sábado, 5 de abril de 2025

Quizás, quizás, quizás…

<<Hay una palabra maravillosa en el idioma, de la que yo abuso hasta límites estilísticamente intolerables: quizás, a veces sustituida por acaso, por tal vez… Es una palabra prestigiosa, la más inteligente, la más razonable de todas. ¡Como que hasta le han puesto música! ¿No la recuerdan?:


¡Quizás, quizás, quizás…!>>*


Claro que la recuerdan, Torrente, y gracias por tu quizás, una palabra de la que también abuso porque creo en ella, y eso que mi “naturaleza” tiende a incrédula, pero también se inclina hacia la duda, a saber que mi idea solo es una posible entre tantos tal vez. La canción fue escrita en 1947 por el compositor cubano Osvaldo Farrés. Esta que comparto es la versión del famoso cantante estadounidense Nat King Cole —hubo muchos otros y otras, tal Los Panchos o Sara Montiel, que la hicieron suya—, que es la elegida por Wong Kar-wai para que suene en su magistral In the Mood for Love (Wong Kar-wai, 2000)…


*Gonzalo Torrente Ballester: “Cotufas en el golfo”. Ediciones Destino, Barcelona, 1986.



viernes, 4 de abril de 2025

Una historia aburrida (1982)


Resulta un tanto simplista decir que Wojciech Jerzy Has fue un gran adaptador literario, como he leído en alguna parte, porque, en realidad, fue un gran creador cinematográfico, de un universo en el que introduce personajes atrapados en sueños y misterios, en el tiempo, en la vida y en la cercanía de la muerte. El suyo está compuesto de posibilidades audiovisuales y de fantasía, también de imposibilidades vitales, de angustia, de un toque de locura, de disgresiones, de interrogantes y dudas como las que logra plasmar en las casi dos horas de tedio que dominan Una historia aburrida (Nieciekova historia, 1982). El suyo es un universo personal onírico y audiovisual, más que literario, el cual, en parte, se inspira en la literatura que le influyó, pero, como ya he dicho, la literatura —y las obras de Jan Potocki, Bruno Schulz, Anton Chéjov o Frederick Tristan que lleva a la gran pantalla— solo es parte de lo que le inspira y de lo que su cine desvela. Inspirándose en el cuento de Chéjov del que toma su título para la película, Wojciech J. Has regresaba a la dirección después de ocho años inactivo, debido al rechazo que su anterior y mejor film había generado en las autoridades. Pero si El sanatorio de la clepsidra (Sanatorium pod Klepsydia, 1973) es una película más lograda y desbordante, en con Una historia aburrida demostraba que no había perdido su pulso para crear atmósferas, en este caso mucho más plomiza, porque así lo exige la mente del protagonista, ni para jugar con el tiempo y los espacios, generando la sensación de que su personaje central se encuentra atrapado ya no en el lugar físico que ocupa, sino en el mental que le hace ser.


La voz interior del personaje principal desvela parte de qué le sucede al prestigioso profesor de medicina (Gustaw Holoubek) a quien se descubre en su soledad y en su rechazo al mundo que habita, a su familia, a su cotidianidad. En su pensamiento intenta explicarse, responder si todo se reduce a eso, busca huir de la cotidianidad en la que ya  la idea de la muerte asoma y en la que todo semeja igual. ¿A eso se reduce la vida humana? ¿A que un día pueda ser mil y mil ya sea solo uno? ¿De qué le ha valido su esfuerzo y el alcanzar el éxito? La sensación de inmovilidad, de vivir en un presente de inexistencia le lleva a recordar su pasado y a reflexionar sobre la existencia en un ahora en el que ya nada parece liberador, todo lo contrario. Escribió Natalia Ginzburg en su estudio sobre Chéjov que en sus cuentos <<nunca aparecen la felicidad en los matrimonios ni la armonía familiar>>, y eso es lo que también asoma en la película de Has. Tanto el matrimonio como la vida familiar lastran al personaje, que no se plantea si el resto de su familia siente igual. Su visión se limita a sus impresiones y a sus sensaciones; lo cual no deja de ser normal, porque es su pensamiento el que reflexiona sobre la vida y el transcurso del tiempo. Su hija Liza (Elwira Romanczuk) ya no es aquella niña a la que llevaba de paseo y a la heladería y Weronika (Anna Milewska), con quien lleva casado desde la juventud, difiere de la chica bondadosa y de fina inteligencia de quien se enamoró. Ahora, es una persona gris, preocupada por la economía del hogar y otras cuestiones que la desvelan tal vez mezquina, seguro que aburrida como las existencias que Has recrea en un espacio cerrado, tan gris como los personajes, del que es imposible escapar o escuchar una carcajada, ni siquiera descubrir una sonrisa o una chipa que, tal vez, ya no exista en ellos. La sensación que Una historia aburrida depara hace honor a su adjetivo y, con solo describir, una jornada de comprende en qué se ha convertido la vida del protagonista, que ya semeja un fantasma. ¿Qué le queda? Su mente viaja a los lugares del pasado que resultan iguales en el presente, pero él ya no es el mismo, ya no es aquel joven lleno de ilusiones, de metas y de vitalidad. ¿Se ha amargado? ¿Ha perdido la capacidad de sorprenderse? ¿Los años lo han vuelto aburrido y pesimista? ¿Le han robado la alegría o es que el conocimiento sin evolución el que amarga? El profesor apenas habla al mundo exterior, casi siempre piensa y siente sobre sí el peso de la “derrota” existencial, que es el peso más arduo y pesado de llevar…



jueves, 3 de abril de 2025

Memorias inéditas de José Antonio

En su Memorias inéditas de José Antonio (1977), el escritor Carlos Rojas toma la excusa de un ficticio Primo de Rivera que sobrevive a su encierro y fusilamiento alicantino, porque otro muere en su lugar. Este personaje le sirve para hablar y reflexionar no solo sobre la guerra civil española —tema recurrente en la obra de Rojas, por ejemplo en Azaña y La guerra civil vista por los exiliados—, sino también para aproximarse a las controvertidas figuras de Stalin y Trotsky, acercándonos la personalidad y la rivalidad de estos dos personajes obsesivos y totalitarios, fundamentales en el devenir político del siglo XX, en la intimidad, donde afloran las dudas, los miedos y los deseos de prevalecer sobre los otros, tal vez de alcanzar la inmortalidad que saben imposible. De ese modo, Rojas profundiza en la época, que amplía al pasado, antes del duelo a muerte entre Koba y León, y al futuro, que es el presente del narrador, en el cual comparte recuerdos, conocimientos sobre los antagónicos y reflexiones sobre sí mismo, sobre la obra de Goya (en cuyas pinturas desvela y refleja el alma humana) y sobre los hechos que narra. El antaño falangista habla a alguien que le ha descubierto en su nueva vida, bajo otro nombre y sin aspiraciones políticas y revolucionarias. Esa nueva existencia nace en la condena a la que Stalin le lleva tras salvarle de morir en aquella cárcel, para encerrarle en otra y retenerle como prisionero, para saber cómo piensa un fascista —por aquello de conoce a tu enemigo—, pero también para tenerle como reflejo, confidente y conciencia... Jose Antonio es la única persona a la que habla con total sinceridad (y no poca falsedad y cinismo) porque no es nadie, solo su deseo, puesto que él quiso mantenerle con vida. José Antonio recuerda sus conversaciones con el líder soviético, un hombre que conoce en la intimidad de esos encuentros que se producen en algunos momentos puntuales de la Segunda Guerra Mundial, durante los cuales hablan sobre ambos y sobre Trotsky, también sobre aspectos que marcan el devenir del siglo XX. El autor barcelonés, también responsable de la espléndida y no menos reflexiva novela Azaña (1973), sitúa a José Antonio en un tiempo presente, 1975, en el que conversa con ese alguien a quien comparte sus impresiones y sus evocaciones, lo que le permite los viajes no lineales en el tiempo (pues se efectúan en la memoria) y ubicar la acción narrativa entre su secuestro, por orden de su futuro carcelero, y su traslado a Moscú, donde se producen sus charlas con el dictador, hasta ese instante presente que coincide con el año de la muerte de otro dictador: Franco, que supo utilizar el nombre de José Antonio para su propio beneficio y propagada, creando un mito, que, como tal, nada tendría que ver con el individuo real, ni con el ficticio en cuya boca Rojas pone ideas tales como <<el ayer nunca es verdadero y la historia, por lo tanto, no resulta jamás críticamente segura>> y <<sobrevivir en estos tiempos es saberse culpable, porque nuestra bestialidad no admite testigos.>>



miércoles, 2 de abril de 2025

El sanatorio de la clepsidra (1973)

Habían pasado cinco años desde su anterior largometraje, La muñeca (Lalka, 1968), tiempo que Wojciech Jerzy Has dedicó a preparar un proyecto personal y muy querido, pues pretendía adaptar a Bruno Schultz, un escritor cuyos cuentos habían formado parte de sus lecturas de juventud y que influyeron en su cine, haciendo que también él hiciese de sus películas un mundo único y aislado, de atmósferas enrarecidas, atrayentes y sugestivas. A pesar de ser una obra desbordante, de riqueza visual incontestable, El sanatorio de la clepsidra (Sanatorium pod Klepsydra, 1973) tuvo una mala acogida entre las autoridades polacas, que decidieron prohibirla. Aún así, Has se las arregló para engañar a los buenos censores estatales y enviarla al festival de Cannes, donde su espléndida, onírica y alucinada fantasía fue premiada con el Premio del Jurado. Claro que su osadía tendría consecuencias, y Has no volvería a dirigir hasta la década siguiente, cuando estrenó Una historia aburrida (Nieciekawa historia, 1982), adaptación de la obra de Anton Chéjov, en la que su protagonista se descubre atrapado en la su amararan e inmutable cotidianidad.

Al inicio de El sanatorio de la clepsidra, Jósez (Jan Nowicki), su protagonista, viaja en un “tren” en el que ya se intuye que se trata de otro de los personajes de Has que se encuentran atrapados en espacios que non pueden abandonar, porque no son solo geográficos, sino también temporales; incluso diría que metafísicos, si supusiera realmente qué es la metafísica (allende la física), más allá de la paja mental que ni se explica ni puede demostrarse, solo volver sobre las divagaciones y cuestiones que siempre van a parar al mismo lugar: las preguntas sin respuesta y así hasta entrar en una espiral, ya sin principio ni final, donde las leyes físicas y lo que se llama sentido no tienen cabida; allí donde la vida y la muerte forman parte de un sueño, tal vez. No, los mejores espacios de Has no son realidades físicas, son oníricos, misteriosos y atemporales que atrapan en la fantasía, en la pesadilla o en la cotidianidad… Este último “espacio” sería el del protagonista de Nudo corredizo (Petla, 1957), pasando por el surrealismo que conduce a dónde, que se lo pregunten al personaje central de El manuscrito encontrado en Zaragoza (Rekopois znaleziony w Saragossie, 1965). Son espacios que también atrapan al espectador, gracias al uso que de ellos hace el cineasta, capaz de transmitir con su cámara y su planificación un efecto alucinado único…

Magistral locura, El sanatorio de la clepsidra es un ejemplo de jugar con el tiempo, de ahí la clepsidra del título (reloj de agua y símbolo en obituarios, de un tiempo de búsqueda eterna), y los espacios, igual que lo es la más famosa El manuscrito encontrado en Zaragoza, que confirmaba al cineasta polaco, que había debutado en la posguerra —con el cortometraje Ulica Brzozowa (1947)—, entre lo más destacado de los nuevos cines europeos, aunque, su postura y su elección de mantenerse al margen, lo hacía menos accesible a un público mayoritario, pues, al contrario que Jerzy Kawalerowicz o Andrzej Wajda, o que los cineastas-divos de la Nouvelle Vague, o Milos Forman en Checoslovaquia, de Has sí puede decirse que fue realmente un tipo que creo en su “ciudadela”, de dentro afuera, ajeno a lo mundanal, a lo comercial y a lo estatal, un tipo de creador que, como Sergei Parajanov, decide aislarse del “mundanal ruido” para llevar a cabo su obra, tal vez por ello sus personajes asomen atrapados en soledades, en sus pensamientos y en mundos reales e imaginarios, que en Has son solo uno…



martes, 1 de abril de 2025

El Pórtico de la Gloria (1953)



El título escogido para la película escrita por José Mojica y dirigida por Rafael J. Salvia no debe llevar a engaño, ya que no trata de mostrar el monumento referente ni contar la historia de su construcción, ni la del maestro y quienes trabajaron en la obra entre 1168 y 1188. Siendo preciso, el tema que plantea es que no lo hay, al menos no más allá de la superficialidad y de sus "buenas intenciones”, ambiguas como cualquier buena intención entrecomillada y sin estarlo, puesto que todas asumen que son buenas para el resto. Dicho de modo directo, esconden una ideología y, como tal, no toleran las otras. Ante todo, una buena intención persigue limitar la capacidad de elección y, por tanto, la libertad de quien va dirigida la generosidad del bienintencionado. Tales intenciones determinan y distinguen lo bueno (y el bueno), de ahi que sean buenas, de lo malo (y el malvado), por eso son malas, y no pocas veces silencian las demás con su intolerancia, su cortedad de miras, su censura y su imposibilidad dialogante y asfixiante. Esta parrafada, que ya podéis mandar donde buenamente os plazca, viene a cuento de una idea que me ronda y, cuando me ronda, me marea y debo alejarla. La idea en sí dice que las buenas intenciones persiguen una finalidad, como también las buscan las malas; incluso las que asumen y presumen no perseguir nada… Y ahora que ya se va, podré escribir con mayor serenidad que la vida y el cine, tal vez el cielo, están llenos de bienintencionados. Los censores lo son, así lo dicen, pues saben que conviene al público. Eligen por él, lo quieren inocente; es decir, ignorante. Así que, conscientes de que cualquier película guarda intenciones y persiguen metas, la de Salvia propone el buenísimo discurso moral que se “escucha” a lo largo del metraje. Como corrobora la suma de momentos que la componen, El Pórtico de la Gloria (1953) alcanza su objetivo de ser moralmente buena y conveniente. El rótulo de agradecimiento, que sigue a los títulos de crédito, se impresiona sobre una panorámica de la Catedral y alrededores, tomada desde la Alameda compostelana. Las palabras escritas aclaran una de las intenciones de los responsables del film, las otras se irán descubriendo en las imágenes que, mediante una elipsis —la catedral compostelana da paso a su imagen promocional en la guía turística de la ciudad gallega— traslada la historia a México, país donde Rafael J. Salvia presenta a los protagonistas principales y el destino que han de tomar. Esta ubicación mexicana indica otro de las metas de Cesáreo González, productor y distribuidor del film, pues el dueño de Suevia Films guardaba estrecha relación con México, país que conocía de la emigración y donde había dejado buenos amigos. Sin apenas tiempo para desarrollar los motivos de los personajes, las imágenes vuelven a cruzar el Atlántico, pero, ahora, parecen sacadas del Noticiario Documental. La sucesión de planos de militares, de edificios y carreteras, de vehículos que las circulan y de otros por calles madrileñas se suceden para dar pie a más imágenes típicas de aquellos documentales de obligada proyección en los cines de la España de entonces, imágenes que parecen hechas por la propaganda nacionalcatólica. Ese tono, combinado con su dosis melodramática, ya no abandonará la película, cuyos diálogos y situaciones no dan para mucho más. Pero, por entonces, un film como El Pórtico de la Gloria, que ahora resulta un tanto irrisorio y aburrido, era del gusto de la censura dominante y del cardenal Quiroga Palacios, quien, tras el pase de la película, mostró satisfacción salvo por un pequeño detalle que creyó conveniente comentar en la carta que escribió a Cesáreo. El contenido venía a decir algo así como que la película sería magistral reduciendo el escote en los vestidos de la protagonista femenina. Quizá, esta anécdota sea lo más divertido de un película bisoña, como las canciones, los niños del coro y el papel asumido por José Mojica. En 1940, este famoso tenor y actor había ingresado en la orden franciscana, dejando de lado su exitosa carrera artística. Antes de su ordenación sacerdotal, Mojica había sido una estrella mediática, tanto en Hollywood como en su país natal. Era cantante más actor, aunque en la década de 1930 había protagonizado varias producciones hollywoodienses y mexicanas. Suya fue la idea de la que parte esta historia que no esconde ni sus limitaciones artísticas, ni su postura ideológica —la de sed buenos y haced caso al orden y olvidaros de vosotros, total, ya os tenéis muy vistos—, ni las intenciones de su productor: abrir el mercado internacional para su empresa y, de paso, promocionar el Año Santo Compostelano 1954…