiosidad, pero también su miedo. El forastero es rápido con el revólver, así lo comprueban los tres pistoleros contratados por la compañía minera que domina la ciudad cuando intentan acabar con él, mientras aguarda a que la temblorosa mano del barbero se calme e inicie un afeitado que no se consuma porque el desconocido ni duda ni muestra ninguna emoción antes y después de matar.


La muerte parece formar parte de él, ni alterase sus facciones ni sus planes, tampoco le impide arrastrar a una mujer (Mariana Hill) hasta el establo, después de que esta haya pretendido llamar su atención. Esta presentación crea cierta ambigüedad en el personaje, pues no evidencia ningún tipo de remordimiento por cuanto hace, aunque tampoco se genera la sensación de que se trate de un ser vil, a pesar de que haya matado a los pistoleros y forzado a la mujer. Quizá esta última sensación nazca de la posibilidad, que poco a poco se convierte en un hecho, de que los habitantes del pueblo sean más amorales que el forastero, pues se les descubre siempre al acecho, observando y maquinando desde la distancia que los protege y que les separa del desconocido que, poco después, se tumba sobre el lecho de la habitación del hotel. Allí sueña, pero más que de un sueño se trata de una pesadilla, o puede que se trate de un recuerdo de su pasado o de un pasado vivido por un yo distinto al que es el el tiempo presente. ¿Quién este extraño y quién era el hombre a quien asesinan a latigazos en el sueño? ¿Es él o es otra persona? La brevedad del flashback no aclara demasiado al respecto, o lo aclara todo, lo que queda claro es que agudiza la sensación espectral que mana de la figura sin nombre que no tarda en asumir el control, ridiculizando a los mezquinos y acobardados ciudadanos de Lago. Ataca su posición económica y humilla sus egos, pero ellos lo acepta sin rechistar porque temen las represalias de los tres convictos que avanzan inexorablemente para eliminar a los culpables de su encierro, y en él ven a alguien que responda por ellos. La población de Lago no se atreve a enfrentarse ni a Stacey Bridges (Geoffrey Lewis) ni a los hermanos Carlin, Cole (Anthony James) y Dan (Dan Davis), como tampoco osan plantar cara a ese ser espectral que turbia sus vidas, haciendo y deshaciendo a su antojo, como si tratase de castigarles por el crimen que ocultan y al que solo se refieren susurrando, como si una alusión en viva voz pudiera atraer al fantasma del sheriff Jim Duncan, cuyos restos no hayan descanso en esa tumba sin nombre a las afueras de una ciudad que se transforma en el infierno rojo donde se consuma una venganza que bien podría llegar del más allá. Infierno de cobardes (High Plains Drifter, 1973) resulta inquietante al comprender que el desconocido puede ser el espectro vengador de Duncan, brutalmente asesinado por Stacey y los hermanos Carlin ante la impasible mirada de los vecinos del pueblo, cuya falta también incluye la complicidad, la culpabilidad y la cobardía. Por ese motivo, el jinete solo semeja respetar a quienes mostraron un atisbo de compasión y reaccionaron cuando se produjo un linchamiento que bien pudo haber sido el suyo propio, porque en este punto, 
Clint Eastwood evidenció la suficiente madurez creativa para transgredir los cánones establecidos dentro del género, al dotar a su primer western de una atmósfera sobrenatural que se densifica a medida que se comprende que la figura del desconocido ha salido de la nada para ajustar cuentas, tanto con los asesinos como con aquellos que se ocultan en la oscuridad de la noche para acabar con el fantasma que les recuerda el crimen que guardan en su interior.