lunes, 14 de febrero de 2022

El marqués de Salamanca (1948)


Dudo que la Comisión encargada de celebrar el centenario del primer ferrocarril de España, la línea Barcelona-Mataró inaugurada en 1848 —atendiendo a la fecha y a la realidad política de Cuba durante la práctica totalidad del siglo XIX, la primera fue la que unió La Habana con Bejucal, en 1837; y se dice que aún hubo una anterior, en Asturias, aunque la máquina que avanzaba sobre los rieles no era de vapor, sino de tracción animal—, encontrase un cineasta mejor que Edgar Neville para llevar a cabo la biografía de José de Salamanca y Mayol, el emprendedor malagueño que hizo posible el trayecto ferroviario entre Madrid y Aranjuez, proyectado en 1845 e inaugurado en 1851. Lo digo por dos razones. La primera, porque considero que en 1948 Neville es el autor con el universo cinematográfico más personal del país; y la segunda, tiene que ver con su origen aristocrático y con su gusto por lo popular. En él, ambos conceptos se aúnan homogéneos, algo extraño, sí, pero así fluyen para dar una especie de aristocracia popular a una biografía cinematográfica como El marqués de Salamanca (1948), cuya historia la cuenta Alfonso XII (Jacinto San Emeterio) a su acompañante, después de su visita relámpago al protagonista, a quien Neville presenta en la ancianidad. Previo a dar inicio a la acción, el realizador de La torre de los siete jorobados (1944) inserta una leyenda que define a su héroe, pues así lo pinta e idealiza, como <<el hombre que al cabo de los años confesó con melancolía. “El peor negocio… ¡Mi vida!>> Esta declaración apunta su fracaso personal, en la intimidad y en el amor. No obstante, tras esas palabras, siguen estas otras: <<Así fue el avatar del hombre de actividad más emprendedora que ha habido en España: el romántico malagueño José de Salamanca. Este fue el personaje que gastó el dinero que no tenía y tuvo el dinero que era casi imposible gastar>>. Aquí, Neville señala la fiebre y el éxito emprendedor en los negocios, pero también la miseria en la que se encuentra en su vejez —<<casi imposible gastar>>, casi—, cuando no desea la ayuda económica que le ofrece el monarca, simulando una opulencia inexistente, pues, hipotecada, ni la mansión que habita puede considerarse suya. Después de la visita real, la acción retrocede a 1835, año en el que Salamanca (Alfredo Mayo) llega a Madrid en la época del conservador Narváez (Enrique Guitart), tras ser elegido como diputado para las Cortes. Lo hace sin dinero, pero con ambición, ideas, proyectos y osadía. Así accede a los lujosos salones del matrimonio Buschental, donde María (Conchita Montes) le abre las puertas que le permiten hacer posible sus sueños y sus negocios.



Aparte de combinar lo aristocrático (los salones lujosos o el vagón real), con lo popular (el tablao donde el embajador babea y pide que le enseñen palabras para lograr su conquista, el teatro que el protagonista compra para construir uno mejor, o el vagón en el que viajan los sirvientes de las reinas y de los nobles), el gran acierto de Neville es saber dosificar los hechos históricos y mezclarlos con la ficción —o alteraciones como la soltería del protagonismo— y con su humor, el que asoma e ilumina en las Cortes donde, cual Concepcion Arenal en la Facultad de Derecho, María se cuela disfrazada de hombre, y donde los diputados abandonaron la sala, en la que solo permanece el orador y el electo que duerme; o en el museo de cera, donde se confunden las figuras reales y las inanimadas, o en el Ministerio de Hacienda, en el que el cineasta satiriza la burocracia y la actitud de los burócratas. Después de esta escena, literalmente, a Salamanca le cae del cielo la idea del ferrocarril y así se lanza a una construcción que sufre retrasos, debido a la inestabilidad política y a su enfrentamiento con Narváez, quien había sido su socio en varios negocios de dudosa legalidad. La construcción del tren queda en mera anécdota, puesto que lo que Neville celebra ni es el centenario del tren Barcelona-Mataró ni el “Tren de la fresa”, sino que festeja la figura imposible, emprendedora, romántica y optimista, de su José de Salamanca, que visto por el genial cineasta podría ser (auto)reflejo de sí mismo, un artista cuyo arte consiste en idear proyectos y llevarlos a cabo, no por la promesa de dinero, que no le interesa, sino por la plenitud de emprender y crear, ya que para él <<la cuestión es que las cosas existan. El goce de crearlas es un pago suficiente>>.




2 comentarios:

  1. Con el tiempo he ido valorando cada vez más a Neville, un cineasta singular, único en el panorama desolador de aquella España autárquica.

    Saludos.

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    1. Para mí, es de los mejores directores que ha dado el cine español. No recuerdo cuál fue la primera película suya que vi. Sé que fue el siglo pasado, y que desde entonces no he dejado de volver a él. Tiene un humor muy particular y sus películas resultan diferentes. Quizá “Nada” sea la menos acorde al universo de Neville.

      Saludos.

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